Historia de La Literatura Hispanoamericana A Partir de La Independencia - PDFCOFFEE.COM (2025)

J ean F ranco

HISTORIA DE LA LITERATURA HISPANOAMERICANA A PARTIR DE LA INDEPENDENCIA

EDITORIAL ARIEL, S. A. BA RCELO N A

Título original: A L IT E R A R Y H IST O R Y O F SPA IN Spanish American Literature since Independence Ernest Benn Ltd., Londres Traducción de C a r l o s P u jo l

7 .a edición revisada y puesta al día: junio 1987 8 .a edición: febrero 1990 © 1973: Jean Franco, Stanford (California) Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 1975, 1987 y 1990: Editorial Ariel, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona ISBN: 84-344-8315-7 Depósito legal: B. 4.826 - 1990 Impreso en España

AD VERTEN C IA PRELIM INAR

Toda historia es un compromiso entre propósitos difíciles y aun imposibles de conciliar. La presente no constituye una excepción. He­ mos tratado principalmente de la literatura de creación e imagina­ ción, procurando relacionarla con la sociedad en la que fue escrita y a la que iba destinada, pero sin subordinar la crítica a una sociolo­ gía de amateur. Por supuesto, no es posible prestar la misma aten­ ción a todos los textos; y, así, nos hemos centrado en los autores y en las obras de mayor enjundia artística y superior relevancia para el lector de hoy. La consecuencia inevitable es que muchos escritores de interés, mas no de primer rango, se ven reducidos a un mero registro de nombres y fechas; los menores con frecuencia no se men­ cionan siquiera. Hemos aspirado a ofrecer una obra de consulta y referencia en forma manejable; pero nuestro primer ernpeño ha sido proporcionar una guía para la comprensión y apreciación directa de los frutos más valiosos de la literatura española. Salvo en lo estrictamente necesario, no nos hemos impuesto linos criterios umfor?nes: nuestra historia presenta la misma variedad de enfoques y opiniones que cabe esperar de un buen departamento universitario de literatura, y confiamos en que esa variedad sea un estímulo para el lector. Todas y cada una de las secciones dedicadas a los diversos períodos toman en cuenta y se hacen cargo de los resul­ tados de la investigación más reciente sobre la materia. Con todo, ello no significa que nos limitemos a dejar constancia de un gris p a ­ norama de idees regues. Por el contrario, cada colaborador ha elabo­ rado su propia interpretación de las distintas cuestiones, en la medi­ da en que podía apoyarla con buenos argumentos y sólida erudición. R. O . J o n e s

* Esta advertencia preliminar constituye la presentación de R O Jon es a la Literjry History o f Spain, de la cual formaba parte originalmente el libro de la profesora Jean Fraiuo.

ÍNDICE Advertencia prelim inar................................................... Prefacio...............................................................................

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Introducción: La imaginación colonizada..................

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Independencia y literatura.............................................

33

1. Los primeros pasos, 33. — 2. La necesidad de normas, 46. — 3. Las lecciones de la poesía, 49. — 4. El ensayo didáctico: Juan Montalvo, 54.

2.

Civilización y barbarie......................................................

58

1. Esteban Echeverría, 60. — 2. Domingo Faustino Sarmiento, 65. — 3. José Mármol, 70. — 4. Lucio V. Mansilla, 73. — 5. José Hernán­ dez, 75.

3.

La herencia del romanticismo.........................................

80

1. La novela histórica y la «tradición», 81. — Los amores contrariados de la novela sentimental, 88. — 3- La poesía, 96.

4.

El realismo y el naturalismo hasta 1 9 1 4 .....................

102

1. Eugenio Cambaceres, 105. — 2. Alberto Blest Gana, 126. — 3. El realismo y el tema indígena, 109. — 4. Tomás Carrasquilla, 110.

5.

La tradición y el cambio: José Martí y Manuel González Prada . .......................................................................

117

1. José Martí, 117. — 2. Manuel González Prada, 128.

6.

Los múltiples aspectos del m odernism o...................... l.Jo sé Asunción Silva, 138. — 2. Julián del Casal, 141. — 3. Salva­ dor Díaz Mirón, 145. — 4. Manuel Gutiérrez Nájera, 147. — 5. Ru­ bén Darío, 149. — 6. Ju lio Herrera y Reissig, 160. — 7. Ricardo J a i­ mes Freyre, 163. — 8. Modernistas tardíos, 164. — 9. La prosa mo­ dernista, 174.

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LITERATURA HISPANOAMERICANA

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7.

Realismo y regionalismo

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I. M a rian o A z u e la , 182. — M a n u e l G á lv e z , 187. — 3. La h ere n cia d e la p ica resca, 188. — 4 . M a rtín L uis G u z m á n , 190. — 5. J o s é R u ­ b én R o m e r o , 191. — 6 . M a n u e l R o ja s, 193. — 7. E l re a lism o y la lu ch a co n tra la n a tu ra le z a , 19 5 . — 8. J o s é E u sta s io R iv e ra, 19 6 . — 9. H o ra c io Q u ir o g a , 198. — 10. La v irtu d d e la n a tu ra le z a , 2 0 1 . — I I . R ica rd o G ü ir a ld e s , 2 0 2 . — 12. R ó m u lo G a lle g o s , 2 0 5 . — 13. El re a lism o d o c u m e n ta l y so c ia lis ta , 2 0 8 . — 14. La n o v ela in d ia n is ta , 2 1 2 . — 15. El re a lism o p s ic o ló g ic o , 2 1 7 .

8.

La poesía posterior al modernismo ...............................

221

1. P rim eros e x p erim en to s. V icen te H u id o b ro , 22 2 . — 2. G a b rie la M is­ tral, J u a n a d e I b a rb o u ro u y A lfo n sin a S to rn i, 2 2 5 . — 3. N ic o lá s G u illén y la p o e sía c a rib e ñ a , 2 2 9 . — 4 . Los p o e ta s m e x ic a n o s, 2 3 3 . — 5. C é sa r V a lle jo y la p o e sía p e r u a n a , 2 4 7 . — 6 . P a b lo N e r u d a , 25 6 . — 7. L as d o s v a n g u a r d ia s, 2 6 9 .

9.

La prosa contemporánea..................................................

282

1. M a c e d o n io F e rn á n d e z y R o b e rto A rlt, 2 8 3 . — 2. J o r g e L uis B o r ­ g e s, 28 7 . — 3. En b u sc a d e u n a lm a , 2 9 3 . — 4 . E d u a r d o M a lle a , 2 94. — 5. J o s é L e z a m a L im a , 2 9 8 . — 6. Lo real m a ra v illo so , 3 0 0 . — 7. A le jo C a rp e n tie r, 3 0 1 . — 8. M ig u e l Á n g e l A s tu r ia s, 3 0 7 . . — 9El re a lism o n o es p ro sa ic o : A u g u s to R o a B a sto s y J o s é M aría A rg u e d a s, 3 1 1 . — 10. U n a n u e v a esta n c ia en el in fie r n o : C ó m a la , M ac o n d o y S a n ta M a ría , 3 1 6 . — 11. J u a n R u lfo , 3 1 6 . — 12. J u a n C a r ­ los O n e tti y la n o v ela u r u g u a y a , 3 2 3 . — 13. G a b r ie l G a rc ía M á rq u e z y la lite ratu ra c o lo m b ia n a , 3 2 9 . — 14. A g u stín Y á ñ e z , C a rlo s F u e n ­ tes, J o s é R e v u e lta s y la n o v ela m e x ic a n a , 3 3 3 . — 15. M ario V a rg a s L lo sa y la n o v ela p e r u a n a , 3 3 9 . — 16. La n o v ela en te la d e ju ic io . J u l i o C o rtá z a r, 3 4 4 . — 17. G u ille r m o C a b re ra In fa n te , 3 5 1 . — 18. La n o v ela en C e n tro a m é ric a , 3 5 3 . — 19. J o s é D o n o so y la n o v ela c h i­ le n a , 3 53. — 2 0 . La r e a lid a d y la fa n ta sía , 3 5 5 . — 2 1 . E rn e sto S a b a to, D a v id V iñ a s y M a n u e l P u ig : la n o v ela c o n te m p o r á n e a en A r g e n ­ tin a , 35 6 .

10. El teatro índice alfabético

365 383

PREFACIO

A cualquier lector familiarizado con las graneles literaturas occi­ dentales puede extrañarle el modo de concebir este volumen dedica­ do a las letras de Hispanoamérica. En las historias de la literatura europea se dedica especial atención al pasado, a la España de los siglos de oro, a la Inglaterra isabelina o al período neoclásico francés. Por mucha importancia que se dé a la literatura moderna, ésta siem­ pre se estudia dentro del contexto de las grandezas pretéritas. Sin embargo, la literatura de los que hoy en día se llaman países subdesarrollados obedece a esquemas distintos. Africa, el Caribe, la Amé­ rica latina pasaron por la experiencia de la colonización. La cultura escrita fue para ellos algo que les imponían los conquistadores euro­ peos y se convirtió en el distintivo de una élite y en algo opuesto a la cultura oral de los siervos y los esclavos. Esta es la causa de que determinadas polarizaciones que se encuentran en las literaturas euro­ peas entre tradiciones populares y minoritarias aquí adquieran ma­ yor intensidad y se repitan insistentemente. El abismo que separa a las culturas africanas, amerindias y afrocaribes, por un lado, y a las de origen europeo de las minorías, por otro, es tan profundo, que las divide de un modo muy tajante en ámbitos que se excluyen ^ recíprocamente. La tradición literaria de origen europeo, con sus al­ ternativas de atracción y de rechazo respecto a lo popular, se mani­ fiesta en las antinomias de provincialismo y cosmopolitismo, barba­ rie y civilización, lo indígena y lo europeo. Este tipo de esquema obliga a estudiar la literatura hispanoamericana dentro del conjunto ^ de las demás culturas del «tercer mundo». El desarrollo histórico de estas culturas no admite comparación con el de Europa. Por motivos obvios la colonización crea una litera­ tura que se orienta mucho más hacia la metrópoli que hacia su en­ torno local, que queda así marginado. Para sobresalir, un escritor ha de perder su identidad nacional con objeto de inmolarse a sí mis­ mo a la tradición «universal» de la metrópoli. El mexicano Ruiz de Alarcón, que se hizo famoso como dramaturgo en la España del si-

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glo X V I I , es un buen ejemplo de ello. Pero en resumidas cuentas carece de gran importancia el que consideremos a Ruiz de Alarcón como español o mexicano. Lo importante es la inhibición en la que la situación colonial sitúa a escritores que no quieren o no pueden aceptar semejante inmolación. Existían además otros factores que di­ ficultaban el libre desarrollo de la literatura en la América española, factores tales como los obstáculos que se oponían a escribir en las lenguas indias o a cultivar determinados géneros, la novela por ejem­ plo. Esta es la razón de que el presente estudio empiece con la inde­ pendencia y de que el período colonial se analice primordialmente a la luz de la evolución posterior. Por otra parte se consagra la máxi­ ma atención a la época contemporánea y a ciertos autores y textos representativos, dado que el actual es el período más importante de la literatura hispanoamericana. El ensayo en cuanto género se ha omitido a pesar de su importan­ cia. El plan de este libro no incluye la historia de las ideas, y los ensayos que se mencionan —el Facundo de Sarmiento, el Ariel de Rodó, El laberinto de la soledad de Octavio Paz— se incluyen te­ niendo en cuenta su influencia sobre la literatura de ficción. Un co­ mentario detallado de la ensayística inevitablemente hubiera llevado este estudio hacia la esfera de la historia, la sociología y otras disci­ plinas conexas. Pero aunque se haya excluido el ensayo ello no signi­ fica que se haya prescindido de los esquemas míticos que tanto han pesado en la América latina. Tanto el mito del primitivismo como el de la «inmadurez» del continente americano —tan vinculado al primero— que Europa impuso a partir de la conquista, han influido profundamente en la manera como los habitantes de las Américas se han visto a sí mismos y, a la larga, en los esquemas míticos de sus literaturas. Latinoamérica era un ideal utópico, un estado ino­ cente de bondad primitiva, pero también un El Dorado donde en­ trar a saco. Ser el protagonista pasivo de este mito equivalía a ser un niño inocente o un adolescente inmaduro al que había que pro­ teger contra sí mismo. Las actitudes europeas respecto a Latinoamé­ rica situaban al continente en un ciclo de frustraciones, condenándo­ le a aspirar siempre a algo que nunca alcanzaría. En literatura la frus­ tración se refleja en esquemas de desesperación, en novelas circulares y cerradas. El presente estudio se propone explorar algunos de estos esquemas y centrar su atención en cuestiones de estilo y forma. Una breve lista de textos y estudios críticos acompaña cada capítulo, pero todos los estudiantes de literatura hispanoamericana pueden consul­ tar con provecho las siguientes obras:

PREFACIO

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Antologías Además de las antologías que se citan en la lista de lecturas, hay varias grandes antologías publicadas en los Estados Unidos, por ejemplo: Anderson Imbert, Enrique, y Florit, Eugenio, Literatura hispano­ americana, Nueva York, 1960. Flores, Angel, Historia y antología del cuento y la novela en Hispa­ noamérica, Nueva York, 1959. Hay también varias historias de la literatura de particular interés: Alegría, Fernando, Historia de la novela hispanoamericana, 3 .a ed., México, 1966. Anderson Imbert, Enrique, Historia de la literatura hispanoamerica­ na, 2 vols., 3 a ed., México, 1961. Henríquez Ureña, Pedro, Las corrientes literarias en la América his­ pana, México, 1949. Torres-Rioseco, A., La novela en la América hispana, Berkeley, 1939. — , La gran literatura iberoamericana, 2 ,a ed., Buenos Aires, 1951.

INTRODUCCIÓ N: LA IM A G IN A C IÓ N C O LO N IZAD A

Que la América española durante tres siglos formó parte del im­ perio colonial de España es un hecho que ningún estudiante de su literatura puede ignorar. En el curso de dos o tres generaciones, en­ tre 1492 y mediados del siglo XVI, los grandes imperios inca y azte­ ca fueron fragmentados, su religión, su cultura, su economía y su historia prácticamente aniquiladas. Ocupando su lugar por toda Amé­ rica surgieron los signos visibles de la civilización de los conquistado­ res —los edificios del gobierno, las residencias de los funcionarios españoles, las iglesias— , siempre agrupándose en torno a la plaza y central de las ciudades. La monarquía y la Iglesia, con sus respectivos grados jerárquicos, institucionalizaron la vida política y religiosa de los habitantes de aquellas tierras. Y los que no fueron asimilados —indios nómadas, comunidades rurales aisladas— pudieron igno­ rarse, permitiéndose su existencia al margen de la civilización, mien­ tras no destruyeran la máquina cuyo doble propósito era, de una parte, pfoporcionar regularmente metales preciosos a los cofres rea­ les y, de otra, llevar a América la verdadera fe católica y la estabili­ dad del gobierno paternalista. Las culturas indígenas no desaparecie­ ron por completo; en muchas zonas de Latinoamérica, Perú, Bolivia, Guatemala, parte de México y en el cono meridional, la superviven­ cia de las lenguas indígenas permitió la supervivencia de costum­ bres, relatos populares y canciones. Pero todo esto quedaba fuera de la tradición cultural de los grandes centros del período colonial, y sólo marginalmente influía en ella. Hacia 1533 el imperio español tenía ya la estructura que iba a permanecer esencialmente inalterable hasta fines del siglo X V III. Había dos grandes virreinatos: el de Nueva España, cuya capital era la ciu­ dad de México, pero que se extendía desde California casi hasta Pa­ namá, y que incluía las islas del Caribe; y el virreinato del Perú, que abarcaba la totalidad de Sudamérica. Este imperio estaba fuer­ temente centralizado bajo la autoridad de un organismo supremo,

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el Consejo de Indias, establecido en 1524, y este organismo rendía cuentas directamente al rey y se reunía siempre en España. Los altos cargos de la jerarquía colonial española también eran oriundos de España, de modo que su identificación con los intereses de la madre patria estaba garantizada. Los criollos, es decir, los ciudadanos his­ panoamericanos que habían nacido en América pero que tenían as­ cendencia española, sólo podían participar como miembros en las esferas inferiores, por ejemplo en los cabildos o consejos municipales. Por otro lado, la Iglesia distaba mucho de identificarse tan uná­ nimemente con los intereses peninsulares. La propiedad de grandes extensiones de tierras la hacía rica y poderosa, pero tenía también una tarea misionera que la llevaba a establecer estrechos contactos con los habitantes indígenas del Nuevo Mundo. Los misioneros apren­ dieron las lenguas de los indios, salvaron para la posteridad restos de las historias y las civilizaciones que habían existido en América antes de su llegada y mitigaron en muchos casos los abusos de que eran víctimas los indios.1 La protesta del dominico fray Bartolomé de Las Casas (1474-1566) contra el trato que se daba a los indios de Santo Domingo y Cuba en su Brevísima relación de la destruc­ ción de las Indias (1552) tuvo una gran resonancia (e indirectamente contribuyó a crear la leyenda negra de la crueldad de la España colo­ nial). Las Casas defendió la causa de los indios en un famoso debate que tuvo lugar en Valladolid en 1550 y 1551, consiguiendo que se reconociera que los indios eran seres racionales y no esclavos natura­ les. Sostuvo por lo tanto que debían ser convertidos por procedi­ mientos pacíficos y que no era lícito comprarlos ni venderlos.2 En 1537 Las Casas se trasladó a la América central y allí, en Vera Paz (al norte de la actual Guatemala), contribuyó a fundar una comuni­ dad experimental en la que los indios eran convertidos al catolicismo y luego se les enseñaban oficios manuales. Fue uno de los primeros entre muchos frailes paternalistas; también los jesuítas fundarían co­ munidades semejantes en sus misiones de Sudamérica.3 Los mejor intencionados y los más activos de estos misioneros consideraban las Américas como la comunidad cristiana ideal en potencia, debido al 1. Tzvctan Todorov, La conquista de América y la cuestión del otro, Caracas, 1983. 2. La polémica se describe en L. Hanke, Aristotle andthe American Indians, Londres, 1959; véase también del mismo autor, Bartolomé de Las Casas. Bookman. Scholar. Propagandist, Filadelfia, 1949. 3. Pierre-Frangois-Xavier Charlevoix, Histoire de Paraguay, París, 1976. Una historia más reciente y legible de las misiones es la de R. B. Cunningham G raham , A Vanished Arcadia Being some account o f the Jesuits in Paraguay 1607-1767. ed. revisada, Nueva York, 1924

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hecho de que los indígenas no estaban aún contaminadas por la mo­ licie europea y toda su secuela de vicios. El aspecto negativo del in­ flujo de la Iglesia en Latinoamérica fue la extremada estrechez de criterios y las sanciones que recaían sobre los que se desviaban de la ortodoxia doctrinal más estricta. La censura y la Inquisición apare­ cieron muy pronto en el Nuevo Mundo, y la labor de esta última se orientaba primordialmente contra los que trataban de importar y leer libros prohibidos y contra los que se aferraban a los residuos de creencias precristianas.4 En un principio la vida económica de la colonia se basó en la explotación de las minas de plata y oro; más tarde se establecieron grandes propiedades o haciendas en las que trabajaba un peonaje sometido a una mentalidad de carácter semifeudal. Sin embargo, los progresos de la agricultura fueron frenados por la política monopolística de España, que durante mucho tiempo sólo permitió el co­ mercio de determinadas mercancías y únicamente entre los puertos de Sevilla y Cádiz en la península y Veracruz, Cartagena y Porto Bello en el Nuevo Mundo. Aunque este control monopolista español de sus colonias no era fundamentalmente distinto del que ejercían otras potencias colonia­ les, tal vez se ejercía de un modo más rígido. Más adelante hubo también unas restricciones similares por lo que respecta a la vida cul­ tural y espiritual de las colonias, cuyo aislamiento de las principales corrientes del pensamiento europeo se agravó así. Conviene recordar que la cultura española, muy brillante a fines del siglo X V I y a co­ mienzos del XVII, fue empobreciéndose y haciéndose cada vez más provinciana. Y cuando se transmitía a las colonias era poco más que un pálido reflejo de una cultura marginal. Los intelectuales hispanoamericanos eran o clérigos y misioneros o los hijos de propietarios rurales y empleados públicos; la educación de unos y otros había corrido a cargo de la Iglesia. Su tradición lite­ raria era clásica y española. Pensaban en términos de categorías lite­ rarias clásicas —la oda, la epopeya, la elegía— , o de formas difundi­ das en España, tales como el soneto, la canción tradicional y el ro­ mance, la comedia o el drama religioso (el «auto»). Los temas tam­ bién tendían a ser los convencionales: el idilio pastoril, el poema de amor, el soneto religioso. Pero ¿por qué estas obras literarias eran 4 La obra Books o f the Brave, traducida con el título de Los libros del Conquistador, Méxi­ co, 1953, de 1. A. Leonard, trata de la importación de libros y de los medios em pleados para burlar la censura y las prohibiciones.

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^

tan a menudo carentes de vida y faltas de inspiración? ¿Acaso en la América española escaseaban los talentos? Desde luego es bien sabido que los conquistadores no eran escritores ni intelectuales, si­ no hombres de acción, pero muchos de los primeros pobladores sí cultivaban la literatura. Muchos escritores españoles emigraron al Nue­ vo Mundo, entre ellos Gutierre de Cetina (1520 o 1522-1557), el dramaturgo González de Eslava (1534?-l601 ?) y el novelista Mateo Alemán (1547-después de 1613). Es decir, que no faltaban hombres de talento. Pero en una sociedad colonizada no siempre es fácil que el talento pueda expresarse. La imaginación está también coloniza­ da, es decir, no puede nutrirse de la experiencia inmediata, sino que tiende a vivir parasitariamente de los derivados de la sociedad me­ tropolitana. No obstante, incluso en una cultura colonizada, la reali­ dad no puede acallarse por completo. Y aunque los escritores espa­ ñoles y los ya nacidos en América pero de origen español hicieron grandes esfuerzos para encajar esta realidad dentro de las categorías que les eran familiares, las circunstancias les obligaron a menudo a seguir otros caminos. Tal vez lo que ilustra con mayor claridad esta situación es el he­ cho de que los materiales novelísticos potenciales tendían a ser des­ viados por otros conductos. El Nuevo Mundo no podía importar ni publicar novelas, ya que los indios debían ser preservados de una literatura de ficción que podía hacerles concebir dudas acerca de las verdades religiosas.5 De ahí que anécdotas picantes que hubieran po­ dido dar origen a una novela picaresca o a un volumen de cuentos al estilo de Boccaccio, se presentaron como formando parte de una crónica histórica. Así, por ejemplo, se escribieron libros como El car­ nero (1636), del colombiano Juan Rodríguez Freile (1566-1640?), quien afirmaba hacer la crónica histórica de la época inmediatamen­ te posterior a la conquista, cuando en realidad se limitaba a contar sucesos escandalosos. Por eso la novela apenas existió en la América colonial. El teatro, que era el más popular de los géneros literarios de la España del siglo X V I I , en las Américas se dedicaba casi exclusivamente a tratar temas religiosos y era empleado como un medio de adoctrinamien­ to. Aunque también se representaban algunas obras de tema profa­ no, es significativo que el mejor de los dramaturgos americanos, Ruiz de Alarcón, se hiciera famoso en España y viviera en este país duran­ te la mayor parte de su vida de adulto. La poesía, con menos restric5.

Ib íd.

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ciones por parte de la censura y de las exigencias del público, fue el género más floreciente. Juan de Castellanos (1522-1627) en Nue­ va Granada, Bernardo de Balbuena (1568-1627) en México y Fran­ cisco Terrazas (1525P-1600?), también de México, son figuras repre­ sentativas de ese tipo de poetas, hábiles pero menores, en tal perío­ do. Bernardo de Balbuena escribió poesía pastoril imitando a Teócrito y a Virgilio; compuso un poema épico, Bernardo (1624) a imita­ ción de Ariosto, y otro poema, La grandeza mexicana (1604), en el que cantaba la gloria del imperio español en el que nunca se ponía el sol. Sin duda alguna en estos versos no hay ni el menor atisbo de la idea de que la naturaleza virgen y el buen salvaje sean superio­ res a la civilización. La gloria de España consiste en haber llevado sus instituciones y su pompa al Nuevo Mundo: Y admírase el teatro de Fortuna pues no ha cien años que miraba en esto chozas humildes, lamas y laguna; y sin quedar terrón antiguo enhiesto, de su primer cimiento renovada esta grandeza y maravilla ha puesto.

Escribir poesía lírica fue la más habitual de las actividades corte­ sanas a lo largo de todo el período colonial. Escribir una epopeya equivalía a hacer una reivindicación. Pero la más sobresaliente de las epopeyas americanas no la escribió un criollo, sino un español, Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594), cuyo poema La Araucana (publicado en tres partes en 1569, 1578 y 1589) se compuso durante la larga guerra contra los indios araucanos de Chile. Quizá para real­ zar el valor de los españoles, Ercilla destacó la fuerza, el valor y la nobleza de sus oponentes indios. Por ejemplo, en su descripción de Caupolicán, el joven jefe de los indios que es aclamado como caudi­ llo después de haber sufrido una prueba, tema que más tarde utili­ zaría el poeta modernista Rubén Darío.6 Era este noble mozo de alto hecho, varón de autoridad, grave y severo, amigo de guardar todo derecho, áspero y riguroso, justiciero; de cuerpo grande y relevado pecho, hábil, diestro, fortísimo y ligero, sabio, astuto, sagaz, determinado, y en casos de repente reportado. 6.

«Caupolicán» se publicó en la edición de 1890 del Azul de Rubén Darío.

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En otras palabras, tiene todas las virtudes del mejor español. En el período romántico La Araucana fue conocida en traducción por Southey e inspiró poemas europeos sobre el tema del «buen salvaje»; pero ya antes había dado origen también a imitaciones latinoameri­ canas, de entre las cuales la más conocida es Arauco domado (1596), de Pedro de Oña (1570-1643?), nacido ya en Chile. Pero la tenden­ cia de La Araucana, así como la elevación de su estilo y su desenlace — la conversión de Caupolicán al cristianismo antes de su muerte— demuestran que Ercilla, como Balbuena, se proponía celebrar los triunfos de España más que justificar a los indios. No obstante, exceptuando La Araucana y sus imitaciones, el en­ frentamiento del antiguo mundo con el nuevo y los mitos y leyendas que surgieron como resultado de la lucha, no iban a expresarse en los géneros literarios al uso. La epopeya de la conquista se compu­ so en otras formas: en los diarios de navegación, en los relatos de descubrimientos, en cartas, crónicas e historias, incluso en contro­ versias. Los Diarios de navegación de Colón, las Cartas de relación de Hernán Cortés, textos llenos de ingenuidad y carentes de toda inten­ ción artística, describen un salto en lo desconocido de proporciones vertiginosas. Libros como éstos fundan los esquemas mítico-poéticos de la literatura latinoamericana, en la cual iban a predominar los temas del viaje y de la búsqueda. Los conquistadores se convirtieron en héroes legendarios. Cortés en México y Pizarro en Perú se enfren­ taron con fuerzas numéricamente superiores y con inmensos peligros naturales, y de ahí que adquirieran como una aureola mágica. En la más famosa de las crónicas de la conquista, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632), de Bernal Díaz del Cas­ tillo (1492-1581?), soldado de las tropas de Cortés, cada acción y cada hecho es un arquetipo, el molde original de un mito america­ no. Aquí encontramos a doña Marina, a quien los indios llamaban Malinche, que actuaba de guía e intérprete, y que fue amante de Cortés. Hoy en día es el símbolo de los indios traidores que ayudan a los españoles. Aquí encontramos a Moctezuma, tratando en vano de comprar a los españoles con oro y sin conseguir más que despertar su codicia; y, con Díaz del Castillo, nos asomamos por vez primera a una civilización tan fabulosa que sólo puede compararse a la mate­ ria de los libros de caballerías:

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nos q u e d a m o s a d m irad o s, y d ecíam o s q u e parecía a las cosas de e n ­ can tam ie n to q u e cuen tan en el libro de A m a d ís, por las gran des to ­ rres y cúes7 y e dificio s q u e tenían d en tro en el a g u a , y tod o s de ca li­ can to, y aun a lg u n o s d e n uestros so ld a d o s decían q u e si a q u e llo q u e veían si era entre su eñ o s, y no es de m aravillar q u e yo escriba a q u í d e esta m an e ra, p o rq u e hay m u ch o q u e p o n d e rar en ello q u e no sé com o lo cu en te; ver cosas nunca o íd as, ni au n so ñ ad as, com o veíam os.

«Cosas nunca oídas ni aun soñadas» llenan estos relatos de la con­ quista. Nunca un grupo de hombres fue tan consciente de estar ha­ ciendo historia e incluso más que historia. Hechos como la muerte de Moctezuma y la de su sobrino Cuauhtémoc en México, la traición y muerte de Atahualpa en Perú, iban a convertirse en el origen de leyendas y de una literatura casi tan fecunda como las guerras de Troya. Y aún antes de que se incorporaran a la mitología de Améri­ ca, sirvieron como tema a innumerables obras dramáticas y narrati­ vas de la Europa de los siglos X V II y X V I I I . 8 Estos cronistas del siglo X V I —hombres como Bernal Díaz del Castillo; Pedro Cieza de León (1519 o 1522-1560), que escribió acer­ ca de la conquista del Perú; Agustín de Zárate (?-después de 1560), autor de la Historia del descubrimiento y conquista del Perú (1555); Gonzalo Jiménez de Quesada (1499-1579), cronista del descubrimien­ to y conquista de Nueva Granada; fray Gaspar de Carvajal (1504-1584), el primero que describió el Amazonas; Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490?-1559), autor de los Naufragios y coménta­ nos—, y los testimonios y crónicas escritos desde el punto de vista de los vencidos, ofrecieron una visión imaginativa del Nuevo Mundo y cada cual a su manera aportó su testimonio sobre un enfrentamiento de razas y culturas que hasta entonces había carecido de precedentes.9 Hubo sin embargo un escritor del siglo X V I que dramatizó en su vida y en sus escritos los elementos conflictivos —indígenas e hispánicos— que iban a dar forma a la América española. Este hom­ bre fue el «Inca» Garcilaso de la Vega (1539-1616), hijo de una no­ ble inca y de un conquistador español, y autor de los Comentarios reales, inapreciable y emotivo documento del imperio inca de Amé­ rica del Sur. 7. Cues equivale a templo. La palabra es de origen caribe según Acosta, citado por R. H. Humphreys, Tradttton and Revolt, Londres, 1965. 8. H. N . Fairchild, The Noble Savage. A Study in Romantic Naturalism, Nueva York, 1928. G . Chinard. L'Aménc¡ue et le reve exotique dans la httérature franfatse au xi'ií et au xn if ¡te­ cles, París, 1913. 9. Para las actitudes europeas respecto a los no europeos, véase E. H. P. Baudet, Paradtse orí Earth. Sorne thoughts un European irnages o f noti-European man, New Haven y Londres, 1965

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En 1560 del Inca abandonó su Cuzco natal para trasladarse a Es­ paña, donde gozó de la protección de su familia paterna. Los últi­ mos veinte años de su vida transcurrieron en Córdoba. En muchos aspectos fue el típico hombre de letras del siglo XVI, y una de sus obras más importantes fue la traducción al español de los Dialoghi d'amore del neoplatónico León Hebreo. En 1606 publicó La Florida del Inca, una relación de las aventuras de Hernando de Soto, descu­ bridor de Florida, y una de las primeras descripciones imaginativas del Nuevo Mundo. Pero fueron sus Comentarios reales que tratan del origen de los incas, aparecidos en 1609 (una segunda parte, con el título de Historia general del Perú, se publicó postumamente en 1617), los que le proporcionaron fama en toda Europa, sirviendo de punto de partida para dramas, novelas y obras de todo género sobre el tema del buen salvaje.10 Los Comentarios reales describen las costumbres, el trato, la or­ ganización social y política, la vida intelectual y los acontecimientos históricos del régimen inca. Inestimable testimonio acerca de la cul­ tura inca, incluye transcripciones de cantos y plegarias que de otro modo se hubieran perdido. El Inca era un historiador concienzudo, y en las primeras páginas de su libro nos refiere lo difícil que le fue llegar a adquirir unos conocimientos tan especializados acerca del tema. Yo nací ocho años después que los españoles ganaron mi tierra, y como lo he dicho, me crie en ella hasta los veinte años, y así vi muchas cosas de las que hacían los indios en aquella su gentilidad, las cuales contaré, diciendo que las vi. Sin la relación que mis parien­ tes me dieron de las cosas dichas y sin lo que yo vi, he habido otras muchas relaciones de las conquistas y hechos de aquellos reyes; por­ que luego que propuse escribir esta historia, escribí a los condiscípu­ los de escuela y gramática, encargándoles que cada uno me ayudase con la relación que pudiese haber de las particulares conquistas que los Incas hicieron de las provincias de sus madres.

El propósito fundamental del Inca era de carácter justificativo, quería demostrar que el imperio inca podía compararse con los de Grecia y Roma, y que su religión no estaba muy lejos del monoteís­ mo, y que por lo tanto estaba madura para la fe cristiana. Aunque juzgaba la civilización de la raza de su madre desde el punto de vista de un hombre que ha adquirido la visión superior de la cris­ 10.

Fairchild, op. cit.

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tiandad occidental, las circunstancias le obligaron a adoptar criterios más amplios que muchos de sus contemporáneos. Rechazó el latín en favor de la lengua española cuando se trataba de traducir la poe­ sía quechua y no tuvo el menor reparo en declarar su ignorancia por lo que respecta a la lengua clásica: Para los que no entienden indio ni latín, me atreví a traducir los versos en castellano, arrimándome más a la significación de la lengua que mamé en la leche, que no a la ajena latina, porque lo poco que de ella sé lo aprendí en el mayor fuego de las guerras de mi tierra, entre armas y caballos, pólvora y arcabuces, de que supe más que de letras.

Queda así claro que se dirige a un público más numeroso que el de tipo académico y que está muy interesado por insistir en el esplendor y las realizaciones de una civilización peruana indígena que todos los europeos parecían demasiado propensos a condenar como pagana y bárbara. Inadvertidamente contribuyó a inclinar la balanza en otra direc­ ción promoviendo el mito del buen salvaje. Por ejemplo, la conoci­ da novela de Jean-Frangois Marmontel Les Incas (1777), basada en gran parte en el texto de Garcilaso, nos presenta a unos indios no­ bles y desinteresados, aunque a veces víctimas de extravíos, que es­ tán a la merced de los codiciosos españoles. Pero dejando de lado su repercusión en épocas posteriores, la obra del Inca representa en la literatura la aparición de un tipo humano completamente nuevo, el del mestizo, el hombre en cuya sangre se mezclan la europea y la americana. Una vez terminada la conquista, la tarea intelectual no podía li­ mitarse simplemente a describir, sino que había también que enca­ jar la variedad y la peculiaridad del Nuevo Mundo en formas acepta­ bles y reconocibles. Por este motivo Garcilaso nunca permite al lec­ tor olvidar que las costumbres que está describiendo son semejantes a las costumbres de Grecia y Roma. Así, al tratar de la actitud de los incas respecto a los rayos y truenos, afirma: «Lo mismo sintieron dello que la gentilidad antigua sintió del rayo, que lo tuvo por ins­ trumento y armas de su dios Júpiter». Lo que el Inca llevó a cabo intuitivamente, otros lo continuaron por vía científica. La tentativa más ambiciosa de acomodar la nueva materia americana a los conoci­ mientos tradicionales estuvo a cargo del jesuíta padre José de Acosta (1539-1600), autor de la Historia natural y moral de las Indias. El padre Acosta vivió en la provincia del Perú desde 1570, el año de

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su llegada al Nuevo Mundo, y visitó México antes de su regreso a España en 1587. Hombre de conocimientos muy diversos, muy ver­ sado en la literatura clásica, poseía una insaciable curiosidad y se de­ dicaba al minucioso estudio de las ciencias positivas. Pero por enci­ ma de todo le preocupaba el problema de acomodar su experiencia en el Nuevo Mundo a la enseñanza de los antiguos, con la que le había familiarizado su formación jesuítica. Como Garcilaso, insiste también en su conocimiento directo del continente que describe, apo­ yándose no en teoríasr como hacían muchos de sus contemporáneos, sino en escrupulosas observaciones y en deducciones fundadas en el sentido común. Así, por ejemplo, dice que los antiguos no habían descubierto las Américas debido a que carecían de piedra imán, por lo que el viaje no hubiese sido posible para ellos. Supone también que los indios americanos debían de haber llegado a América atrave­ sando el estrecho de Bering. Una y otra vez se ve obligado a desmen­ tir a Aristóteles, quien, por ejemplo, había sostenido que la «zona tórrida» próxima al ecuador no era habitable, cuando el padre Acosta sabía por propia experiencia que era «cómoda, placentera y agra­ dable». Este hombre honrado y razonable también realzó la digni­ dad de los habitantes indígenas de las Américas. Se negó a conside­ rarles salvajes, argumentando que tenían un gobierno y una civiliza­ ción que, de haber sido conocidos, hubiesen sido tan apreciados co­ mo los de los antiguos. Deploró la codicia y la precipitación de los conquistadores que habían dado muerte a hombres a los que no po­ dían entender y a los que trataban como animales: como sin saber de esto entramos por la espalda sin oírles ni entender­ les, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios sino como de caza habida en el monte y traída para nuestro servicio y antojo. Los hombres más curiosos y sabios que han penetrado y al­ canzado sus secretos, su estilo y gobierno antiguo, muy de otra suerte lo juzgan, maravillándose que hubiese tanto orden y razón entre ellos.

El padre Acosta aconseja el estudio de la cultura india, aunque sólo fuese por motivos políticos: Que demás de ser agravio y sinrazón que se les hace, es en gran daño por tenernos aborrecidos como a hombres que en todo, así en lo bueno como en lo malo, somos y hemos sido siempre contrarios.

La Historia natural constituye una completa revisión de los cono­ cimientos referentes al Nuevo Mundo y un replanteamiento de las

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obras de los antiguos a la luz de estos conocimientos. Leyendo la obra de Acosta podemos apreciar la gran conmoción que provocó en las estructuras intelectuales europeas el descubrimiento de Amé­ rica. No obstante, la simpatía que muestra por los indios y su cultu­ ra no fue en modo alguno un caso aislado, ya que los jesuitas se identificaron a menudo con sus conversos, y durante los años de su actividad misionera en las Américas llegaron a ser verdaderos apolo­ gistas de los indios. Hasta el punto de que, al menos en parte, gra­ cias a sus escritos llegó Rousseau a concebir la idea del hombre natural. El conflicto con la cultura de la metrópoli no fue tan sólo una experiencia propia de los misioneros, sino que también participaron en ella todos los que tuvieron algo que ver con la labor intelectual. Nadie acusó las contradicciones de un modo más agudo que la ma­ yor figura literaria del período colonial, la monja mexicana sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695). Su posición era aún más difícil por el hecho de ser una mujer y tener por lo tanto menos caminos que elegir. De hecho sólo tenía dos posibilidades efectivas, el matrimo­ nio o la vida religiosa. A una edad muy temprana, y después de un breve período de servicio en la corte virreinal de México, tomó el velo por razones que explicó en una carta conocida por Respuesta a sor Filo tea de la Cruz (1691): Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado co­ sas (de las accesorias hablo, no de las formales) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimo­ nio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía ele­ gir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola, de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la li­ bertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sose­ gado silencio de mis libros.

Su entrada en el convento no significó para ella la tranquilidad definitiva. En el curso de su vida las exigencias de una inquieta inte­ ligencia le empujaron a expresar sus conflictos valiéndose de toda clase de formas literarias: en poesía, componía romances, redondi­ llas, liras, silvas, villancicos y obras de carácter filosófico, como El sueño (referido como Primero Sueño)-, en el teatro, escribía sainetes, loas, autos y comedias profanas; y en polémicas religiosas y escritos en prosa. Como poeta, era más intelectual que lírica. Sus poemas suelen

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ser de tipo discursivo, y demuestra estar muy preocupada por la ex­ tensión y limitaciones del conocimiento intelectual. Uno de sus ro­ mances, por ejemplo, lleva por título «Acusa la hidropesía de mucha ciencia, que teme inútil aun para saber y nociva para vivir». El ro­ mance termina con los siguientes versos: Aprendamos a ignorar, Pensamiento, pues hallamos Que cuanto añado al discurso, Tanto le usurpo a los años.

Sentimiento que parece estar en contradicción con el apasionado amor que sentía por las ciencias. Su visión racional se extiende a sus emociones, como muestran los títulos de algunos de sus romances y redondillas. Por ejemplo, en uno de sus poemas sintetiza el tema de este modo: «En que describe racionalmente los efectos irraciona­ les del amor»; y en otro: «Que resuelve con ingenuidad sobre pro­ blema entre las instancias de la obligación y del afecto». La pugna entre la razón y el irracionalismo es uno de sus temas predilectos, que a menudo se plasma en un ingenioso juego de contradicciones: En dos partes dividida tengo el alma en confusión, una esclava a la pasión y otra a la razón medida.

En otros poemas la contradicción se expresa como una disputa entre enamorados que riñen o entre rivales por amor, entre Fabio y Silvio, o Feliciano y Lisardo. Uno de los poemas más ambiciosos de sor Juana, El sueño, ilus­ tra tanto su genio como sus limitaciones. Aunque el poema se pre­ senta como una imitación de Góngora, la autora carece de la sensua­ lidad y de la fuerza plástica del poeta español. La suya es una actitud intelectual. En la descripción que hace el poema del alma sumida en el sueño, el poeta ve el sueño más como un fenómeno físico que como algo que da acceso a un mundo misterioso e irracional. El cuerpo siendo, en sosegada calma, un cadáver con alma, muerto a la vida y a la muerte vivo, de lo segundo dando tardas señas el del reloj humano

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vital volante que, si no con mano, con arterial concierto, unas pequeñas muestras, pulsando, manifiesta lento de su bien regulado movimiento. Sor Juana elige palabras como «reloj», «arterial», «volante», por su exactitud, y tal vez haya más ciencia que poesía en su descripción de la perfecta maquinaria de reloj del cuerpo humano. Maravilla el ingenioso modo en que sor Juana consiguió dedicarse a las cuestio­ nes intelectuales que le interesaban a pesar de lo limitado de las po­ sibilidades que se abrían ante ella. Fue por otra parte una prolífica dramaturga, aunque nunca fue más allá de las convenciones del teatro español de su época. Pero escribió comedias de enredo, como Los empeños de una casa, muy aguda e ingeniosa, y autos como El divino Narciso, una deliciosa obra de tipo pastoril en la que se personifica la naturaleza humana en su búsqueda de la salvación. Un gran amigo de sor Juana, que compartía con ella su curiosi­ dad intelectual, fue el polígrafo Carlos Sigüenza y Góngora (1645-1700), cuyos escritos abarcan los campos más diversos, la an­ tropología, la historia, las matemáticas, la astronomía, el periodismo de su tiempo y la poesía. Aunque tuvo más oportunidades que sor Juana para cultivar las ciencias, sufría también la inhibición de vivir en una sociedad colonial, lejos de los centros de enseñanza más ade­ lantados, y su destino fue el de ser una especie de Newton mudo y sin gloria. Después de recibir la formación propia de un jesuíta, abandonó la orden y ocupó una cátedra de matemáticas, pero a dife­ rencia de sus contemporáneos, los científicos ingleses, cuya obra teó­ rica no se llevaba a cabo en el vacío, Sigüenza y Góngora tuvo que trabajar casi solo. Para el historiador de la literatura su principal in­ terés estriba, más que en su obra poética, en que fue el primer nove­ lista mexicano, autor de Los infortunios de Alonso Ramírez (1690). Sor Juana Inés de la Cruz, y Sigüenza y Góngora son ejemplos de escritores cuya imaginación estaba encadenada por un ambiente pro­ vinciano que les ofrecía horizontes muy pequeños para su talento. No sólo vivieron en lugares alejados de España, sino que dependían además de una metrópoli cuya vida intelectual ya se había quedado rezagada respecto de la de los otros países europeos. Sin embargo, también hubo aspectos positivos de la sociedad colonial de los que se beneficiaron. Sin duda alguna el convento ofrecía el tipo de pro­ tección y de justificación que sor Juana necesitaba para su vida soli­

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taria, y debía de haber otras mujeres en situaciones semejantes. En Colombia, por ejemplo, había una excelente poetisa lírica, la vene­ rable madre Francisca Josefa del Castillo y Guevara (1671-1742), quien, aunque menos intelectual que la monja mexicana, mostró grandes dotes líricas en su poesía religiosa. El otro virreinato, que tenía la capital en Lima, el del Perú, pare­ cía aún más alejado que México de las novedades intelectuales, aun­ que conoció períodos en los que la corte virreinal tuvo gran pompa y brillantez. Sin embargo, en comparación con México, su conserva­ durismo era mayor. La poesía satírica de Juan del Valle Caviedes (1652P-1692) fustiga a los presuntuosos doctores de clase media. Al abrigo de su convento, Diego de Hojeda (1571-1615) escribió su epo­ peya cristiana, La Christiada (publicada en 1611), que empieza con la última cena y termina con la crucifixión. A menudo los escritores de Lima se hicieron más famosos por sus excelentes imitaciones que por su originalidad. Juan de Espinosa Medrano, «El Lunarejo» (1632-1688), escribió prosa culterana y publicó un Apologético en favor de don Luis de Góngora. Y una de las grandes figuras de la Lima colonial, Pedro de Peralta Barnuevo (1663-1743) adoptó una actitud mucho más defensiva ante las nuevas ideas que sus equiva­ lentes mexicanos. Hoy en día se le recuerda sobre todo por su epope­ ya Lima fundada (1732), aunque también cultivó el teatro. El estilo del período colonial suele calificarse sumariamente de «barroco» porque tanto en las artes plásticas como en la literatura hubo una clara tendencia a la inventiva formal. Sin embargo, el uso de este término contribuye a oscurecer algunas de las diferencias más interesantes que se produjeron entre la vida intelectual de diversos centros durante el período de la colonia. ¿Por qué, por ejemplo, Mé­ xico da más pensadores heterodoxos que el Perú? Hombres como fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), que incluso negaba a Es­ paña la gloria de haber llevado el cristianismo al Nuevo Mundo. Es­ ta es una zona de estudios comparativos todavía muy descuidada. Incluso en el estado relativamente superficial de nuestros conocimien­ tos actuales acerca del período colonial, hay contrastes fascinantes entre México y Perú. El abuso de la ornamentación barroca en las iglesias de la Améri­ ca española se atribuye con frecuencia al influjo de Jos artesanos in­ dios. Sin embargo, en literatura los escritores mestizos o indios son demasiado escasos para que pueda pensarse en esta explicación, aun­ que tanto en México como en Perú la raza indígena sometida nunca pudo excluirse de un modo absoluto de la cultura. Garcilaso y El

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Lunarejo fueron mestizos. En el Perú el quechua siguió hablándose y hubo una ininterrumpida tradición poética en esta lengua.11 Testi­ monio del vigor de la cultura quechua es, además de los poemas recogidos por los eruditos modernos, la supervivencia de un curioso drama híbrido, Ollantay, cuya estructura es española, pero que está escrito en quechua. En Hispanoamérica, a lo largo de todo el período colonial hubo unas fuerzas activas que minaron o entraron en conflicto con la cul­ tura importada. La mezcla de razas, el aislamiento de las zonas rura­ les, las diferentes formas de vida y de estructura social —la del gau­ cho, por ejemplo— que estaban determinadas por la naturaleza del entorno, la concentración de las minorías ilustradas en enclaves ur­ banos dispersos, todos estos factores contribuyeron a la creación de dos culturas y a la pervivencia de estas dos culturas hasta nuestros días. La cultura urbana, especialmente en los centros de mayor im­ portancia, miraba hacia Europa; sus contactos con Europa eran tan intensos, si no más, que los que mantenía con los territorios circun­ dantes. En el campo perduraban estructuras sociales más antiguas: la hacienda feudal, la tribu nómada, la comunidad jesuítica, el ayllu o colectividad que tenía sus orígenes en la sociedad inca precolom­ bina, el cacique o jefe local que podía levantar un ejército de segui­ dores siempre que lo juzgase necesario. Estas organizaciones primiti­ vas coexistían con las estructuras impuestas por la Corona y el Conse­ jo de Indias, y no fueron suprimidas mientras no se opusieron a los intereses del imperio. Y en estas zonas la literatura tendía a ser tan arcaica como las estructuras sociales. La literatura era de tipo oral, tanto si adoptaba la forma de los romances gauchos, de las canciones de plantación o de los cuentos populares. A fines del siglo X I X , en un ensayo titulado «Nuestra América»,12José Martí analizó estas dos culturas, la del hombre natural y la del «libro importado», insistien­ do en que la minoría intelectual debía guiarse por la primera más que por la segunda. Incluso hoy en día persiste un abismo entre am­ bas. El imperio español dejó una huella indeleble, tanto en el aspec­ to físico del continente, en sus ciudades y en sus edificios, como en su literatura. La lengua y la tradición españolas fueron los cimientos de la literatura hispanoamericana, pero la asimilación de la expe­

l í . Ejemplos de poesía quechua pueden encontrarse en J . M. Arguedas, Poesía quechua, Buenos Aires, 1966. 12. «N uestra América» figura en la antología de las obras de Martí preparada por J . Torres Boder, Nuestra América , México, 1945.

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riencia americana y su transmutación en arte fue una tarea mucho más difícil de lo que pareció en un principio. A partir del movi­ miento independentista observaremos lo dura que fue la lucha del escritor para liberarse a sí mismo de su imaginación colonizada y lo urgente que era la búsqueda de la autenticidad. Este afán nos expli­ ca, al menos en parte, la importancia del ensayo. «Nuestra América» de Martí, el Facundo de Sarmiento, los ensayos de Alfonso Reyes y de Octavio Paz en el México del siglo XX, o de Ezequiel Martínez Estrada en la Argentina, representan diversas etapas de esta larga pugna por conseguir una identidad que los traumas de la conquista y de la colonización hicieron inevitable. La dependencia cultural no era tan sólo una cuestión de influen­ cias, ya fuesen españolas o francesas. La dependencia se reflejó tam­ bién en las estructuras míticas de la literatura hispanoamericana. Meta de la búsqueda de El Dorado, la América latina fue el objeto de la expansión europea. Lo que Europa veía como un horizonte sin límites era para la América española el círculo cerrado. Porque ellos no tenían adonde ir. De ahí que aunque el esquema del viaje se convierta en una de las estructuras más frecuentes de la literatura hispanoamericana, el viaje tiende a ser circular o frustrado. En los países dependientes el avance se interrumpe, lo que parece lineal no lo es, existe una tendencia a mirar hacia atrás y a tratar de encon­ trar la autenticidad en una edad de oro del pasado. En este aspecto el mito del indio iba a representar una función importante. Aunque su cultura sólo había sobrevivido fragmentariamente y había sido des­ truida, en zonas apartadas existía aún una considerable pervivencia de lenguas y creencias que a menudo la propia Iglesia se había en­ cargado de alentar. Fue el franciscano Bernardino de Sahagún (1500-1590) quien salvó del olvido gran parte de los conocimientos de los indios en su monumental Historia general de las cosas de la Nueva España; fue un clérigo, el padre Ximénez, quien tradujo y transmitió a la posteridad la biblia maya, el Popol Vub. A partir de residuos como éstos, que se habían conservado de un modo acci­ dental, los escritores posteriores a la independencia iban a crear nos­ talgias de esa otra cultura «inocente», incontaminada por la conquis­ ta. El viaje frustrado, la edad de oro de los indios, el mito de El Dorado, fueron mitos creados en el período colonial que iban a so­ brevivir largo tiempo a la independencia. El estudio de estos grandes patrones estructurales nos permitirá a menudo observar cómo los res­ tos de la literatura europea se incorporaron a los nuevos productos de la literatura hispanoamericana.

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Lec t u r a s

Este capítulo no es más que una introducción destinada a señalar las tendencias del período colonial que iban a influir en la literatura posterior a la independencia. Para un estudio más detallado de la literatura colonial, véase Raimundo Lazo, Historia de la literatura hispanoamericana. I: 1492-1780, México, 1965, y L. I. Madrigal, coord., Historia de la literatura hispanoamericana Tomo I. Época colonial, Madrid, 1982. Existe también una panorámica general muy bien escrita, la de Mariano Picón Salas, De la conquista a la independencia, México, 1944, y varias reediciones (versión inglesa: A Cultural History o f Spanish America from Conquest to Independence, Berkeley y Los Angeles, 1960). También se aconseja el libro de Tzvetan Todorov, La conquista de América y la cuestión del otro, México, 1983. Sobre México es recomendable la obra de Irving A. Leonard, Baroque Times in Oíd México, Ann Arbor, 1959, de fina sensibilidad. Sobre el Perú, el tema de la literatura colonial se debate ampliamente en Luis Alberto Sán­ chez, La literatura peruana, 6 vols., Buenos Aires, 1951. Los interesados por la literatura anterior a la conquista pueden consultar cuatro antologías poéticas: J. M. Arguedas, Poesía quechua, Buenos Aires, 1966; M. A. Astu­ rias, Poesía precolombina. Buenos Aires, 1960; J. Alcina Franch, Poesía ame­ ricana precolombina, Madrid, 1968, y A. M. Garibay, Historia de la litera­ tura nahuatl, México, 1979.

Textos Acosta, P. José de, Obras. Estudio preliminar y edición del padre Francisco Mateos, Madrid, 1954. Bareiro Saguier, R., Literatura guaraní del Paraguay, Caracas, 1980. Bendezú Aybar, E., Literatura quechua, Caracas, 1980. Cabeza de Vaca, Alvar Núñez, Naufragios y comentarios, 4 .a ed., col. Aus­ tral, Buenos Aires, 1957. Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, 1960. Ercilla, Alonso de, La Araucana, Santiago de Chile, 1956. Garcilaso de la Vega, «El Inca», Comentarios reales, 6 .a ed., col. Austral, Buenos Aires, 1961. Garza, M. de la, Literatura maya, Caracas, 1980. Juana Inés de la Cruz, Sor, Obras completas, 4 vols., México, 1962. Las Casas, Bartolomé de, Tratados, México, 1966. Sabat de Rivers, Georgina, Inundación castálida, Madrid, 1982. Sigüenza y Góngora, Carlos de, Los infortunios de Alonso Ramírez, en la antología La novela de México colonial, de Antonio Castro, 2 vols., Mé­ xico, 1964.

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Parte de la poesía del período colonial se incluye en la antología compi­ lada por Marcelino Menéndez y Pelayo, Antología de poesía hispano­ americana, Madrid, 1893-1895.

Estudios históricos y comentarios críticos sobre determinados autores Benítez, Fernando, Los demonios en el convento. Sexo y religión en la N ue­ va España, México, 1985. Garibay, A. M., La literatura de los aztecas, México, 1964. Gerbi, Antonello, Viejas polémicas sobre el nuevo mundo, Lima, 1944. Hanke, Lewis, La lucha p or la justicia en la conquista de América, Ed. Su­ damericana, Buenos Aires, 1949Kirkpatrick, F. A., Los conquistadores españoles, 7 .a ed., col. Austral, Bue­ nos Aires, 1960. León-Portilla, Miguel, Spears. The Aztec Account o f the Conquest o f Méxi­ co, Londres, 1962. León Portilla, M., Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y canta­ res, México, 1977. — , El reverso de la conquista, México, 1970. Parry, J. H., The Spanish Seaborne Empire, Londres, 1966. Paz, Octavio, Sor Ju an a Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Barcelona, 1982.

Peña, M., ed. y prólogo, Flores de varia poesía, México, 1980. Pfandl, Ludwig, Sor Juan a Inés de la Cruz, la décima musa de México, Mé­ xico, 1963. Picón Salas, Mariano, De la conquista a la independencia; tres siglos de his­ toria cultural hispanoamericana, 4 .a ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1965. Roa Bastos, Augusto, Las razas condenadas, Buenos Aires, 1978. Vidal, Hernán, Socio-historia de la literatura colonial hispanoamericana: Tres lecturas orgánicas, Minneapolis, 1985.

Capítulo 1 IN DEPENDENCIA Y LITERATURA

Pocas veces ha presentado el mundo un teatro igual que el nuestro para formar una constitución que haga felices a los pueblos. M a r ja n o

1.

M o reno

LOS PRIMEROS PASOS

El espíritu de la independencia se dejó sentir en la América his­ pana antes de que las repúblicas se emancipasen del gobierno espa­ ñol. En el siglo X V III existía ya la conciencia de un destino separado respecto del de España, y esta conciencia se reflejó, aunque de un modo vacilante, en la cultura colonial. Este nuevo espíritu no apare­ ció espontáneamente. La propia España estaba sufriendo un cambio. Carlos III, considerando que la Iglesia era un obstáculo para el pro­ greso, comenzó a atacar los privilegios eclesiásticos y en 1767 decretó que los jesuítas fueran expulsados de España y de las colonias espa­ ñolas. Con los jesuítas desapareció uno de los puntales de la socie­ dad colonial, ya que no sólo poseían extensos territorios en Sudamérica sino que eran también los educadores y los misioneros más acti­ vos. Su expulsión les convirtió en oponentes de España y su podero­ sa propaganda se dirigió contra el gobierno colonial y la monarquía en cuanto institución. Por paradoja, el período en el cual el poder español en las colonias empezó a ser objeto de serias críticas, coinci­ dió con el momento en que la cortes virreinales, sobre todo la de Lima, alcanzaron un gran esplendor. Lima, durante el virreinato de Amat (1761-1765), tenía una brillante vida social con teatros, ani­ mados cafés, espectáculos alegóricos y corridas de toros. Sucede a menudo que un período de reformas, al hacer concebir grandes esperanzas, aumenta las posibilidades de que se produzca

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una revolución más violenta. En la América española del siglo X V III hubo varios levantamientos contra la Corona de España, como la fa­ mosa rebelión del indio Tupac Amaru en el Perú, rebelión aplastada con una dureza atroz en 1781. Y a medida que las estructuras socia­ les y políticas se debilitaban, la máquina de la represión empezó a funcionar con mayor brutalidad. La Inquisición, que en las colo­ nias nunca tuvo la eficacia que llegó a tener en España, redobló sus actividades y se orientó de un modo especial contra los jesuitas y contra los libros prohibidos, dedicándose de un modo particular a las obras de Rousseau y Voltaire, que podían fomentar el escepticis­ mo o la rebelión. Los hombres de las colonias, en el momento en que estaban más predispuestos a buscar nuevas ideas, corrían mayo­ res peligros por el hecho de abrazarlas. En un período de transición como éste, la literatura de ficción quedó bastante arrinconada. El libelo, el pasquín y el periódico, que apareció por vez primera en las colonias en la última parte de este siglo, ofrecían unos medios de expresión más directos para manifes­ tar la crítica y las protestas. Uno de los medios favoritos de atacar al gobierno español fue el pasquín, los carteles que se colgaban en la puerta de un edificio público o de algún otro lugar bien visible. He aquí, por ejemplo, uno que apareció en Cuzco: Ya en el Cuzco con empeño quieren sacudir, y es ley, el yugo de ajeno Rey y coronar al que es dueño. ¡Levantarse americanos! Tomen armas en las manos y con osado furor, maten, maten sin temor a los ministros tiranos.1

Las autoridades españolas intentaron enérgicamente desarraigar estas ideas subversivas y, en 1782, después de la rebelión de Tupac Amaru, prohibieron los Coméntanos reales de Garcilaso, porque se suponía que el libro suscitaba peligrosos sentimientos de orgullo res­ pecto de un pasado precolonial. Por otra parte la Inquisición era ca­ da vez más impotente ante los progresos de la.ciencia. Así fracasó una tentativa de condenar al naturalista José Celestino Mutis (Co­ lombia, 1732-1808) por creer en el sistem a copernicano. Además, 1.

Luis Alberto Sánchez, La literatura peruana, IV, 102.

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el aumento de las comunicaciones entre Europa y las colonias hizo imposible el que pudieran atajarse las nuevas ideas. Las noticias de la emancipación de las colonias de Norteamérica o de la revolución francesa no podían silenciarse, y un número cada vez mayor de crio­ llos que visitaban Europa hacían de mensajeros de las ideas revolu­ cionarias. El revolucionario errante es característico de este período. Ejemplo de ello es fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), cuyo odio a los españoles llegó hasta el extremo de afirmar que no habían llevado el Evangelio a las Américas, ya que éste había sido conocido en los tiempos precoloniales debido a que santo Tomás lo introdujo en el Nuevo Mundo. En 1794, después de un sermón en el que pre­ dicó esta doctrina se vio obligado a huir de México. Su turbulenta vida está recogida en sus Memorias. Una influencia más directa en el movimiento de la independencia tuvo el venezolano Francisco Mi­ randa (1750-1816), el infatigable viajero que visitó Rusia y las cortes de Europa buscando ayuda para la lucha por la independencia, y que murió en una prisión española. No menos importantes fueron los viajeros europeos que por aquel entonces empezaron a llegar a las antiguas colonias españolas con una curiosidad insaciable acerca de unas tierras que los españoles ha­ bían conseguido aislar de un modo tan completo del resto del mun­ do. El más famoso de éstos fue Alexander von Humboldt, filósofo alemán que dio rigor científico a sus observaciones acerca de las ra­ zas, la flora, la fauna y la geología del continente, y que reveló la existencia de grandes recursos sin explorar. Sus Viajes (1814-1829) confirmaron la opinión de muchos criollos de que España no había sabido aprovechar las posibilidades del continente y que, al haber fracasado en este empeño, debía retirarse para dejar aquellas tierras en manos de los que tenían verdadero interés en su desarrollo.2 La frustración económica fue probablemente la causa principal del descontento de los criollos a fines del siglo X V I I I , y ello se agudi­ zó al darse cuenta de la expansión de que gozaba Norteamérica des­ pués de declararse independiente. Pero la ideología de la emancipa­ ción llegó de Europa y se inspiraba en el Contrato social de Rousseau y en las ideas de Montesquieu. El concepto rousseauniano de una voluntad general y el «espíritu de las leyes» de Montesquieu afecta­ ron a la autoridad y a las instituciones no sólo en la monarquía y en la metrópoli. 2. Se publicó una traducción inglesa en siete volúmenes (1814-1829) con el título de Peno nal Narrative o f Traveh to the Equinoctia! Regions o f the New Continent ciunng the years 1799-1804

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A pesar de todo, cuando llegó la independencia fue como un hecho apresurado por circunstancias exteriores. La guerra revolucio­ naria francesa, la invasión napoleónica de España, las Cortes libres de Cádiz que se reunieron en 1812 y proclamaron una constitución liberal, y la revolución liberal contra Fernando VII en 1820, cada uno de estos acontecimientos repercutió en mayor o menor grado en la lucha por la independencia, que, no obstante, en ciertas partes del imperio español se prolongó más que en otras. Llevada a cabo sin encontrar grandes dificultades en la región del Plata, en Vene­ zuela y en la región andina, la independencia sólo se produjo como resultado de una larga y durísima contienda. Las guerras de la independencia empezaron de un modo curioso. En 1806, durante la guerra napoleónica, una flota británica salió de África del Sur en dirección a la Argentina con el propósito de inva­ dir el hemisferio. La invasión fue repelida por los colonos, quienes, en la lucha, empezaron a sentirse seguros de sí mismos. Pero fue la invasión de España por las tropas napoleónicas y la lucha de los españoles contra los franceses lo que tuvo consecuencias de mayor alcance, ya que una vez destronado el monarca legítimo, el vínculo legal que unía a España con América quedó también roto. Las ciu­ dades de Caracas y Buenos Aires derrocaron inmediatamente al go­ bierno del rey. En 1811 se declaró la independencia de Venezuela, pero los españoles defendieron el territorio, y en 1812, Simón Bolí­ var, caudillo del ejército independiente, se vio obligado a retirarse. Volvió en 1814, nuevamente conoció la derrota y sólo triunfó en una tercera expedición que a partir de 1816 operó desde la base de An­ gostura y fue conquistando paulatinamente Nueva Granada (la ac­ tual Colombia) y Venezuela. En la Argentina el levantamiento independentista fue más afor­ tunado, porque los españoles no tenían tanto interés en defender un territorio que había tenido escaso desarrollo. Desde este centro se planteó la liberación de la parte meridional del continente bajo el caudillaje dejosé de San Martín (1778-1850), el más sobresaliente de los jefes de estas campañas. La totalidad de Hispanoamérica que­ dó virtualmente liberada cuando Bolívar destruyó el último núcleo importante de resistencia española en el Perú en la batalla de Ayacucho en 1824. La emancipación de México siguió un curso bastante diferente. Aquí se produjo una revolución social en 1810 cuando un sacerdote de Dolores, Miguel Hidalgo, se puso al frente de una andrajosa tur­ ba de indios que atacó a los españoles; fue capturado y ejecutado.

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La derrota de Hidalgo se debió tanto a los criollos conservadores co­ mo a los españoles, y cuando por fin se consiguió la independencia de México fue como resultado de un levantamiento conservador en­ cabezado por Itúrbide, quien se hizo coronar emperador. El movimiento de la independencia tuvo así muchas facetas dife­ rentes; conservadoras en México, liberales en la región del Río de la Plata, donde hombres como Mariano Moreno (1778-1811) repre­ sentaban el pensamiento más ilustrado sobre los temas de la demo­ cracia y de la raza. En su prólogo a una edición del Contrato social, Moreno rinde tributo al inmortal Rousseau: quizá el primero, que disipando completamente las tinieblas, con que el despotismo envolvía usurpaciones, puso en clara luz los derecchos de los pueblos y enseñándoles el verdadero origen de sus obligacio­ nes, demostró las que correlativamente contraían los depositarios del gobierno.

Las palabras de Moreno expresan las mayores esperanzas de los antiguos colonos, las de formar un nuevo tipo de sociedad fundada en la razón y en la justicia del hombre rousseauniano. Como ya se ha dicho antes, el período de la independencia no tuvo una gran literatura; a pesar de lo cual aparecieron obras cuyos autores demostraron una nueva conciencia del mundo que les rodea­ ba, obras que no eran imitaciones serviles de las modas de Europa. Una de éstas era debida a un español, un miembro de la burocracia colonial que vivía en Lima. Se trata de Alonso Carrió de la Vandera (h. 1715-después de 1778), que fue primero corregidor y más tarde inspector de postas en el Perú. Bajo el seudónimo de Concolorcorvo escribió una guía para viajeros, El lazarillo de ciegos caminantes (Li­ ma, 1776), que se publicó por vez primera con la fecha falsa de 1773 y con un lugar de edición no menos falso: la ciudad española de Gijón. ¿Por qué tantos subterfugios? Sencillamente, porque esta guía de viajes contenía algunas opiniones muy virulentas acerca de ciertos aspectos de la dominación española y el autor creyó desviar las críti­ cas poniendo las opiniones más audaces en boca de un viajero anóni­ mo que hasta hace pocos años se identificaba invariablemente con el indio don Calixto Bustamente, que era el compañero de viaje de Carrió de la Vandera.3 3. M. Bataillon, en una edición francesa del Lazarillo de ciegos caminantes (Travaux et Mémoires de l’lnstitut de Hautes Études de l’Am érique Latine, n .° 8, París, 1962), analiza las prue­ bas en favor de la tesis de que el autor de la obra sea Carrió de la Vandera; véase ahora la edición de E. Carilla citada en la bibliografía.

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Carrió de la Vandera no se limitó a informar acerca de las condi­ ciones de viaje existentes en el largo y difícil camino que había entre Buenos Aires y Lima, aunque esto era muy necesario. También que­ ría dejar bien claro que los habitantes del Nuevo Mundo harían mu­ cho mejor estudiando su propia tierra en vez de preocuparse tanto por lo que ocurría en Europa. Esta guía es una de las primeras obras escritas por hispanoamericanos que describen la población de las ciu­ dades, las costumbres de sus habitantes y las situaciones concretas en que puede encontrarse un viajero. Por ejemplo, Concolorcorvo refiere así la rutina del viaje: A las cuatro de la tarde se da principio a caminar y se para segun­ da vez el tiempo suficiente para hacer la cena, porque en caso de estar la noche clara y el camino sin estorbos, vuelven a uncir a las once de la noche y se camina hasta el amanecer, y mientras se remu­ dan los bueyes hay lugar para desayunarse con chocolate, mate o al­ guna fritanguilla ligera para los aficionados a aforrarse más sólida­ mente, porque a la hora se vuelve a caminar hasta las diez del día. Los poltrones se mantienen en el carretón o carreta con las ventanas y puertas abiertas, leyendo u observando la calidad del camino y de­ más que se presenta a la vista. Los alentados y más curiosos montan a caballo y se adelantan o atrasan a su arbitrio.

La guía incluye una de las primeras descripciones de los «gaude­ rios» o gauchos de Montevideo y de la comarca circundante. Al igual que todos los observadores posteriores, Concolorcorvo queda impre­ sionado por la libertad y la falta de convencionalismos de la vida que llevan mientras cabalgan de una hacienda a otra, comiendo en la mesa redonda de las fondas y luego partiendo en dirección a la hacienda más próxima. Pero también queda impresionado por su habilidad en cazar caballos con las «boleadoras», piedras forradas de cuero que cuelgan de unas correas y que constituyen una de las prin­ cipales armas del gaucho. Si pierden el caballo o se lo roban, les dan otro o lo toman de la campaña enlazándolo con un cabestro muy largo que llaman rosano. También cargan otro, con dos bolas en los extremos del tamaño de las regulares con que se juega a los trucos, que muchas veces son de piedra que forran de cuero, para que el caballo se enrede en ellas, como asimismo en otras que llaman ramales, porque se componen de tres bolas, con que muchas veces lastiman los caballos, que no quedan de servicio, estimando este servicio en nada, así ellos como los dueños.

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Aquí se nos pinta la despreocupada vida criolla, un tema emba­ razoso para los autores del siglo X I X , que la consideraban como un obstáculo para el progreso. Sin embargo, Concolorcorvo todavía se identifica con el español frente a los habitantes indígenas del Nuevo Mundo y los negros. Distingue entre los indios civilizados que viven bajo la dominación española y los indios salvajes y nómadas de la pampa que sólo pueden llegar a ser conquistados por la superioridad numérica. Lo cierto es que no hay otro medio con los indios bárbaros que el de la defensiva e irlos estrechando por medio de nuestra multipli­ cación.

El negro es más «grosero» que el indio: Su canto es un aúllo. De ver sólo los instrumentos de su música se inferirá lo desagradable de su sonido.

Y sus bailes decididamente indecentes: se reducen a menear la barriga y las caderas con mucha deshonesti­ dad, a que acompañan con gestos ridículos, y que traen a la imagina­ ción la fiesta que hacen al diablo los brujos en sus sábados.

Vemos, pues, cómo Carrió de la Vandera, si por un lado pide que se preste mayor atención a los habitantes y al entorno en que vivía la América española, por otro representa también las limitacio­ nes de la mentalidad imperial. Todo lo que superaba su entendi­ miento era obra del diablo. En resumidas cuentas, El lazarillo de ciegos caminantes está más interesado en mejorar el funcionamiento del imperio colonial que en poner en tela de juicio sus bases. Northrop Frye, el crítico literario, afirma que «la forma literaria no puede proceder de la vida; procede solamente de la tradición li­ teraria y por lo tanto en último término del mito». Como ya hemos visto, en una sociedad colonizada esta tradición literaria viene im­ puesta desde fuera. Los mitos son ajenos. La Europa del siglo X V III proyectaba sobre las Américas dos mitos contradictorios: el de la Uto­ pía habitada por buenos salvajes y el mito contrario, el de los pue­ blos inferiores que deben ser civilizados.4 El mito de la Utopía im­ 4. Para la opinión de que América estaba habitada por especies inferiores, véase Antonello Gerbi, Viejas polémicas sobre el nuevo mundo. En el umbral de una conciencia americana, 3 a ed ., Lima, 1946.

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plica una estructura literaria de búsqueda, y es significativo que una de las primeras obras literarias originales de la América española sea una novela picaresca en la cual la búsqueda de la Utopía es uno de sus temas. Esta novela es El Periquillo Sarniento (1816), del escritor mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827). El que suele considerarse como el primer novelista latinoamericano5 era hijo de un médico y en gran parte un autodidacta. Fue partidario del pre­ maturo levantamiento independentista de Hidalgo y en 1812 fundó un periódico, El Pensador Mexicano (1812-1814), que se consagró a la causa revolucionaria. El fracaso del movimiento en favor de la independencia significó un recrudecimiento de la represión en Méxi­ co y en varias ocasiones Fernández de Lizardi fue encarcelado por exponer abiertamente sus opiniones. Tal vez por esta causa se orien­ tó hacia la novela, considerándola como un medio de criticar al go­ bierno sin incurrir en las iras de la censura. Lo cierto es que es sinto­ mático que todas sus novelas, desde El Periquillo Sarniento hasta La Quijotita y su prima (1819) y la publicada postumamente con el título de Don Catrín de la Fachenda, se escribiesen antes de la independencia y de la supresión de la censura. Después de la inde­ pendencia, Fernández de Lizardi volvió a lo que parece haber sido su medio de expresión predilecto, la prensa. Fue director del perió­ dico gubernamental La Gaceta del Gobierno y en 1826 fundó su propio periódico, el Correo Semanario. Las novelas de Fernández de Lizardi reflejan los nuevos valores de los criollos de clase media, que quedan al margen de casi todos los privilegios y critican los del estamento colonizador. Estos valores se presentan dentro de la estructura de la picaresca, un género que el autor toma prestado de España y que trataba tradicionalmente de las aventuras de personajes de condición modesta que llevan una vida parasitaria respecto a la sociedad. Por lo común la novela pica­ resca es una historia de degradación y arrepentimiento. Fernández de Lizardi aprovecha esta estructura y sitúa la degradación del héroe dentro del marco de las instituciones coloniales, la Iglesia, los mo­ nasterios, los tribunales de justicia, el ejército y la universidad. En El Periquillo Sarniento el título alude al apodo del protagonista y es un claro símbolo del espíritu de imitación que era la debilidad principal de una sociedad colonizada. El héroe es esencialmente una 5. Muchos eruditos pondrían reparos a esta afirmación de que Fernández de Lizardi fue «el primero» y recordarían la existencia de obras narrativas del período colonial, como Los infortunios de Alonso Ramírez, de Sigüenza y G óngora, a m odo de protonovelas, pero antes del Periquillo no hay ninguna que tenga verdadera forma literaria.

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víctima del sistema colonial y su tan tolerante y desorientada familia un exacto símbolo de la administración indulgente y paternalista. Sus padres son humildes ciudadanos que no pueden dar al joven una renta, sino sólo ofrecerle educación y consejos. Las escuelas a las que asiste son o demasiado severas o demasiado blandas y existe en ellas un prejuicio aristocrático que impide enseñar oficios o cono­ cimientos útiles. Para colmo de males, una madre indulgente y que se lo tolera todo prevalece sobre un padre que tiene un sentido más realista de las cosas, de modo que el niño es enviado a la universidad en vez de recibir la formación propia de un comerciante. En la uni­ versidad no aprende absolutamente nada y sale de ella con un título y los mismos conocimientos científicos que tienen los más supersti­ ciosos de los habitantes del país. Cuando muere su padre compren­ de que no hay lugar para él en la sociedad porque no ha heredado riquezas. Sólo las órdenes religiosas, el ejército o el estado elesiástico abren sus puertas a un hombre que carece de profesión. Prueba lo primero, pero carece de la disciplina necesaria para soportar su aus­ teridad. Arruina a su madre, quien muere en la pobreza, y luego va descendiendo rápidamente hasta los estratos más bajos de la so­ ciedad, se hace jugador, curandero, sacristán, escribano y reclutador del ejército. Todavía en el ejército, embarca para las islas Filipinas y a su regreso naufraga en una isla donde los hombres han encontra­ do el secreto del buen gobierno. Ninguna de estas experiencias logra corregirle aunque por fin llega casi a destruirse por sus extravíos cuan­ do se ha hecho bandolero; pero apenas tiene tiempo de arrepentirse poco antes de morir. La trama y los personajes de El Periquillo Sarniento son toscos si se juzgan según criterios actuales, pero la novela no debe juzgarse tna sólo por estas cuestiones. Fernández de Lizardi nos ofrece un cua­ dro extremadamente vivido de todos los aspectos de la sociedad co­ lonial. Sus apostrofes, la exposición de sus propósitos, los consejos que da al lector son con frecuencia tediosos, así como su recurso de apelar constantemente a los autores clásicos como autoridades inclu­ so en aspectos de carácter relativamente trivial. Por otra parte Fernández de Lizardi tiene facetas muy positivas. Nos explica lo que era ir a la escuela en el México colonial, y cómo eran por dentro los monasterios, las cárceles y los hospitales. Aquí, por ejemplo, nos da una descripción del desayuno de los jugadores: Por ahora sábete que hacer la mañana entre esta gente quiere de­ cir desayunarse con aguardiente, pues están reñidos con el chocolate

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y el café, y más bien gastan un real o dos a estas horas en chinguirito malo6 que en un pocilio del más rico chocolate.

Esto suena a auténtico, al igual que la descripción de los atesta­ dos hospitales: A otro día me despertaron los enfermeros con mi atole7 que no dejé de tomar con más apetencia [...] a poco rato entró el médico a hacer la visita acompañado de sus aprendices. Habíamos en la sala como setenta enfermos, y con todo eso no duró la visita quince mi­ nutos. Pasaba toda la cuadrilla por cada cama, y apenas tocaba el médico el pulso al enfermo, como si fuera ascua ardiendo, lo soltaba al instante, y seguía a hacer la misma diligencia con los demás, orde­ nando los medicamentos según era el número de la cama.

Todos los aspectos de la sociedad colonial están igualmente co­ rrompidos. El notario considera la ley no como un conjunto de nor­ mas que deben cumplirse, sino como «antiguallas». El boticario está de acuerdo con el médico para engañar a los pacientes y los medica­ mentos se aguan o se administran de un modo inadecuado. Los mon­ jes asisten a fiestas y bailes, el sacristán roba a los muertos. Los men­ digos se aprovechan de la obligación que tienen los católicos de dar limosna y aprenden a engañar y a fingirse enfermos y lisiados en su escuela de mendigos. Pero Fernández de Lizardi no se conforma con denunciar los abu­ sos. Su novela debe ser una iniciación a las luces y poco a poco va perfilando todo un programa coherente y razonado de reformas. Claro está que el autor no podía acusar abiertamente a los españoles como la causa principal de todos aquellos desastres, pero sí expresar su fe en la autodeterminación de las naciones. Curiosamente, para ello pone sus opiniones en boca de un negro, un hombre al que Periqui­ llo conoce en las Filipinas y que arguye que, dado que cada nación es peculiar y distinta, todas tienen el mismo derecho a desarrollar las instituciones y las leyes que les son propias. La discriminación, dice el negro, tiene sus raíces en «la altanería de los blancos y ésta consiste en creerlos inferiores por su naturaleza, lo que, como dije, es una vieja e irracional preocupación». Así, matando dos pájaros de un tiro, el autor afirma el carácter irracional de la discriminación racial y, por extensión, nos dice que las sociedades latinoamericanas 6. 7.

Licor de baja calidad hecho de caña de azúcar. Gachas de maíz.

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no deberían ser consideradas inferiores a las de Europa. Las apasio­ nadas palabras del negro contienen también un ataque contra el eurocentrismo: Luego, si cada religión tiene sus ritos, cada nación sus leyes y cada provincia sus costumbres, es un error crasísimo el calificar de necios y salvajes a cuantos no coinciden con nuestro modo de pensar, aun cuando éste sea el más ajustado a la naturaleza.

La diatriba del negro concluye con una triunfal reivindicación de la dignidad humana: De lo dicho, se debe deducir: que despreciar a los negros por su color y por la diferencia de su religión y costumbres es un error; el maltratarlos por ellos, crueldad; y el persuadirse a que no son capaces de tener almas grandes que sepan cultivar las virtudes morales, es una preocupación demasiado crasa.

Los indios, entre los cuales Periquillo trabaja durante algún tiempo como curandero y más tarde como escribano, protestan contra los abusos de que son víctimas. La aldea que paga las consecuencias de su falta 'de conocimientos médicos llega a expulsarle, mientras que aquella en la que comete fraudes en sus funciones de escribano en­ vía una delegación a México para quejarse de la explotación. No es de extrañar que el último libro de El Periquillo Sarniento no pudie­ ra publicarse en vida del autor. No sólo incluye las incendiarias opi­ niones del negro sino también la descripción que hace el novelista de una sociedad ideal. Siguiendo la tradición de la novela utópica del siglo X V I I I , tan popular en Europa, el autor hace que Periquillo naufrague y vaya a parar a una isla. Después de aprender la lengua de sus habitantes, descubre que en aquella isla todo el mundo tra­ baja. Aquí no hay ninguna aristocracia ociosa y la educación es em­ pírica en sus métodos. Las leyes son comprensibles para todos y se aplican rigurosamente. La Utopía de Periquillo es, pues, una demo­ cracia burguesa que se basa en el trabajo y en el esfuerzo, y por lo tanto completamente distinta de la sociedad aristocrática y parasita­ ria del México colonial. Fernández de Lizardi abordó el tema de la aristocracia decadente en una novela, Don Catrín de la Fachenda, que no se publicó hasta después de su muerte. Don Catrín es el arquetipo de la mentalidad colonizadora, un noble orgulloso que desprecia el trabajo y opina que el ejército es la única carrera adecuada para un caballero. Pero

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ingresa en un ejército que conoce un período de paz, durante el cual las batallas se libran en las tabernas y en torno a las mesas de juego. Este es el ideal de Don Catrín: En pocos días me dediqué a ser marcial, a divertirme con malas hembras y los naipes, a no dejarme sobajar de nadie, fuera quien fuera, a hablar con libertad sobre asuntos de estado y de religión, a hacerme de dinero a toda costa y a otras cosas como éstas, que en realidad son útilísimas a todo militar como yo.

Asistimos aquí al nacimiento de la idea del macho, tan impor­ tante en la literatura mexicana, y que en el fondo es la supervivencia de las virtudes feudales del valor y de la audacia trasladadas a situa­ ciones en las que ya no tienen el mismo sentido. Don Catrín, como Periquillo, desciende hasta los estratos más bajos de la sociedad colo­ nial, pero su destino es aún más trágico, ya que ni llega a entrever la Utopía ni se le da tiempo para arrepentirse. Acaba la vida suici­ dándose. Fernández de Lizardi escribió otra novela sobre lo que en aque­ llos tiempos era un tema poco usual, el de la educación de las muje­ res. La Quijotita y su prima (1818) expone las desgraciadas conse­ cuencias que tiene el fomentar los caprichos y las vanidades de las mujeres. Fernández de Lizardi representa el ala más liberal del pensamiento independentista. Defiende la igualdad de derechos para todos los hombres, sea cual sea su color; el establecimiento de unas Cortes para representar a todas las clases; la emancipación de las mujeres; y la total libertad religiosa. Debido a este último punto tuvo proble­ mas incluso después de la independencia, ya que fue excomulgado tras la publicación de la Defensa de los francmasones en 1822 y man­ tenido bajo arresto domiciliario. Hizo una defensa muy caracterís­ tica en la que declaró orgullosamente que era un hombre pobre que no había heredado ninguna riqueza ni había cometido ningún deli­ to para escapar a la pobreza; se había limitado a desear que «el mo­ nopolio, el lujo y la simonía sean desterrados de la Iglesia católica». Fue un ardiente defensor de la libertad personal y de la libertad de prensa, y criticaba a México porque creía que la pobreza de sus habitantes impedía la libertad. Veía pocas esperanzas para los indios si no se sometían al gobier­ no paternalista de una clase media ilustrada que pudiera contribuir a educarles. Abogaba así por la causa de un ideal burgués del pro­ greso y de los valores burgueses.

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Sus novelas son uno de los primeros ejemplos en Hispanoamérica de la búsqueda movelística de una autenticidad que se convertiría en uno de los aspectos más importantes de la literatura hispanoame­ ricana, aunque lo que hace que sus novelas sean aún legibles es el detalle y el humor con que trata sus temas. Periquillo es un persona­ je mucho más vivo que el atormentado héroe epónimo de La pere­ grinación de Bayoán (1863), del portorriqueño Eugenio María de Hostos (1839-1903), otro paladín de la independencia, o que el inquie­ to héroe de El cristiano errante (1847), del guatemalteco Juan Bau­ tista de Irisarri (1785-1868). Fernández de Lizardi es la Figura literaria más importante del pe­ ríodo de la independencia si limitamos la «literatura» a los géneros convencionales de novela, teatro y poesía; pero hubo también una inmensa actividad periodística y epistolar. Las cartas de Bolívar, los artículos del pensador ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo (1747-1795), pueden considerarse lícitamente como formando parte de las primeras obras de la independencia literaria.8 La poesía fue el género que dependió más de las corrientes ex­ tranjeras y los poetas de la tradición neoclásica se estudiarán en un capítulo aparte. Pero incluso en este campo el período de la inde­ pendencia proporciona algunos intentos interesantes que apuntan en direcciones nuevas. En la región del Río de la Plata, por ejemplo, el género gauchesco nació con las guerras de la independencia. In­ ventado probablemente por Bartolomé Hidalgo (1788-1822), que na­ ció en Montevideo en el seno de una familia de condición modesta, el género gauchesco procede de los romances populares y de cancio­ nes como el «cielito», qye derivaron en poemas satíricos. Hidalgo escribió Diálogos en los que dos hombres que hablaban el dialecto de los gauchos discutían en verso los sucesos de la época, criticando duramente los abusos y las injusticias. Estamos ante la representa­ ción de una auténtica voz criolla. En el Perú uno de los poetas de la independencia prestó atención a la tradición india en su búsqueda de nuevas formas. Se trata de Mariano Melgar (1791-1815), quien en el curso de su corta vida colgó los hábitos, tomó parte en la lucha contra los españoles y fue ejecu­ tado en el campo de batalla, en Umachiri. Escribió poemas siguien­ do la forma de la canción india, el «yaraví», de los cuales es un ejem­ plo el siguiente poema amoroso: 8. Su obra principal consiste en sus diálogos sobre temas filosóficos y afines, El nuevo Lucia no, libro del que hay una edición reciente publicada en la serie Clásicos Ecuatorianos (Quito, 1944)

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Vuelve, que ya no puedo vivir sin tus caricias, vuelve, mi palomita, vuelve a tu dulce nido. Mira que hay cazadores, que, con afán maligno, te pondrán en sus redes mortales atractivos; y cuando te hayan preso, te darán cruel martirio; no sea que te cacen; huye tanto peligro, vuelve, mi palomita, vuelve a tu dulce nido.

Melgar, que llevaba en las venas sangre india, no usaba el yaraví simplemente como una forma poética pintoresca. Como tantos otros escritores de la época, comprendía que el indio vivía bajo la opre­ sión, y en una de sus fábulas en verso, «El cantero y el asno», traza un paralelo entre el asno que es maltratado a golpes y el indio. Los dos parecen estólidos porque han sido reducidos por la violencia a esta situación. Fernández de Lizardi, Melgar y Mariano Moreno son ejemplos del pensamiento más ilustrado del período de la independencia. As­ piraciones liberales muy semejantes podemos encontrarlas en mu­ chas de las cartas de Bolívar, quien sin embargo era consciente de algo que muchos de sus contemporáneos no supieron ver: el hecho de que las repúblicas que acababan de acceder a la independencia habían heredado no la libertad para encaminarse hacia un futuro glorioso, sino un caos de fuerzas conflictivas que les impedirían cual­ quier avance.9

2.

L A N E C E SID A D D E N O R M A S

Entre 1810 y 1830 nacieron la mayoría de las modernas repúbli­ cas latinoamericanas. Aunque sus límites coincidían a menudo con los de las capitanías generales del período colonial, su existencia co­ 9.

Un breve resumen de las opiniones de Bolívar puede encontrarse en Tulio HaJperín Donghi

Historia de Latinoamérica, México, 1982.

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mo naciones separadas carecía de precedentes. Una vez rechazada España y la tradición española, debían empezar a partir de nuevas bases. El primer territorio que se convirtió en un estado indepen­ diente fue la Argentina y su primer nombre —las Provincias Unidas del Río de la Plata— indica la naturaleza vagamente federal de la nueva república. Una de sus provincias, Paraguay, iba a su vez a convertirse en un estado independiente; la parte este de la repúbli­ ca, conocida por el nombre de la Banda Oriental, fue ocupada du­ rante algunos años por el Brasil y después de la ocupación pasó a ser la república independiente del Uruguay. Un proceso similar de fragmentación iba a separar Chile de Perú, Colombia de Venezuela. Las provincias de la América Central, que habían formado una Unión Centroamericana que duró hasta 1839, se separaron para dar origen a los estados de Guatemala, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Costa Rica. El sueño de la democracia, como el sueño de la federación, no tardó en disiparse. Los caudillos del movimiento de la independen­ cia —Bernardo O ’Higgins en Chile, Antonio José de Sucre en Bolivia, el doctor Francia (José Gaspar Rodríguez) en el Paraguay, Agus­ tín de Itúrbide en México y Simón Bolívar en Nueva Granada— pro­ pendían a hacerse cargo de la dirección de los nuevos estados y casi invariablemente se convirtieron en autócratas. Los parlamentos ele­ gidos y el mecanismo democrático no podían improvisarse en poco tiempo, y en los países en los que funcionaba un gobierno represen­ tativo éste degeneró a menudo en una pura farsa. La misma idiosin­ crasia del imperio español había restringido la expresión política de los criollos. Cuando se destruyeron las estructuras españolas sólo que­ daron en pie intereses locales muy poderosos sin ninguna armazón central. Así se crearon las situaciones que iban a prevalecer en la mayoría de los países de la América española hasta bien entrado el siglo X X : la amenaza de la anarquía, la restauración del orden por un fuerte «caudillo» que se servía del Estado para sus fines persona­ les, y durante los períodos en los que no aparecía ningún caudillo, la inestabilidad de unos gobiernos que, aunque hubieran sido legal­ mente elegidos, se desmoronaban en seguida al primer golpe de es­ tado. Itúrbide y Antonio López de Santa Ana en México, el general Rosas en la Argentina, el doctor Francia en el Paraguay, el gene­ ral Páez en Venezuela, el general Sucre en Bolivia y O ’Higgins en Chile, fueron los nuevos hombres que asumieron la dirección de los estados y que los gobernaron con mano dura, mientras intelectuales como Andrés Bello, Esteban Echeverría, Domingo F. Sarmiento yJuan

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Bautista Irisarri comprobaban la dificultad e incluso la imposibili­ dad de que se aceptasen sus proyectos racionales.10 En el decenio que siguió a la independencia los intelectuales de Latinoamérica se vieron obligados a formularse a sí mismos una pre­ gunta: ¿por qué este fracaso? Las respuestas que dieron eran distin­ tas, pero tendían a incluirse dentro de dos explicaciones principales: la falta de tradición y el atraso económico y político heredado de la época del dominio español. En este capítulo trataremos de la pri­ mera de estas respuestas, con el intento de establecer tradiciones donde hasta entonces no habían existido, exceptuando la odiada tradición del dominio español. Al tratar del problema de la tradición no hay que olvidar que la aparición de las repúblicas latinoamericanas coincidió con el pe­ ríodo del romanticismo europeo y que los intelectuales del continen­ te estaban profundamente influidos por los presupuestos románti­ cos. La teoría estética romántica había reemplazado la antigua idea de las «escuelas» literarias por otra más dinámica de «movimientos» literarios. Escritores como los Schlegel habían afirmado que las na­ ciones pasaban por diversas fases de cultura y que a la fase clásica había sucedido un período romántico. Incluso en países donde los escritores no habían sufrido necesariamente la influencia directa de tales teorías, parece flotar en el aire la idea de que es necesario crear una ideología humanista para tener unos modelos, del mismo modo que la cultura clásica había proporcionado unos modelos a Europa. Decepcionados por la Iglesia, la mayor parte de los intelectuales lati­ noamericanos del siglo X I X creían que podía establecerse un código humanista que sirviese como guía moral, y algunos de los escritores más destacados se ocuparon concretamente de esta cuestión, desde Andrés Bello y el ecuatoriano Juan Montalvo, hasta el uruguayo José Enrique Rodó, cuya obra ha ejercido influencia hasta bien entrado el siglo X X . 11 Prototipo de esta tendencia es Andrés Bello, quien, escribiendo en El Repertorio Americano, una revista publicada en Londres en 1826-1827, definió así la tarea de la nueva generación de intelectuales:

10. Esta circunstancia no afectó a Bello, quien tuvo una considerable influencia en Chile después de 1829. La situación cambió para los argentinos después de la caída de Rosas en 1852. 11. La obra de Rodó pertenece a la historia de las ideas más que al presente estudio. Para un completo análisis de la influencia que ejerció, véase la edición de sus Obras completas (M a­ drid, 1957), con una excelente introducción a cargo de E. Rodríguez Monegal. Tam bién es nota­ ble la edición de Artel de Biblioteca Ayacucho, con introducción de Carlos M. Rama.

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hacer germinar la semilla fecunda de la libertad, destruyendo las preo­ cupaciones vergonzantes con que se alimentó desde la infancia; esta­ blecer el culto de la moral; conservar los nombres y las condiciones que figuran en nuestra historia, asignándoles un lugar en la memoria del tiempo; he aquí la tarea noble, pero vasta y difícil, que nos ha impuesto el amor de la patria.

Bello era un admirador de Herder y en el fondo no era más que un imitador incondicional de la literatura clásica, pero como creía que las nuevas naciones necesitaban un nuevo código moral huma­ nista, su obra tiene dentro de esta línea una tonalidad arcaica. Co­ mo veremos más adelante ello es característico de las direcciones con­ tradictorias que tuvo la influencia romántica en Latinoamérica.12 Los escritores clásicos constituían el modelo más obvio de esta literatura moral, en parte porque la mayoría de los intelectuales ha­ bía recibido una primera formación fundada casi exclusivamente en los clásicos. Había, sin embargo, otro problema con el que tuvieron que enfrentarse los escritores: la ausencia de todo sentido de nacio­ nalidad en países de origen tan reciente. Una vez más el romanticis­ mo ofreció una solución. La novela histórica estaba en boga y era considerada por muchos escritores como el instrumento ideal para crear un sentido de orgullo nacional.13 Así, Bartolomé Mitre, el es­ critor y político argentino (1821-1906), en la introducción a su nove­ la Soledad (1847) escribe: La novela popularizaría nuestra historia echando mano de los su­ cesos de la conquista, de la época colonial y de los recuerdos de la guerra de independencia.

De este modo la poesía moralizadora y la novela histórica pasa­ ron a ser los dos instrumentos por medio de los cuales los escritores inmediatamente posteriores a la independencia trataron de estable­ cer unas normas y de crear unas tradiciones en el vacío intelectual que siguió a la expulsión de los españoles. 3.

L a s LECCIONES DE LA POESÍA

Andrés Bello (1781-1865) es un escritor cuya obra refleja fiel­ mente los ideales del período de la independencia. Notable polígra­ 12. 13.

Véase más adelante el cap. 3, donde esta cuestión se analiza con mayor detalle. Parte de esta polémica figura en el libro preparado por N . Pinilla, La polémica del ro­ manticismo en 1842, Santiago, 1945.

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fo, escribió libros sobre derecho internacional, geografía, gramática y ortografía, y fue autor de una historia de Venezuela. Había nacido en Venezuela y pasó la primera parte de su vida en este país, donde fue discípulo de Humboldt y leyó a Rousseau y a los autores clásicos. Su padre era funcionario público y sus años de formación transcurrieron bajo la tutela de un preceptor, fray Cris­ tóbal de Quesada, extraordinario latinista. Estaba lejos de compartir el odio que muchos de sus contemporáneos sentían por España y tenía en mucho la función civilizadora de la madre patria en el Nue­ vo Mundo. Sin embargo, cuando el cabildo de Caracas proclamó la independencia fue enviado a Londres con una misión diplomática por orden de la junta y permaneció en la capital británica hasta 1829. En Londres, Bello vivió de la docencia privada y de su trabajo en varias legaciones, y fundó también dos revistas literarias, La Bibliote­ ca Americana (1824) y El Repertorio Americano (1825-1827). D u­ rante este período publicó dos poemas importantes, Alocución a la poesía y Silva a la agricultura de la zona tórrida. En 1829 se trasladó a Chile invitado por el gobierno de este país, y allí se consagró a la tarea de educar a la nueva minoría. Fue nombrado director del Instituto Nacional, publicó sus Principios de Derecho de Gentes y su Ortología y métrica de la lengua castellana (1835), y de este mo­ do contribuyó prácticamente a lo que juzgaba la tarea más impor­ tante de los gobernantes de la joven república: crear unas normas educativas y establecer el imperio de la ley. Trató de fomentar el estudio de las ciencias naturales y luchó porque los médicos fueran tenidos en mayor estima. No obstante, la obra que probablemente le ha dado más fama dentro del mundo de habla española es su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), libro de pionero cuyo fin no era diferenciar el español de América del de la península, sino más bien establecer las reglas que tenían en común. Fue uno de los primeros entre muchos escritores que comprendieron que un español literario común podía llegar a ser un importante factor de cohesión, un vínculo espiritual entre los pueblos de estirpe hispánica. Pocas cosas escaparon a la atención de este hombre incansable: la situación de los presos y de los procura­ dores, la protección y fomento del teatro, etc. Fue durante muchos años miembro del Senado chileno, contribuyó a establecer una legis­ lación sobre pesos y medidas y otras materias y también redactó un código civil. En 1843, cuando se fundó la universidad de Chile, con­ tribuyó a redactar sus estatutos y fue su primer rector. Aunque durante su estancia en Chile Bello se vio envuelto en

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una polémica sobre el romanticismo y tomó partido contra algunos de los más entusiastas defensores de este movimiento, negaba que el arte debiera buscarse en los preceptos estériles de la escuela, en las inexorables unidades, en la muralla de bronce entre los diferentes estilos i jéneros [sic\, en las cadenas con que se ha querido aprisionar al poeta a nombre de Aristóteles i Horacio.14

La crítica reciente se ha opuesto a la simplista clasificación de Bello como un «neoclásico», totalmente opuesto al romanticismo. En Londres conoció la poesía del movimiento romántico y fue uno de los primeros hispanoamericanos que entraron en contacto con el ro­ manticismo. Había hecho copiosas lecturas de los autores románticos y al menos según un crítico su actitud era debida a un afán de mati­ zar, más que a hostilidad.15 De todos modos un examen de su poe­ sía revela las estructuras de la antigua retórica y su tema predilecto es el tradicional de la bondad de la naturaleza y de la corruptibili­ dad del hombre. Alocución a la poesía es una invitación a la musa de la poesía a la que invita a dejar las cortes de Europa y a instalarse en América. Europa ha sido invadida por la filosofía utilitaria y está amenazada por una degradación de valores: donde la libertad vano delirio, fe la servilidad, grandeza el fasto, la corrupción cultura se apellida.

Pero en América aún reina la naturaleza virgen. Escribiendo en el sombrío Londres, las descripciones que hace Bello de su Venezue­ la natal son idílicas: o reclinado acaso bajo una fresca palma en la llanura, viese arder en la bóveda azulada tus cuatro lumbres bellas, ¡oh Cruz del Sur!

14. Del discurso pronunciado con motivo de la fundación de la Universidad de Chile, 1843, e incluido en Germ án Arciniegas, El pensamiento vivo de Andrés Bello, Buenos Aires, 1946. 15. E. Rodríguez Monegal, El otro Andrés Bello, Caracas, 1969.

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Y señala que, aunque la vasta soledad de América apenas ha si­ do tocada por el hombre, ya ha engendrado héroes como San Martín y Bolívar que pueden compararse a los héroes de la antigüedad. La Alocución «nombra» la naturaleza americana y la incorpora a la retórica universal de la civilización de Occidente. El tono nota­ ble y elevado y el emparejamiento de referencias clásicas y toques localistas son semejantes en la intención a las comparaciones que ha­ ce el Inca Garcilaso entre los incas y los romanos. En ambos casos el autor está tratando de integrar una nueva materia dentro del mar­ co de otra conocida. Un adjetivo como «cándida» y nombres como «nieve» y «ambrosía» se asocian a menudo con plantas desconocidas en Europa, como por ejemplo el algodón o la caña de azúcar: donde cándida miel llevan las cañas y animado carmín la tuna cría, donde tremola el algodón su nieve y el ananás sazona su ambrosía.

En Silva a la agricultura de la zona tórrida esta enumeración ad­ quiere tonalidades casi voluptuosas. La palma, la yuca, el plátano se describen en todo su florido esplendor: Tendida para ti la fresca parcha en enramadas de verdor lozano, cuelga de sus sarmientos trepadores nectáreos globos y franjadas flores.

Sin embargo, Silva a la agricultura no tiene un carácter mera­ mente descriptivo. Es un poema didáctico que elogia la sencillez de la vida campesina en contraste con «el ocio pestilente ciudadano». En él Bello condena a los que han explotado la tierra sin haber dado nada a cambio y suplica a los habitantes de América que dejen sus ciudades prisiones, que desdeñen el lujo y que busquen «durables goces» que sólo pueden encontrarse en la paz y en el aire puro del campo. Una vez conseguida la independencia, las espadas pueden convertirse en rejas de arados: cerrad, cerrad las hondas heridas de la guerra: el fértil suelo áspero ahora y bravo, al desacostumbrado yugo torne del arte humana, y le tribute esclavo.

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«Volved a los campos y a la vida sencilla» es el mensaje de Bello. Se acerca a los ideales de Fernández de Lizardi. Ambos querían enal­ tecer valores más constructivos que los de la aristocracia de la antigua colonia. Ambos querían convencer del valor del trabajo, del esfuerzo y de la honradez, ambos ejemplarizan el énfasis que la naciente cla­ se media da a la laboriosidad y a la reforma pacífica. Ambos tam­ bién recurren a formas literarias arcaicas. Fernández de Lizardi revive la picaresca en una época en la que ya ha muerto en España. Bello revive las formas virgilianas y clásicas en unos tiempos en los que en España y en todo el resto de Europa ya han sido reemplazadas por formas más flexibles. Pero sus formas y su vocabulario latinizan­ tes habían sido deliberadamente elegidos por su dignidad y su uni­ versalidad. Otros dos escritores didácticos de este período merecen atención. José Joaquín Olmedo (1780-1847) fue amigo de Bello y como él de­ sempeñó un importante papel en el movimiento de la independen­ cia. Trató de escribir el poema heroico de la independencia, el poe­ ma que inmortalizase la victoria de Bolívar. La victoria de Junín, o Canto a Bolívar (1825) tiene ecos de todos sus autores clásicos favo­ ritos. Bello era un admirador de este poema y habló elogiosamente del «entusiasmo sostenido, variedad y hermosura de los cuadros»; a su entender, las lecturas de los autores clásicos que había hecho el autor lo habían enriquecido, y también aprobaba su espíritu didácti­ co, las «sentencias esparcidas con economía y dignas de un ciudada­ no que ha servido con honor a la libertad antes de cantarla».16 Hoy el poema no es fácil de leer, pero no hay que olvidar que el siglo XIX apreciaba mucho las intenciones sublimes. La descripción de Bo­ lívar es idealizada, una estatua radiante concebida deliberadamente para producir la impresión de una figura clásica: Tal el héroe brillaba por las primeras filas discurriendo. Se oye su voz, su acero resplandece, do más la pugna y el peligro crece. Nada le puede resistir... y es fama — ¡oh portento inaudito!— que el bello nombre de Colombia escrito sobre su frente, en torno despedía rayos de luz tan viva y refulgente

16.

Repertorio Americano, octubre de 1826.

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que, deslumbrado el español, desmaya, tiembla, pierde la voz, el movimiento, sólo para la fuga tiene aliento.

Aquí no se trata de la exactitud histórica, sino de la figura de Bolívar, que debe ser presentada a la posteridad. El peso de los ejemplos clásicos, que constituían una parte tan importante de la formación de cualquier joven intelectual, es tam­ bién visible en la obra de José María de Heredia (1803-1839), escri­ tor cubano que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. Cuba no sería liberada hasta 1898, es decir, que Heredia perteneció a aque­ llas infortunadas generaciones que lucharon vanamente por una cau­ sa. Llevó la existencia de un desterrado romántico, primero en los Estados Unidos y luego en México. Los temas de sus poemas son con frecuencia románticos: las ruinas de una pirámide en «En el teocalli de Cholula»,17 la naturaleza agreste en su poema «Al Niágara». Pero aunque el Niágara le invita a perderse en su impetuoso torren­ te, Heredia saca una conclusión tradicional del poema: ¡Niágara poderoso! ¡Adiós...! ¡Adiós! Dentro de pocos años ya devorado habrá la tumba fría a tu débil cantor. ¡Duren mis versos cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso viéndote algún viajero, dar un suspiro a la memoria mía! Y al abismarse Febo en occidente, feliz yo vuele do el Señor me llama, y al escuchar los ecos de mi fama, alce en las nubes la radiosa frente.

Como en la poesía de Andrés Bello, el escenario americano sirve como punto de partida para el tema tradicional del sic transit gloria mundi o del ubi sunt? 4.

E L E N S A Y O D ID Á C T IC O : J U A N

M O N TA LV O

Las normas humanistas que Bello sustentaba en su poesía quizá corresponden más propiamente a la forma del ensayo. En el curso 17. Española).

Teocali equivale a «tem plo de los antiguos mexicanos» (Diccionario de la Real Academ ia

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del siglo X I X el ensayo polémico constituyó uno de los géneros lite­ rarios más importantes del continente y la mayoría de los novelistas y de los poetas publicaron ensayos en algún período de sus vidas. Uno de los más famosos de estos ensayistas fue Juan Montalvo (1832-1889), que se hizo célebre por la dureza de los ataques que dirigió al gobierno teocrático del ecuatoriano García Moreno (1859-1875), un dictador que combinó el catolicismo fanático con los métodos represivos. En oposición a García Moreno, Montalvo adop­ tó una postura liberal y trató de instaurar un código moral humanis­ ta en sus Siete tratados (1882). En su ensayo sobre la «Nobleza», sostiene la opinión de que la verdadera aristocracia no puede fun­ darse en la herencia ni en la riqueza, sino en la nobleza de carácter. Aspira a una democracia de igualdad de oportunidades regida por hombres de gran nobleza de ánimo: Los filósofos prevén el triunfo de la república universal, los bardos la sueñan, los profetas la anuncian, a amables sabidores que mues­ tran al género humano en puras formas la prefiguración de su felici­ dad. El mundo será republicano, y por tanto democrático. Chateau­ briand y Lamartine, aristocráticos y realistas, lo han dicho. Estos cis­ nes son las dos palomas de Dodona; Apolo nunca engañó a su sacer­ dotisa.

Lo primero que llama la atención en la obra de este escritor libe­ ral es el estilo arcaico, espolvoreado, a pesar de las referencias a Cha­ teaubriand y Lamartine, de citas clásicas y de construcciones españo­ las que están más cerca del siglo X V I I que del X I X . Los mismos títu­ los de sus tratados tienen un toque senequista, y una de las obras por las cuales es famoso, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), es una actualización moral del Quijote que imita el estilo cervantino, pero que oculta el sello neoestoico de Montalvo. Pensan­ do siempre en sus modelos clásicos, tituló sus violentas diatribas contra el gobierno de Veintimilia, Catilinarias (1889). Los escritores con­ temporáneos han atacado el mito de Montalvo acusándole de vani­ dad y pomposidad.18 No obstante, es un hombre que sintetiza muy bien la posición del intelectual latinoamericano del siglo X I X , ya que estaba forzado a adoptar una actitud liberal y de portavoz de la opo­ sición, cuando por temperamento era un conservador. Es un exce­ 18. La obra de Montalvo ha sido objeto de ataques por la joven generación de críticos ecua­ torianos; pero durante muchos años se le consideró como el prototipo del intelectual liberal. Véa­ se, por ejem plo, el ensayo de Rodó «Montalvo», en El mirador del Próspero.

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lente ejemplo del escritor que adopta de un modo consciente una pose noble pensando en los aplausos que le dispensará la posteridad y que se equivoca precisamente porque imita el pasado y no puede crear nuevos valores para el presente. En este capítulo se ha tratado de dos factores aparentemente con­ tradictorios, la revolución y la tradición. De una parte existía el rea­ lismo crítico que surgió en el período de oposición a España; de otra la afirmación de unas normas por ciertos escritores hispanoamerica­ nos como Bello, Olmedo y Montalvo que creían en un humanismo universal que debía reflejarse en la literatura del Nuevo Mundo. Por desgracia, como iba a demostrar la experiencia argentina, este hu­ manismo sólo era asequible para una minoría.

L ecturas

Antologías Diálogos de la Independencia: Baladas de la Guerra de Independencia, Mé­ xico, 1985. Menéndez y Pelayo, Marcelino, Antología de poetas hispanoamericanos, 4 vols., Madrid, 1893-1895, y otras ediciones.

Textos Bello, Andrés, Obras completas, 15 vols., Santiago, 1881-1893. — , Antología de Andrés Bello, edición e introducción de Pedro Grases, Ca­ racas, 1949— , Andrés Bello, edición de J. C. Ghiano, Buenos Aires, 1967. Blanco Fombona, Rufino, El pensamiento vivo de Bolívar, 3 .a ed., Buenos Aires, 1958. Bolívar, Simón, Obras completas, 2 vols., La Habana, 1947. Chang Rodríguez, R., Cancionero peruano del siglo XVII, Lima, 1973. Concolorcorvo, El lazarillo de ciegos caminantes, edición, prólogo y notas de E. Carilla, Barcelona, 1973. Fernández de Lizardi, José Joaquín, Obras (4 vols.),- México, 1963-1970. — , El Periquillo Sarniento, México, 1959. Heredia, José María de, Poesías completas, 2 vols., La Habana, 1940-1942. Hidalgo, Bartolomé, selección de poemas incluida en Poesía gauchesca, edi­ tada por J. L. Borges y A. Bioy Casares, México, 1955.

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Montalvo, Juan, Siete tratados, París, 1912. — , Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, París, 1921 . — , Juan Montalvo, edición de Gonzalo Zaldumbide, Quito, 1959Olmedo, José Joaquín, Poesías completas, México, 1947. Ulloa, A. de y Juan, J ., Noticias secretas de América (ed. facsimilar de la de Londres de 1826), Madrid, 1982, 2 vols.

Obras históricas y críticas Carrera Damas, Germán, El culto a Bolívar, Caracas, 1973. Ghiano, J. C., Análisis de las silvas americanas, Buenos Aires, 1957. González, Manuel Pedro, Jo sé María de Heredia, primogénito del romanticis­ mo hispano, México, 1955. Grases, Pedro, Doce estudios sobre Andrés Bello, Buenos Aires, 1950. Lira Urquieta, Pedro, Andrés Bello, México-Buenos Aires, 1948. Lynch, J ., Las revoluciones hispanoamericanas (1808-1826), Barcelona, 1976. Madariaga, Salvador de, El ocaso del imperio español en América, 2 .a ed., Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1959- Tomo 2 de Cuadro histórico de las Indias, 1945. Moses, Bernard, The Intellectual Background o f the Revolution in South America, 1810-1824, Nueva York, 1926.' Nicholson, Irene, The Liberator, Londres, 1969. Robertson, William Spence, Rise o f the Spanish American Republics, Nue­ va York, 1961. Rodríguez Monegal, Emir, El otro Andrés Bello, Caracas, 1969Whitaker, A. F. (ed.), Latin America an d the Enlightenment, 2 .a ed., Ithaca, 1961.

Capítulo 2 CIVILIZACIÓN Y BARBARIE

Allí la inmensidad por todas partes, inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. S a r m ie n t o

La inmensidad de la Pampa argentina, descrita con estas palabras por Domingo F. Sarmiento, fue, en su época, un importante tema de la literatura de la región del Río de la Plata. La soledad y los espacios vacíos parecían anular los esfuerzos humanos. Y en la costa los ojos tenían ante sí otra vasta extensión, la del río que era tan inmenso como un mar: La mirada se sumerge en la extensión que ocupa el río, y apenas puede divisar a la distancia la incierta luz de algún que otro buque de la rada interior.

Así, los personajes de la novela Amalia, de José Mármol, atrapa­ dos en la ciudad de Buenos Aires por un tiránico dictador, se sienten rodeados por un enemigo aún más amenazante; los grandes espacios naturales del río y de la pampa. Los escritores argentinos se sienten perdidos en el espacio geográfico de la tierra que los circunda, perdi­ dos entre gentes extrañas, los extraños gauchos, los indios salvajes o los negros y mulatos de la costa, perdidos en un vacío cultural, enfrentándose con la perspectiva de crear una cultura sin ninguna tradición que les guíe. El problema se agravó con la situación política cuando, después del fracaso del primer gobierno liberal, que fue incapaz de asegurar el control de las provincias, empezó un período de caos y de guerra civil. Era ya el proceso que iba a convertirse en arquetípico de la

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América latina. Surge un hombre fuerte para salvar al país de la anar­ quía: Juan Manuel Rosas, que fue en primer lugar elegido goberna­ dor de Buenos Aires (1829-1832), que emprendió luego una campa­ ña contra los indios y que finalmente pasó a ser gobernador de toda la nación (1835-1852). Sirviéndose hábilmente de las rivalidades que había entre los jefes locales, Rosas fue acusado por sus enemigos de gobernar el país como si gobernara una hacienda. Era efectivamente un acaudalado estanciero y se enorgullecía de ser un gran jinete y de saber enlazar y marcar ganado tan bien como el más hábil de los gauchos. No cabe la menor duda de que impuso un régimen de terror valiéndose de la policía secreta o mazorca y de que empujó al destierro a la oposición liberal o unitaria. Sin embargo, la reso­ nancia de los ataques que dirigieron contra él los liberales no debe hacernos olvidar sus aspectos positivos. Uno de sus predecesores, el liberal Bernardino Rivadavia, se había apresurado a garantizar el pro­ greso de su país haciendo concesiones a países extranjeros y hacién­ dose empréstitos. Rosas, por su parte, eligió un camino diferente, más próximo al del dictador paraguayo doctor Francia. Su intención era proteger los intereses ganaderos y no fomentó ni las inversiones extranjeras ni la inmigración. A los ojos de los intelectuales liberales su gran delito fue mantener al país en un estado bárbaro y pastoril en vez de contribuir a su incorporación a la era de la industria y el progreso. Pero Rosas se mantendría en el poder hasta 1852; y así tenemos el fenómeno de una literatura argentina que en buena par­ te surge de un movimiento de protesta contra el dictador. La «gene­ ración de los desterrados» incluye a algunos de los hombres más bri­ llantes de la época: Juan B. Alberdi (1810-1884), cuya obra Bases1 es uno de los documentos fundamentales en los que se iba a inspirar la constitución argentina; Domingo F. Sarmiento, periodista, maestro y político casi exclusivamente autodidacta, que sería presidente de la Argentina en 1868; Esteban Echeverría, poeta romántico y uno de los fundadores de la Asociación de Mayo, organización opuesta a Rosas; José Mármol, poeta y novelista romántico. De Alberdi, que si tiene un interés primordial es como escritor político, no tratare­ mos aquí; los otros tres figuran entre los pioneros de la literatura argentina.

1. El título completo de la obra era Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Buenos Aires, 1852.

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i.

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E s t e b a n E c h e v e r r ía (1 8 0 5 -1 8 5 1 )

La evolución y los escritos de Esteban Echeverría representan muy bien los dilemas y las dificultades con que se enfrentó el intelectual de la época inmediatamente posterior a la independencia. Nació en Buenos Aires en 1805 y fue el niño mimado de una madre viuda. En 1825 fue a España y estudió en la Sorbona, donde no sólo leyó a escritores como Pascal, Montesquieu y Chateaubriand, sino tam­ bién a los escritores románticos contemporáneos ingleses y franceses. A comienzos de 1830 regresó a Buenos Aires con muchas ilusiones y en un poema primerizo incluso hablaba de la decadencia de Euro­ pa comparada con el Nuevo Mundo. Pero sus esperanzas no tarda­ ron en esfumarse. «Al volver a mi patria, cuántas esperanzas traía —escribió posteriormente— , pero todas estériles; la patria ya no existía.»2 Sin embargo, durante un breve lapso de tiempo antes de que Rosas se convirtiera en un autócrata, hubo cierta actividad lite­ raria en clubs, tertulias y reuniones donde se leían poemas y se dis­ cutía el romanticismo. Durante este período Echeverría publicó sus Rimas (1837). Cuando Rosas comenzó a afianzar su poder, el poeta contribuyó a fundar la Asociación de Mayo, para la cual redactó el manifiesto, más tarde publicado en forma de libro con el título de Dogma socialista. A pesar de su título, se trata de un documento liberal que expone los ideales de la Asociación de Mayo: libertad de asociaciones, sufragio universal, respeto por la libertad del indivi­ duo. Pero apenas fundada la Asociación de Mayo, Echeverría se vio obligado a exiliarse; primero se instaló en su propia hacienda de La Tala y más tarde en Montevideo, donde, privado de sus fuentes de ingresos, conoció la penuria. Murió en 1851 sin haber vuelto a Bue­ nos Aires. La teorías literarias de Echeverría se encuentran en su ensayo Fondo y forma en las obras de imaginación (publicado postumamente). Las ideas de este ensayo están influidas por el teórico romántico. A. W. Schlegel y por Herder, cuyas obras habían aparecido en francés en 1827. Echeverría explica que las ideas morales son universales, pero que el clima, las costumbres y las formas de gobierno contribuyen a la originalidad de las naciones. En Latinoamérica, que carece de herencia clásica, la poesía debe tener la variedad y el vigor de la ve­ getación tropical

2. Citado por Ju an María Gutiérrez en las notas bibliográficas que preceden al volumen V de Obras completas de Esteban Echeverría, Buenos Aires, 1874.

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ninguna forma antigua le cuadra, y henchida de savia y sustancia co­ mo la vegetación de los trópicos, debe brotar y crecer vigorosa y mul­ tiforme, manifestando en la variedad, contraste y armonía de su ex­ terna apariencia, todo el vigor y fecundidad que en sí entraña.3

Absorbido por sus actitudes políticas, la obra literaria de Echeve­ rría es relativamente escasa. Sus obras más conocidas son un largo poema narrativo, La cautiva,4 y un cuento, El matadero, que se pu­ blicó postumamente. La cautiva se centra en una de las figuras legendarias de la Ar­ gentina del siglo X I X , la mujer blanca que fue capturada por los in­ dios y a la que se obligó a ser la concubina de un jefe. La situación era bastante frecuente. Lucio Mansilla, que visitó las tribus indias en 1870, encontró a varias «cautivas», y William Henry Hudson, el escritor inglés que durante su juventud vivió en la Argentina, basó uno de sus mejores relatos, María Kiquelme, en un personaje de este tipo. Pero el poema de Echeverría es romántico en su concepción, es la narración poética de una fuga del campamento indio y de un intento frustrado por llegar hasta la civilización. Pero en él se ve có­ mo las circunstancias argentinas invierten la situación usual de los románticos que huyen de la civilización. Aquí no estamos en la in­ dustrializada Europa en donde los enamorados tienen que buscar re­ fugio en la naturaleza. Aquí se huye de la barbarie. Y aunque la soledad de la Pampa es evocada en términos «sublimes», tan propios del romanticismo europeo contemporáneo, también hay elementos de miedo y de horror en la naturaleza circundante que desfiguran completamente su belleza. La descripción de un incendio en la Pam­ pa, por ejemplo, subraya la repelente fuerza del viento y de los ele­ mentos. Lodo, paja, restos viles de animales y reptiles quema el fuego vencedor, que el viento iracundo atiza.

El mundo animal y reptil también forma parte de la fuerza hos­ til que es la naturaleza. El poema se centra en una heroína romántica, María, que repre­ senta el producto más delicado de la civilización, enfrentada con la 3. 4.

«Fondo y forma en las obras de im aginación», OC, V, págs. 78-80. Incluido en la primera edición de Rima, Buenos Aires, 1837.

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más brutal de las fuerzas naturales. Capturada por los indios, da muer­ te a su jefe antes de acceder a ser suya, y luego, al descubrir que su esposo también está cautivo, le ayuda a escapar. Desde luego, en la descripción que hace Echeverría de los indios borrachos no hay ni sombra del ideal del buen salvaje: Más allá alguno degüella con afilado cuchillo la yegua al lazo sujeta, ya la boca de la herida por donde ronca y resuella, ya borbollones arroja la caliente sangre fuera, en pie, trémula y convulsa. Dos o tres indios se pegan. Como sedientos vampiros, sorben, chupan, saborean la sangre [...]

Esta es una energía primitiva que forma un fuerte contraste con la impotencia del héroe blanco, Brian, a quien vemos por vez pri­ mera atado entre cuatro lanzas. En el curso del poema Brian tiene un papel meramente pasivo y está aún más indefenso que María. Casi se niega a huir con ella por temor a que su mujer haya sido deshonrada. Y tampoco se muestra de un modo mucho más gallar­ do una vez han dejado atrás el campamento de los indios, ya que la naturaleza ofrece un aspecto repulsivo más que bello. Se encuen­ tran en un «páramo yerto» con «feos, inmundos despojos de la muer­ te». La pareja, a pesar de estar huyendo, curiosamente a menudo aparece inmóvil: En el vasto pajonal permanecen inactivos. Su astro, al parecer, declina como la luz vespertina entre sombra funeral.

A pesar de algunas escenas de violencia —como el incendio en la pampa y la lucha con un tigre— la impresión predominante es de inactividad y desamparo. Consecuentemente Brian muere recla­ mando en medio del delirio su lanza, un arma que en el curso de todo el poema nunca había sido capaz de usar. María, la más activa de los dos, pierde también todo ánimo después de la muerte de su

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marido y muere también desesperada al enterarse de que su hijo tam­ poco ha sobrevivido. El poema dista de ser una obra maestra de la literatura y nos interesa más por lo que revela acerca de Echeverría que por su intrín­ seca belleza. Lo cierto es que el contraste entre la salvaje energía de los indios y de la naturaleza, y la pasividad y la impotencia de la pareja blanca parece reflejar no los valores vigorosos de una civiliza­ ción de pioneros sino la cansada resignación de una raza moribunda. Las fuerzas vitales del poema son las que teme Echeverría, no las que él quisiera que prevaleciesen. La cautiva ofrece un notable con­ traste de estilo con el cuento de Echeverría El matadero, aunque el tema de ambas obras —el enfrentamiento de una raza blanca idea­ lista pero impotente con un elemento indígena poderoso y cruel— es semejante. En la poesía ha de haber idealización, según Echeve­ rría explicó en el prólogo a sus Rimas: El verdadero poeta idealiza. Idealizar es sustituir a la tosca e im­ perfecta realidad de la naturaleza, el vivo trasunto de la acabada y sublime realidad que nuestro espíritu alcanza.

La obra en prosa, por otra parte, es realista, tomando como mo­ delo la literatura costumbrista que se proponía dar una fiel pintura de personajes. Como su modelo español, Larra, Echeverría va más allá de lo pintoresco y convierte su costumbrismo en un pretexto pa­ ra un durísimo ataque. Este mensaje directo hizo imposible que El matadero se publicase durante su vida, aunque probablemente se escribió poco después de que Rosas aplastara en 1840 a la oposición unitaria. La historia se sitúa durante las inundaciones de la época cuares­ mal, cuando las bestias no pueden ser llevadas al matadero, origi­ nándose así el hambre entre el pueblo. Echeverría, liberal y anticle­ rical, aprovecha la oportunidad para denunciar la alianza de la Igle­ sia con el régimen de Rosas hablando irónicamente de la «guerra intestina entre la conciencia y el estómago» que provocan sus precep­ tos. Sin embargo, continúa: no es extraño, supuesto que el diablo, con la carne suele meterse en el cuerpo, y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo; el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su vo­ luntad sino la de la Iglesia y el gobierno.

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Pero aunque Echeverría no desdeña el ataque directo, como en el pasaje que se acaba de citar, también apela al simbolismo para reforzar los efectos. El matadero es la metáfora de la Argentina bajo el régimen de Rosas, los matarifes, negros y mulatos, son fuerzas bárbaras cuya misión es dar muerte a todo lo que se pone a su alcan­ ce. Son tan brutales que juegan con bolas de carne y luchan entre sí en torno a ellas igual que los perros: De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estru­ jo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones.

Repárese que es el «deforme mastín» el que se queda con la pre­ sa. Echeverría no disimula sus opiniones acerca de los negros y mula­ tos. La violencia de los perros, de los niños y de los hombres es simi­ lar a la violencia que reina en todo el país. Violencia, crueldad e hipocresía son las fuerzas que prevalecen, pero no son las únicas. Echeverría introduce la oposición bajo la for­ ma de un orgulloso toro «emperrado y arisco como un unitario» que escapa, vuelve a ser capturado y, en un primitivo rito, recibe la muerte y sus testículos, símbolo de su fuerza, son entregados al jefe de los matarifes, Matasiete. Mientras terminan la matanza pasa un joven a caballo montado en una silla europea. Le obligan a descabalgar y le cortan el cabello como castigo. Mientras grita su protesta contra aquellos hombres a los que compara a animales, los matarifes le tor­ turan cada vez más hasta que muere a causa de una hemorragia pro­ ducida por su misma cólera. El matadero refleja, como La cautiva, la misma impotencia ante las fuerzas de la violencia. El joven unitario es reducido a la impo­ tencia por los matarifes y se le somete a viva fuerza a humillantes torturas. El lector no puede por menos de quedar impresionado ante el paralelismo que existe entre este joven, que muere a causa de su propia indignación, y Echeverría y su generación. Tal vez también él sufría al darse cuenta de que los ataques verbales contra Rosas eran en el fondo inútiles. Sin duda alguna en El matadero trató de usar la literatura como un arma. Pero no deja de ser un rasgo signifi­ cativo que en sus dos obras principales las fuerzas de la barbarie y de la civilización se enfrentan de un modo muy desigual, porque las primeras son vigorosas y dinámicas y las otras débiles, afeminadas y sin más recursos que la protesta verbal.

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2.

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D o m in g o F a u s t i n o S a r m ie n t o ( 1 8 i i - 188 8 )

Domingo Faustino Sarmiento, a diferencia de Echeverría, no per­ tenecía a la clase de los propietarios rurales. Su padre era dueño de una reata de muías y él oriundo de San Juan. «He nacido en una familia que ha vivido largos años en una mediocridad muy vecina de la indigencia», escribió en sus Recuerdos de provincia (1 8 5 0 ). Edu­ cado por un sacerdote, trabajó durante un tiempo como dependien­ te de una tienda, ocupación que le dejaba tiempo libre para autoeducarse «sin maestros ni colegios». Aprendió lenguas durante sus períodos de destierro y al ingresar en una sociedad literaria en 1839 entró en contacto con la literatura francesa contemporánea. Nacido en 1 8 11 , casi al mismo tiempo que la república independiente de Argentina, Sarmiento identificó su propia trayectoria con la de la nación de la que iba a ser presidente. Cuando en 1843 escribió Mi defensa llegó hasta dividir su biografía en períodos: «la historia colo­ nial» de la familia, seguida de «la vida de la república naciente», «la lucha de los partidos», «la guerra civil», «la proscripción», «el des­ tierro». Sarmiento era aún muy joven cuando se encontró participando en la lucha política en su provincia natal de San Juan. Se vio forzado a ocultarse y luego en 1831 a exiliarse a Chile, donde vivió hasta 1836. Su regreso a la Argentina fue breve; en 1840 huyó de nuevo a Chile y en este país fijó su residencia hasta la caída de Rosas en 1852. Durante su exilio Sarmiento contribuyó a la organización de la Escuela Normal y tomó parte en una polémica en defensa del ro­ manticismo. También viajó por Europa y los Estados Unidos, país este último por el que "sentía una gran admiración y cuya prosperi­ dad atribuía a las virtudes morales heredadas del puritanismo. La obra en la que se basa la celebridad literaria de Sarmiento es un ensayo polémico, Civilización y barbarie. Vida de Juan Facun­ do Quiroga, y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina. Este ensayo, publicado en 1 8 4 5 , cuando el gobierno chi­ leno estaba a punto de aceptar a un embajador de Rosas, pretendía tener una clara función de contrapeso. Es posible, como han apunta­ do algunos críticos, que Sarmiento incorporase al ensayo ciertos cua­ dros de costumbres: descripciones de tipos argentinos como el «ba­ quiano» o guía y el «payador», que ya tenía escritos como estudios independientes. Pero lo cierto es que la estructura debe mucho a De la démocratie en Amérique, de Tocqueville, y el contenido a las ideas de Montesquieu y Herder.

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Facundo pretende demostrar que la «barbarie» se ha convertido en algo institucionalizado en la Argentina durante el régimen de Rosas. En el prólogo a la primera edición Sarmiento explica que Fa­ cundo Quiroga, el caudillo regional cuya biografía escribe, y el po­ deroso Rosas, que hará asesinar a Facundo, son encarnaciones de de­ terminados aspectos de la situación nacional, de los cuales Rosas es la representación más compleja. Facundo era «provinciano, bárbaro, valiente, audaz»; su sucesor, Rosas, «organiza lentamente el despo­ tismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo». Por lo tanto el ensayo de Sarmiento es a la vez un análisis del fenómeno Rosas y un arma contra él. ¿Por qué entonces escribe la biografía de Facun­ do Quiroga y no la de Rosas? En primer lugar porque Sarmiento conoció a Quiroga, el gaucho que llegó a ser el dueño de su provin­ cia natal, y podía por consiguiente recurrir a sus propios recuerdos y evocar anécdotas que había oído. En segundo lugar porque creía que Facundo era la «expresión fiel de una manera de ser de un pue­ blo, de sus preocupaciones e instintos». Si Rosas representaba la institucionalización de la barbarie, Facundo representaba su expresión espontánea. Era por lo tanto el «hombre representativo» de su tiem­ po. Por esta razón Sarmiento divide su estudio en dos partes: una descripción de la tierra, es decir, «el escenario» en el que actuarán los personajes, y luego el actor protagonista, «con su traje, sus ideas, su sistema de obrar». La analogía dramática no es gratuita. Sarmiento ve los hechos en términos de conflicto: el conflicto entre el hombre y la naturale­ za, entre el colono y el indio, entre la ciudad y el campo, entre la barbarie y la civilización. Hay también un drama entre el bien y el mal. Para Sarmiento el ideal de la vida se asocia al comercio, que engendra la civilización y la cultura. La Argentina posee dos grandes recursos naturales: los ríos, caminos naturales del comercio, muy po­ co utilizados en este país, y la pampa, en la que la civilización ape­ nas ha penetrado y donde la vida tiene el aspecto del nomadismo de los desiertos orientales. Esta es el hogar del gaucho y del indio, la sede de la barbarie, en contraste con las ciudades, que son centros de cultura y de progreso. Para Sarmiento el indio argentino queda fuera de la sociedad. El gaucho simboliza la «barbarie», término que Sarmiento emplea para abarcar todos los males que sufre el país. La civilización signifi­ ca la «sociabilidad», el imperio de la ley, la inviolabilidad de la pro­ piedad privada. Para conseguir la «sociabilidad» los hombres deben mantener entre sí relaciones regulares por un código de conducta

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sobre el que se hayan puesto mutuamente de acuerdo; deben reco­ nocer la existencia de un bien común así como de sus propias aspira­ ciones individuales. La barbarie es la negación de la «sociabilidad». El gaucho se habitúa a depender tan sólo de sí mismo en la soledad de la pampa. Se hace su propia ley y su propia moral y la supervi­ vencia pasa por encima de todo lo demás. Al no tener necesidades no tiene ninguna razón que le impulse a pensar en el bien común: El gaucho no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra prepa­ rado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es pro­ pietario; la casa del patrón o pariente, si nada posee.

En cualquier circunstancia el gaucho obra siempre de un modo espontáneo. Si en un momento dado lo que quiere es mirar el ro­ deo, se para y lo mira. Si lo que quiere es participar en él, «descien­ de lentamente del caballo, desarrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa con la velocidad del rayo a cuarenta pasos de distancia; lo ha cogido de una uña, que era lo que se proponía, y vuelve tran­ quilo a enrollar su cuerda». Como se ha dicho más de una vez, Sarmiento hace inconsciente­ mente de abogado del diablo en estos pasajes que describen las ha­ bilidades del gaucho. El rastreador, el baquiano, el gaucho malo, el cantor despiertan un entusiasmo mal disimulado en el escritor que se maravilla de la poesía natural y de las habilidades naturales que han surgido en el corazón de los llanos. El contraste con esta forma «medieval» de sociedad lo ofrecen las ciudades, centros de cultura y de refinamiento que habían degenerado rápidamente debido al creciente poder de las fuerzas de la barbarie. En este escenario Sarmiento describe la personalidad y la vida de Juan Facundo Quiroga, el gaucho que llega a dominar muchas de las provincias del interior. Nacido en la provincia de La Rioja, Facundo es la negación de todas las virtudes que su coterráneo Sar­ miento parece representar. Rechaza la educación, se convierte en un brutal forajido que combate en la «montonera» (la caballería gaucha que luchó contra los españoles) y llega a ser un constante rebelde contra la ley, el orden y la religión. «Jamás se ha confesado, rezado ni oído misa», o al menos así lo proclama su leyenda. A diferencia de Sarmiento, que insiste siempre en su formación de autodidacta, Facundo vivió tal como había nacido, como un hom­ bre natural.

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La vida a caballo, la vida de peligros y emociones fuertes, han acerado su espíritu y endurecido su corazón; tiene odio invencible, instintivo contra las leyes que lo han perseguido... contra toda esa sociedad y esa organización a que se ha sustraído desde la infancia.

Este hombre natural alcanza el poder cuando un gobernador de La Rioja, don Nicolás Dávila, se sirve de él para conseguir el poder y luego trata de prescindir de sus servicios. Quiroga mata a Dávila y pasa a ser el dueño de La Rioja. A partir de ese momento Sarmiento describe toda la vida de Fa­ cundo Quiroga, las batallas que gana y que pierde para conseguir adueñarse de las ciudades del interior. Al mismo tiempo, la compa­ ración y el contraste con Rosas y su forma institucionalizada de bar­ barie, está siempre presente. Facundo mata cuando su instinto le empuja a ello, Rosas mata sistemáticamente; Facundo destruye las ciudades de un modo instintivo, la destrucción de Rosas es consciente. La caída de Facundo coincide exactamente con la elevación defi­ nitiva de Rosas al poder. En 1835, Rosas manda a Quiroga a cumplir una misión en el interior. Apenas llega a la pampa, su natural bár­ baro se reafirma con más fuerza que nunca: Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene la galera. El vecino maestro de posta acude solícito a pasarla; se ponen nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos y la galera no avanza. Quiroga se enfurece y hace uncir a las varas al mismo maestro de posta.

Poco después es objeto de una emboscada y él y toda su partida perecen; aparentemente el ataque se debe a un bandolero gaucho llamado Santos Pérez,,pero es muy probable que éste actuara cum­ pliendo órdenes de Rosas. La parte final trata de la institucionalización de la barbarie por el régimen de Rosas, el establecimiento de la policía secreta y del terror de Rosas. Finalmente llega el aspecto positivo: las propuestas de Sarmiento para el futuro. La inmigración y la industrialización son, según él, condiciones necesarias para la prosperidad de la Argentina. Allison Williams Bunkley, autor de The Life o f Sarmiento, con­ sidera Facundo como una gran obra romántica. «Las titánicas figuras de Facundo, Quiroga, Rosas y sus gauchos son personajes literarios dignos de compararse con los grandes titanes del romanticismo. Sin embargo, al igual que en La cautiva, en Facundo hay elementos que lo diferencian del romanticismo europeo. No se puede idealizar a

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Facundo. Tampoco Sarmiento vuelve a la naturaleza huyendo de los efectos alienantes de la civilización urbana. Para él la ciudad es el centro de la cultura, de las virtudes sociales y de la ley y el orden. Pero sin duda alguna el ensayo tiene una gran fuerza, está como empujado por la dinámica del conflicto y con frecuencia usa un pre­ sente histórico que contribuye a la inmediatez y a la actualidad de la narración. Sin ninguna duda, durante generaciones influyó en los análisis que los argentinos hicieron de su sociedad.5 Sarmiento, a diferencia de muchos pensadores y escritores del si­ glo X I X , tuvo la oportunidad de poner en práctica muchas de sus ideas. Después de la caída de Rosas tomó parte activa en la reforma educativa de la región de Buenos Aires, y al ser elegido presidente en 1868, consiguió, a pesar de la guerra civil y de una fuerte oposi­ ción, fundar escuelas, fomentar la inmigración y construir ferrocarri­ les. Su última obra importante fue Conflictos y armonías de las razas en América (1883), en la cual atribuía las dificultades de Latinoamé­ rica a defectos raciales inherentes. Europeizar la Argentina era la única solución. En muchos aspectos Sarmiento es el típico intelectual liberal del siglo X I X . Por su formación y su mentalidad es un europeo que mi­ de el progreso de su país en relación con el de Europa y el de los Estados Unidos. Entre sus obras más reveladoras figuran sus notas de Viajes. Aunque gran admirador de la vertiente práctica del carác­ ter inglés que simboliza Cobden, reserva su máximo entusiasmo para Francia y para los franceses: Sus ideas y sus modas, sus hombres y sus novelas, son hoy el mo­ delo y la pauta de todas las otras naciones; y empiezo a creer que esto que nos seduce por todas partes, esto que creemos imitación, no es sino aquella aspiración de la índole humana a acercarse a un tipo de perfección, que está en ella misma y se desenvuelve más o menos, según las circunstancias de cada pueblo.6

Pero si siente admiración por los franceses, los Estados Unidos despertaron su interés más intenso. Se trataba de una nación ameri­ cana que se encamina derechamente hacia la grandeza. Sarmiento comprende que aunque no se ajusta a su idea de la perfección tam­ 5. Por ejem plo, Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, 2 vols., Buenos Aires, 1942. Altamirano y Beatriz Sarlo,.en Literatura y sociedad, tratan de Sarmiento. Es especialmente interesante el análisis de Recuerdos de provincia hecho allí por la segunda. 6. Viajes en Europa, África y América, Buenos Aires, 1956.

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poco es un monstruo deforme. «La más joven y osada república del mundo», la llama, y la compara con la antigua roma.7 Leyendo estos libros de viajes podemos apreciar la enormidad de la tarea que el intelectual liberal del siglo X I X tenía ante sí. La «civi­ lización» establecida en Europa y en las partes septentrionales de Amé­ rica brillaba aún por su ausencia en la bárbara y todavía desierta pampa. 3.

J o sé M á r m o l (1817-1871)

El tercero del grupo de escritores que dio expresión literaria al tema de la civilización y la barbarie fue José Mármol, el poeta que sufrió un breve período de encarcelamiento durante el terror de Ro­ sas en el año 1840 y que luego huyó a Montevideo, donde escribió la novela Amalia (1851). La novela es una historia romántica de amor situada en la grotesca realidad del régimen de Rosas. Se trata de una narración que, aún más que El matadero, deja traslucir los prejuicios e ideales del intelectual liberal. La trama argumental es pobre: Eduar­ do Belgrano es herido cuando trata de huir de Buenos Aires para unirse a los rebeldes que combaten a Rosas. Su amigo Daniel Bello le ayuda a escapar de sus perseguidores y le lleva a casa de su prima, la viuda Amalia, donde permanece oculto hasta su curación. Tanto Daniel como Amalia fingen ser partidarios de Rosas cuando en reali­ dad están conspirando contra él. Pero en el curso de la novela los tres se van viendo cada vez más acorralados; Amalia y Eduardo se enamoran y se casan la víspera de su proyectada huida, pero caen en una celada que les tienden un grupo de partidarios de Rosas quie­ nes les dan muerte, así como al fiel criado de Amalia, Pedro. Los enamorados que son víctimas de un destino adverso ofrecen escaso interés y son elementos convencionales dentro de una novela en la que la denuncia política y la descripción de las atrocidades del régimen de Rosas ocupan el primer plano. Como Echeverría, Már­ mol identifica la barbarie con el elemento racial; los «civilizados» son un pequeño grupo de intelectuales, discípulos de cierto médico, Al­ cona: Desde la cátedra él ha encendido en nuestro corazón el entusias­ mado por todo lo que es grande: por el bien, por la libertad, por la justicia. 7.

Ibid., págs. 262-278.

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Daniel Bello, una especie de Pimpinela Escarlata argentino, es el más dinámico de los personajes civilizados, pero Eduardo Belgrano, como el Brian de Echeverría, desempeña un papel pasivo de hé­ roe herido a lo largo de toda la novela. El y Amalia son víctimas, viven encerrados en casa. Desde el principio, estos personajes civili­ zados se presentan como asediados por elementos hostiles, por la pam­ pa y el río que rodean la ciudad con su soledad: La ciudad, a dos o tres cuadras de la orilla, se descubre, y sólo el rumor salvaje y monótono de las olas anima lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza.

El mulato, el negro y el gaucho que ahora dominan la sociedad son las expresiones humanas de este salvajismo. No es casual que sea Merlo, el gaucho ciudadano, quien traicione a Eduardo al co­ mienzo de la novela. Los negros están casi todos a sueldo de Rosas, y los mulatos, entre quienes la civilización es posible porque aspiran a superarse, también en ciertos casos se han vendido al régimen. Ro­ sas, por ejemplo, tiene a su lado a un mulato imbécil a modo de bufón y de víctima propiciatoria. Su régimen se basa en la ignoran­ cia y en la explotación de los peores instintos, y especialmente en la envidia que los pobres tienen por los ricos. Así Mármol dice del negro: El odio a las clases honestas y acomodadas de la sociedad era sin­ cero y profundo en esa clase de color: sus propensiones a ejecutar el mal eran a la vez francas e ingenuas; y su adhesión a Rosas leal y robusta.

En contraste, el carácter refinado y europeo de los que se oponen a Rosas es una garantía de su superioridad moral. Belgrano se descri­ be como «muy pálido», de familia distinguida (es pariente del gene­ ral Belgrano), «corazón valiente y generoso e inteligencia privilegia­ da por Dios y enriquecida por el estudio». Es, por lo tanto, un aris­ tócrata injustamente obligado a huir por la barbarie de Rosas. Da­ niel Bello, cuando asiste a una reunión de partidarios de Rosas, es descrito como «el hombre más puro de aquella reunión y el hombre más europeo que había en ella». Además de estos dos elementos, existe también el gaucho de la pampa, al que Mármol describe en términos que recuerdan a Facundo:

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La soledad y la Naturaleza han puesto en acción sobre su espíritu sus leyes invariables y eternas, y la libertad y la independencia de los instintos humanos se convierten en condiciones imprescindibles de la vida del gaucho.

Pero el gaücho se representa como la fuerza amenazadora a las puertas de la ciudad: «está rodeando siempre, como una tempestad, los horizontes de las ciudades». La novela es totalmente maniquea en su división de las fuerzas del bien y del mal. Rosas es el demiurgo maléfico que ha creado una ciudad de tinieblas. Su propia casa es sombría: En el zaguán de esa casa, completamente oscuro, había tendidos en el suelo y envueltos en su poncho, dos gauchos y ocho indios de la Pampa, armados de tercerola y sable, como otros tantos perros de presa que estuviesen velando la mal cerrada puerta de la calle. Un inmenso patio cuadrado y sin ningún farol que le diese luz, dejaba ver la que se proyectaba por la rendija de una puerta a la izquierda, que daba a un cuarto con una mesa en el medio, y unas cuantas sillas ordinarias [...]

La oscuridad y la rústica sencillez con que vive Rosas forman un intenso contraste con la belleza, el lujo civilizado y la luz que rodean a Amalia: Dos grandes jarras de porcelana francesa estaban sobre dos pe­ queñas mesas de nogal con un ramo de flores cada una; y sobre cua­ tro rinconeras de caoba brillaban ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo admirables.

La ilustración aparece aquí íntimamente asociada a los objetos. Estos objetos son el fruto de un sistema comercial muy desarrollado y por lo tanto dependen de la «sociabilidad». Una vez más el román­ tico argentino demuestra un sistema por encima del individuo, y el sello universal que la organización comercial pone en sus productos. El individualismo autosuficiente es el que se refleja en la pobreza y en la rusticidad de la casa de Rosas. La obra de Echeverría, Sarmiento y Mármol puede agruparse por­ que los tres comparten una definición común de la civilización y de la barbarie. Difieren de los románticos europeos en el considerar la organización social como algo que está por encima de los caprichos del invididuo, en ver la ciudad como la sede de la civilización y el

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campo como el lugar propio de la barbarie. Los tres tienden a dar una tonalidad racial a su definición de la barbarie y a definir la civi­ lización a tenor de los logros de las sociedades industrializadas euro­ peas. Finalmente, en los tres las endebles perspectivas de civilización tienden a encarnarse en hombres débiles o desvalidos. Paradójica­ mente la energía de una obra como Facundo estriba en las mismas fuerzas que estaba intentando negar. No toda la literatura de este período se inspiraba en esta tajante dicotomía entre las fuerzas europeizadas de la luz y las fuerzas indias o gauchas de la oscuridad. Sin embargo, los indios seguirían siendo los grandes desconocidos, que casi no eran considerados como seres humanos, las víctimas de guerras y venganzas fronterizas que lenta­ mente iban siendo empujados hacia el sur. Al término de la Campa­ ña del Desierto de 1879 las tribus indias de la Argentina habían sido virtualmente exterminadas y habían dejado de existir como amena­ za. Al igual que en los Estados Unidos, el ferrocarril resultó ser el gran enemigo de los indios; allí donde se tendían sus líneas el poder de los indios llegaba a su fin ante las insaciables exigencias de tierra que tenían los hombres blancos. El ferrocarril y las cercas de alambre espinoso transformaron la vida de la pampa; una vez la propiedad fue algo seguro e inviolable, desaparecieron no sólo los indios sino incluso los gauchos nómadas, para ceder su lugar a los labradores o a los vaqueros. Las costumbres y el folklore de los gauchos iban a quedar solamente como un recuerdo nostálgico.

4.

Lucio V.

M a n silla

(1831-1913)

Precisamente en este momento de transición de una comunidad nómada y pastoril a otra sedentaria y cada vez más industrializada, aparecen dos obras que invertirán por completo las categorías de ci­ vilización y barbarie que había establecido Sarmiento. Estas dos obras son el poema de José Hernández Martin Fierro y el relato de un viaje a tierras indias escrito por Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles (1870). Mansilla, hijo de una familia que había ocu­ pado una posición preeminente durante el régimen de Rosas y que por lo tanto sufrió un eclipse después de 1852, era un hombre inte­ resante y complejo, un caso único por la apología que hace frecuen­ temente de los indígenas. Mansilla no idealiza al buen salvaje. Su viaje tenía por objeto asegurarse pacíficamente unas concesiones de los indios para que se pudieran construir ferrocarriles. Pero a pesar

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de la repugnancia que siente por la suciedad y sordidez de los pobla­ dos, es sensible a ciertas virtudes indias y critica con frecuencia la «civilización» que, a diferencia de Sarmiento, no ve únicamente co­ mo algo beneficioso. Si Sarmiento quería llevar la civilización y el progreso a la pampa, Mansilla ve el progreso en términos morales; el cristianismo es superior por sus enseñanzas al paganismo, pero esta superioridad tiene que demostrarse con el ejemplo. Así, Mansilla hace un esfuerzo por comprender a los indios con objeto de persua­ dirles de las virtudes del cristianismo. Por ejemplo, se corta las uñas de los pies en público para ganarse su confianza. Y para demostrar su espíritu cristiano coge en brazos a un hombre enfermo de virue­ las. A pesar de la repulsión que siente por aquello insiste en poner al hombre en un carromato, sintiéndose recompensado por la idea de que «aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría». Pero en ciertas cosas se ve obligado a admitir que los indios están más cerca del espíritu del cristianismo que los criollos. Su hospitalidad y su generosidad dejan en mal lugar a la sociedad llamada «cristiana». Y es lo sufi­ cientemente honrado como para confesar que gran parte de lo que se llama la barbarie de los indios no es más que un aspecto de su pobreza, dado que las mismas costumbres se dan también entre los blancos pobres. La verdad del asunto es que Mansilla se encontró en un dilema que Sarmiento nunca tuvo que plantearse. Su misión entre los in­ dios le convirtió en el instrumento del gobierno de Sarmiento que deseaba asegurarse el consentimiento de los indios para que los fe­ rrocarriles pudieran atravesar sus territorios, pero los indios y el pro­ pio Mansilla comprendían que la llegada del ferrocarril tenía forzo­ samente que perturbar e incluso destruir la vida de los indios. Cuan­ do Mansilla se reunió con los jefes fue consciente del infortunio de aquella raza antaño tan noble, y comprendió la ignominia que sig­ nificaba tener que vivir de limosna de un gobierno hostil. Y tuvo la honradez de admitir que había cambiado de opinión acerca de su raza. Antes creía en la superioridad de los europeos. Ahora, de­ clara, «pienso de distinta manera». Los malos gobiernos de cualquier raza producen malas consecuencias, y las fuerzas morales siempre pre­ dominan sobre las físicas. De ahí que la conducta del verdadero cris­ tiano deba ser ejemplar en toda ocasión. Sin embargo, el dramatismo del libro de Mansilla se debe a la impotencia del ejemplo cristiano ante las fuerzas económicas. Todos los ejemplos cristianos del mundo no pueden impedir que los crio-

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líos ávidos de tierra invadan el territorio indio. El concepto de la civilización de Sarmiento y no el de Mansilla triunfará.

5.

J o sé H e r n á n d e z (1834-1886)

También fue trágico el destino del gaucho. Como el indio, re­ presentaba una fase de la sociedad que la sociedad occidental había superado. Su vida nómada no podía sobrevivir a la creación de gran­ des haciendas y al establecimiento de una base industrial de conser­ vas y exportación de carne. Como el indio, el gaucho estaba conde­ nado a desaparecer. En el siglo X X la vida tradicional del gaucho sólo sobrevive en rasgos exteriores de indumentaria, en la bombacha o en el chiripá; en la música y la poesía populares y en actitudes frente a la existencia. El poema de José Hernández El gaucho Martín Fierro (1872) capta la vida del gaucho en el mismo momento de su desaparición. No obstante, no se trataba de un fenómeno aislado. El autor se inspira en dos tradiciones anteriores: la de una poesía satírica ciudadana en dialecto gaucho —el gauchesco— y la de la poesía popular de la pampa, en cuyos orígenes se mezclaban ele­ mentos indios, españoles e incluso negros. La tradición gauchesca la inició un poeta uruguayo del período de la independencia, Bartolomé Hidalgo (1788-1822), que compuso una especie de libelo político utilizando el dialecto del gaucho y los ritmos de la canción popular. Los poemas más característicos de Hi­ dalgo tienen la forma del «cielito», con la intervención de un coro, «Cielito, cielito que sí», o la forma de un diálogo en el cual dos gauchos intercambian opiniones en verso y comentan, a veces satíri­ camente, los sucesos del día. El carácter auténticamente popular de esta poesía queda demostrado por el hecho de que Hidalgo vendía sus poemas por las calles. En manos de sus sucesores, Hilario Ascasubi (1 807*1875), que empleó el seudónimo de Aniceto el Gallo, y Estanislao del Campo (1834-1880), la poesía gauchesca fue hacién­ dose cada vez más satírica. Ascasubi, por ejemplo, compuso sátiras políticas muy duras, dirigidas contra Rosas. Sólo posteriormente la poesía gauchesca se convirtió en la expresión de los sentimientos del gaucho. Un amigo de Hernández, el uruguayo Antonio Lussich (1848-1928), publicó sus Tres gauchos orientales en 1870, muy poco antes del Martín Fierro. Aquí el gaucho ya no es el simple portavoz de una campaña política que tiene escaso contacto directo con la vi­ da del gaucho. En sus sentimientos y en su lenguaje está mucho más

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cerca del auténtico gaucho de la Banda Oriental (Uruguay).8 De este modo, la convención literaria y la realidad empiezan a converger. En el Martín Fierro la tradición gauchesca pervive en las quejas con­ tra el gobierno, en fragmentos satíricos y en la forma del verso de las partes más antiguas del poema.9 Pero Hernández, a diferencia de otros poetas gauchescos, también consiguió expresar artísticamen­ te la esencia de la vida del gaucho y fue capaz de transformar el tema tradicional y popular del «gaucho malo» en un arquetipo uni­ versal y trágico. Nacido en Buenos Aires en 1834, José Hernández estaba empa­ rentado, por la rama materna de su familia, con don Juan Martín de Pueyrredón, el caudillo de la caballería de los gauchos que com­ batió contra los invasores ingleses en 1806-1807. El padre de Her­ nández era administrador de haciendas ganaderas (trabajó para Ro­ sas en un período), y José pasó parte de su niñez en el campo, don­ de se crió como un gaucho. Ya de mayor ingresó en el ejército, pero más tarde pasó a trabajar como reportero parlamentario. En la pri­ mera época de su vida era partidario de la causa federalista contra los unitarios y durante un tiempo se vio obligado a vivir en la emi­ gración, en el Brasil. En sus artículos Hernández se muestra como el adalid del campo, que, según afirma, ha sido descuidado y opri­ mido por la ciudad. En su opinión, uno de los mayores abusos con­ sistía en reclutar campesinos para servir en el ejército luchando en la frontera contra los indios. De estos agravios surgió el poema Martín .fierro (1872). En el prólogo a la octava edición, publicada en 1878, Hernández declaraba: Ese gaucho debe ser ciudadano y no paria: debe tener deberes y también derechos, y su cultura debe mejorar su condición.

Sin embargo, el héroe del poema, Martín Fierro, es algo más que un gaucho. Es un «payador» o cantor que está orgulloso de su inven­ tiva, y más importante aún, es hombre fuera de la ley, que vive al margen de la sociedad. El poema relata la historia de sus infortunios contada por él mismo. Después de haber sido reclutado para luchar en la frontera contra los indios, deserta, descubre que su familia ha desaparecido y a partir de entonces se convierte en un «tigre», movi­ 8.

Todos los poetas gauchescos que se mencionan aquí están am pliam ente representados en

Poesía gauchesca (véase la lista de lecturas). Estas cuestiones se analizan en el libro de E. Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, 2 vols., 2 .a ed., Buenos Aires-México, 1958. 9-

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE

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do por el odio a la ley y al orden. El lamentable estado actual del gaucho lo contrasta con una legendaria edad de oro: Ricuerdo, ¡qué maravilla! cómo andaba la gauchada siempre alegre y bien montada y dispuesta pa el trabajo: pero hoy en el día... ¡barajo! no se la ve de aporriada.

La disolución de la Edad de Oro se ha producido por obra de unas fuerzas sociales que no sólo han introducido la explotación del hombre por el hombre sino que atacan además la dignidad del indi­ viduo. El servicio militar de Martín Fierro en la frontera menoscaba su dignidad viril al privarle del caballo y de las armas que son los símbolos de la hombría del gaucho. Un combate con los indios le devuelve esta dignidad perdida, pero sólo por un tiempo. Poco des­ pués es ignominiosamente atado al cepo como castigo por haber re­ clamado su paga. De nuevo se ve vulnerada su condición humana. Martín Fierro encarna los valores de la hombría enfrentados a todas estas fuerzas —la explotación, la corrupción, la injusticia— que ame­ nazan al individuo. Encarna también los valores de la frontera, la valentía, la confianza en sí mismo y la independencia, contra lo que Sarmiento hubiese considerado como los valores de la civilización: el imperio de la ley, la organización social y el comercio. La segunda parte del poema, La vuelta de Martín Fierro, publi­ cada en 1878, se limita a reafirmar estos esquemas básicos. La culmi­ nación de la segunda parte es la payada o debate entre Martín Fierro y un moreno, hermano del negro al que él ha matado en la «ida». En esta exhibición del ingenio del poeta gaucho los dos cantores in­ sisten en el sufrimiento y en las luchas del hombre y dan a la cues­ tión un planteamiento cósmico. La forma del debate —las preguntas que no admiten respuesta— es un ejemplo de la canción acertijo que podemos encontrar en muchas culturas arcaicas, un «llamar a la puerta de lo Incognoscible», como dice Huizinga, y era también un modo ritual de vencer al oponente.10 El poema ha tenido una curiosa fortuna entre los críticos. Duran­ te muchos años su popularidad entre las masas fue considerda por las minorías cultas casi como una demostración de su inferioridad.

10.

Joh an H uizinga, Homo ludens, M adrid, 1973.

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Pero a comienzos de este siglo empezaron a surgir opiniones favora­ bles. Para el español Unamuno el poema expresaba el espíritu de los conquistadores.11 Para el poeta modernista Leopoldo Lugones, era la epopeya de la Argentina,12 y el nacionalista radical Ricardo Rojas veía en él el supremo poema nacional.13 Para el escritor con­ temporáneo Jorge Luis Borges, está más cerca de la novela que de la epopeya. No obstante, quizá la clasificación sea menos importan­ te que el fenómeno en sí. Sarmiento, Echeverría, Mármol, a pesar de sus aspectos positivos, tenían aún una imaginación colonizada. No se imaginaban a la Argentina avanzando en cualquier dirección que no fuese la de las pautas que había marcado Europa. Hernández caló más hondo. Captó intuitivamente la grandeza de las fuerzas que estaban en juego y se puso al lado de las que estaban condenadas a desaparecer —la independencia, la hombría, el valor— , virtudes de una edad heroica que el siglo XIX estaba destruyendo y que tra­ taba de ignorar. Habrá que esperar a José Martí para que un escritor hispanoamericano intente encontrar virtudes en la barbarie que la civilización europea condena sin remisión. 11. 12. 13.

Revista Española, I, 1895. El payador, Buenos Aires, 1961, pág. 19. Ricardo Rojas, Historia de la literatura argentina, 9 vols., Buenos Aires, 1960.

Le c t u r a s

Textos Echeverría, Esteban, Dogma socialista y otras páginas políticas, Buenos Aires, 1958. — , La cautiva y El matadero, 7 .a ed., Buenos Aires, 1962. — , El matadero et La cautiva de Esteban Echeverría, suivis de trois essais de Noé Jitrik, París, 1969Hernández, José, Martín Fierro, edición, prólogo y notas de E. Carilla, Bar­ celona, 1972. Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios ranqueles, 3 .a ed., Buenos Aires, 1947. Mármol, José, Amalia, Buenos Aires, 1944. Poesía gauchesca, edición d e j. L. Borges y A. Bioy Casares, 2 vols., México, 1955. Sarmiento, Domingo, Facundo. Civilización y barbarie, Buenos Aires, 1958.

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Estudios históricos y críticos Anderson Imbert, Enrique, «Echeverría y el socialismo romántico», en Escri­ tores de América, Buenos Aires, 1954. — , Genio y figura de Domingo Faustino Sarmiento, Buenos Aires, 1967. Borges, J. L. El gaucho Martín Fierro, Londres, 1964. Carilla, E., El romanticismo en la América hispánica, edición revisada, 2 vols., Madrid, 1967. Halperín Donghi, Tulio, El pensamiento de Echeverría, Buenos Aires, 1951. Jitrik, Noé, Muerte y resurrección de «Facundo», Buenos Aires, 1968. Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, 2 vols., México, 1958. — , Meditaciones sarmientinas, Santiago de Chile, 1968. Onís, Federico de, España en América, Universidad de Puerto Rico, Río Pie­ dras, 1955. Rojas, Ricardo, Historia de la literatura argentina, 9 vols., Buenos Aires, 1960. Vidal, Hernán, Literatura hispanoamericana e ideología liberal: surgimiento y crisis, Buenos Aires, 1976.

Capítulo 3 LA HERENCIA DEL R O M AN TIC ISM O

Desdeñábamos todo lo que a clasicismo tiránico apesta, y nos dábamos un hartazgo de Hugo y Byron, Espronceda, Gar­ cía Tassara y Enrique Gil. R ic a r d o P a lm a

El cambio de sensibilidad que se conoce con el nombre de ro­ manticismo comprendía, entre otros aspectos a veces contradictorios, una intensa subjetividad, la búsqueda de la originalidad, la fe en el genio nacional, la huida de la ciudad y el retorno al campo, la exploración de un mundo visionario de sueños y de elementos sub­ conscientes, la ruptura con las normas morales y formales, la exalta­ ción de la espontaneidad y el entusiasmo por la libertad. Cada uno de estos aspectos podía resultar más o menos importante según las circunstancias de cada país. En Latinoamérica, recién salida de la in­ dependencia, las ideas que se impusieron de un modo más rápido fueron las de la originalidad y el genio nacional. Las consideraciones de orden estético y formal eran menos apremiantes. El romanticismo llegó a Latinoamérica, como da a entender R i­ cardo Palma, en una forma diluida, a través de la influencia españo­ la y francesa.1 Mucho después de que en Europa se hubieran ganad5 y perdido una serie de batallas, cuando el realismo era ya la nueva vanguardia, los hispanoamericanos seguían empeñados en librar os­ curos combates estéticos y todavía consideraban al romanticismo co­ mo el movimiento moderno por excelencia, En los años cuarenta Chile asistió a la pugna entre Sarmiento y otros desterrados argentinos que

1. J . M. Oviedo, Genio y figura de Ricardo Palma, Buenos Aires, 1965, pág. 40. Las in fluencias han sido estudiadas por E. Carilla, £ / romanticismo en la América hispánica, edición revisada, 2 vols., M adrid, 1967.

LA HERENCIA DEL ROMANTICISMO

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defendían el romanticismo contra las reservas de Andrés Bello.2 Cuan­ do Echeverría escribió su Dogma socialista en el decenio de los trein­ ta, identificaba el romanticismo con la actitud moderna comparán­ dolo con el anticuado tradicionalismo español.3 Pero en la mayoría de los casos el romanticismo movió a los escri­ tores a crear sus propias culturas nacionales. Eran conscientes de vivir en tierras y entre gentes que por el momento aún no tenían literatu­ ra. Como Juan León Mera escribió en el prólogo a su novela Cumandá, América era todavía un continente por descubrir. R azón hay p ara llam ar vírgenes a n uestras region es o rien tales: ni la in d u stria y la ciencia han e stu d ia d o tod av ía su n atu rale za, ni la poesía la h a c a n ta d o , ni la filo so fía ha hecho la disección de la v id a y co stu m b res de los jívaros, z a p a d o s y otras fa m ilia s in d íg en as y b á r­ baras q u e vegetan en a q u e llo s d esiertos, d ivorciad os de la so cied ad civilizad a.

Y en textos de Echeverría, Sarmiento, Alberdi y Mitre podemos encontrar afirmaciones semejantes referidas a la región del Plata.4 Pero proponerse ser original era más fácil que conseguirlo. La bús­ queda de una nueva cultura nacional enfrentaba inevitablemente al escritor romántico con las contradicciones de su situación en un país subdesarrollado en el cual la originalidad se hermanaba con el atra­ so. Ser moderno significaba rechazar al hombre natural, tratar de dominar la naturaleza. Y «modernidad» en el sentido europeo de la palabra sólo podía producir un desastroso estado de neocolonialismo. Tampoco podía saber el escritor romántico cuándo la libertad que cantaba conduciría al caos. El romanticismo, que en Europa res­ pondía a un proceso de industrialización, en Latinoamérica subraya­ ba irónicamente el subdesarrollo. Por esta razón, al estudiar el ro­ manticismo latinoamericano es preciso estudiar las estructuras pro­ fundas que son en último término muy tradicionales.

1.

LA NOVELA HISTÓRICA Y LA «TRADICIÓN»

La novela era un género que no tenía antecedentes en la América latina. No existía tradición novelesca y los escritores se limitaban a 2. N . Pinilla, op. cit. 3. E. Echeverría, Dogma socialista y otras páginas políticas, Buenos Aires, 1958. 4. Leopoldo Zea estudia la originalidad y el romanticismo en The Latin American Mind, N orm an, Oklahom a, 1963.

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imitar lo que se había popularizado más en la Europa contemporá­ nea, es decir, las novelas históricas de Walter Scott. Hacían de la novela histórica un proyecto nacional porque al convertir la historia en ficción estaban también interpretándola a la nueva luz de la in­ dependencia. Creían por lo tanto que su labor tenía una función didáctica, enseñar al pueblo cuál era su tradición nacional. El resul­ tado fue una novela de laboratorio, escrita por razones ideológicas y con demasiada frecuencia ilegible. Abundan los libelos históricos, endulzados por una intriga romántica que a menudo es absurda o monstruosa. En La novia del hereje (1846) de Vicente Fidel López (Argentina, 1815-1903), historiador y político, lo sustancial del rela­ to se encubre con una increíble historia amorosa entre un noble pi­ rata inglés y una doncella peruana. En novelas como Amalia, la tex­ tura es lo suficientemente rica como para soportar las convenciones del argumento, pero estos ejemplos son muy raros. El mensaje del autor se transmitía por la preferencia por ciertos períodos históricos. El mexicano Eligió Ancona (1836-1893) describió las luchas de las civilizaciones indígenas contra los españoles y ambientó sus novelas, La cruz y la espada (1864) y Los mártires de Anáhuac (1870), en la época de la conquista. La escritora romántica cubana Gertrudis Gó­ mez de Avellaneda (1814-1873) en Guatemocín (1846) también descri­ bió la conquista. En este tipo de novelas el tema es inevitablemente la derrota de la raza indígena y la pérdida del paraíso. El mayor éxi­ to entre estas novelas históricas indianistas lo alcanzó Enriquillo (1882), de Manuel de Jesús Galván (República Dominicana, 1834-1911), que es una cuidadosísima reconstrucción histórica basa­ da en documentos contemporáneos. La trama argumental, aunque sin salirse de la acostumbrada historia de amores contrariados, se en­ caja de un modo más hábil dentro del marco histórico. Trata del amor de un jefe indio, Enriquillo, que es protegido por Bartolomé de las Casas, con su prima Mencía, que lleva en las venas sangre india y española. El punto de vista de Enriquillo implica evidentemente una vi­ sión de la conquista teñida de catolicismo. Los cristianos ilustrados triunfan y finalmente contrarrestan los malos instintos de los que sólo piensan en explotar a los indios. Pero esto es una idealización de la historia. Los indios desaparecieron de Santo Domingo debido a la explotación de que fueron víctimas, aunque Galván, al terminar su novela con una nota de optimismo, demuestra su propósito de presentar la colonización española del modo más favorable posible. Ya veremos que ésta es una característica general de la novela ro­

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mántica en Latinoamérica, idealizar la realidad, y esta idealización hay que atribuirla, más que a una visión utópica que mira hacia el futuro, a un nostálgico tradicionalismo. Esta generalización parece aplicarse en menor grado a las novelas históricas situadas en el período colonial, novelas como las del mexi­ cano Justo Sierra O ’Reilly (1814-1861), La novia del hereje, de Vi­ cente Fidel López, El Inquisidor Mayor (1882), de Manuel Bilbao (1828-1895), cuyo núcleo es un ataque al oscurantismo católico. No obstante, ninguna de ellas supera el anacronismo. Sólo con la tradi­ ción, un género que estudiaremos más adelante dentro de este mis­ mo capítulo, el período colonial llega a ser revalorizado. Por razones obvias, el período predilecto del novelista histórico era el de la independencia, pues aún estaba lo suficientemente cerca en el tiempo para ser algo vivo, y por su misma naturaleza la lucha por la independencia implicaba un tema nacional. Una novela como Juan de la Rosa, del boliviano Nataniel Aguirre (1843-1888), que describía la heroica lucha del pueblo de Cochabamba, tenía un gra­ do de inmediatez y actualidad del que carecían las reconstrucciones de las remotas sociedades precolombinas. De todas formas podría­ mos preguntarnos si esta materia prima no hubiera podido emplear­ se mejor en una obra de carácter declaradamente histórico. Sin em­ bargo, la mayoría de los escritores creían que al emplear la forma novelesca disponían de mayor libertad y era más probable que sus ideas llegaran al gran público. El novelista uruguayo Eduardo Acevedo Díaz (1851-1921) escribió una serie de novelas sobre la campa­ ña de los uruguayos, primero contra los españoles y luego contra la ocupación brasileña, considerando que había ordenado estos mate­ riales de acuerdo con «una luz superior a nuestra lógica». En el pró­ logo a la primera novela de la serie, Ismael (1888), afirmaba que la novela era superior a la misma historia porque daba una visión, no solamente del pasado, sino incluso del futuro nacional. Las novelas históricas de Acevedo Díaz comprenden la trilogía Ismael, Nativa (1890) y Grito de gloria (1893); y una cuarta novela, Lanza y sable, escrita ya muy posteriormente, en 1914, prolonga la narración hasta el período de la independencia, durante el gobierno de los «caudillos», y especialmente de uno de ellos, el «archicaudillo» Fructuoso Rivera, quien, como el Facundo de Sarmiento, destruye el orden cívico en nombre del gobierno personal. El punto más débil de Acevedo Díaz —que comparte con todos los autores de novelas históricas que se mencionan aquí— es la po­ breza rutinaria de su lenguaje. Basta comparar la descripción vivida

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y concreta que hace Martí del general Páez5 con la convencional pin­ tura del uruguayo cuando habla de las tierras asoladas por la guerra de guerrillas: Las campañas antes tan hermosas, rebosantes de vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación profunda. Creeríase que un ciclón in­ menso las hubiese devastado de norte a sur y del este al occidente, sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas del desastre. Soplaba como un viento asolador sobre los campos; la gran pro­ piedad parecía aniquilada. No se veía ya numerosos los ganados agru­ pados en los valles o en las faldas de las sierras.

Los adjetivos convencionales y los verbos incoloros quitan fuerza a la descripción. El autor y el lector son observadores pasivos de un escenario desierto. El lenguaje era el elemento crítico, lo que en última instancia distinguía la imitación mediocre de la creación auténtica. En este aspecto la novela histórica por lo común fue un fracaso. La verdadera originalidad no podía surgir automáticamente de los materiales no­ velescos. Fue la invención de un género nuevo, la «tradición», la que explotó un lenguaje más coloquial y permitió así a la narrativa de tipo histórico elevarse por encima de la mediocridad. La tradición fue creada por un solo hombre, el peruano Ricardo Palma (1833-1919), quien consiguió una visión genuinamente nue­ va del pasado histórico inspirándose en dos antecedentes literarios: el arte de las narraciones orales, que nunca se había perdido en Lati­ noamérica, y el cuadro costumbrista. El costumbrismo era una mo­ dalidad literaria que se había desarrollado en la España del siglo XEX y que consistía en la pintura de tipos populares. Sin embargo, Pal­ ma no se limitó a aceptar estos precedentes. Palma empezó su carrera como poeta y dramaturgo, pero su in­ terés por la historia y por los documentos históricos parecen haber dirigido su atención hacia estas tradiciones basadas en anécdotas y sucesos que él mismo descubría en los archivos nacionales. Aunque al parecer en su juventud alimentó ambiciones políticas y también aspiraba a ser historiador, su falta de éxito en ambos campos le em­ pujó a refugiarse en la literatura de imaginación. En 1872 publi­ có la primera serie de las Tradiciones peruanas, fruto de doce años de trabajo. Representaban un consuelo, como explicaba al historia­ dor Vicuña Mackenna: «Me retiré a cuarteles de invierno, es decir, 5.

José Martí, Un héroe americano, en OC, La H abana, 1964, vol. VIII, págs. 211-219.

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busqué refugio y solaz en la historia y en la literatura».6 A partir de entonces publicó sus tradiciones a intervalos frecuentes, a pesar del hecho de que en 1882, durante la ocupación chilena de Lima, perdió la totalidad de su biblioteca personal y vio cómo las tropas chilenas destruían toda la Biblioteca Nacional. En 1883 fue nombra­ do director de la nueva Biblioteca Nacional y desempeñó un impor­ tante papel en la tarea de reconstruirla hasta que en 1912 se vio obli­ gado a retirarse para ceder su lugar a Manuel González Prada. Palma es un caso especial, entre todos los escritores románticos de la Latinoamérica del siglo XIX, por su actitud respecto al arte. Sus contemporáneos entre los novelistas históricos estaban unánime­ mente convencidos de que la literatura era didáctica. Sus novelas se proponían ser lecciones de historia e inculcar un sentido de la nacio­ nalidad. No así las tradiciones de Palma. Para él, como para Gautier, el arte no podía ser ni moral ni utilitario, actitud que años más tarde iba a permitirle saber apreciar a Rubén Darío. Efectivamente, mucho antes de que Darío confesase su amor por los siete pecados capitales así como por las siete virtudes teologales, Palma escribió: «Ya vivo con Cristo, ya estoy con Satanás». Esta «amoralidad» quizá contribuyó a darle una visión más objetiva del pasado: La pluma debe correr ligera y ser sobria en detalles. Las aprecia­ ciones deben ser rápidas. La filosofía del cuento o consejo ha de des­ prenderse por sí sola, sin que el autor la diga.7

Palma contempla, pues, el pasado no para extraer de él lecciones morales, sino en busca de un sutil humor a costa de las flaquezas humanas. Le gusta ver cómo se ejerce el ingenio contra la autoridad, la ley y las normas religiosas y sociales. Tal vez, sólo por esta razón, prefería el período colonial, época de rígidas convenciones y estricto protocolo, el período de los virreyes y de la Inquisición, y por lo tanto extremadamente fértil en transgresiones e hipocresía. Su iróni­ ca visión de los hechos es tal que, con el desfase de muchos años, pierde la capacidad de ofender. He aquí, por ejemplo, el retrato de una «mujer del arte» que, de haber sido coetánea de Palma, difícil­ mente hubiese sido tratada con una indulgencia más benévolamente humorística:

6. 7.

Citado por J . M. Oviedo, op. cit., pág. 85.

Ibid . , pág. 153-

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Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita del tecum y de las que se amarran la liga encima de la rodilla. Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz de escribano por lo picaresca, labios retozones, una tabla de pecho como para asirse a ella un náufrago. La moza, en fin, no era boccato di cardinale, sino boccato de concilio ecuménico.8

El uso del diminutivo al comienzo anuncia el tono burlesco. Al lector se le invita no a identificarse con Leonorcica, sino a compartir la familiaridad del autor con una persona que no es una señora res­ petable. Cuando la describe como «de las que se amarran la liga en­ cima de la rodilla» y teniendo «más mundo que el que descubió Co­ lón», aplica exactamente el toque justo de ligereza. Sin las sórdidas implicaciones que tiene la palabra «prostituta», el retrato de Palma nos pinta los atractivos y la liviandad de la muchacha. El retrato se diferencia de una estampa costumbrista en que Leonorcica no se pre­ senta como prototipo. Es un vivaz personaje muy individualizado cuyo pecho opulento (que se compara a una tabla «como para asirse a ella un náufrago») y hablar desenfadado no tienen nada en común con las lánguidas beldades de la sociedad limeña. El retrato se re­ dondea con una picante pulla al clero (es un bocado no ya solamente digno de un cardenal sino de todo un concilio ecuménico), lo cual no sólo es divertido sino que alude también a las relaciones de Leo­ norcica con los relajados y'licenciosos clérigos criollos. La gente no es mejor de lo que debería ser, tal es la impresión general que tene­ mos después de leer esta tradición. Al pintar el retrato de una Leonorcica, Palma estaba abordando temas que sus contemporáneos consideraban indignos de la literatu­ ra, y no toda su obra se pudo publicar durante su vida. Sin embar­ go, el humor permitió a Palma tratar temas que sin duda alguna no hubieran podido incorporarse a la literatura seria de este período, y no sólo temas sexuales, sino también otros como las relaciones en­ tre las distintas razas y la corrupción del clero. Compárese, por ejem­ plo, una tradición que lleva el título de «La emplazada», sobre la cuestión racial, con la novela cubana antiesclavista Cecilia Valdés (véase más adelante, págs. 107-109). En Cecilia Valdés una muchacha mu­ lata se enamora de un hombre blanco con trágicas consecuencias,

8. La tradición de la que procede este fragmento es «Rudam ente, pulidam ente, m añosam en te», situada en el año 1768.

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puesto que se trataba de una relación tabú en la sociedad de la épo­ ca. En «La emplazada» una viuda blanca toma como amante a un mulato porque resulta ser el hombre más atractivo que está a su al­ cance. La historia termina trágicamente porque su capellán está celo­ so del mulato y le calumnia ante la viuda. Esta castiga cruelmente a su amante y él, en venganza, le anuncia la hora exacta de su muer­ te. La viuda se convierte así en «La emplazada», cuya muerte se pro­ duce misteriosamente en el momento exacto en que se predijo, pero la causa de la tragedia estriba en los celos, no en las relaciones entre dos razas distintas. Además, el trágico desenlace es sencillamente el pretexto, una anécdota que permite a Palma presentar una picante intriga. La viuda, Verónica, no es en ningún momento un personaje trágico, y se la describe como «jamón mejor conservado, ni en Westfalia». Sus relaciones con el mulato se presentan como- algo natural dada la situación, y la complicidad del lector se asegura de la manera siguiente: Y como cuando el diablo no tiene que hacer, mata moscas con el rabo, y en levas de amor, no hay tallas, sucedió lo que ustedes ni ser brujos ya habrán adivinado.

Las frases proverbiales («cuando el diablo no tiene nada que ha­ cer, mata moscas con el rabo», «en levas de amor, no hay tallas») encierran la experiencia tradicional y el conocimiento del corazón hu­ mano. Y al salir del paso de esta manera Palma podía justificar los motivos escandalosos de sus relatos. Palma cuenta la historia por pura diversión, como podían haber­ la contado los viejos de un pueblo antes de la época de los espectá­ culos de masas. Como él era el primero en admitir, se inspiraba di­ rectamente en la tradición viva, y a veces su anécdota no era más que una nueva versión de un cuento popular. Tomemos por ejem­ plo la historia tradicional del diablo burlado, que iban también a recrear otros dos escritores hispanoamericanos, Tomás Carrasquilla y Ricardo Güiraldes.9 En las tres versiones el astuto y aparentemente torpe provinciano demuestra ser más listo que la encarnación del mal, pero en la versión de Palma, «Desdichas de Pirindín», se traza una pintura particularmente vivida de un triste y derrotado diablo cuan­ do sale de la ciudad:

9. Tom ás Carrasquilla en «En la diestra de Dios Padre» y Güiraldes en una de las historias que cuenta don Segundo Sombra en su novela de este título.

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Resuelto, pues, a irse con sus petates a otra parte, dirigióse a la acequia de la cárcel, rompió la escarcha, lavóse cara y brazos con agua helada, pasóse los dedos a guisa de peine por la enmarañada guede­ ja,' lanzó un regüeldo que, por el olor a azufre, se sintió en todo Pasco y veinte leguas a la redonda, y paso entre paso, cogitabundo y maltrecho, llegó al sitio denominado Uliachi.

Aquí el humor se manifiesta en la descripción de este diablo tan humano cuyos poderes sobrenaturales nada pueden contra la inco­ modidad de una fría mañana invernal en que sale de la cárcel. Sólo el eructo es sobrenatural. Como si Palma quisiera decirnos: «Todos sabemos que el diablo no existe, pero es divertido imaginar que puede existir». Este escepticismo es lo que distingue a Palma de sus con­ temporáneos, quienes, debido a tomar más en serio creencias e ideo­ logías, eran incapaces de adoptar esa posición distanciada que tan a menudo caracteriza al mejor arte.

2.

LOS AMORES CONTRARIADOS DE LA NOVELA SENTIMENTAL

Un simple repaso a los títulos de muchas de las novelas románti­ cas del siglo X IX revela una acentuada preferencia por protagonistas femeninos. En la Argentina encontramos Soledad(1847) de Bartolo­ mé Mitre (1821-1906) y Esther (1851) de Miguel Cañé (1812-1863); en Colombia, María (1867) de Jorge Isaacs (1837-1895) y Manuela (1866) de Eugenio Díaz (1804-1865); Clemencia (1869) del mexica­ no Ignacio Altamirano (1834-1893); Cecilia Valdés (1892) del cuba­ no Cirilo Villaverde (1812-1894); Cumandá (1879) del ecuatoriano Juan León Mera (1832-1894), y Amalia del argentino José Mármol (1815-1871).10 Al leer estas novelas vemos que hay un esquema argumental que se repite constantemente, un amor contrariado por obstáculos de clase o de raza. Los latinoamericanos interpretaron a su modo el modelo europeo de Paul et Virginie. Las heroínas representan un nuevo tipo de mujer, como la mestiza Manuela, la mulata Cecilia Valdés, la muchacha judía María, la joven criolla Cumandá, que se ha criado entre indios. Por medio de estas heroínas, cuyos amores suelen ter­ minar en tragedia, el autor expresaba un sentido de nacionalidad cruelmente contrariado por factores exteriores. Las heroínas se iden­ 10.

Para un estudio de conjunto de estas novelas románticas, véase M. Suárez-Murias, L

novela romántica en Hispanoamérica, Nueva York, 1964.

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tifican con los indígenas y a menudo son portavoces del autor en la defensa del genio nacional como algo opuesto a la imitación ex­ tranjera. Repárese, por ejemplo, en esta descripción de Manuela, que su­ braya valores completamente distintos de los de las lánguidas heroí­ nas victorianas: Verdaderamente que Manuela estaba seductora ese día. Su brazo, no muy blanco a la verdad, pero carnudo y sombreado por el vello, se desplegaba con elegancia hasta la mitad de la mesa, llevando y trayendo la pesada plancha, de cuyos movimientos se resentía su del­ gada cintura; su pecho se avanzaba en ocasiones sobre la mesa, sin más adornos que su fina camisa de tira sencilla, y es sabido el influjo favorable de la naturaleza de todos los climas calientes para la conser­ vación de la lozanía, aun en las mujeres de alguna edad; bien es que nuestra heroína no pasaba todavía de los diez y siete.

Lo que llama la atención del lector en esta descripción es el in­ tento de apartar a la heroína de los prototipos europeos. El vello en los brazos de la muchacha, la tarea que la ocupa —planchar— la diferencia de las rubias septentrionales aristocráticas o idealizadas. El rechazo del prototipo europeo se encuentra también en el retrato de la «Venus de bronce», Cecilia Valdés, y en la pintura de la madre mestiza de Juan de la Rosa, héroe epónimo de la novela histórica boliviana que ya se ha mencionado anteriormente. La madre del protegonista, «Rosa la linda encajera», tenía dientes blanquísimos, menudos, apretados, como sólo pueden tener­ los las mujeres indias de cuya sangre debían correr algunas gotas en las venas.

Incluso la María de Jorge Isaacs tiene más de mujer oriental que de occidental. María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza [...]

Semejantemente, algunos héroes masculinos son no-europeos: por ejemplo Enriquillo11 y los héroes feos y oscuros de El zarco (1901) y Clemencia de Ignacio Altamirano, novelas que tienen ambas un

11.

Protagonista de la novela Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván.

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«héroe feo» de evidente ascendencia india que demuestra tener sen­ timientos más elevados que el modelo de apostura. Pero rechazar el modelo europeo era tan sólo un primer paso y en modo alguno significaba que el autor se hubiera liberado de los valores impuestos desde fuera. Si analizamos una de las mejores no­ velas de «amores contrariados» del siglo X IX , Cecilia Valdés, vere­ mos que la actitud del autor respecto a la cuestión racial no podía ser más conflictiva. Cirilo Villaverde, el hombre que escribió esta novela, era a su modo una persona notable y avanzada. Complicado en la conspiración de la Mina de Rosa Cubana de 1848, fue conde­ nado a morir por garrote vil aunque la sentencia posteriormente se conmutó por la de cadena perpetua. En 1849 huyó de la cárcel y consiguió llegar a los Estados Unidos, donde, exceptuando una bre­ ve estancia en Cuba en 1858, vivió en el destierro hasta el fin de sus días. Su novela, empezada en el decenio de los treinta, no se publicó en su forma definitiva hasta 1882, cuando los hechos descri­ tos por el autor ya formaban pane de la historia. El argumento de la novela es convencionalmente romántico. La heroína se enamora de un hombre que, aunque ella lo ignora, es su hermanastro. El padre, que se avergüenza de su pasado, se niega a reconocerla como hija suya y oculta su parentesco, precipitando de este modo la tragedia. Este amor incestuoso se consuma. Cecilia queda encinta y al enterarse de la boda de su amante trama un plan para matar a la novia, pero el hombre al que encomienda el cumpli­ miento de esta venganza es Pimentón, que también está enamorado de ella, y que da muerte al amante en vez de a la muchacha. Identi­ dades ocultas, una heroína de origen desconocido, amor y venganza, todo eso son los rasgos más frecuentes de los argumentos románti­ cos. Lo que hace que la novela se salga de este marco convencional son los problemas raciales que abordan, ya que Cecilia es hija de padre español y de madre negra; el amor contrariado con su herma­ nastro refleja un tabú inconsciente por parte del autor, quien posi­ blemente sólo podía concebir que un amor entre personas de razas distintas terminase necesariamente en tragedia. Pero en una sociedad colonial y esencialmente racista todas las relaciones están condenadas al fracaso o a la tragedia. El padre de Cecilia considera a sus esclavos como «bultos» o «fardos» y prefiere el riesgo de perder a unos cuantos esclavos arrojados por la borda que la pérdida de un barco durante una tormenta; la generación de su hijo considera a las muchachas blancas y mulatas como una mercancía sexual. Se disponen a casarse según las normas convencio­

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nalmente admitidas, pero no renuncian al placer que les proporcio­ nan las salas de baile y los bares frecuentados por la población de color. Este placer sexual que deriva de unas relaciones con inferiores tiene su paralelismo en la inhumanidad con que el padre de Cecilia trata a sus esclavos personales. Está dispuesto a azotar a un esclavo por desobediencia y no ve nada malo en que los esclavos sean tortu­ rados por haber intentado huir. La indignidad de la esclavitud con­ siste en que un grupo de seres humanos tiene el derecho de tomar posesión de otros seres humanos y de tratarles como si fueran obje­ tos. Pero los esclavos que recuperan la libertad, los mulatos libres o los esclavos que intentan educarse a sí mismos son igualmente víc­ timas de esta sociedad. Cecilia es condenada a la semiprostitución; Dionisio, el esclavo ilustrado, se convierte en un forajido, y un escla­ vo que demuestra sus conocimientos sobre la manufactura de azúcar en la plantación se atrae la enemistad del hijo del propietario blan­ co, que se niega a admitir que un negro pueda ser superior a él en algún aspecto. Cecilia Valdés anticipa el afrocubanismo de los años veinte al pre­ sentarnos dos sociedades contrastadas, una negra y llena de vitalidad y otra moribunda y blanca. Por un lado están los paseos en coche y las fiestas de la aristocracia y de la clase media blanca, cuyos miem­ bros mejores son los estudiantes, de ideas más avanzadas que entran en pugna con los valores de sus padres. Pero bajo esta superficie bu­ lle la verdadera vida de La Habana, con sus bailes populares y la música negra. Aquí, por ejemplo, el autor describe la tradicional habilidad de los negros para la música: Afinados los instrumentos, sin más dilación rompió la música con una contradanza nueva, que a los pocos compases no pudo menos de llamar la atención general y arrancar una salva de aplausos, no sólo porque la pieza era buena sino porque los oyentes eran conoce­ dores; acierto éste que creerán sin esfuerzo los que sepan cuán orga­ nizada para la música nace la gente de color.

En esta prosa echamos de menos sensibilidad, porque el autor considera prioritaria la intención documental. Pero a pesar de la po­ breza del lenguaje, la novela tiene aspectos interesantes, uno de los cuales es intentar describir las relaciones entre razas. Cumandá, del ecuatoriano Juan León Mera, trata el problema racial de un modo muy distinto al de Cecilia Valdés, como era de esperar en un escritor que vivió en el ambiente puritano de Quito durante la dictadura teocrática de García Moreno. Nacido en la ciu­

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dad provinciana de Ambato, Juan León Mera fue partidario del dic­ tador y enemigo de Montalvo. Como político y como escritor repre­ senta la corriente conservadora del romanticismo, influida por Cha­ teaubriand, y, como Chateaubriand, inspirándose en una tradición y en una mentalidad de tipo católico. En estos escritores el tema del «buen salvaje» está en pugna con el dogma católico. Como los jesuítas, cuyas relaciones misioneras en los siglos XVII y XVIII contri­ buyeron a popagar la identificación del indio con el hombre natural, estos escritores creían que la civilización corrompe y que los inconta­ minados indios de las Américas eran por lo tanto potencialmente mejores cristianos que los europeos, que ya habían contraído tantos vicios. Además, como muchos católicos sinceros, ambos escritores du­ daban de la política de colonización y la veían como una fuerza ne­ fasta tanto para el colonizador como para el colonizado. El argumento de Cumandá es una torpe imitación de Rene. La heroína, una hermosa muchacha india, se enamora de Carlos Orozco, hijo de un hacendado español que se ha hecho sacerdote. Varias veces esta hija de la naturaleza tiene ocasión de salvar a su amado de la muerte, pero el odio que siente su tribu por los hombres blan­ cos provoca la separación, y la casan contra su voluntad con un jefe. Al morir éste, según la costumbre la viuda debe ser inmolada. A pesar de sus esfuerzos para huir, tanto ella como Carlos mueren; y sólo después de su muerte se descubre que Cumandá era la hija per­ dida de Orozco y la hermanastra de Carlos. La novela no identifica a los indios con los buenos salvajes. Las tribus indias son crueles, vengativas e ignorantes, con la excepción de Cumandá, que en realidad es de origen español. Sin embargo, la novela tiene interés por su crítica de la explotación de los indios que se ha producido por la colonización. El padre de Carlos y de Cumandá es un hombre que había tratado a sus braceros indios co­ mo objetos, hasta el punto de que se rebelan y asesinan a toda su familia, exceptuándole a él mismo, a Carlos, que estaba en la escue­ la, y a Cumandá, a quien se llevan para vivir con la tribu. Pero, al igual que los jesuitas, Mera cree que el cristianismo es la única fuerza que puede mitigar la codicia del explotador y moderar la cruel­ dad de los indios, que no saben diferenciar entre el bien y el mal. Así el autor apostrofa a los indios: Vuestra alma tiene mucho de la naturaleza de vuestros bosques: se la limpia de las malezas que la cubren, y la simiente del bien ger­ mina y crece en ella con rapidez: pero fáltale la afanosa mano del cultivador, y al punto volverá a su primitivo estado de barbarie.

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En sí misma la naturaleza no es ni buena ni mala. Refleja las pasiones y temores del hombre, como cuando Cumandá huye por la oscura selva durante un vendaval: Espantosa navegación. Negro el cielo, pues hay todavía nubes tem­ pestuosas que se cruzan veloces robando a cada instante la escasa luz de las estrellas; negras las aguas; negras las selvas que las coronan, y recio el viento que las hace gemir y azota la desigual superficie de las olas, el cuadro que la naturaleza presenta por todos lados es fu­ nesto y medroso.

El paralelo con Chateaubriand es evidente y sin embargo tam­ bién superficial. Cumandá huye de la barbarie en busca de la civili­ zación, a diferencia de René, que quiere alejarse de la civilización. Pero la civilización en cuya búsqueda se lanza Cumandá no es la de Echeverría o Sarmiento, sino el ideal de los misioneros españoles, quienes, como Mera, creían que: Cada cruz plantada por el sacerdote católico en aquellas soledades era un centro donde obraba un misterioso poder que atraía las tribus errantes para fijarlas en torno, agregarlas a la familia humana y ha­ cerlas gozar de las delicias de la comunión racional y cristiana.

He ahí un punto de vista que hubiese sido perfectamente acep­ table en el siglo XVII. El concepto de naturaleza que encontramos en un novelista co­ mo Mera indudablemente está más cerca de Chateaubriand que de la realidad de la selva. Hasta el siglo X X el escritor latinoamericano no vio la selva en todo su horror. Influidos principalmente por los románticos franceses, escritores como Juan León Mera y Jorge Isaacs consideraban la naturaleza como un reflejo de la divina providencia, proyectando en el paisaje modelos ideales. La visión de una natura­ leza ordenada según el designio divino se refleja en los países idílicos de María, novela en la que se advierte la influencia de Paul et Virginie de Bernardin de Saint-Pierre. El autor, Jorge Isaacs, era de ori­ gen judío y procedía de una familia que había emigrado a Colombia desde la isla británica de Jamaica. Fue miembro del grupo literario El Mosaico que le ayudó a publicar su novela María, que, como tan­ tas otras novelas románticas de este período, representa la corriente conservadora y cristiana del romanticismo. La historia de María está contada por Efraín, el hijo de un terra­ teniente que, después de haber permanecido ausente durante una

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serie de años en un pensionado, vuelve a la hacienda de su familia y descubre entonces a sus hermanas y su prima María ya crecidas. Él y María se enamoran en las idílicas cercanías de un paisaje en el cual es siempre primavera, que está siempre florido y desde el que se domina un «sublime» panorama de los Andes a lo lejos: se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrella­ do del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín, recogiendo aromas, para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella na­ turaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.

La naturaleza aquí es un jardín, un ornato. Todos los elementos de la naturaleza están en armonía, las montañas, el viento, el río. Y mientras los hombres sepan cuál es su lugar, viven también en armonía y felizmente: Viajero años después por las montañas del país de José, he visto, ya a puestas del sol, llegar labradores alegres a la cabaña, donde se me daba hospitalidad; luego que alababan a Dios ante el venerable jefe de la familia, esperaban en torno del hogar la cena que la ancia­ na y cariñosa madre repartía; un plato bastaba a cada pareja de espo­ sos, y los pequeñuelos hacían pinicos apoyados en las rodillas de sus padres.

Esta es la descripción del campesino feliz, contento con su suer­ te. La armonía depende de una clase de propietarios que es lo sufi­ cientemente paternalista como para representar una fuerza de cohe­ sión social. El propietario paternalista educa, protege y mantiene la armonía racial incluso eh territorios remotos donde no hay otra ley ni orden. El padre de Efraín es la encarnación de este ideal, fuerte pero bondadoso, compasivo para con la joven esclava Nay, a la que compra para devolverle la libertad (circunstancia que de hecho la vincula a la familia). Lo que eleva al padre de Efraín a este ideal es, sin embargo, la religión cristiana que ha adoptado y que es supe­ rior como fuerza moral al judaismo que había sido la religión de su familia. A pesar de todo la historia es una tragedia. La salud de María es frágil y muere cuando Efraín se va para estudiar en Inglate­ rra. Las pasiones, propias de la adolescencia, deben desaparecer y ser reemplazadas por las virtudes maduras de la disciplina y de la responsabilidad.

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De este modo, detrás de la fachada «original» de la novela ro­ mántica hispanoamericana, los valores tradicionales se refuerzan. Las relaciones entre las razas y el lugar del hombre en el marco de la naturaleza permanecen inalterables. La jerarquía del mundo natu­ ral, la escala de prototipos raciales y de clases sociales, tiene en su cúspide al propietario blanco católico. En la Argentina, esta nostal­ gia de la estabilidad, de los valores jerárquicos, es particulrmente significativa. En los primeros años del siglo, bajo el gobierno de Ro­ sas, los hacendados y los «caudillos» luchaban codo con codo contra las fuerzas de la modernidad y los intelectuales; pero en la última parte del siglo XIX, después del primer período de inmigración euro­ pea, el escritor empezó a sentir cierta nostalgia de la tierra en la me­ dida en que representaba todo lo que era más tradicionalmente ar­ gentino. Típica de esta visión es la obra de Joaquín V. González (1863-1923), periodista, político y autor de una serie de descripcio­ nes y estampas de la región andina que tituló Mis montañas. Tan romántica por su tono como María o Cumandá, Mis montañas está descrita en una prosa que recuerda a menudo a la de Sarmiento, aunque el autor estaba lejos de compartir la distinción de Sarmiento entre civilización y barbarie. Para González la naturaleza no repre­ senta la amenaza de la anarquía, sino que es un templo, el reflejo de una armonía divina: Y qué soledad tan llena de ruidos extraños. Qué harmonía tan grandiosa la de aquel conjunto de sonidos aunados en la altura en la profunda noche. El torrente que salta entre las piedras, los gajos que se chocan entre sí, las hojas que silban, los millares de insectos que en el aire y en las grietas hablan su lenguaje peculiar, el viento que cruza estrechándose entre las gargantas y las peñas, las pisadas que resuenan a lo lejos, el estrépito de los derrumbaderos, los relinchos que el eco repite de cumbre en cumbre, los gritos del arriero que guía la piara entre las sombras densas, como protegido por genios invisibles, cantando una vidalita lastimera que interrumpe a cada ins­ tante el seco golpe de su guardamonte de cuero, y ese indescriptible, indescifrable solemne gemido del viento en las regiones superiores, semejante a la nota de un órgano que hubiera quedado resonando bajo la bóveda de un templo abandonado: todo esto se escucha en medio de esas montañas; es su lenguaje, es la manifestación de su alma henchida de poesía y de grandeza.

En esta descripción, cada elemento de la naturaleza —el torren­ te, los insectos, el viento, el mismo hombre— tiene su propia escala musical, su propio lenguaje. Lo que es indescifrable para el hombre,

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tiene un sentido dentro de la armonía del conjunto, dentro del «tem­ plo» de la creación. Aunque la obra consista en una sucesión de es­ tampas escasamente relacionadas entre sí, cada ensayo —sobre la flo­ ra, la fauna, los tipos humanos y los lugares, sobre las cosechas y las costumbres— refuerza el mensaje de armonía. El trabajo del hom­ bre que cultiva la tierra es una nota más en el himno de la creación: Qué quintas aquéllas y cómo el trabajo unido de toda una gene­ ración era coronado por la tierra fecunda. Cómo reinaban el bullicio y la vida en aquella aldea habitada por una aristocracia de limpio pergamino, por familias que habían ilustrado su nombre en la histo­ ria local, y habían fundado su hogar común con la noble y asidua labor agrícola.

Como Mera y Jorge Isaacs, el escritor ordena su universo dentro de una jerarquía que tiene por base la naturaleza indómita. Los aris­ tócratas de la tierra son los que la trabajan de generación en genera­ ción. El ideal de González es un retorno a la comunidad primitiva cristiana, cuya base, según él cree, existe ya en el municipio. Y una vez más el catolicismo es el destinado a formar el vínculo cohesivo entre pueblos de diferentes razas y a dar dignidad a la vida humana. Los ejemplos de literatura romántica que hemos visto en este ca­ pítulo figuran entre los mejores que proporciona el siglo X IX . En conjunto indican la naturaleza de la influencia romántica que inspi­ ró temas «originales» pero que era conservadora por esencia. La ma­ yor parte de los autores tienen una mentalidad tradicional y católica. Sólo comprendiendo esto podemos apreciar hasta qué punto fue re­ volucionario el modernismo en su ruptura con la tradición católica.

3.

La

po esía

La influencia del romanticismo fue tan importante en la poesía como en la prosa. Echeverría había afirmado que penetraba por de­ bajo de los aspectos superficiales de la vida: es la voz íntima de la conciencia, la sustancia viva de las pasiones, el profético mirar de la fantasía, el espíritu meditabundo de la filoso­ fía, penetrando y animando con la magia de la imaginación los mis­ terios del hombre, de la creación y la providencia.12 12.

Fondo y form a en las obras de imaginación, en OC, vol. V.

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No obstante, esta influencia resultó ser más revolucionaria en teoría que en la práctica. Los poetas se afanaron por buscar la originalidad de los temas y por trasponer las actitudes de Byron o de Hugo a un contexto latinoamericano. Y al igual que lo que ocurrió en la prosa, el patriotismo, los indios, la naturaleza, proporcionaron los temas «originales». Cóndores en vez de águilas, los Andes en vez de los Alpes y el Niágara o el Tequendama en vez de las cataratas de Europa. Antes del modernismo se consideraba que la poesía, como la prosa de imaginación, debía tener una función didáctica. Así podemos com­ prender mejor la frecuencia con que se escribían largos poemas sobre temas nacionales, poemas como Tabaré, del uruguayo José Zorrilla de San Martín (1855-1931) y como Gonzalo de Oyón, del colombia­ no Julio Arboleda (1817-1861). Tabaré (1886) contaba la historia de «una raza muerta» —la tribu charrúa— que desapareció del Uruguay en los años que siguieron a la conquista. El poeta asume la voz de la raza muerta devolviéndole así su lugar en la historia (como Neru­ da iba a hacer con los incas en sus «Alturas de Macchu Picchu»), Zorrilla de San Martín, católico ferviente, creía que sólo por la me­ diación del catolicismo hubieran podido estas razas salvarse de la ex­ tinción. El poema patriótico de Zorrilla de San Martín es una justifi­ cación de la conquista española y del establecimiento de la fe católi­ ca en América: España va; la cruz de su bandera, su incomparable hidalgo; la noble madre raza, en cuyo pecho, si un mundo se estrelló, se hizo pedazos.

La libertad es el tema de un poema patriótico argentino, El nido de cóndores, de Olegario Andrade (1839-1882), que describe cómo San Martín atravesó los Andes. Aquí el cóndor y los «sublimes» picos andinos son símbolos de libertad y de anhelos humanos. Los cóndo­ res anidan en las alturas más inaccesibles: Todo es silencio en torno. Hasta las nubes van pasando calladas, como tropas de espectros que dispersan las ráfagas heladas.

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El poema de Andrade deriva de la misma tradición que el de Olmedo, una tradición de poesía heroica que se propone glorificar a los héroes nacionales. No hay que olvidar que fue durante este período cuando se escribieron las letras de muchos de los himnos nacionales, con sus invocaciones a la muerte, a la gloria y a los actos de heroísmo. Sin embargo, el poema extenso también puede tratar otros te­ mas que no sean el heroico o la leyenda patriótica. La Silva a la agricultura de Bello inauguró otra tradición, la de la exaltación virgiliana del ganado y de las cosechas de América, los objetivos pacífi­ cos del hombre. El poeta colombiano Gregorio Gutiérrez González (1826-1872) escribió unas Memorias sobre el cultivo del maíz en Antioquía (1866) que, a pesar de su título, no es un manual para gran­ jeros, sino un poema que describe el cultivo del maíz, desde el des­ broce y la quema del terreno hasta la cosecha. La visión del poeta de una vida armoniosa y pacífica en contacto directo con la tierra no está lejos de la de Isaacs o Joaquín V. González. Lanza la choza cual penacho blanco la vara de humo que se eleva recta; es que antes que el sol y que las aves se levantó, al fogón, la cocinera. Ya tiene preparado el desayuno cuando el peón más listo se despierta; chocolate de harina en coco negro recibe cada cual con media arepa.

La misma regularidad del endecasílabo, con la cesura casi siem­ pre en medio del verso, produce un efecto de actividad cotidiana repetida, casi de seguridad. Y el vocabulario está lleno de referencias domésticas, como las alusiones al coco y a la arepa o pan de maíz. De este modo el poeta crea una sensación de actividad ordenada y hogareña que debe ser la base de una comunidad cristiana. Incluso en la poesía lírica el tratamiento de estos temas principa­ les no es diferente. Hay cantos patrióticos, poemas sobre temas in­ dios, como los Cantos de Netzahualcóyotl’ del mexicano José Jo a ­ quín de Pesado (1801-1861) y —los más populares de todos— los idilios pastoriles situados en la campiña americana: poemas como «Bajo el mango», del cubano José Jacinto Milanés (1814-1863) o las Escenas del campo y de la aldea de México, de José Joaquín de Pesa­ do. Este último compuso canciones de tipo costumbrista describien­ do las riñas de gallos y los mercados:

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Están en limpias esteras naranjas de oro encendidas, limas cual cera, y teñidas de vivo carmín las peras.13

No hay en estos versos nada que no hubiera podido escribir un poeta español del siglo XVII. En expresiones como «limpias esteras» y «vivo carmín», el adjetivo no parece tener más función que la de permitir completar el número de sílabas del verso. Pero la importan­ cia del orden y de la regularidad es inmensa. Un compatriota de Pesado, Manuel José Othón, algunos de cuyos mejores poemas se escribieron ya durante el período modernista, compuso buen núme­ ro de poemas descriptivos sobre estampas mexicanas, como por ejem­ plo el Himno de los bosques (1891); en 1902 publicó sus Poemas rústicos. Después de analizar la prosa y la poesía latinoamericanas influi­ das por el romanticismo, la conclusión que sacamos es la de que el orden era para los escritores más importante que la libertad, la tradi­ ción más importante que las innovaciones, la autoridad más impor­ tante que el subjetivismo. Los novelistas y los poetas querían crear oasis de orden y de calma dentro de sociedades anárquicas y pensa­ ban más en la conservación que en la revolución. Teniendo bien pre­ sentes estos hechos comprenderemos mejor la importancia del mo­ dernismo y el carácter revolucionario de poetas como Martí y Darío que se aventuraron a salirse del orden e intuyeron nuevas profundi­ dades. Fue Ortega quien señaló el carácter popular del romanticismo, el hecho de haber sido «tratado con el mayor mimo por la masa».14 En Latinoamérica, aunque no había un público masivo, algunas de las obras románticas más sentimentales calaron hondo en la sensibili­ dad popular. La sensibilidad romántica se convirtió en sentimenta­ lismo. Y la literatura quedó vinculada con la expresión de los senti­ mientos. Contra este hecho la vanguardia de los años veinte iba a reaccionar con gran vehemencia.

13. 14.

«Escenas de campo y de la aldea en Méjico», incluidas en Menéndez y Pelayo, Antología. La deshumanización del arte, 5 .4 ed ., M adrid, 1958, pág. 3.

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Lec tu r a s

Antología Menéndez y Pelayo, Marcelino, Antología de poetas hispanoamericanos, 4 vols., Madrid, 1893-1895, y otras ediciones. Textos Acevedo Díaz, Eduardo, Ismael, prólogo de Robert de Ibáñez, Montevideo, 1953. — , Nativa, prólogo de E. Rodríguez Monegal, Montevideo, 1964. — , Grito de gloria, Montevideo, 1964. — , Lanza y sable, Montevideo, 1965. Aguirre, Manuel, Juan de la Rosa, 5.a ed., La Paz, 1964. Altamirano, Ignacio Manuel, El zarco. La navidad en las montañas, México, 1960. — , Clemencia y La navidad en las montañas, México, 1964. Brushwood, John S., The Spanish American Novel - A 20th Century Survey, Austin y Londres, 1975. Díaz Castro, Eugenio, Manuela, 2 vols., París, 1889. Galván, Manuel de Jesús, Enriquillo, Nueva York, 1964. González, Joaquín V., Mis montañas, edición de G. Ara, 7 .aed., Buenos Aires, 1965. Gutiérrez González, Gregorio, Memorias sobre el cultivo del maíz en Antioquía, en Menéndez y Pelayo, Antología... Isaacs, Jorge, Obras completas, I, Medellín, 1966. — , Maña, edición, prólogo y notas de D. McGrady, Barcelona, 1970. Mera, Juan León, Cumandá, Buenos Aires, 1961. Palma, Ricardo, Tradiciones peruanas completas, Madrid, 1964. Payno, M., Los bandidos del Río Frío (prólogo de A. Castro Leal), México, 1982 . Villaverde, Cirilo, Cecilia Valdés, La Habana, 1953 y 1964. Zorrilla de San Martín, José, Tabaré, introducción de Paul Groussac, 4 4 .a ed., Montevideo, 1896. Estudios históricos y críticos Arciniegas, G ., Genio y figura de J. Isaacs, Buenos Aires, 1968. Carrilla, E., El romanticismo en la América hispánica, edición revisada, 2 vols., Madrid, 1967. Cometta Manzoni, Aida, El indio en la poesía de América española, Buenos Aires, 1958.

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Echeverría, E., Obras completas, Buenos Aires, 1874. Meléndez, Concha, La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889), Río Piedras, Puerto Rico, 1961. Oviedo, José Miguel, Genio y figura de Ricardo Palma, Buenos Aires, 1965. Rodríguez Monegal, E., Vínculo de sangre (ensayos sobre Acevedo Díaz), Montevideo, 1958. Suárez-Murias, Marguerite, C., La novela romántica en Hispanoamérica, Nue­ va York, 1964. Zea, Leopoldo, The Latin American Mind, Norman, Oklahoma, 1963.

Capítulo 4 EL REALISM O Y EL N ATU R ALISM O HASTA 1914

El tema de este capítulo ofrece dificultades ya que en la literatu­ ra hispanoamericana (al igual que en la europea) a menudo no es fácil establecer distinciones muy tajantes entre los románticos y los realistas. En sus orígenes el realismo europeo fue un intento de des­ cribir la vida contemporánea, sobre todo la vida urbana contemporá­ nea, en oposición a la narrativa de tipo histórico, exótico o imagina­ rio. No obstante, Flaubert y Balzac escribieron también novelas his­ tóricas, además de obras de carácter realista. Por otra parte en mu­ chas novelas realistas las convenciones de la trama argumental proce­ den directamente del romanticismo. Debido a estas dificultades se adopta aquí un concepto de realis­ mo que quizá no sea aplicable en general. En la mayoría de las no­ velas que se comentarán en este capítulo, las estructuras son seme­ jantes a las de la novela rorpántica, excepto en un aspecto importan­ te, el de que representan versiones «degradadas» del ideal. El desen­ lace trágico del amor ideal en la novela realista tiene su reflejo en el destino trágico de la prostituta. Las fuerzas que separan a los aman­ tes en la novela realista son fuerzas sociales corrompidas —la clase social o el dinero— , más que la naturaleza o la religión. La naturale­ za se convierte de una manifestación benevolente de la divinidad en una energía malévola. A pesar de todo, en la literatura hispanoamericana el romanticis­ mo y el realismo tienen un antepasado común, el costumbrismo. La pintura de personajes y escenas típicas constituyó a menudo la sustancia de novelas que tenían como armazón una trama argumen­ tal romántica o realista. Y los escritores realistas consideraban frecuentemente su obra co­ mo costumbrista. Lucio Vicente López (1848-1894), por ejemplo, dio a su novela La gran aldea (1884) el subtítulo de «costumbres bonae­ renses». Paul Groussac (Argentina, 1848-1929) describió Fruto veda­ do (1884) como «costumbres argentinas». Sin embargo sería muy di­

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fícil trazar una línea que delimitara con exactitud el realismo y el costumbrismo, y he preferido incluir todas las tentativas de pintar el mundo y la sociedad exteriores con verosimilitud bajo la etiqueta de realismo. La línea divisoria se ha trazado entre la representación idealizada de la realidad tal como aparece en la novela romántica, y la versión degradada de la novela realista. Con todo, la palabra «degradada» no se emplea aquí como un juicio moral. Más bien corresponde al sentido primitivo de la pala­ bra que alude a implicaciones de «descender». El realista era cons­ ciente de unos cambios sociales que implicaban una pérdida de cali­ dad. Así, cuando el ensayista argentino Miguel Cañé (1851-1905) escribe: «Nuestros padres eran soldados, poetas y artistas; nosotros somos tenderos, mercachifles y agiotistas»,1 está constatando unos cam­ bios que significan un empeoramiento, y su actitud se advierte con toda claridad en el uso de la palabra «mercachifle». Este es precisa­ mente el tipo de valoración que encontramos en la novela realista hispanoamericana. También el naturalismo es difícil de distinguir del realismo. La influencia de Zola dio origen a muchas imitaciones en Hispanoamé­ rica, pero en realidad no forman una «esquela». En los imitadores de Zola tal vez haya un mayor énfasis en el determinismo, ya sea del medio ambiente, ya sea de la herencia. Pero el mensaje moral es siem­ pre predominante. Por ejemplo, entre los novelistas mexicanos rea­ listas y naturalistas, la ley, el orden, el civismo y las virtudes de la clase media se muestran siempre como superiores al personalismo y al desorden. Emilio Rabasa (1856-1930), por ejemplo, escribió cuatro «novelas mexicanas»: La bola (1887), La gran ciencia (1887), El cuar­ to poder (1888) y Moneda falsa (1888), con objeto de denunciar la política, la prensa y la falta de honradez de las clases medias; José López Portillo y Rojas (1850-1923) en La parcela (1898) carga la res­ ponsabilidad de la reforma en una clase de terratenientes más ilus­ trada y moralmente irreprochable, y da a entender que la situación de México no depende de las estructuras sociales y económicas, sino de las virtudes morales de los propietarios. Federico Gamboa (1864-1939) en Suprema ley (1896) y Santa (1903), trata primordial­ mente de la hipocresía de la clase media.2 Por todas partes en Hispa­

1.

C iu d o por Tcrcsita Frugoni de Fritzsche en su introducción a Lucio Vicente López, La

gran aldea , Buenos Aires, 1965. 2. Un completo estudio de G am boa y de otros realistas y naturalistas mexicanos puede verse en Joh n S. Brushwood, México m tís Novel. A Nation's Search forldentity, Austin y Londres, 1966.

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noamérica la preocupación moral domina en este período. En la Ar­ gentina, por ejemplo, José María Miró (que usó el seudónimo de Julián Martel, 1867-1896), en su novela La bolsa (1891), denuncia la rapacidad de la especulación, que identifica con la penetración de elementos extranjeros (entendiéndase judíos) en la vida nacional.3 No nos proponemos aquí analizar estas novelas en detalle, sino tan sólo seleccionar uno o dos de los mejores ejemplos de literatura na­ turalista y realista, a modo de ilustraciones. Hay también una cuestión geográfica a la que hay que aludir, que se refiere a la concentración de novelas naturalistas y realistas en la Argentina y México. El hecho de que los escritores que habita­ ban las grandes ciudades de estos dos países se preocuparan tanto por el cambio y la tradición es explicable ya que era allí donde se estaba produciendo un proceso más rápido de modernización y don­ de se era más consciente de su propio progreso. No obstante, lo que caracteriza el realismo hispanoamericano es su clara intención moral. Piénsese, por ejemplo, en La gran aldea, novela del escritor argentino Lucio Vicente López (1848-1894). La novela se propone describir las costumbres de Buenos Aires, ciudad que no hace muchos años que ha sido declarada capital de la repú­ blica, y en la cual las inversiones extranjeras y la industrialización de los productos cárnicos han originado el cambio de «gran aldea» a ciudad moderna. El autor, al describirnos la ruina de los persona­ jes principales, expone las malas consecuencias de su «insaciable de­ seo de lujo y refinamiento», y la degeneración moral que esto trae consigo en sus relaciones cotidianas. Aquí, por ejemplo, establece un contraste entre la tienda familiar y el negocio moderno: ¡Oh, qué tiendas aquéllas! Me parece que veo sus puertas, su vi­ driera tapizada con Jo s últimos percales recibidos, cuyas piezas avan­ zaban dos o tres metros a la exterior, sobre la pared de la calle; y entre las piezas de percal, la pieza de pekín lustrosa de medio ancho, clavado también en el muro, inflándose con el viento y listo para que la mano de la marchama apreciase la calidad del género entre el índice y el pulgar, sin obligación de penetrar en la tienda. Aquélla era buena fe comercial y no la de hoy en que la enorme vidriera engolosina los ojos sin satisfacer las exigencias del tacto que reclaman nuestras madres con un derecho indiscutible.

La honradez y la confianza mutuas, el contacto físico entre el cliente y las mercancías que estaba comprando, se contraponen al 3.

G . Ara, La novela naturalista hispanoamericana, Buenos Aires, 1965.

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reclamo inmoral de la tienda moderna. Y los personajes son castiga­ dos por sucumbir a la modernidad. El tío del narrador, que al morir su regañona mujer se casa con otra mucho más joven que él, descu­ bre que su nueva esposa sólo quiere llevar una vida de placeres. Y se convierte en el autor pasivo de la tragedia cuando, mientras su esposa asiste a un baile, él se queda dormido; se produce un in­ cendio y su hija perece entre las llamas. La esposa manirrota, el intri­ gante ávido de riquezas, la niña víctima inocente aparecen en mu­ chas novelas de este tipo como símbolos de la degradación moral de una sociedad nueva y de los sufrimientos que trae consigo.

i.

E u g e n io C a m ba c er es (1843-1888)

Eugenio Cambaceres, el naturalista argentino, fue autor de dos novelas que combinaban la condenación del lujo y la perversidad de la ciudad con la tragedia de la herencia. En una de ellas, Sin rumbo (1885), había un tema adicional, el de la influencia del pesi­ mismo alemán, entonces la filosofía de moda, sobre las vidas y las actitudes de la gente. Los ideales del protagonista habían sido zapa­ dos por la lectura de autores como Schopenhauer, que le convencie­ ron de que la vida individual no tenía más objeto que el mejora­ miento de la especie. Esta convicción mata en él cualquier respeto que pudiera sentir por los demás y todo sentido de la dignidad de la vida humana. Ya que es el hijo de un propietario rural, esta posi­ ción tiene implicaciones de clase, puesto que seduce a una mucha­ cha campesina en su hacienda, se cansa de ella y la abandona por los placeres más sofisticados de la ciudad y el amor venal de una cantante de ópera, Amorimi. Como en muchas novelas de este tipo, el protagonista conoce un final desdichado. Decepcionado por la ciu­ dad, vuelve al campo, donde se entera de que su antigua amante ha muerto, dejando a su cargo una hija ilegítima a cuya educación se consagra. Pero se produce un accidente. La niña enferma y mue­ re, y el padre, ya sin ninguna esperanza respecto al futuro, se suicida en una de las escenas más repugnantes de toda la literatura hispa­ noamericana. La novela lleva a sus últimos extremos las consecuen­ cias de la pérdida de la fe y de las normas morales. En otra de sus novelas, En la sangre (1887), las consecuencias de unas taras heredi­ tarias se analizan con igual crudeza. Genaro es el hijo de un avaricio­ so inmigrante cuya única preocupación ha sido ganar dinero. Lleva una vida completamente sórdida dedicada por entero a fines mate-

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ríales, de acuerdo con el tópico argentino del italiano, que es muy diferente del tópico italiano en Europa.4 Genaro se convierte en un arribista social de sangre fría. En la escuela hace trampas en los exá­ menes. Ya de mayor seduce a una joven para casarse con ella y luego derrochar el dinero de su suegro. Al final de la novela está tan em­ brutecido y es tan avariento como su padre. En ninguna de las dos novelas se ofrece ninguna escapatoria u otra alternativa. Una vez sen­ tadas las bases, la conclusión resulta inevitable. En otras palabras, Cambaceres elige sólo ,un posible esquema en la estructura de sus novelas, un esquema de causa y efecto, de desarrollo lineal. La me­ táfora o analogía que está más cerca de su estructura es la del progra­ ma biológico que el organismo desarrolla según tendencias innatas. Pero las posibilidades de los personajes de Cambaceres son aún me­ nores que las que tiene una planta en su crecimiento; de hecho se reducen a dos: sobrevivir sin ningún objetivo o morir. Estas novelas distan de ser obras maestras. Pero nos ofrecen una interesante glosa al clima cultural de este período. Tienen unas es­ tructuras cerradas y deterministas que tal vez eran las adecuadas en países en los que la modernización iba a significar una mayor depen­ dencia de los grandes poderes industriales y a reducir más que a ex­ tender las posibilidades de la autodeterminación.5

2.

A be r t o B lest G a n a (1829-1904)

El escritor chileno Alberto Blest Gana armoniza la observación social con las convenciones arguméntales del romanticismo (el héroe de origen oscuro, por ejemplo). Durante sus años de aprendizaje to­ mó por modelo a Balz^c, cuya obra conoció en el curso de sus estu­ dios en una academia militar francesa. Más tarde escribió: Desde un día que leyendo Balzac hice un auto-da-fe nea, condenando a llamas las impresiones rimadas de mi cia, juré ser novelista y abandonar el campo literario si no me alcanzaban para hacer algo que no fuesen triviales composiciones.6

en chime­ adolescen­ las fuerzas y pasajeras

4. El inmigrante italiano avariento es un personaje estereotipado que encontramos también en el teatro, por ejem plo en las obras de Florencio Sánchez que se comentan en el capítulo décimo. 5. Carlos Fuentes analiza la relación entre la novela estática y una estructura social estática en La nueva novela hispanoamericana, México, 1969. 6. Citado por Ricardo A. Latcham en tBlest G ana y la novela realista», Anales, núm. 20, Universidad de Chile, Santiago, s.d.

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Desde su primera novela de éxito, La aritmética en elamor(\%()0), se propuso analizar las fuerzas ocultas que movían a la sociedad chi­ lena, interpretando éstas a la manera de Balzac. La aritmética en el amor trata de un joven, Fortunato, que quiere ascender en la esca­ la social haciendo un matrimonio de interés. En el curso de su ascen­ sión se desembaraza de una molesta relación con la pobre pero hon­ rada Amelia y consigue que dos muchachas más ricas se disputen su amor. Pero la novela se queda a medio camino entre el cinismo, que Blest Gana no tiene vigor suficiente para llevar a sus últimas consecuencias, y un romántico final feliz. La fiel Amelia reconquista a su maltrecho y derrotado galán y en el momento oportuno resulta ser rica, con lo cual Fortunato no sufre una gran decepción en sus cálculos. El autor ha roto con el romanticismo sólo en la medida en que ha llegado a la convicción de que el amor no es lo que más cuenta en este mundo, pero la unión final del triunfo económico y de la dicha del enamorado es sumamente ingenuo: Su herencia, unida a la de Amelia, componía la suma de cien mil pesos: éstos y su amor bastaban para asegurarles una felicidad duradera en este valle de lágrimas y de risas.

El argumento y el desenlace son disparatados, pero podemos com­ prender por qué la novela ganó un premio, ya que era la primera obra que intentaba retratar a personajes chilenos contemporáneos. Las dificultades empezaron cuando Blest Gana trató de reproducir situaciones propias de Balzac en el seno de la sociedad chilena. El héroe típico de Balzac emplea métodos cínicos para triunfar en un mundo corrompido; en la medida en que esté dispuesto a aceptar la degradación de valores, su ascensión social es posible. Pero en Chile el grado de movilidad social era relativamente muy pequeño. La oli­ garquía de los terratenientes dominaba completamente el país y por lo tanto el realismo de Blest Gana consiste en estampas de situacio­ nes y personajes típicos frente a los cuales las vicisitudes del protago­ nista parecen más gratuitas que necesarias. Martín Rivas (1862) ejem­ plifica estas dificultades. Martín Rivas es un personaje más sólido que Fortunato y consigue casarse con una mujer rica valiéndose de la paciencia, la honradez, la constancia y el amor, a pesar de la des­ ventaja que representan sus orígenes pobres y provincianos. Pero tam­ bién aquí las vicisitudes del héroe son a menudo superfluas. En el momento culminante de la novela, Leonor, la heroína, salva a Mar­ tín de la ejecución a la que se le ha condenado por tomar pane en

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la fracasada rebelión de la Sociedad de la Igualdad.7 Las razones de Martín para sumarse a la rebelión no tienen nada que ver con las ideologías. Lo que le mueve es la lealtad para con un amigo, de modo que la rebelión, en vez de constituir parte integral de la nove­ la, es simplemente un recurso efectista de su argumento. Por otra parte, el «realismo» consiste en escenas de la vida chilena, la pintura de miembros empobrecidos de las clases medias (para los cuales un matrimonio respetable y un trabajo lícito parecen imposibles) y des­ cripciones de bailes y canciones populares, los desfiles militares que eran la diversión de los domingos, la celebración de las fiestas de la independencia del mes de septiembre. De las tres novelas de este primer período, El ideal de un calave­ ra (1863) es la más lograda. El héroe, Abelardo Manríquez, es un provinciano pobre; es detenido por participar en una conspiración contra el gobierno y ejecutado. El final trágico y las frustraciones de Abelardo en el curso de la novela contrastan intensamente con el romántico tratamiento de los héroes anteriores, y las fuentes fran­ cesas de Blest Gana son aquí menos visibles. Abelardo es un román­ tico que idealiza a una mujer casada, Inés, pero como ésta es inacce­ sible dirige su atención hacia la hija de una familia de clase media venida a menos. La descripción de un demi-monde frustrado, ex­ cluido del poder, incapaz de ascender socialmente, tiene tonalidades sombías que no aparecían para nada en Martín Rivas, pero que hu­ bieran estado más acordes con el tema. Esta zona intermedia es man­ tenida al margen por los que ocupan un lugar más elevado, pero también queda separada de las clases inferiores, de los criados y del huaso o campesino. La sicología de Abelardo se explica también per­ fectamente por una situación de frustraciones. Es dado a las bromas más alocadas (por eso.se dice de él que es un «calavera»), y la conspi­ ración final parece ser como una última chanza desesperada, una ca­ laverada trágica y fallida. Lo que estropea la literatura de Blest Gana en todas sus novelas es la pobreza de su lenguaje literario. Su formación se llevó a cabo antes de que el modernismo impusiera nuevas formas de estilo y su prosa cae continuamente en vacuas vulgaridades y en clisés. No pa­ rece que el modernismo haya ejercido sobre él ninguna influencia, aunque, después de un largo período en la carrera diplomática du­

7. La Sociedad de la Igualdad fue fundada por Francisco Bilboa, quien se exilió en 1850 Los sucesos a los que se alude en la novela de Blest G ana ocurrieron durante el levantamiento armado de 1851.

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rante el cual casi no escribió nada, tuvo una segunda fase como no­ velista. En esta segunda época escribió Durante la reconquista (1897), novela histórica que se sitúa en las vísperas de la independencia; El loco Estero (1909), novela que evoca el Santiago de su juventud; y Los transplantados (1904), sobre el tema, tan de Henry James, de la inocencia americana que es víctima de la sofisticación de Europa. En cada una de estas novelas hay un tema cuyas posibilidades que­ dan anuladas por el lenguaje. Véase, por ejemplo, la patosa pedan­ tería que a menudo echa a perder pasajes de El loco Estero: El ñato Díaz. Aquel hombre, con su calificativo chileno de lo que el diccionario de la lengua llama chato, pareció ejercer sobre ellos una fascinación poderosa.

Una definición de diccionario hubiese tenido más gracia. Aquí el lenguaje de Blest Gana sólo se propone una cosa, informar, y éste es un uso del lenguaje pobre y limitado por lo que se refiere a la literatura. En la misma novela describe a una pareja que se enamo­ ra, en términos que no pueden ser más púdicos y desmañados: Pocos días después de este encuentro, en el que los ojos de ambos se revelaron sin disimulo la recíproca atención de que al mismo tiem­ po se sintieron conmovidos.

Ésta es la razón de que Blest Gana no pudiese llegar a ser el gran escritor realista de Latinoamérica. Es un fracaso interesante, un hombre que en una o dos ocasiones encontró su tema, pero que no tenía un instrumento lo suficientemente sutil para expresarlo.

3.

El

r e a l is m o y e l t e m a i n d í g e n a

Al tratar del realismo el centro de interés suele desplazarse de la forma a la temática. Por lo que respecta a Hispanoamérica, el te­ ma realista fue a menudo la inversión del tema romántico. La ideali­ zación del buen salvaje es de inspiración romántica. El realismo trata de la trágica situación de los indígenas. No obstante, la novela indigenista fue rara antes de los años veinte, y en el siglo XIX sólo hay un ejemplo, Aves si nido (1889), de la novelista peruana Clorinda Matto de Turner, cuya obra se vio influi­ da por las ideas de Manuel González Prada. Esposa y luego viuda

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de un médico, vivió durante largos años en Cuzco, una ciudad situa­ da en el corazón de la zona andina habitada por los indios, rodeada de pueblos que estaban dominados por el cura, el juez y el propieta­ rio. Su novela es una mezcla de argumento romántico y de detalles realistas. La historia nos habla de una pareja de enamorados, Ma­ nuel, el hijo del juez, y Margarita, hija de un matrimonio indio que ha sido asesinado por oponer resistencia a la oligarquía local. Marga­ rita es criada por otro matrimonio, Fernando, que tiene intereses en las minas, y su esposa Lucía. Ellos representan las clases medias ilus­ tradas que intentan infructuosamente mejorar las duras condiciones sociales que imperan en la ciudad, pero finalmente tienen que ad­ mitir su derrota y volver a Lima. Sin embargo, el punto culminante de la acción no consiste tan sólo en el fracaso de estas buenas inten­ ciones paternalistas, sino en el descubrimiento de que Margarita y el hombre al que ama son hermanastros, ya que ambos son hijos ilegítimos del cura. La novela contiene una fuerte crítica anticlerical que no sólo aparece en su argumento sino también en una serie de ataques directos. Hasta ahora las novelas realistas que hemos comentado se carac­ terizaban por mensajes morales muy diferentes, ya fuera contra la corrupción del lujo, ya contra las hipocresías del orden establecido. Pero hacia fines de siglo los escritores empezaron a interesarse cada vez más por los problemas del estilo y del lenguaje, aunque no siem­ pre cayeran directamente bajo la influencia de los modernistas. Al mismo tiempo hubo también una propensión a pintar la vida rural y provinciana conocida en algunos países con el nombre de «crio­ llismo».8

4.

T o m á s C a r r a sq u illa (1858-1940)

Un ejemplo de novelista que se consagró a la vida provinciana y que sin embargo se negó a seguir la tendencia a escribir novelas de tesis a la manera realista del siglo XIX es Tomás Carrasquilla, de Colombia. Nacido en la provincia de Antioquía, estaba profunda­ mente arraigado en la vida de provincias y derivó el frescor de su estilo de las conversaciones, cuentos y anécdotas provincianos. Su fa­ milia, modesta, se sentía profundamente hispánica, y conservaba en sus actitudes y costumbres la vida tradicional familiar de la España 8.

Ricardo Latcham, «La historia del criollismo», en El criollismo, Santiago de Chile, 1956.

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católica. Eran, como él mismo dijo, «más blancos que el rey de las Españas»; y en otro lugar: «Todos ellos eran gentes patriarcales, muy temerosos de Dios y muy buenos vecinos».9 Sus novelas describen la vida sencilla de estas familias provincianas cuyos dramas y trage­ dias tenían lugar en la oscuridad, cuyo principal enemigo era el te­ dio, ese tedio que engendra la estación de las lluvias y que estimuló a escribir a Carrasquilla. Su primera novela, Frutos de mi tierra (1896), es una presentación de la vida provinciana, mucho más elaborada que un cuadro costumbrista y con un tono mucho menos moralizador que muchas novelas realistas. Y sin embargo el tema no deja de tener implicaciones morales, ya que una narración como La mar­ quesa de Yolombó, la más ambiciosa de sus novelas históricas, trata del honrado provincialismo arruinado por la metrópoli. En Frutos de mi tierra este tema se desarrolla en forma grotesca, ya que la no­ vela cuenta la vida de unos sórdidos y avariciosos hermanos que se creen muy distinguidos, lo cual les hace parecer ridículos en su am­ biente provinciano. Son vulnerables debido a su orgullo, y la herma­ na, fea, ya madura y carente de todo atractivo, se deja engañar por un deslumbrante primo de Bogotá, quien la despoja de toda la for­ tuna familiar. El mismo tema, tratado dq un modo más extenso y más ambicioso, reaparece en la novela histórica La marquesa de Yolombó10 (1926), donde el tema de la expoliación de la provincia por la metrópoli se sitúa en una época lejana, en el período colonial. Nacida en una ciudad minera, la heroína tiene el nombre de Bárba­ ra (la santa patrona de los mineros). Es una muchacha vehemente, encerrada en los estrechos límites de la sociedad colonial en la que se considera que una mujer sólo puede interesarse por los vestidos y el matrimonio. Pero Bárbara está apasionadamente interesada por la mina y simboliza el interés del criollo por su propia tierra frente a la actitud de los españoles, que sólo quieren explotar la mina sin contribuir al desarrollo de la región ni invertir los beneficios en aquella sociedad. La madre de Bárbara, por otra parte, es el tipo femenino convencional que acepta las limitaciones de su función: Que trabajaran los hombres como bestias de carga, que ganasen como gentes que venden su alma al diablo; pero a las mujeres no les cumplía sino gastarles la plata, darles hijos, levantar la familia y alegrar la casa. 9. En la introducción a las Obras completas, M adrid, 1952. 10. La cronología de «períodos» en la literatura latinoamericana es siempre difícil. Sólo pue­ do justificar esta inclusión de una novela publicada en 1926 con el argumento de que Carrasquilla parece que ha de considerarse como un escritor anterior a 1914.

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Bárbara tiene pocas opciones y ha de dedicar su tiempo a educar y cuidar de los esclavos y trabajadores. Completamente ignorante acer­ ca de la política y cuestiones internacionales, está muy bien informa­ da acerca de su región natal. Sin embargo, en el momento decisivo del movimiento por la independencia, proclama su lealtad al trono español y envía al rey un suntuoso regalo que le vale la concesión del título de marquesa. Esto será su perdición. Se hace orgullosa y arrogante, es víctima de un aventurero español que, con el pretexto de la fidelidad a su rey, roba el producto de las minas y luego la abandona. Una vez más estamos ánte el tema del enfrentamiento entre la provincia y la metrópoli (ahora simbolizada por el poder imperial). El estilo tiene una gran solidez, que se debe al uso del lenguaje coloquial que demuestra lo profundamente compenetrado que estaba el autor con su región. El «patriotismo local» contribuye a explicar la hostilidad de Carrasquilla para con el modernismo y la influencia de los decadentes franceses.11 Es en los cuentos donde Carrasquilla utiliza al máximo sus fuen­ tes populares. Muchos de ellos son relatos tradicionales. «En la dies­ tra de Dios Padre», por ejemplo, cuenta la historia popular del cam­ pesino que burla al diablo, otras versiones de la cual encontramos en las tradiciones de Ricardo Palma y en Don Segundo Sombra. Otros se inspiran en incidentes autobiográficos. En «Dimita Arias», Carras­ quilla describe a un maestro de escuela inválido, «El Tullido», cuya personalidad y aspecto físico corresponden a uno de los que fueron sus propios maestros. Esta familiaridad con la vida y las leyendas po­ pulares se advierte incluso cuando escribe sobre temas políticos. En «El Padre Casafús» capta el fanatismo provinciano en la historia de un cura cuyo mal humor le atrae la enemistad de una influyente feligresa, quien le persigue hasta hacerle perder todos sus medios de vida, haciendo creer a todos que es un «liberal». Lo mejor de Carrasquilla está en «Simón el Mago», un cuento que combina el humor grotesco con un tema de candidez e ignoran­ cia provincianas. Simón es un muchacho cuya nodriza mulata es dada a la brujería y que le inicia en el arte de volar como las brujas. Él sigue sus consejos pero termina ignominiosamente en un montón de estiércol. Carrasquilla cuenta la historia exactamente como los al­ deanos la hubieran contado, dándole una cierta tonalidad de negru­

11. N igel Sylvester analiza brevemente este punto en The Homilies and Dominicales o f To­ más Carrasquilla, Monograph Series, I, Centre for Latin American Studies, Universidad de Liver­ pool, 1970.

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ra que nos recuerda las pinturas goyescas sobre la brujería. En este pasaje, por ejemplo, la nodriza está dando instrucciones: Pues la gente s’embruja muy facilito: la m od’ es qui uno si untan bien untao en aceite en toítas las coyunturas: se que’ en la mera ca­ misa y se gana a una parti alta y así que’ está uno encaramao abre bien los brazos como pa volar, y dici uno; ¡pero con harta fe! ¡No creo en Dios ni en Santa María! Y guelvi a decir hasta que ajuste tres veces sin resollar: y entonces si avienta uno p u ’ el aire y s ’encumbra a la región.

Advertimos lo fiel que es Carrasquilla a sus fuentes y con qué minuciosidad transcribe el habla del mulato, casi hasta el extremo de hacerse ininteligible. La transcripción fiel del habla popular es la fórmula clave para la expresión de la candidez de la mujer y de su discípulo. La verosimilitud tenía mucha importancia para los escritores criollistas que surgieron a comienzos del siglo X X , cuando hubo una am­ plia acción contra el cosmopolitismo del período modernista. El crio­ llismo tendía a centrarse sobre todo en novelas de ambiente rural. Pero aunque los autores hubieran empleado la estructura determi­ nista del realismo del siglo X I X , como posmodernistas fueron mu­ cho más sensibles a la capacidad evocativa del lenguaje que un escri­ tor como Blest Gana. En Chile y en muchos pequeños países lati­ noamericanos menos accesibles a las influencias de vanguardia, el criollismo fue un movimiento que perduró hasta años muy recien­ tes; pero su momento de máxima vitalidad se dio en los años ante­ riores a 1918. Javier de Viana (Uruguay, 1868-1926), Mariano Latorre (Chile, 1886-1955), ambos autores muy prolíficos, son típicos de este movimiento. En ambos casos basaban sus historias en sucesos que ilustraban la dureza de la vida de los habitantes del campo. Via­ na describió a los gauchos del Uruguay así como la decadencia de unas poblaciones rurales demasiado obtusas e ignorantres como para salir por sí mismas de la desesperación cotidiana. Latorre describió la vida de los montañeses y de los pescadores de Chile. Muchos otros ejemplos podrían citarse; los venezolanos Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (1872-1937) y Rufino Blanco Fombona (1874-1944); o el pe­ ruano Ventura García Calderón (1886-1959); y muchos autores de cuentos de las repúblicas centroamericanas, como Ricardo Fernández Guardia (Costa Rica, 1867-1950); pero el alcance de este tipo de li­ teratura era limitado. Los autores preferían con mucho la forma del cuento, en parte porque era más fácil de publicar en periódicos y

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revistas en una época en que las editoriales de estos países eran aún escasas. Los cuentos solían construirse en torno a una anécdota que se consideraba representativa de la vida de una comarca en concreto. Sin embargo, los escritores modernos tienden a señalar la falta de autenticidad de buena parte de estos materiales criollistas, sobre to­ do cuando el autor no pertenecía a la comarca ni había compartido el género de vida que estaba describiendo, debido a proceder de una clase social diferente o de la ciudad. El criollismo fue una forma literaria de signo moral que se diri­ gía a la conciencia de las minorías urbanas. Los escritores no sólo describían a los campesinos sino que querían además remediar la si­ tuación social que condenaba las zonas rurales al atraso y a la pobre­ za. Los cuentos del uruguayo Javier de Viana y de su compatriota Carlos Reyles (1868-1938) incluyen explícitamente mensajes morales y nacionales sobre el valor del trabajo honrado en la tierra como me­ dio de regeneración nacional. La educación paternalista de los cam­ pesinos se suponía que iba a elevar el nivel general del país. La nove­ la del ecuatoriano Luis Martínez (1869-1909), A la costa (1904), en la cual el protagonista, un pequeño burgués de Quito empieza a encontrar su dignidad personal dirigiendo una plantación en la cos­ ta, es típica de esta escuela literaria que demostraba que los autores eran conscientes del problema, pero que raras veces sabían convertir sus obras en instrumentos que contribuyeran a que se produjese un cambio social.12 No todos los escritores de esta generación pertenecieron exclusi­ vamente a las clases dirigentes. El escritor argentino de origen ruso Alberto Gerchunoff (1884-1950) se crió en una colonia judía de gran­ jeros que describió en Los gauchos judíos ( 1910 ); Baldomero Lillo fue dependiente de una tienda; el escritor cubano Carlos Loveira (1882-1928), autor de Juan Criollo (1927), fue un dirigente sindical. Sus orígenes sociales tal vez les permitieron tener una visión más real de las vidas de los humildes, pero su mentalidad es asombrosamente semejante a la de los intelectuales avanzados de la clase terrateniente como Carlos Reyles y Rufino Blanco Fombona, y compartían con ellos su interés por la educación y por la letra impresa como instrumento para la reforma de la sociedad.13 Las novelas regionalistas, realistas

12. Un extenso comentario acerca de esta cuestión puede verse en J . Franco, The Modem Cultura o f Latín America, Nueva York y Londres, 1967; cap. 2: «The Select Minority: Arielism and Criollismo». 13. David Viñas, Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires, 1964.

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y de protesta social de los años veinte y treinta proceden directamen­ te de esta preocupación social de los criollistas. El esquema común de la literatura realista hasta 1914 es de ca­ rácter determinista. El tema central era el conflicto entre la moderni­ dad y los valores tradicionales y los escritores dirigían una mirada crítica a una era de progreso y de desarrollo que traía consigo no sólo la destrucción de las antiguas instituciones sino también la crea­ ción de nuevos tipos de explotación. El realista hispanoamericano se acercaba al poeta romántico en su nostalgia de una tradición y el temor de la anarquía moral que podía ser el fruto del nuevo mate­ rialismo.

Le c t u r a s

Textos Blanco Fombona, Rufino, Obras selectas, Madrid y Caracas, 1958. Blest Gana, Alberto, La aritmética en el amor, Santiago de Chile, 1950. — , Martín Rivas, Santiago de Chile, 1960. — , Los transplantados, Santiago de Chile, 1961. — , El ideal de un calavera, Santiago de Chile, 1964. — , El loco Estero y Gladys Eairfield, Santiago de Chile, 1961. Cambaceres, Eugenio, Obras completas, Santa Fe, 1956. Carrasquilla, Tomás, Obras completas, Madrid, 1952. Latorre, Mariano, Sus mejores cuentos, 14.a ed., Santiago, 1962. López, Lucio Vicente, La gran aldea, Buenos Aires, 1965. Martínez, Luis, A la costa, 2 .a ed., Quito, 1959. Matto de Turner, Clorinda, Aves sin nido, Buenos Aires, 1889. Payno, M., Los bandidos del Río Frío (pról. de A. Castro Leal), México, 1982. Prieto, Guillermo, Recuerdos de mi vida y El placer conyugal y otros textos similares, México, 1984. Roa Bárcena, José María, La quinta modelo, México, 1984. Viana, Javier de, Selecciones de cuentos, 2 vols., Montevideo, 1965.

Estudios históricos y críticos

Alegría, F., Las fronteras del realismo: literatura chilena del siglo XX, San­ tiago, 1962. Ara, G., La novela naturalista hispanoamericana, Buenos Aires, 1965.

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Capítulo 5 LA TRADICIÓ N Y EL CAM BIO : JOSÉ MARTÍ Y M AN U EL G O N ZÁLEZ PRADA

La historia me absolverá. F id e l C a s t r o

i.

J o sé M a r tí

La relación entre los dos escritores que se estudian en este capítu­ lo es más bien distante. José Martí era cubano, hijo de una humilde familia de inmigrantes; Manuel González Prada era hijo de un terra­ teniente y miembro de la clase alta peruana. Ambos fueron poetas, pero lo que tienen en común no está tanto en su manera de escribir como en su actitud política militante. Estamos ahora ante escritores para quienes la literatura y la revolución van íntimamente unidas. Cambiar el lenguaje era para ellos otro modo de cambiar las actitudes. Antes de cumplir los veinte años José Martí (1853-1895) fue con­ denado a trabajos forzados en una cantera por haber participado en la conspiración de 1868 en favor de la independencia. La única prueba de su participación en este movimiento era su amistad con Rafael María Mendive (1821-1886), poeta, pedagogo y combatiente por la libertad que había fundado la Revista de La Habana y era director de la Escuela Superior de Varones. Mendive fue uno de los grandes humanitaristas de la Cuba del siglo XIX y ejerció una importante influencia sobre el joven Martí. Pero lo que sin duda alguna hizo que Martí dejara de ser el habitual estudiante idealista y consagrara toda su vida a luchar por la independencia fue la condena política a trabajos forzados. Durante los meses que precedieron a la conmu­ tación de su sentencia por el destierro, trabajó como un esclavo bajo el sol abrasador, encadenado de pies y manos, al lado de viejos y de muchachos sobre los que habían recaído sentencias similares. Ha­

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ber experimentado una grave injusticia y la opresión fue algo que debía marcarle. Una de las primeras tareas de Martí cuando llegó a España, donde transcurriría el período de destierro, fue escribir su ensayo El presidio político de Cuba (1871),1 denuncia inspirada más por el sufrimiento de los demás que por las penalidades que él mismo había sufrido. No tenía la menor duda sobre a quién debía atribuirse la culpabilidad. ¡Horrorosa, ¡Y vosotros ¡Y vosotros ¡Y vosotros

terrible, desgarradora nada! los españoles la hicisteis! la sancionasteis! la aplaudisteis!

La lista de atrocidades descritas en esta obra incluye los casos de niños de doce años condenados a la cantera y del brutal apaleamien­ to de un anciano, don Nicolás, que acabó desplomándose a causa de la debilidad: Se le echó al pie de un montón. Llegó el sol, calcinó con su fuego las piedras. Llegó la lluvia; penetró con el agua las capas de la tierra. Llegaron las seis de la tatde. Entonces dos hombres fueron al montón a buscar el cuerpo que, calcinado por el sol y penetrado por la lluvia, yacía allí desde las horas primeras de la mañana.

Adviértase cómo Martí hace la descripción. El cuerpo es abando­ nado exánime entre las piedras de la cantera. El sol y la lluvia caen con toda su fuerza sobre las piedras insensibles. Y también sobre los cuerpos. La insensibilidad de los españoles para con la vida hu­ mana queda ya subrayada y no requiere más énfasis. El hombre ha sido igualado a las piedras, y para Martí, que creía que «Dios estaba en aquel hombre», era la mayor de las blasfemias. Siempre iba a permanecer fiel a esta idea de que la vida humana es sagrada, de que el hombre tiene derecho a la libertad y de que por la libertad vale la pena sacrificar la propia vida. De 1871 a 1873 Martí estudió en su destierro español; en 1873 dirigió en México la Revista Universal; y en 1877 fue nombrado pro­ fesor de la Universidad de Guatemala. Sólo en una ocasión volvió, y por muy breve tiempo, a Cuba antes de participar en su última y trágica expedición. La mayor parte de los años finales de su vida transcurrieron primero en Venezuela (hasta 1881) y luego en los Es­ 1

Josc Martí, OC, I, Editorial Nacional de Cuba, La H abana, 1964.

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tados Unidos, país del que no salió hasta 1895 para sumarse a la expedición libertadora que estaba al mando del general Máximo Gó­ mez. El 19 de mayo de este último año murió en un combate en Boca de Dos Ríos. Martí escribió «la prosa más bella del mundo»,2 según Rubén Da­ río. Evidentemente su concepción de la lengua literaria es más sofis­ ticada que la de la mayoría de sus contemporáneos. Había sufrido la influencia del escritor norteamericano Ralph Waldo Emerson, para quien la palabra era simbólica, y que escribió: «Sólo hablamos con metáforas, porque la naturaleza toda es una metáfora del espíri­ tu humano». En una época de elocuencia más bien vacua, Martí adop­ tó la tesis emersionista de un lenguaje poético arraigado en las ver­ dades profundas. El lenguaje más intenso es a menudo el más senci­ llo y el más conciso: El arte de escribir ¿no es reducir? La verba mata sin duda la elo­ cuencia. Hay tanto que decir, que ha de decirse en el menor número de palabras posibles: eso sí, que cada palabra lleve ala y color.3

«Ala» y «color» se refieren a los elementos ideales de la palabra y sus posibilidades alusivas, cualidades que la hinchazón retórica nunca puede captar. Martí era, pues, mucho más consciente que la mayoría de sus contemporáneos, con la excepción de los modernistas, de los recursos que en potencia tenía el lenguaje. Pero, como Emerson, con­ sideraba estos recursos potenciales íntimamente unidos a las cualida­ des humanas del pueblo, de donde salían en último término los que hacían la poesía, los que inventaban las palabras. La inspiración lle­ ga al escritor desde esta fuente, y un individuo no es nada sin el pueblo: Los hombres son productos, expresiones, reflejos. Viven, en lo que coinciden con su época o en lo que se diferencian marcadamente de ella; lo que flota, les empuja y pervade.4

De ahí la importancia de la sinceridad en su concepción de la poesía, por la que él entendía la verdad respecto a su época y situa­ ción y respecto a la dignidad como seres humanos.5 La literatura es 2. Iván A. Schulman y Manuel Pedro G onzález, «Resonancias mariianas en la prosa de R u­ bén Darío», en José Martí, Rubén Darío y el Modernismo, M adrid, 1969. 3. OC, XI, pág. 196. 4 Ibid . , XIII, pág. 34. 5. Como declaración de sinceridad, véase suintroducción a sus Versos sencillos, OC, XVI, págs. 61-62.

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«espontáneo consejo y enseñanza de la naturaleza», y también un texto en el que pueden resolverse las contradicciones aparentes, y que tiene también un significado social y religioso.6 Al analizar las opiniones de Martí sobre la lengua, la sociedad, el hombre y la poesía, las encontramos arraigadas en un concepto de la naturaleza, con el hombre en el centro, progresando continua­ mente por medio de la autoeducación. El suyo era un credo optimis­ ta con un objetivo a largo plazo, la mejora de la humanidad, y otro a corto plazo, la liberación de Cuba, al que debían dedicarse todos los esfuerzos. Esto explica por qué, a pesar de su amor por la poesía, la mayor parte de su escritura tiene un carácter más práctico. Con raras excepciones (una novela inacabada y algunos cuentos), casi to­ do lo que escribió en prosa era funcional, tanto si se trataba de un artículo para un periódico, de un discurso, de cartas a camaradas o de informes. Como Martí fundaba su escala de valores en la fidelidad a la na­ turaleza y a la historia, creía que cualquier falsedad, cualquier co­ bardía o traición sería denunciada, si no por los contemporáneos, más tarde por la posteridad. El futuro juzgaría a los hombres que habían trabajado desinteresadamente en bien de la humanidad. Y él mismo aplicaba este criterio a los héroes del pasado —Bolívar, San Martín, el general Páez— y a los contemporáneos como'el gene­ ral Gómez, Walt Whitman y Emerson. Sus ensayos sobre estos hom­ bres constituyen lo mejor de sus obras en prosa. Simpatizaba en se­ guida con aquellos que, a pesar de ser bárbaros y poco ortodoxos, pensaban en algo más que en su comodidad o salvación personales. Así nos habla, por ejemplo, el general Gómez, el caudillo de la in­ dependencia cubana: A caballo por el camino, con el maizal a un lado y las cañas a otro, apeándose en un recodo para componer con sus manos la cerca, entrándose por un casucho a dar de su pobreza a un infeliz, montan­ do de un salto y arrancando veloz, como quien lleva clavado al alma un par de espuelas, como quien no ve en el mundo vacío más que el combate y la redención, como quien no le conoce a la vida pasajera gusto mayor que el de echar los hombres del envilecimiento a la dig­ nidad, va por la tierra de Sanro Domingo, del lado del Monte Cris­ tal, un jinete pensativo, caído en su bruto como —su silla natural, obedientes los músculos bajo la ropa holgada, el pañuelo al cuello,

6.

D e un ensayo sobre «W hitman» en OC, XVI.

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de corbata campesina, y de sombra del rostro trigueño el fieltro veterano.7

Vale la pena examinar cuidadosamente este fragmento porque tanto el estilo como el tema son característicos de la prosa de Martí. El tiempo presente da al lector la sensación de la actualidad de los hechos; la rápida sucesión de actividades se indica por medio de una serie de gerundios: «apeándose», «entrando», «montando», «arran­ cando». La actividad se relaciona luego con el ideal de «combate y redención» que da sentido a las frases finales que describen al pensa­ tivo jinete, vestido con la sencilla indumentaria del campesino. La actividad y la apariencia exterior sólo adquieren sentido cuando se relacionan con el ideal de elevar al pueblo desde la degradación has­ ta la dignidad. El imperativo moral que guía la vida del héroe se hace siempre patente en la obra de Martí. Así, describiendo la vida del poeta Heredia, Martí subraya la holgura en que vivía su familia para realzar aún más la nobleza de una decisión que, no obstante, se considera como la única posible para un hombre íntegro: En las ventanas dan besos, y aplausos en las casas ricas, y la abo­ gacía mana oro; pero, al salir del banquete triunfal, de los estrados elocuentes, de la cita feliz, ¿no chasquea el látigo, y pide clemencia a un cielo que escucha la madre a quien quieren ahogarle con azote los gritos con que llama al hijo de su amor? El vil no es el esclavo, ni el que lo ha sido, sino el que vio este crimen, y no jura, ante el tribunal certero que preside en las sombras, hasta sacar del mundo la esclavitud y sus huellas.8

El pasaje nos explica por qué Martí creía que era imposible ser feliz en una sociedad injusta. Los éxitos personales no pueden hacer­ nos olvidar la injusticia social. Encontramos aquí una gran diferencia con la actitud de un modernista como Darío que aspira a distanciar­ se de la sociedad y que no tiene una visión clara de un futuro sin injusticia. La posición de Martí es también muy distinta de la de Sarmien­ to. Para Martí el bárbaro es el hombre, sea cual sea su clase social y su educación, que consiente tácitamente la injusticia. Un hombre como el «centauro de las llanuras» venezolano, el general Páez, que era tan «bárbaro» como Facundo, atrae la simpatía de Martí debido 7. 8.

lbid., IV, págs. 445-446. Ibid . , V, pág. 168.

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a su sincera dedicación a la causa de la independencia. El ensayo de Martí, escrito con motivo de la muerte del general en Nueva York, subraya las virtudes de este «hombre natural» y reconoce los aspectos admirables de su barbarie.9 Martí admiraba la energía y la indepen­ dencia, y no sólo la energía física, sino también la energía intelec­ tual de hombres como Emerson o Walt Whitman (por quien sentía una simpatía especial). Tiene tan pocos prejuicios respecto de la ho­ mosexualidad de Whitman como respecto de la barbarie de Páez. Porque Whitman también estaba trabajando por la fraternidad uni­ versal: Imagínese qué nuevo y extraño efecto producirá ese lenguaje hen­ chido de animalidad soberbia cuando celebra la pasión que ha de unir a los hombres. Reúne en una composición del «Calamus» los goces más vivos que debe a la Naturaleza y a la patria; pero sólo a las olas del océano halla dignas de corear, a la luz de la luna, su dicha al ver dormido junto a sí al amigo que ama. Él ama a los hu­ mildes, a los caídos, a los heridos, hasta a los malvados.10

Martí siempre exalta de un modo y otro esas cualidades ideales en los hombres a los que admira, y sobre todo su dedicación a algo que no sean fines interesados. Las opiniones de Martí sobre el futuro social y político de Lati­ noamérica difieren en muchos aspectos importantes de las de sus con­ temporáneos. Su experiencia directa de los Estados Unidos le permi­ tió valorar la fuerza y la debilidad de esta civilización: de una parte las oportunidades que daba a los individuos, el «crisol» de la inmi­ gración; de otra, las intenciones agresivas que constituían ya una ame­ naza para Latinoamérica. Su ensayo «Nuestra América» resume su teoría de que las naciones hispánicas son muy débiles, y que esta debilidad se debe al abismo que separa a unas clases dirigentes e intelectuales alienadas y al pueblo. Cree que los indios y los negros han de integrarse plenamente en las naciones y que la gente sencilla podría enseñar muchas cosas a los que aprenden inspirándose en «li­ bros importados». Estamos ante algo muy distinto de la «barbarie» según Sarmiento. A diferencia de Sarmiento y de muchos de sus con­ temporáneos, Martí no sentía pesimismo por el futuro de las socie­ dades multirraciales y apreciaba la cultura no europea como demues­ tra, verbigracia, su descripción de Tenochtitlán en la cual pone de 9. Ibid., VIII, pág. 214. 10. Ibid., XIII, pág. 139.

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relieve la belleza plástica de esta ciudad y de la civilización preco­ lombina: ¡Qué hermosa era Tenochtitlán, la ciudad capital de los aztecas, cuando llegó a México Cortés! Era como una mañana todo el día, y la ciudad parecía siempre como en feria. Las calles eran de agua unas, y de tierra otras; y las plazas espaciosas y muchas; y los alrede­ dores sembrados de una gran arboleda. Por los canales andaban las canoas, tan veloces y diestras como si tuviesen entendimiento; y ha­ bía tantas a veces que se podía andar sobre ellas como sobre la tierra firme. En unas venían frutas, y en otras flores, y en otras jarros y tazas, y demás cosas de la alfarería.11

La poesía de Martí es tan original como su prosa. Durante su vida publicó una serie de poemas dedicados a su hijo, aún niño, Ismaelillo (1882) y sus Versos sencillos (1891). Sus Versos libres se publicaron postumamente. Al igual que en la prosa hay aquí una gran densidad, ya que los poemas habían «nacido de grandes miedos o de grandes esperanzas o de indómito amor por la libertad, o de amor doloroso a la hermosura».12 Sus imágenes se fundan en una visión dualista de la humanidad, de ideal y realidad, espíritu y ma­ teria, verdad y falsedad, la luz de la conciencia y las tinieblas del inconsciente. Ala, cumbre, nube, pino, paloma, sol, águila, luz, son símbolos del ideal que se repiten en numerosas ocasiones; cueva, hor­ miga, gusano, veneno sugieren los abismos. Los colores simbólicos —verde, plata, amarillo, negro, carmesí— proporcionan los diferen­ tes grados de intensidad y los matices.13 En muchos de los poemas de Martí hay una sutil acción recíproca de fuerzas de la luz y de fuerzas de las tinieblas. Los poemas de lsmaelillo son excelentes ejemplos de ello. Se ba­ san en la paradoja de que la debilidad, la inocencia y la dependencia del niño constituyen su fuerza, ya que despiertan lo mejor y lo más noble que hay en el padre. El niño es un símbolo de poder y poten­ cialidad, un «león», un «caballero montado en su corcel», un «con­ quistador» y el «defensor del padre» cuando éste se ve asediado por todas partes por las dudas, las tentaciones y la desesperanza. Es el príncipe enano que lleva luz a la cueva del prisionero:

11. 12. 13.

Ibid., XVIII, pág. 383. Del prólogo a Versos sencillos, Nueva York, 1891 I. A. Schulman, Símbolo y color en la obra de José Marlí, Madrid, 1960.

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¡Venga mi caballero por esta senda! ¡Éntrese mi tirano por esta cueva! Tal es, cuando a mis ojos en imagen llega, cual si en lóbrego antro pálida estrella, con fulgores de ópalo todo vistiera. A su paso la sombra matices muestra, como al sol que las hiere las nubes negras. ¡Heme ya, puesto en armas, en la pelea! Quiere el príncipe enano que a luchar vuelva; ¡él para mí es corona, almohada, espuela! Y como el sol, quebrando las nubes negras, en banda de colores la sombra trueca, Él, al tocarla, borda en la onda espesa, mi banda de batalla roja y violeta. ¿Conque mi dueño quiere que a vivir vuelva? ¡Venga mi caballero por- esta senda! ¡Éntrese mi tirano por esta cueva! ¡Déjeme que la vida a él, a él, ofrezca! Para un príncipe enano se hace esta fiesta.

El poeta en la cueva parece un escudero de un caballero feudal que debe a su señor la vida y los valores que le guían. Meditando solitario, el poeta recupera la alegría de vivir, la combatividad, la energía, gracias al «príncipe enano». Hay una ironía en el empleo de palabras como «tirano», «príncipe», «dueño», para aludir a un ni­

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ño indefenso; los significados peyorativos de estas palabras se descar­ tan completamente y sólo se conservan sus sentidos de fuerza o de obligación moral. En realidad es precisamente la indefensión del ni­ ño lo que le hace fuerte. El contraste entre la oscuridad y la luz re­ cuerda la alegoría platónica de la cueva y la salida a la luz del sol, o la lucha entre la oscuridad y la luz que es propia de antiguas mito­ logías. En Versos sencillos el poeta habla como un «hombre sincero» que contrasta la alegría que siente al contacto de la naturaleza con el mal y las complicaciones de la civilización: Yo sé de Egipto y Nigricia, y de Persia y Xenofonte; y prefiero la caricia del aire fresco del monte. Yo sé las historias viejas del hombre y de sus rencillas; y prefiero las abejas volando en las campanillas.

Una abeja en la flor, el aire, son símbolos de la vida pura, las antiguas civilizaciones sólo hablan de la historia muerta; luego el tono del poema se desvía bruscamente del júbilo y de la sinceridad y adquiere matices más sombríos: Yo sé del canto del viento en las ramas vocingleras: nadie me diga que miento, que lo prefiero de veras. Yo sé de un gamo aterrado que vuelve al redil y expira, y de un corazón cansado que muere oscuro y sin ira.

El esplendor de las grandes civilizaciones que se habían evocado al comienzo del poema contrasta con el sufrimiento y la muerte del último verso. Lo que parecía una simple antítesis entre civilización y naturaleza se convierte en algo mucho más complejo, ya que ni la grandeza del pasado ni la dicha que se refleja en la naturaleza son asequibles al poeta, quien debe enfrentarse con la posibilidad de una vida de lucha y de muerte sin gloria.

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El verso de Martí es a menudo visionario. Por ejemplo, en el si­ guiente poema, el misterio de la iglesia en las tinieblas sugiere la extraña y siniestra imagen de un búho: En el negro callejón donde en tinieblas paseo, alzo los ojos y veo la iglesia, erguida, a un rincón. ¿Será misterio? ¿Será revelación y poder? ¿Será rodilla, el deber de postrarse? ¿Qué será? Tiembla la noche; en la parra muerde el gusano el retoño. Grazna, llamando el otoño la hueca y hosca cigarra. Graznan dos: atento al dúo alzo los ojos y veo que la iglesia del paseo tiene la forma de un búho.

La verdad es que, si se compara con la poesía romántica hispa­ noamericana, las imágenes son más originales. La originalidad, sin embargo, reside en la yuxtaposición de la Iglesia que pretende salvar al hombre y darle vida eterna con la vida natural en torno a la Igle­ sia, una vida natural caracterizada por la lucha por la vida y la muer­ te y la decadencia de todas las cosas. Con frecuencia, estas yuxtaposiciones elevan los poemas de Maní por encima de los lugares comunes. El poema «Iba yo remando», se inicia con la deslumbrante visión de un lago, una situación idílica hasta que el poeta se da cuenta de que a sus pies hay un pescado hediondo, de que la belleza está desfigurada por la degeneración. En «El amigo muerto» toda la situación es fantasmagórica. El poeta recibe la vista de un amigo muerto que aún sufre por las contradic­ ciones entre ideal y realidad que le atormentaban durante su vida, y el poeta muerto (el pasado) ha de ser consolado por el poeta vivo. Los Versos libres, publicados después de la muerte de Martí, se escribieron tal como indica su título, en verso libre. Son afirmacio­ nes directas de sus luchas y de sus convicciones personales. En estos poemas vuelve una y otra vez obsesivamente a la función de la poe­ sía y a sus ideas sobre el verdadero valor de un hombre. Poemas

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como «Poética», «Mi poesía», «Cuentan que antaño», reafirman estas ideas ya comentadas sobre la naturaleza de la poesía. Su poesía, «mi verso montaraz», ha de estar tan cerca como sea posible de las fuen­ tes de la vida y de la inspiración, y teme que preocuparse excesiva­ mente por cuestiones formales mate una planta tan delicada. Así, «Cuentan que antaño» termina: Así, quien caza por la rima, aprende que en sus garras se escapa la poesía.

Muchos poemas tratan del sentido que ha de darse a la vida, de la diferencia entre los que se dedican a fines personales egoístas y el hombre auténtico. Dos de los poemas, «Odio el mar» y «Pollice Verso», merecen especial atención. En el primero el mar es un sím­ bolo del mal, «vasto y llano, igual y frío». Por lo tanto, el mar no puede servir de inspiración para el hombre cuya vida debe tener un objetivo. Lo que me duele no es vivir; me duele vivir sin hacer bien.

El mar simboliza todo lo contrario a esto; carece de objetivo, todo en él es muerte: Odio el mar, muerto enorme, triste muerto de torpes y glotonas criaturas odiosas habitado; se parecen a los ojos del pez que de harto expira, los del gañán de amor que en brazos tiembla de la horrible mujer libidinosa.

El lenguaje es a un tiempo oscuro y vigoroso. ¿Quiénes son estos monstruos? ¿Qué es el pez que muere de harto? Las «torpes y gloto­ nas criaturas» sugieren algo siniestro, algún mal invisible pero pre­ sente cuyos ojos se comparan a los del «gañán de amor», temblando en los brazos de una «horrible» mujer lasciva. Aquí se entrevén ten­ siones íntimas muy complejas. Posiblemente Martí creía que las pa­ siones personales podían absorber la vida del hombre, hasta arreba­ társelo todo, hasta el valor de sus convicciones. «Pollice verso», subti­ tulado «Memoria del presidio», es la confesión de fe de Martí. Hay leyes en la mente, leyes cual las del río, el mar, la piedra, el astro, ásperas y fatales.

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El hombre ha de ser fiel a estas «leyes»; el hombre no debe opo­ nerse a esta necesidad íntima, y si lo hace pagará por ello un precio muy elevado. Porque el hombre se compara a un gladiador en la arena, en quien tienen fijos los ojos el pueblo y el rey, que no se pierden ninguna de sus acciones y que le juzgan de acuerdo con ellas: (...) la vida es la ancha arena y los hombres esclavos gladiadores, mas el pueblo y el rey, callados miran de grada excelsa, en la desierta sombra. ¡Pero miran! (...)

La «desierta sombra» es como la zona desconocida y deshabitada del futuro que juzgará al poeta (la historia le absolverá). El hombre que arroja sus armas para elegir el bienestar presente es, para Martí, sólo digno de desprecio. La poesía de Martí ha de estudiarse en relación con toda su vida; no es posible separar a «Martí el hombre» de «Martí el político». Pero lo que separa más radicalmente a Martí del modernismo es su visión del hombre como miembro de una sociedad y como elemento de un proceso histórico. El hombre no puede negar la historia ni esca­ par a las consecuencias de sus actos. Debe encarnar la verdad y sus convicciones por muchos sufrimientos que esto comporte. Para Martí el concepto de poesía no es una alternativa a la acción política. El poema es afirmación, no máscara ni ritual.

2.

M a n u e l G o n z á l e z P r a d a (1 8 4 8 -1 9 1 8 )

La vida de González Prada posee menos coherencia que la de Martí, porque parece haber oscilado entre períodos de aislamiento y períodos de actividad política. Destinado por su madre al sacerdo­ cio, estudió durante algún tiempo en una escuela inglesa de Valpa­ raíso, y allí parece que adoptó el ideario positivista y adquirió el in­ terés por la ciencia que persistiría durante toda su vida. Abandonó la proyectada carrera eclesiástica, pero viendo que era imposible de­ dicarse a lo que realmente le interesaba en el ambiente piadoso, es­ tricto y conservador de Lima, se retiró durante ocho años a la hacien­ da de su familia, donde consagró todo su tiempo a estudiar y a escri­ bir. Tenía ya treinta y un años cuando estalló la guerra peruanochilena, y él era aún un diletante sin rumbo en la vida. Pero la ocu­

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pación chilena de Lima y la crisis de la sociedad peruana que la gue­ rra puso al desnudo, le obligaron a adoptar actitudes más serias. Com­ prendió que la clase dirigente había perdido todo contacto con el pueblo, que el Perú nunca llegaría a ser una verdadera nación a me­ nos que los indios se integraran en la vida del país y fueran educa­ dos. En consecuencia formó entonces un círculo literario con el lema «Propaganda y Ataque», cuyo objeto era la regeneración y la demo­ cratización del Perú. Fundó también por aquel entonces el partido de la Unión Nacional. González Prada consideraba la ciencia como la fuerza liberadora, la educación como la puerta al futuro y la Iglesia como un obstáculo para el espíritu científico que permitiera el progreso de Latinoaméri­ ca. Al permitir al hombre el dominio de la naturaleza, la ciencia le redimía de las limitaciones de la necesidad. «Ese redentor», decía de la ciencia, «que nos enseña a suavizar la tiranía de la Naturaleza». Sin embargo, a diferencia de los «científicos» mexicanos, no creía que la educación científica debiera anteponerse a las urgentes refor­ mas políticas y sociales. Una de las primeras tareas de un gobierno peruano sería la de liberar a los indios de la «tiranía del juez de paz, del gobernador i [sic] del cura, esa trinidad embrutecedora del indio».14 Las opiniones revolucionarias de González Prada sobre la natura­ leza de la sociedad peruana iban acompañadas por convicciones igual­ mente revolucionarias de que el escritor debía comprometerse, de que la fuente del escritor era el pueblo y que la literatura y la lengua debían incorporarse a la cultura popular: De las canciones, refranes i dichos del vulgo brotan las palabras orijinales [sic], las frases gráficas, las construcciones atrevidas. Las mul­ titudes transforman las lenguas, como los infusorios modifican los continentes.15

Por esta razón atacó vigorosamente la imitación servil del español peninsular y proclamó la urgente necesidad de una lengua literaria nueva y vigorosa. Pero después de este primer estallido de «propaganda y ataque», González Prada se retiró una vez más de la escena nacional. Se casó con una francesa, vivió en París desde 1887 hasta 1894 y durante este período asistió a las clases de Renán. Entretanto, la Unión N a­ 14. 15.

Páginas libres, nueva edición, Lima, 1966, pág. 51. Ibid., pág. 20.

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cional era disuelta; González Prada, al volver al Perú, se había radi­ calizado, orientándose hacia el anarquismo y la organización de mo­ vimientos obreros, escribiendo artículos para Los Pañas, una revista mensual fundada en 1905 por un grupo de artesanos, y protestando enérgicamente por los disparos hechos contra obreros en la huelga de Iquique de 1908.16 Su vida fue lo suficientemente larga como para llegar a influir en los movimientos nacionalistas y socialistas de los años veinte. González Prada fue, pues, intermitentemente, un escritor mili­ tante, pero mucho menos revolucionario en su prosa y en su poesía que Maní. Su prosa es más tosca, sin la plasticidad de la del cubano, y en su obra poética se interesa por los aspectos formales. Las excep­ ciones son algunos poemas primerizos, Baladas peruanas, escritas entre 1871 y 1879, la mayoría de las cuales permanecieron inéditas hasta después de su muerte: muchas tratan del tema de la injusticia social. En Minúsculas (1900) y Exóticas hay como una especie de preciosis­ mo; estaba interesado en resucitar antiguas formas de versificación, como el triolet, el rondinel y las gacelas (una forma poética árabe) y en hacer experimentos con el verso libre. Pero a pesar de la origi­ nalidad de la forma, el resultado carece a menudo de vitalidad. Sus mejores poemas acostumbran a ser los que tratan de un modo u otro del tema del absurdo de la existencia, aunque a menudo resuelve la cuestión con un forzado optimismo. ¿Dónde la firme' realidad? Giramos en medio a torbellino de fantasmas: en el flujo y reflujo de la vida, somos los hombres apariencia vana. ¡Mas ni despecho ni furor! Vivamos en una suave atmósfera optimista; y si es un corto sueño la existencia, soñemos la bondad y la justicia.17

«Crepuscular», poema en el que deja prevalecer el pesimismo y en el que renuncia a las formas rimadas, parece más convincente: En gris de plomo se disfuma el oro lívido y enfermo de los ocasos otoñales;

16. 17.

Ibid., pág. 126. «O ptim ism o», en Exóticas, Lima, 1911.

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y lentamente baja, lentamente se difunde, una tristeza desolada y aterida, una tristeza de orfandad y tum ba.18

Aquí el poema es más logrado, desde la evocación del ocaso oto­ ñal hasta la última palabra «tumba», el tono del poema se mantiene solemne, una solemnidad recalcada por el adverbio «lentamente» que se repite a la mitad de la estrofa. Pero González Prada no siempre logra esta unión de experimentación formal y sentido quizá por el hecho de que nunca se dedicaba por entero a la poesía. En el fondo ofrece un interesante contraste con José Martí. Este fundió su vida personal, política y literaria en un conjunto sólido y unitario. González Prada nunca llegó a alcanzar tanta coherencia; por eso sus escritos en prosa tienden a ser polémicos y su poesía a ser un juego. 18.

Tam bién de Exóticas.

Le c t u r a s

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LITERATURA HISPANOAMERICANA

González, Manuel Pedro, y Schulman, Iván A.., Jo sé Martí, Rubén Darío y el Modernismo, Madrid, 1969Ghiano, Juan Carlos, Jo sé Martí, Buenos Aires, 1967. Marinello, Juan, Jo sé Martí. Escritor americano, México, 1958. Schulman, I. A., Símbolo y color en la obra de Jo sé Martí, Madrid, 1960. Schultz de Mantovani, Fryda, Genio y figura de Jo sé Martí, Buenos Aires, 1968.

Capítulo 6 LOS MÚLTIPLES ASPECTOS DEL M O DERNISM O

El Modernismo —como el Renacimiento o el Romanticis­ mo— es una época y no una escuela, y la unidad de esa época consistió en producir grandes poetas individuales que cada uno se define por la unidad de su personalidad, y todos juntos por el hecho de haber iniciado una literatura independiente, de valor universal, que es principio y origen del gran desarrollo de la literatura hispano-americana posterior. F e d e r ic o d e O n ís

El modernismo, como el romanticismo y el realismo, es un tér­ mino difícil de definir. El movimiento no produjo ningún manifies­ to y un apresurado repaso a las antologías del modernismo revela la existencia de estilos ampliamente divergentes, que van desde el «parnasianismo» de ciertas fases de la obra de Rubén Darío, hasta el simbolismo o el romanticismo tardío de José Asunción Silva. Mo­ dernismo puede, pues, considerarse como una palabra cómoda que permite incluir dentro de un concepto más o menos unitario a un buen número de poetas que escribieron desde poco después de 1880 hasta el segundo decenio del presente siglo. Y sin embargo, evidentemente es mucho más que un nombre. Juan Ramón Jiménez lo describió como un aspecto de la crisis espiri­ tual general del fin-de-siecle.l Y Federico de Onís creía que su in­ fluencia se extendía a toda la poesía contemporánea.2 Pocos críticos modernos encerrarían una definición de modernismo dentro de los límites de las innovaciones técnicas. Un posible punto de partida es definir el modernismo en rela­ ción con el realismo y el romanticismo, en otras palabras, definirlo 1. El Modernismo. Notas de un curso, edición de R. G ullón y E. Fernández Méndez, Méxi­ co, 1962. 2.

Antología de la poesía española e hispanoamericana, 2 .* ed ., N ueva York, 1961.

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como una diferencia. En Hispanoamérica el romanticismo había sig­ nificado nostalgia de la estabilidad, de la seguridad de la fe católica y del sistema tradicional de jerarquías sociales. El modernismo, por su parte, flotó en los ámbitos de la incertidumbre, de la pérdida de la fe y del derrumbe del orden social. El escritor realista aceptaba el determinismo y cayó en el clisé estilístico, mientras que el moder­ nista trataba de ver más allá de las limitaciones biológicas y sociales y de explorar la innovación lingüística. En resumen, el modernismo tradujo la crisis de la que habla Onís a términos estéticos; la crisis y el reposo, la contradicción y la resolución, se plasman en las imá­ genes. Esta nueva conciencia sólo podía plasmarse en un período en el que se veía la urgencia de crear un nuevo lenguaje y nuevas formas. El desgarramiento entre la vida privada y la pública, entre la labor cívica y la actividad literaria, no desapareció, pero —por vez primera en Hispanoamérica— el poeta modernista tendió a considerar la ac­ tividad literaria como superior en la escala de valores a la actividad política. La acción política estaba ya mucho más desprestigiada que en los tiempos de Bolívar, mientras que por el contrario Victor Hugo representaba el ideal del poeta laureado que permanecía encima de la lucha política. Si por una parte el poeta se veía a sí mismo como un proscrito de la sociedad, también se consideraba como un pros­ crito genial. Este mito de la superioridad del poeta y sus dones proféticos iba a influir hasta en el más humilde de los versificadores provincianos hasta Rubén Darío. Y sin embargo, aun en su visión del poeta, el modernismo resulta contradictorio. Darío, por ejem­ plo, escribía un cuento como «El rey burgués», en el cual el rey bur­ gués obliga al poeta a tocar el organillo en la nieve, dejándole morir de hambre; pero el mismoRubén, y el modernismo en general, de­ bían mucho a la opulencia del fin de siglo que aportó nuevos niveles de lujo y de refinamiento para el continente, que creó una cierta demanda, aunque modesta, de libros, que financió revistas literarias y que daba el aspecto europeo a grandes ciudades como México y Buenos Aires. El proceso tuvo dos facetas complementarias. De un lado los poetas enriquecían un escenario literario muy pobre, pero al mismo tiempo sus obras reflejaban los gustos de la burguesía de la época. Una edición de los poemas de Herrera y Reissig, publicada en 1912 y editada por el poeta español Villaespesa, ilustra inmejora­ blemente este aspecto del modernismo.3 En la portada hay una pa­ 3.

Se trata de la edición publicada en Madrid (1911) con un prólogo de Francisco Villaespesa

LOS MÚLTIPLES ASPECTOS DEL MODERNISMO

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reja de castos enamorados, el hombre vestido con una piel de oso, la mujer con una toga romana. Vestida pero lasciva, la pareja de­ muestra una sexualidad que no transgrede los tabúes de la época, la piel de oso significando la virilidad en el código semiótico del sexo. El modernista era por lo tanto un mediador entre el gusto euro­ peo y la barbarie hispanoamericana, y al propio tiempo no salía de los tabúes de su época. Por esta razón la retórica modernista tiende a ocultar contradicciones y tensiones más que a revelarlas abiertamente. Que los modernistas vivieron y sufrieron una crisis espiritual es innegable. Y esta crisis fue tanto más aguda por el hecho de darse en un espacio de tiempo muy corto. Hispanoamérica había perma­ necido al margen de las especulaciones literarias y filosóficas de la Europa del siglo X I X . Ahora, en un lapso de veinte años, se produ­ ce el impacto del historicismo y del materialismo, del nuevo espiritualismo del fin de siglo con su exploración del misterio, del esteti­ cismo. Y este impacto fue recibido a través de la letra impresa. El poeta modernista no conoció personalmente los cambios tecnológi­ cos y sociales que estaban transformando las vidas humanas en Euro­ pa. En el mejor de los casos, los contempló como un turista. Sólo podía darse cuenta de todo esto de un modo mediato. La experien­ cia que sí tuvo directamente fue la de su relación de dependencia respecto a la cultura europea, la de su propia inconsistencia y falta de tradición. Lo que para un escritor europeo significaba una crítica de la ciencia y de la industria, desde su posición de marginado en la sociedad capitalista, para el hispanoamericano significaba una afir­ mación de la posición especial del artista. De la cultura europea ne­ cesitaba una afirmación, una tradición que le proporcionase un pa­ pel más digno a pesar del desprecio de los «bárbaros». Sin una sociedad arraigada o estable en que apoyarse, el escritor hispanoamericano se movía en el vacío. Compartía con sus contem­ poráneos europeos la pérdida de la fe tradicional o de la confianza en los remedios sociales. Pero necesitaba aún más que ellos a la lite­ ratura para llenar estos huecos. El retorno a la naturaleza no era po­ sible, ya que el determinismo de la naturaleza no hacía más que recordar cruelmente el hecho de que el hombre hispanoamericano aún no había sabido hacerse dueño del mundo que le rodeaba. Por eso el poeta cubano Julián del Casal mete en el mismo saco determi­ nista a la ciencia y a la naturaleza: En el seno tranquilo de la ciencia que, cual tumba de mármol,

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guarda tras la bruñida superficie podredumbre y gusanos, en brazos de la gran Naturaleza, de los que huí temblando cual del regazo de la madre infame huye el hijo azorado.

La seguridad de la ciencia es la seguridad de la muerte, pero los brazos de la naturaleza no son más acogedores. Como los románti­ cos, parnasianos y simbolistas europeos, los poetas modernistas que­ rían desafiar a la ciencia y a la naturaleza, explorar todo lo que que­ daba fuera del esquema determinista de la herencia, la evolución y la decadencia. Celebraban la sensualidad y la perversión, no el amor conyugal, Salomé y Venus sustituyeron a la imagen materna. Aspi­ raban a un tiempo más amplio que el que marcaban los relojes. Tal vez incluso podía lograrse que la literatura durase tanto como el már­ mol y la piedra. El arte es por esencia el artificio, lo que se hace, lo que no es simplemente el discurrir de la vida y el proceso orgáni­ co. Julián del Casal canta lo artificial como algo superior a los res­ plandecientes atractivos del cosmos natural: Y el fulgor de los astros rutilantes no trueco por los vividos cambiantes del ópalo, la perla o los diamantes.

Por estas razones, se sintió como algo muy urgente la necesidad de una nueva lengua literaria, liberada de todo condicionamiento, liberada de las limitaciones de la época. Y esta urgencia era distinta de la preocupación de escritores como Andrés Bello y Ricardo Pal­ ma, centrados en problemas más directos de comunicación o de nor­ mas. Los modernistas plantearon el problema del lenguaje a un ni­ vel distinto, al nivel de la creación. No podían usar ni el castellano, que pertenecía a una tradición que ya había muerto para ellos, ni el dialecto local de una cultura que era aún regional y tradicional; tampoco podían hacer surgir un lenguaje nuevo de la nada. De ahí una vez más la importancia que adquirió el francés y, sobre todo, la poesía francesa. Por aquel entonces, la poesía francesa del siglo XIX había ya con­ seguido crear una estética definida. Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé habían demostrado triunfalmente que la poesía era una actividad plenamente autónoma, que no respondía a ninguna exi­ gencia cívica. El arte no era útil; Théophile Gautier lo había dicho

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ya brillantemente poco después de 1830, en el prólogo a Mademoiselle de Maupin. Un relato o un poema no tenían por qué desembo­ car en una conclusión moral. El arte era por encima de todo una cuestión que afecta a los sentidos. El goce estético quedaba así sepa­ rado de lo que era bueno o malo, en un sentido moral. Claro está que la polémica no terminó ahí, pues la cuestión del arte por el arte iba a ser debatida durante muchísimo tiempo; pero a fines del siglo XIX, la poesía por lo menos había roto ya en buena parte con cual­ quier noción de didactismo o de propósito moral. Otra idea romántica que los franceses fueron abandonando gra­ dualmente fue la de que la literatura era necesariamente una mani­ festación subjetiva. Con el parnasianismo desarrollaron una teoría del arte objetivo, de temas ajenos a la vida del poeta y vinculados a esquemas y tensiones arquetípicos. Con objeto de romper con esta referencia biográfica, los parnasianos eligieron temas distantes y exó­ ticos, como el mundo pagano de los Poémes barbares de Leconte de Lisie, el mundo clásico de los Poémes antiques de este mismo autor, o los poemas sobre «princesas» de Théodore de Banville. Estos poetas despojaron al lenguaje de cualquier alusión a la vida contem­ poránea, dándole por otra parte connotaciones arquetípicas, sugiriendo modelos de coartación, libertad, calma, violencia: Argentyr, dans sa fosse étendu, pále et grave á l’abri de la lune, á l’abri du soleil.

Aquí el esquema de las sugerencias y el sonido de las palabras son tan importantes como el significado. «Pále et grave» son pa­ labras que dan morosidad al verso, mientras que la repetición que les sigue es la repetición del día y de la noche. El primer verso tiene la inmovilidad de la muerte, el segundo lo sitúa dentro del ciclo repetitivo de la naturaleza. La única relación de los parnasianos con el presente era de rechazo: Noyez dans le néant des suprémes ennuis vous mourrez bétement en emplissant vos poches.

Verlaine, Rimbaud y Baudelaire extendieron muchísimo el ám­ bito de estas experiencias, después de las preocupaciones, más bien triviales, de los parnasianos. Uno de los primeros poetas que com­ prendió la monstruosidad de lo moderno, las zonas oscuras de la psique humana, el terror de la ciudad, Rimbaud, liberó al lenguaje

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del ancla de la racionalidad. Soltó las amarras que ataban su «barco ebrio» a la realidad objetiva. El poeta modernista se enfrentó con todas estas líneas de desarro­ llo de la poesía francesa no como una serie de fenómenos evolutivos, sino como una gran ola que surgía ante él de los anaqueles de las librerías. Por eso no es de extrañar que ocasionalmente, como Rubén Darío, pareciera no saber qué elegir, y fuera a veces profético con Victor Hugo, parnasiano con Leconte de Lisie y otras veces tan fasci­ nado como Verlaine por la «música». Todo lo cual nos recuerda el hecho de que Hispanoamérica no contaba con nada que pudiese con­ siderarse como un «estilo» capaz de ser desarrollado o perfilado. Ni el mismo modernismo llegó a evolucionar hasta adquirir un «estilo» reconocible. Más bien hubo un cierto número de impulsos paralelos que obedecían a corrientes diversas de influencia y a preferencias sub­ jetivas. En resumidas cuentas éste es el motivo de que la contribu­ ción de cada uno de estos poetas deba estudiarse por separado.

1.

J o sé A s u n c ió n S ilva (1865-1896)

José Asunción Silva es el poeta del período modernista que per­ manece más próximo a las raíces románticas. Él era el primero en rechazar la etiqueta de «modernista» y su poesía se escribió en una situación de aislamiento respepto a sus contemporáneos hispanoame­ ricanos. Hijo de un hombre de negocios colombiano, en 1884 vivió unos meses en Europa, y su herencia literaria era europea, excep­ tuando quizá la influencia de Poe que probablemente conoció por medio de las traducciones francesas. Sin embargo, en su novela corta De la sobremesa hace la' narración de su decepción de la bohemia y de la vaciedad de la vida moderna. Como el héroe de su novela, volvió a la patria y se dedicó a los negocios en un intento de sacar a flote la fortuna familiar después de las pérdidas que había sufrido su padre en una guerra civil. La mala suerte se encarnizó con él. Perdió a una hermana, Elvira, a la que adoraba, y después de un período en el servicio diplomático en Venezuela, muchos de sus pa­ peles (y se supone que muchos poemas) se perdieron en un naufra­ gio. En 1896 se suicidó. Miguel de Unamuno resumió admirablemente su poesía: Silva volvió a descubrir lo que hace siglos estaba descubier­ to, hizo propias y nuevas las ideas comunes y viejas. Para Silva

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fue nuevo bajo el sol el misterio de la vida; gustó, creó el estu­ por de Adán al encontrarse arrojado del paraíso; gustó el dolor paradisíaco.4

Esta síntesis nos habla del tema principal de la poesía de Silva, el tema del Paraíso perdido. La niñez es el único período de la vida que para Silva conserva aún su esplendor: Infancia, valle ameno, de calma y de frescura bendecida donde es suave el rayo del sol que abrasa el resto de la vida.

Este período es evocado en el poema «Los maderos de San Juan», en el cual a la tonada de la canción infantil: Aserrín, Aserrán, los maderos de San Juan piden queso, piden pan,

el niño se balancea sobre las «rodillas seguras y firmes de la Abuela», seguro y feliz por única vez en su vida. La Abuela nos recuerda su triste e inevitable futuro, el tiempo de «angustia y desengaño». Este atisbo del Paraíso es muy fugaz. La mayor parte de la poesía de Asunción Silva trata de la noche y de la muerte. «Una noche» y «Día de difuntos», sus poemas más conocidos, son meditaciones sobreestos temas. El primero contrasta la cálida y perfumada noche en la que tiempo atrás paseaba en perfecta comunión con su herma­ na, Elvira, con la frialdad y el horror de su soledad después de la muerte de ella. Las imágenes del primer paseo son sensuales; evocan «perfumes» y el «murmullo de alas»; después de la muerte las imáge­ nes de la naturaleza le llenan al poeta de horror y frialdad: Por la senda caminaba y se oían los ladridos de los perros a la luna, a la luna pálida, y el chillido de las ranas.

4. De un ensayo de Unam uno incluido en José Antonio Silva, Poesías completas, Ma­ drid, 1952.

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Sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas entre las blancuras niveas de las mortuorias sábanas.

Si comparamos este poema sobre la muerte con otros poemas de Rubén Darío o de Jaimes Freyre sobre temas similares, observaremos grandes diferencias. Asunción Silva no usa símbolos, sino que des­ cribe un paisaje que refleja su estado de ánimo a la manera de los románticos. Su originalidad es menor en las imágenes que en la for­ ma de su poesía que rompe mucho más que la de Rubén con los metros y estrofas tradicionales, consiguiendo una sinuosa y fluyente musicalidad. En «Día de los difuntos», la influencia de Poe es evi­ dente en la forma y en el ritmo, que, como ha señalado la crítica, recuerda «The Bells». Allá arriba suena, rítmica y serena, esa voz de oro.

El poema imita el sonoro tañer de las grandes campanas que do­ blan a muertos en el día de los difuntos y los ritmos burlones del repique de un reloj que mide el tiempo humano, efímero, veloz, cargado de rápido olvido. El tiempo humano retiñe frente al tiempo eterno: Las campanas plañideras que les hablan a los vivos de los muertos.

Decepción, desilusión, presencia de la muerte en la vida, son ele­ mentos que nunca están lejos de la superficie de la poesía de Asun­ ción Silva. Hay en él un intenso sentido de la vanidad de la existen­ cia que a veces expresa de forma irónica: Trabaja sin cesar, batalla, suda, vende vida por oro; conseguirás una dispepsia aguda mucho antes que un tesoro.

Pero en resumidas cuentas es una figura aislada, que sufría la tragedia del aislamiento y cuya poesía fue siempre tenue y romántica

LOS MÚLTIPLES ASPECTOS DEL MODERNISMO

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quizá debido a su falta de contactos con un mundo exterior más grande y que no se limitase a Bogotá.

2.

J

u l iá n d e l

C a s a l (1 8 6 3 -1 8 9 3 )

Julián del Casal representa en su forma más extremada la ten­ dencia modernista a huir de la vida contemporánea. Murió muy jo­ ven aún de tuberculosis y lógicamente toda su poesía está ensombre­ cida por las previsiones de su muerte. Hijo de una familia del país vasco español que se arruinó con una plantación de azúcar, vivió en un ambiente de considerable holgura económica hasta la pérdida de la fortuna familiar cuando aún era niño. De la noche, a la mañana se encontró siendo el estudiante pobre de un colegio de jesuitas donde todos sus compañeros eran ricos, experiencia que tal vez dio origen en él a sus poses aristocráticas y a su exaltación de la poesía. En la lánguida atmósfera finisecular de la exótica Habana, culti­ vó otros exotismos, cantando en sus versos a las mujeres japonesas y creando a su alrededor un ambiente «oriental». Como escribió un contemporáneo suyo: Quiso rodearse, penetrarse, saturarse de las sensaciones rea­ les, voluptuosas de aquella exótica y lejana civilización. Leía y escribía en un diván en cojines donde resaltaban, como en biom bos y m énsulas y jarrones, el oro, la laca, el bermellón. En un ángulo, ante un ídolo búdico, ardían pajuelas im preg­ nadas de serrín de sándalo. A m aba las flores, preferentem ente el crisantemo, la ixora, amarilys, myosotis, el ilang, los clorílopsis [...] Preocupábanle asuntos como éste: si la princesa Nourjihan, en el imperio del Gran M ogol, fue la que descubrió el perfum e sacado de la esencia de las rosas y le adoptó por favorito.

Qué trabajoso parece todo esto, qué modo más complicado de evadirse. Físicamente era incapaz de cualquier huida, y sólo en una ocasión salió al extranjero y fue para ir a Madrid, no a París. Su en­ fermedad influyó en su estilo de vida, tal vez acrecentó su impresión de estar como prisionero, «rodeado de paredes altas, de calles ado­ quinadas, oyendo incesantemente el estrépito de coches, ómnibus y carretones».5 3. Citado p o r j. M. Monncr Sans en su Julián del Casal y el modernismo hispanoamericano. México, 1932, págs. 27-28.

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Casal publicó dos volúmenes de poesía: Hojas al viento (1890) y Nieve (1892). Conoció personalmente a Darío durante la breve es­ tancia de éste en La Habana en su viaje a España'para asistir a la conmemoración de 1892, y, como en Rubén, los elementos eróticos y sensuales irrumpen en su poesía. En realidad la poesía del Casal oscila entre las tensiones contradictorias de la llamada de la sensuali­ dad y del rechazo del mundo visible. Sus poemas dirigidos a muje­ res son a veces cánticos de sensualidad, otras exaltaciones del ideal, pero traslucen de una curiosa manera las divisiones raciales de la so­ ciedad en que vivía. Véase, por ejemplo, el poema «Quimeras»: Si sientes que las cóleras antiguas surgen de tu alma pura, tendrás, para azotarlas fieramente, negras espaldas de mujeres rubias.

Refinamiento blanco y esclavitud negra, pero también sensuali­ dad negra. En «Post Umbra» el pecaso sexual se encarna en la mujer negra. El clisé pasó también a Darío, quien, durante su breve estan­ cia en La Habana, escribió asimismo un poema dirigido a una famo­ sa cortesana, «A la negra Dominga». Vencedora, magnífica y fiera con halagos de gata y pantera tiende al blanco su abrazo febril, y en su boca, do el beso está loco, muestra dientes de carne de coco con reflejos de lácteo marfil.

Aquí se nos describe a una espléndida salvaje, ajena a las inhibi­ ciones y tabúes europeos, y pintada con mucha más fuerza que en los lánguidos versos de Casal. En el fondo ésta era una fantasía que a Casal le resultaba difícil alimentar. Para sustituirla, desvió su ima­ ginación de lo tropical y lo africano y la orientó hacia la Europa fría y nevada. La nieve es un símbolo de pureza, de distancia y de lejanía de la sórdida realidad. El verano y el valor representan la pureza mancillada, como el polvoriento «Paisaje de verano»: Polvo y moscas. Atmósfera plomiza donde retumba el tabletear del trueno y, como cisnes entre inmundo cieno nubes blancas en cielo de ceniza. El mar sus ondas glaucas paraliza,

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y el relámpago, encima de su seno, del horizonte en el confín sereno traza su rauda exhalación rojiza. El árbol soñoliento cabecea, honda calma se cierne largo instante, hienden el aire rápidas gaviotas, el rayo en el espacio centellea, y sobre el dorso de la tierra humeante baja la lluvia en crepitantes gotas.

Compárese estos versos con los de «Una noche...» de José Asun­ ción Silva, en los que la naturaleza reflejaba el sentimiento humano. El paisaje de Casal es un paisaje sin figuras, un drama de elementos, de lluvia, luz, calma y movimiento. Arboles y pájaros, nubes y cielo aparecen sujetos a fuerzas ocultas, sin que el hombre tenga ninguna participación. Al mismo tiempo Casal ve estas fuerzas como situadas en relaciones antitéticas. El cielo oscuro, el brillante relámpago, las blancas nubes, la atmósfera polvorienta, la calma, el escenario inmó­ vil, las gaviotas que hienden el aire, la sólida masa de la tierra, unas gotas de lluvia... El conjunto compone un paisaje de contrastes y tensiones. Al igual que otros muchos poetas del modernismo, la visión que Casal tenía de la experiencia era idealista. El mundo visible es dema­ siado imperfecto, algo de lo que hay que huir, aunque sea recurrien­ do a las drogas. Así, en «La canción de la morfina» escribe: Y venzo a la realidad ilumino el negro arcano y hago del dolor humano dulce voluptuosidad.

Y aparte de las drogas, dispone del arte: el alma grande, solitaria y pura que la mezquina realidad desdeña halla en el Arte dichas ignoradas.

El mundo de la imaginación se convierte en el único objetivo de la existencia, ya que permite retirarse de la compañía de los hom­ bres y rehuir las relaciones sociales: Libre de abrumadoras ambiciones, soporto de la vida el rudo fardo,

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porque me alienta el formidable orgullo de vivir, ni envidioso ni envidiado, persiguiendo fantásticas visiones mientras se arrastran otros por el fango para extraer un átomo de oro del fondo pestilente de un pantano.

La sociedad humana sólo se concibe en términos de lucha, de ambición y de envidia. En parte esta repugnancia a participar de la vida común puede atribuirse a la enfermedad de Casal que se re­ fleja en los numerosos poemas que tratan de la muerte. Con esta muerte se enfrenta sin ningún género de fe religiosa, como apunta en «Flores». Marchita ya esa flor de suave aroma, cual virgen consumida por la anemia, hoy en mi corazón su tallo asoma una adelfa purpúrea, la blasfemia.

La pureza virginal y la fe han desaparecido dejando sólo en su pecho la flor del pecado y de la blasfemia. Tal vez, sin embargo, la blasfemia implica fe, aunque sea vista desde su lado negativo. En «Tristissima Nox», no obstante, deja entrever un desierto espiritual: Noche de soledad. Rumor confuso hace el viento surgir de la arboleda, donde su red de transparente seda grisácea araña entre las hojas puso. Del horizonte hasta el confín difuso la onda marina sollozando rueda y, con su forma insólita, remeda tritón cansado ante el cerebro iluso. Mientras del sueño bajo el firme amparo todo yace dormido en la penumbra sólo mi pensamiento vela en calma, como la llama de escondido faro que con sus rayos fúlgidos alumbra el vacío profundo de mi alma.

El poema se abre aludiendo a la soledad y termina subrayando el vacío. La naturaleza nos sugiere impresiones de cansancio y grisura, la telaraña y el repetido sonar de las olas refuerza la monotonía.

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Pero dentro de la grisura hay un punto de conciencia y de luz —el mismo poeta— , pero su pensamiento, en vez de dar un sentido a la huida nocturna, se siente dominado por la vaciedad. No se en­ cuentra ningún consuelo ni en el mundo exterior ni en el mundo de la naturaleza. Tal vez por este motivo el objeto de arte asume una suprema importancia. En el volumen de Casal titulado Nieve hay muchos poemas que describen cuadros, como por ejemplo los diez sonetos dedicados a Gustave Moreau, y estos cuadros a su vez representan personajes míticos: Prometeo, Galatea, Helena de Tro­ ya, Hércules, Venus, Júpiter y Europa. Los poemas de Casal destilan así una experiencia que ya ha sido filtrada por el mito y por el arte. Quedan así tres veces separados de la vida. Lo mismo podría decirse de sus poemas «japoneses», como el dedicado a «Kakemono»: Hastiada de reinar con la hermosura que te dio el cielo, por nativo dote, pediste al arte su potente auxilio para sentir el anhelado goce de ostentar la hermosura de las hijas del país de los anchos quitasoles pintados de doradas mariposas revoloteando entre azulinas flores.

La mujer se transforma aquí en una obra de arte. Más que un ser humano es ya un adorno decorativo. Casal es el máximo ejemplo del poeta modernista que se niega a perticipar de la experiencia cotidiana, que se refugia en un mundo exótico creado por él mismo, desafiando a la naturaleza por medio del arte. Y el arte es la única religión que le queda en el desierto espiritual en el que vive los días de su combate solitario con la muer­ te y la enfermedad.

3.

S a l v a d o r D í a z M i r ó n (1 8 5 3 -1 9 2 8 )

A primera vista parece difícil explicarse por qué Salvador Díaz Mirón ha podido llegar a figurar entre los modernistas. Tal vez su inclusión en las antologías del modernismo está más relacionada con el hecho de que escribió a fines del siglo XIX que con su manera de escribir. Su lenguaje poético es retórico, sus temas propenden al naturalismo. De todos los poetas de este período es el que está más

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próximo en espíritu a la novela realista o naturalista y cuya visión determinista del mundo está más cerca de la de sus autores. Nació en la provincia de Veracruz, se le destinó a hacer una bri­ llante carrera política y formó parte del cuerpo legislativo. En esta época se consideraba a sí mismo como un Víctor Hugo mexicano, la voz política y literaria de las masas. Dirigiéndose al poeta francés, afirmaba: La historia no ha producido en los mayores siglos gloria que pueda superar tu gloria.

Y en «Sursum», un poema dedicado aju sto Sierra, el pedagogo y político, identifica al poeta con la cumbre más alta en el proceso de ascensión hacia etapas superiores de la conciencia humana. El poeta puede enfrentarse con la verdad sin acobardarse, puede hacer frente al paraíso perdido de la fe. Por mucho que pueda sufrir personal­ mente, infunde esperanza a la humanidad manteniendo una visión utópica ante sus ojos: ha de contar la redentora utopía, como otra estatua de Memmón que suena y ser, perdida la esperanza propia, el paladión de la esperanza ajena.

Ser poeta significa, pues, sacrificarse a sí mismo a una visión ma­ yor del futuro, criterio que es claramente historicista en su perspecti­ va y por lo tanto radicalmente distinto del antihistoricismo de la ma­ yor parte de la poesía modernista. En 1892, Salvador Díaz Mirón protagonizó un episodio que fue decisivo en su vida. En este año dio muerte en defensa propia a uno de sus oponentes en el curso de una campaña electoral, y como con­ secuencia fue encarcelado durante cuatro años; fruto de su encarcela­ miento fue el libro Lascas (1901). El lenguaje optimista y retórico de su poesía anterior ha sufrido ahora un gran cambio. Los hombres ya no son romanos que luchan triunfalmente en la arena de la vida. El paisaje se ha ensombrecido. La muerte, la noche, la prisión son temas obsesivos en sus versos. Cuando los poemas son de tema so­ cial, bordean lo grotesco, como en «Ejemplo», donde describe el ca­ dáver de un ahorcado. Y aunque todavía emplea recursos retóricos y clisés, el poeta se concentra en la perfección formal:

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Forma es fondo, y el fausto seduce si no agranda y tampoco reduce.

Pero lo que más diferencia a Díaz Mirón de sus contemporáneos es su incapacidad de huida a una visión subjetiva o al mundo del arte. Contempla al hombre sin hacerse ilusiones, pero también sin ofrecer otra alternativa. Así, en el poema irónicamente titulado «Idi­ lio», describe a una muchacha criada en plena naturaleza, en el pai­ saje tropical de la provincia de Veracruz, pero no ve ni a ella ni a lo que la rodea en términos de un idilio natural. La naturaleza no puede trascenderse a sí misma: Y un borrego con gran ornamenta . y pardos mechones de lana mugrienta, y una oveja con bucles de armiño — la mejor en Figura y aliño— se copulan con ansia que tienta.

La naturaleza no atiende para nada a los refinamientos. El borre­ go, con sus sucios mechones, copula con la más limpia de las ovejas. La moza que crece entre los animales se entrega al primero que en­ cuentra tan pronto como siente en su interior el aguijón del deseo sexual. Las siniestras consecuencias de esta ciega aceptación de los instintos naturales quedan aludidas por el zopilote que vuela sobre ellos. y cual mácula errante y funesta un vil zopilote resbala, tendida c inmóvil el ala.

Aceptar «lo natural» en el plano del sexo significa que hay que aceptar también la lucha por la vida que entregará a las garras del ave de presa a los animales más pequeños y la carroña. Aquélla era la visión esencialmente pesimista de Díaz Mirón.

4.

M a n u e l G u t ié r r e z N

á je r a

(1 8 5 9 -1 8 9 5 )

«Un poeta atormentado por el deseo de la felicidad», según pala­ bras de Justo Sierra.6 Manuel Gutiérrez Nájera fue el más cosmopo­ 6.

Ju sto Sierra, introducción a Obras de Manuel Gutiérrez Nájera, México, 1896, pág. XIII

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lita de los poetas modernistas, aunque nunca salió de su México na­ tal. Fue también el más libertino, aunque según los que le conocie­ ron era de corta estatura, feo y pobre. Su padre era periodista y Ma­ nuel empezó a trabajar en unos grandes almacenes, pero su talento no tardó en abrirle la carrera del periodismo. Colaboró en El Porve­ nir, El Liberal y La Voz, y fue uno de los fundadores de una famosa revista modernista, la Revista Azul’ que publicó traducciones de Whitman, Tolstoi, Gautier y Daudet. Gutiérrez Nájera trasplantó el lujo, el refinamiento y la frivoli­ dad parisiense del último decenio del siglo a tierras mexicamas. En el prólogo a sus Poesías completas, su amigo y admirador Justo Sie­ rra explicó lo natural que era su «afrancesamiento», teniendo en cuenta el hecho de que las clases ilustradas mexicanas tendían a educarse por medio de Francia y de la cultura francesa: Como aprendemos el francés al mismo tiempo que el cas­ tellano, como en francés podíamos informarnos y todos nos hemos informado, acá y allá, de las literaturas exóticas, como en francés, en suma, nos poníamos en contacto con el movi­ miento de la civilización humana, y no en español, al francés fuimos más directamente.7

Sus contemporáneos admiraron a Gutiérrez Nájera por sus graves poemas filosóficos como «¿Para qué?» y «Ondas muertas», en los que describe el universo como una fuerza irracional; pero los poemas que resultan más atractivos al oído moderno son los que reflejan el hedo­ nismo de los «alegres noventa». En «En un cromo», por ejemplo, el poeta adorna el tema del carpe diem a la cínica manera de sus contemporáneos: Niña de la blanca enagua que miras correr el agua y deshojas una flor, más rápido que esas ondas, niña de las trenzas blondas, pasa cantando el amor. Ya me dirás, si eres franca, niña de la enagua blanca, que la dicha es el amor, mas yo haré que te convenzas, 7.

Ibid., págs. VII-VIII.

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niña de las rubias trenzas, de que olvidar es mejor.

De no ser por esc aire moderno el poema bordearía el pastiche. El poeta siempre parece hallarse muy próximo al límite del mal gus­ to, y tal vez en «La duquesa Job» llegue a rozar este límite. El «du­ que Job» era uno de los seudónimos de Gutiérrez Nájera, y la «duque­ sa» es su amante, a la que retrata tan encantadora y jovial como cual­ quier cortesana francesa, pero con algo de espontaneidad mexicana que añade picante a su modo de ser: Agil, nerviosa, blanca, delgada media de seda bien restirada gola de encaje, corsé de crac. Nariz pequeña, garbosa, cuca, y palpitantes sobre la nuca rizos tan rubios como el cognac.

Aquí estamos más cerca de Toulouse-Lautrec que de Gustave Moreau. El verso tiene un ritmo ligero y saltarín que armoniza muy bien con la frivolidad del tema. Gutiérrez Nájera, poeta brillante y desigual con un excelente oído, no logró, sin embargo, superar la frivolidad de los temas. R u b é n D a r í o ( 1867 - 1916 )

5.

Y en la playa quedaba, desolada y perdida, una ilusión que aullaba como un perro a la Muerte.8

Todas las tendencias contradictorias que confluyen en el movi­ miento modernista se dan en la obra de Rubén Darío, quien acuñó el término «modernista» y cuyos incesantes viajes entre América y Europa sirvieron como un lazo de unión entre poetas de nacionali­ dades diferentes: Lugones y Jaimes Freyre en Buenos Aires, Julián del Casal en Cuba, los poetas de Centroamérica y Chile y los de España. Su poesía refleja la inquietud de su vida. Absorbió muchas influencias, desde el Parnaso al simbolismo, desde Víctor Hugo y Gautier hasta Leconte de Lisie y Eugenio de Castro. Probó todos los tipos de verso, desde la imitación arcaizante de los Dezires y Layes hasta el soneto con versos de dieciséis sílabas y los hexámetros lati­ 8.

Rubén Darío, «Marina» (1898), incluido en las adiciones de 1901 a Prosas profanas.

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nos. Su exaltación del refinamiento y de lo sofisticado, sus dudas y su pérdida de la fe, su idea de la poesía como sustituto de la reli­ gión, su capacidad de transmutar lo cambiante y lo contradictorio en una armonía estética, todos esos aspectos del modernismo, que pueden encontrarse aislados en otros poetas, se funden en la perso­ nalidad de Rubén. Nació en 1867 en Metapa, Nicaragua, de padres que se separa­ ron cuando él era aún un niño. Fue criado por una abuela, llevado más tarde como niño prodigio a Managua, la capital nicaragüense, y allí empezó su carrera como poeta cuando era apenas un adoles­ cente. Invitado a San Salvador, empezó a leer poesía francesa, sobre todo la de Victor Hugo. Pero el hecho que elevó su vida por encima de las limitaciones provincianas de la poesía cívica fue su visita a Santiago de Chile en 1886. Santiago «sabe de todo y anda al galope»,9 afirmó, porque éste fue su primer contacto con una metrópoli, con una gran ciudad moderna y una sociedad evolucionada. Todavía va­ cilante e inseguro de sí mismo, oscilaba entre la poesía social de «A un obrero» y los poemas dedicados a Hugo. Pero fue en Santiago donde publicó el puñado de poemas y cuentos con el título de A zul (1888) y de este modo atrajo la atención de un crítico español de fama internacional, Juan Valera.10 A pesar de que en esta etapa de su vida era aún un escritor ignorado o de muy escaso público, conta­ ba también con algunos amigos influyentes y ricos que le alentaron a leer a los autores franceses contemporáneos como Catulle Mendés y Gautier. No obstante, su «Canto épico a las glorias de Chile», que celebraba la victoria naval chilena sobre el Perú, nos demuestra que todavía se consideraba a sí mismo como un poeta cívico. Este era un papel que volvería a adoptar de vez en cuando, del mismo modo que siempre estuvo dispuesto a ocupar algún cargo oficial cuando se presentaba la oportunidad. No fue nunca un hombre como Mar­ tí, cuya vida tenía como norte un único principio, sino alguien que siempre tenía entre manos muchos proyectos muy distintos. Si hoy era un poeta cívico, mañana podía ser un proscrito solitario, si hoy cantaba el amor sensual, mañana podía verse a sí mismo como un hombre abrumado por el peso de la culpa religiosa. Pero Santiago fue la experiencia definitiva. Allí adquirió un ideal de sofisticación, de vida refinada, que sólo podía cultivarse en gran­ ja Citado por A. Torrcs-Rioscco en Rubén Darío. Casticismo y americanismo, Cam bridge, Mass., 1931. pág. 13. 10. Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, 2 .a ed., México, 1962, págs. 93-94.

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des ciudades. Por encima de todo, el provincianismo debía dejarse atrás, aullando tras él como la ilusjón perdida en el poema «Mari­ na», escrito en 1898. El poema merece que nos detengamos a refle­ xionar sobre él. No es uno de los más conocidos de Rubén y comete el chocante error de creer que fue Aquiles y no Ulises quien se tapó los oídos para no oír el canto de las sirenas; a pesar de todo encon­ tramos aquí gran parte de su ser más íntimo en la imagen de la nave que surca alegremente el mar rumbo a Citera, despidiéndose de los «peñascos, enemigos del poeta» y de las costas «en donde se secaron las viñas» y cerrando sus oídos a los recuerdos del pasado. Efectiva­ mente, el provinciano Rubén Darío que un día llegara a la capital chilena pobremente vestido para conquistar Santiago pronto iba a sepultarse en las profundidades de su memoria. Ocuparía su lugar un hombre de reputación internacional que, después de un breve retorno a Centroamérica y de dos matrimonios, pasó cinco años en Buenos Aires, trabajando para el más importante de los periódicos latinoamericanos, La Nación. En 1900 se instaló en París, una ciu­ dad que había amado desde la primera vez que la visitó, y en 1907 fue nombrado representante diplomático de Nicaragua en Madrid. Durante todo este período, en el curso del cual hizo frecuentes viajes entre América y Europa, cuando era ya el centro de la vida literaria hispánica, la única huella de provincialismo que subsistió en él fue­ ron quizá sus amores con Francisca Sánchez, española de origen hu­ milde de quien tuvo un hijo. La metrópoli, la Citera hacia la que tan jubilosamente había enderezado su rumbo, estaba simbolizada por Europa, y sobre todo por el París de los años noventa. Se encon­ traba plenamente identificado con un mundo que terminó en 1914. Pero para entonces era ya un hombre alcoholizado y enfermo que trataba de encontrar la paz religiosa en Mallorca, y que, en los últi­ mos años de su vida, conoció grandes estrecheces económicas. Su úl­ timo viaje a América fue el vía crucis de un alma vencida. Escribió: Yo no puedo continuar en Europa, pues ya agoté hasta el último céntimo. Me voy a América Latina lleno del horror de la guerra.11

Así terminó la vida del hombre para quien Europa había signifi­ cado tanto. Huyendo de un continente desgarrado por la contienda, murió en 1916 poco después de llegar a Nicaragua, sin llegar a ver 11.

Citado por Torres-Rioseco, op. ext., pág. 102 n.

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la transformación de valores que el crepúsculo de Europa implicaba para las generaciones más jóvenes. Después de su obra primeriza, gran parte de la cual es de carác­ ter cívico y de circunstancias, los títulos principales de Rubén son Azul (1888), volumen que conoció una segunda edición ampliada en 1890; Prosas profanas (1896), del que también se publicó una segunda edición aumentada en 1901; Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907), Poema del otoño y otros poemas ( 1910 ) y Canto a la Argentina (1914). Su producción en prosa, que fue considerable, se comentará más adelante, dentro de este mismo capítulo. A pesar de que durante toda su vida Rubén fue una personali­ dad contradictoria y conflictiva, estos conflictos fueron haciéndose cada vez más transparentes después de la aparición de Prosas profa­ nas. La poesía de A zul es aún romántica por su inspiración, debe mucho a Hugo en su exaltación del amor carnal como algo vincula­ do a la armonía cósmica y en su pintura del mal como la lucha por la vida. Romántico también es el hecho de haber encajado esta poe­ sía dentro del ciclo de las estaciones: «Primaveral», «Estival», «Autum­ nal» e «Invernal». En el primero de estos poemas, «Primaveral», la primavera es la alegría de vivir, y la vida es aún superior al arte. El poeta rechaza lo artificial: No quiero el vino de Naxos ni el ánfora de asas bellas, ni la copa donde Cipria al gallardo Adonis ruega. Quiero beber el amor sólo en tu boca bermeja. ¡Oh,s amada mía! Es el dulce tiempo de la primavera.

Aquí el poeta rechaza toda mediación entre él mismo y el goce. El tono es similar al del Cantar de los cantares. El amor sexual es sagrado, es la encarnación del amor divino, no está en conflicto con él. En «Estival» el poeta canta el amor animal de un modo que es completamente distinto de la fea imagen de animalidad que nos da­ ba Salvador Díaz Mirón. La tragedia de «Estival» no está en que los animales obedezcan a sus instintos, sino en que el hombre da muer­ te al animal. En el curso de una cacería un príncipe mata a un tigre, un acto gratuito de destrucción que introduce el mal y rompe la ar­ monía dentro del mundo de la naturaleza. «Autumnal» canta la nos­

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talgia. «Invernal» la sofisticación del amor moderno que puede desa­ fiar a las estaciones, ya que los amantes pueden defenderse de los elementos refugiándose en «lechos abrigados», cubiertos con «pieles de Astrakán». Pero los cuatro poemas deberían considerarse conjun­ tamente como cuatro aspectos del amor. Sin embargo, sólo en el primer poema los instintos y su satisfacción están en perfecta armo­ nía con el ciclo natural. En Prosas profanas Darío evita establecer paralelos entre el amor y el ciclo de la naturaleza. Se siente separado de ella, quizá protegi­ do de ella gracias al arte. «A través de los fuegos divinos de las vi­ drieras historiadas», escribió, «me río del viento que sopla afuera, del mal que pasa». Y en el poema inicial del libro, «Era un aire suave», Eulalia, el prototipo de la belle dame sans merci, se entrega al poeta desdeñando a más nobles galanes. Ahora la poesía hace de mediadora entre Darío y la crudeza de la experiencia. La armonía se consigue dentro del poema y se plasma en descripciones de escul­ tura, música, jardines y refinados modales. De ahí que, con el paso del tiempo, Rubén se acerque a Julián del Casal, describiendo cada vez más los objetos, como si tratara de encubrir la vaciedad del mundo. Los tapices rojos de doradas listas, cubrían panoplias de pinturas y armas, que hablaban de bellas pasadas conquistas, amantes coloquios y dulces alarmas.

Y en ocasiones esta acumulación de objetos bordea la vulgari­ dad, un peligro que siempre amenaza al modernismo. Una vez más, es la piel de pantera que lleva como disfraz un contemporáneo de la reina Victoria: E iban con manchadas pieles de pantera, con tirsos de flores y copas paganas, las almas de aquellos jóvenes que viera Venus en su templo con palmas hermanas.12

De hecho el genio de Rubén no está en haber trascendido su época, sino en haber expresado sus gustos, sus tentativas y limitacio­ nes con absoluta fidelidad, y en haber manifestado en su propia vi­ da el sentido de culpa debido a la transgresión de las normas tradi12.

«Gar^onnicrc», de Prosas profanas.

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dónales de la religión y de la moral. En este aspecto es revelador leer Los raros, una recopilación de ensayos sobre Edgar Alian Poe, Leconte de Lisie, Paul Verlaine, León Bloy y otros, y que se escribie­ ron en la misma época que los poemas de Prosas profanas. Estos en­ sayos muestran con mayor claridad aún que los poemas lo profunda­ mente impregnada de culpa que estaba la conciencia de Darío, in­ cluso cuando trataba de la sensualidad en un plano meramente lite­ rario. Repárese, por ejemplo, en su descripción de Rachilde: Trato de una mujer extraña y escabrosa, de un espíritu único esfíngicamente solitario en este tiempo finisecular; de un «caso» curio­ sísimo y turbador: de la escritora que ha publicado todas sus obras con este pseudónimo «Rachilde»; satánica flor de decadencia, pican­ temente perfumada, misteriosa y hechicera y mala como un pecado.

A pesar de su vida «escandalosa» y de su chillona bohemia, hay en Rubén una cierta timidez, un miedo a la transgresión que se hace patente en su retrato de Rachilde y en otros muchos de Los raros. Esta circunstancia nos ayuda a comprender el gusto que tenía por lo decorativo, por el refinamiento, por la transmutación de la expe­ riencia en términos míticos o musicales, en vez de hacer una poesía de autorrevelación. En Prosas profanas y en Cantos de vida y espe­ ranza, la mayoría de los poemas —«Coloquio de los centauros», «El cisne», «Leda», por ejemplo— , encubren los impulsos conflictivos del poeta evocando figuras de la mitología griega y aludiendo a ambi­ guas exigencias dentro de un marco mitológico. Los centauros han nacido de dioses y de humanos, el cisne es un dios disfrazado, ya que ésta fue la forma que adoptó Júpiter para poseer a Leda. La figura mitológica del centauro, mitad humano mitad animal, recon­ cilia aspectos que en la. vida son completamente contradictorios. Sus poemas a la vez reflejan io s conflictos entre el impulso sexual y la aspiración a trascender lo puramente animal y resuelven estas tensio­ nes. Por ejemplo, en el «Coloquio de los centauros» las voces de és­ tos hablan de los peligros del amor sexual y de la belleza y del poder de Venus: princesa de los gérmenes, reina de las matrices, señora de las savias y de las atracciones.

Venus es a la vez pura e impura: Tiene las formas puras del ánfora, y la risa del agua que la brisa riza y el sol irisa;

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mas la ponzoña ingénita su máscara pregona: mejores son el águila, la yegua y la leona.

El poema obliga al lector a fijar su atención en el conflicto, y sin embargo, todo él tiende hacia la armonía. La musicalidad del verso, las bien medidas combinaciones de versos y sonidos («la brisa riza y el sol irisa») son manifestaciones externas de un equilibrio divino,13 que de todos los hombres el poeta es quien mejor puede captar: El vate, el sacerdote, suele oír el acento desconocido; a veces enuncia el vago viento un misterio, y revela una inicial la espuma o la flor; y se escuchan palabras de la bruma. Y el hombre favorito del numen, en la linfa o la ráfaga, encuentra mentor: demonio o ninfa.

Rubén en este fragmento del poema ve al poeta como un media­ dor entre la unidad divina y el mundo visible, capacitado para guiar al universo y al mismo tiempo para señalar un sentido de armonía oculta. Ésta es la razón de que su poesía se aparte de la pintura ro­ mántica de la naturaleza como un simple telón de fondo ante el cual se representa un drama humano. Él ve en cambio la naturaleza y el arte como una armonía cósmica que incluye animales, seres hu­ manos y divinidades. El arte idealiza la naturaleza y al propio tiem­ po revela su mensaje oculto que vincula estas manifestaciones que parecen caóticas a una norma divina. El hombre no estádegradado por su naturaleza animal mientras la mantenga en armoníacon la espiritual. Y la naturaleza, cuando se la interpreta adecuadamente, nos indica un orden celestial. Así, en «La espiga», escribe: Con el áureo pincel de la flor de la harina trazan sobre la tela azul del firmamento el misterio inmortal de la tierra divina y el alma de las cosas que da su sacramento en una interminable frescura matutina.

He ahí algo muy distinto del planteamiento maniqueo que hacía Julián del Casal del amor ideal y del de los sentidos. Aquí lo divino está dentro de la naturaleza y se manifiesta sensualmente. La tierra 13. R. G ullón, «Pitagorismo y Modernismo», en Mundo Nuevo, 7, 1967, y J . Franco, «Ru­ bén Darío y el problem a del mal», en Amaru, 1967.

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es «divina», los objetos tienen alma. Cuando Júpiter, bajo la apa­ riencia de un cisne, posee a Leda, este momento en el tiempo signi­ fica tanto para el poeta como la encamación de la divinidad en for­ ma humana como Cristo, y el hecho se proclama a la manera de una anunciación: Antes de todo, ¡gloria a ti, Leda! Tu dulce vientre cubrió de seda el Dios. ¡Miel y oro sobre la brisa! Sonaban alternativamente flauta y cristales, Pan y la fuente. ¡Tierra era canto, Cielo sonrisa! Ante el celeste, supremo acto, dioses y bestias hicieron pacto. Se dio a la alondra la luz del día, se dio a los búhos sabiduría, y melodías al ruiseñor. A los leones fue la victoria, para las águilas toda la gloria, y a las palomas todo el amor. Pero vosotros sois los divinos príncipes. Vagos como las naves, inmaculados como los linos, maravillosos como las aves. En vuestros picos tenéis las prendas, que manifiestan corales puros. Con vuestros pechos abrís las sendas que arriba indican los Dioscuros. Las dignidades de vuestros actos, eternizadas en lo infinito, hacen que sean ritmos exactos voces de ensueño, luces de mito. De orgullo olímpico sois el resumen, ¡oh, blancas urnas de la armonía! Ebúrneas joyas que anima un numen con su celeste melancolía. Melancolía de haber amado, junto a la fuente de la arboleda, el luminoso cuello estirado entre los blancos muslos de Leda.14 14.

D e Cantos de vida y esperanza.

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El acontecimiento que se anuncia en los versos iniciales es la en­ carnación de la divinidad en la forma animal extremadamente sen­ sual. Lo divino llega a formar parte del mundo de la naturaleza. El arte y la naturaleza, «flauta y cristales», se unen para celebrar la unión en la que participan el cielo y la tierra —«¡Tierra era canto, Cielo sonrisa!»— y el mismo equilibrio de los versos refleja la armo­ nía. Y esta armonía está simbolizada por la naturaleza. Porque cada animal y ave son al mismo tiempo el emblema de un atributo ideal y un ser vivo, y el cisne, la más divina de todas las aves, simboliza la misma armonía. Los cisnes son «inmaculados como los linos», pu­ ros, pues aunque Júpiter posea carnalmente a Leda, este acto no se ve como una degradación de un ideal puro, sino como un acto arquetípico. Por eso también los cisnes, gracias a las «dignidades» de sus actos, serán aves «eternizadas en lo infinito». La pincelada de melancolía con que termina el poema no desentona de esa jubilosa comunión, pues el poema describe un suave descenso del cielo a la tierra, y la divinidad, encarnada en forma animal, participa de la temporalidad y de ahí que deba impregnarse de «celeste melancolía». «Leda» es uno de los poemas más logrados de Darío, uno de aque­ llos en los que lo temporal y lo eterno se equilibran de un modo más feliz, donde los conflictos entre lo animal y lo divino, lo sensual y lo ideal, dejan de ser conflictos. Aunque la cesura parte el verso por la mitad formando dos esferas diferentes, la igualdad de ambos hemistiquios mantiene las dos esferas en armonía. La idealización de lo sensual es sólo uno de los aspectos de la poesía rubeniana, que es infinitamente variada. A veces le atrae lo puramente pictórico, como en «Sinfonía en gris mayor», intento de crear con palabras un equivalente plástico, un poema de estado de ánimo. Hay también una tentativa de imitar los efectos musicales en «Marcha triunfal», y en Cantos de vida y esperanza y El canto errante hay incluso una poesía de afirmaciones directas, cuando su angustia era demasiado grande para que cupiera en un símbolo. Así, habla directamente del «horror» de ir a tientas, en intermitentes espantos, hacia lo inevitable desconocido.

En este tipo de poemas la armonía tiende a romperse. «No obs­ tante», por ejemplo, después de un comienzo magnífico: ¡Oh, terremoto mental! Yo sentí un día en mi cráneo

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como el caer subitáneo de una Babel de cristal

termina flojamente: «Hay, no obstante, que ser fuerte...». Otras ve­ ces, incluso en esos últimos y sombríos años, capta el sentido de la alegría en la belleza que había informado la poesía de Prosas profa­ nas, pero en «Nocturno», «Thanatos» y otros poemas medita sobre la muerte y el miedo. Hasta la conciencia parece demasiado dolorosa debido al sufrimiento que implica: Dichoso el árbol que es apenas sensitivo y más la piedra dura, porque ésta ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Sin embargo, Darío tiene asimismo otra faceta completamente distinta a las que se acaban de comentar. Fue también un poeta cívi­ co que compuso poemas sobre temas políticos, ya fuera para exaltar acontecimientos nacionales, ya para censurarlos, a la manera de Víc­ tor Hugo: «escribir su protesta», como él decía, «sobre las alas de los cisnes»: Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter.15

Se ha dicho que Darío se sintió aguijoneado por la observación de Rodó de que no era el poeta de América;16 tanto si sufrió la in­ fluencia de Rodó como si no fue así, su noción del poeta como me­ diador entre el mundo ideal y el mundo sensible no excluía el escri­ bir poesía sobre políticos.' -Elogió a Theodore Roosevelt por su defen­ sa de la poesía y creía que cultivar la poesía era más necesario que nunca como antídoto contra el mundo moderno. En el prólogo a El canto errante escribió: Otros poderosos de la tierra, príncipes, políticos, millonarios, ma­ nifiestan una plausible preferencia por el dios cuyo arco es de plata, y por sus sacerdotes y representantes en una tierra cada día más vi­ brante de automóviles... y de bombas. 15.

«Palabras lirninarcs», Prosas profanas.

«Rubén Darío. Su personalidad literaria. Su últim a obra», prólogo a Prosas profanas y otros poemas (París, 1908), y también en J . E. Rodó, Obras completas. 16.

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Según Darío, el ideal'es que la poesía fuese profética. Debería desenmascarar el clisé mental y abrir el camino a nuevas ideas. Y opinaba que si el modernismo tenía alguna importancia, era en este aspecto, a la manera de una estela luminosa: No es, como lo sospechan algunos profesores o cronistas, la im­ portancia de otra retórica, de otro poncif, con nuevos preceptos, con nuevo encasillado, con nuevos códigos. Y, ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas.

Pese a todo, en los poemas de tema político, aunque usa símbo­ los, su lenguaje es a menudo más directo. «A Roosevelt», «¿Qué sig­ no haces, oh Cisne?», «A Colón», no son ambiguos. «A Colón», es­ crito en 1892, pero que no se publicó en volumen hasta El canto errante, describe en términos diáfanos el desastre que el descubri­ miento significó para América. Duelos, espantos, guerras, fiebre constante en nuestra senda ha puesto la suerte triste: ¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, ruega a Dios por el mundo que descubriste!

«A Roosevelt» y «Salutación del optimista» muestran la influen­ cia de las ideas de Rodó, quien había establecido el contraste entre el materialismo de los anglosajones y la supuesta falta de materialis­ mo de la raza latina. En esta línea, Rubén exalta a «la América inge­ nua que tiene sangre indígena». Sin embargo, los intentos rubenianos de dignificar el tema político por medio del uso de un lenguaje emblemático o simbólico, no van más allá del arquetipo de las no­ ciones de lo masculino-agresivo frente a lo femenino-artístico, ni su­ peran una retórica emotiva que se apoya en la suposición de que la debilidad es una virtud. No hay en él nada que intrínsecamente le imposibilite para escribir poesía política, pero si Rubén no acierta en este terreno se debe a que no siente el problema de un modo muy inmediato. Lo mismo podría decirse de su poesía cívica, como el Canto a la Argentina, que toma por modelo a Whitman, pero que carece del vínculo vital que unía a Whitman con el pueblo al que estaba cantando. Sospechamos que Rubén estaba mucho más preocupado por lo que le gustaría oír a la oligarquía argentina en el año de las celebraciones del centenario: ¡Que vuestro himno soberbio vibre, hombres libres en tierra libre!

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Como profeta político Rubén fue un fracaso. Como barómetro de los gustos de su época y de lo que Juan Ramón Jiménez aludía como la crisis espiritual de su tiempo, es mucho más digno de ser tenido en cuenta. Registró los diversos impulsos vanguardistas de es­ te período, trató de salvar al arte de la comercialización y de las limi­ taciones de la verosimilitud; y refino y transmutó. En cierto sentido llevó a cabo una labor semejante a la de Garcilaso, domesticando lo exótico con objeto de hacer accesibles nuevas zonas de sentimien­ tos. Y como hombre de su época, acusó profundamente sus crisis religiosas y morales. Esta es la razón de que sus versos no sean sim­ plemente la imitación servil de una moda, sino auténticos reflejos de duda y angustia. Al ser un hombre que gustaba de representar diversos papeles, tendió a exteriorizar sus actitudes; tan pronto cor­ tesano como bohemio, tan pronto hermano lego como diplomático. Ello hace que a veces sea difícil escribir sobre él, ya que su poesía es tan contradictoria como los papeles que representaba, oscilando entre las afirmaciones directas de «Dichoso el árbol que es apenas sensitivo» y las alusiones y símbolos del «Coloquio de los centauros». Ambas actitudes eran sinceras. Sentía tanta necesidad de expresar su vida interior como de vincularse a una tradición literaria de cis­ nes, princesas y mitos. EL hecho de ser hispanoamericano también contribuyó a hacerle ecléctico. Fue parnasiano, simbolista, decaden­ te, nativista, y no se entregó a ninguna escuela en concreto, sino que se sentía libre para inspirarse en todas ellas. Aunque gran parte de la poesía rubeniana hoy nos parece ana­ crónica, aunque hemos perdido el gusto por la mitología clásica que sirve de motivo de muchos de sus poemas, no cabe la menor duda acerca de su importancia histórica. Por su personalidad, por el alcan­ ce continental de sus. actividades y por su fama internacional, fue como el catalizador de los elementos artísticos de su época. Puede considerársele como el primer escritor verdaderamente profesional de Latinoamérica y gracias a su ejemplo la literatura hispanoamericana desarrolló una preocupación más seria por la forma y el lenguaje.

6.

J u l i o H e r r e r a y R e issig (1 8 7 5 -1 9 1 0 )

«Respiraba la poesía, se alimentaba de poesía, paseaba sobre la poesía»;17 así habla el crítico Enrique Anderson Imbert del poeta uru17.

E. Anderson Im bert, Historia de la literatura hispanoamericana, I, pág. 384.

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guayo Herrera y Reissig. Este miembro de una familia tradicional y oligárquica no carecía de ambiciones políticas, antes de que al arrui­ narse su familia se quedara sin recursos. Aunque Anderson Imbert sugiere que no tenía el menor interés por «la realidad práctica», esta opinión no parece rigurosamente cierta. Diríase más bien que su apa­ rente falta de interés tiene su origen en la decepción y en la desilu­ sión de las que sólo la poesía le permitió huir. Así, como en el caso de Julián del Casal, la poesía fue para él en gran parte un refugio, un castillo imaginario en el cual podía levantar el puente levadizo separándose de este modo del mundo, muchomejor de loque lo hacía subiendo a la «Torre de los Panoramas», labuhardilla en la que habitaba. En los sucesivos libros que publicó, Las pascuas del tiempo (1900), Los maitines de la noche (1902), Los éxtasis de la montaña (1904-1907), Sonetos vascos y La torre de las esfinges (1908), inventó y pobló un mundo de paisajes idealizados y sin embargo, grotescos. En esta poesía casi todas las tensiones se exteriorizan. Véa­ se, por ejemplo, el siguiente soneto, «La iglesia»: En un beato silencio el recinto vegeta. Las vírgenes de cera duermen en su decoro de terciopelo lindo y de esmalte incoloro y San Gabriel se hastía de soplar la trompeta. Sedienta, abre su boca de mármol la pileta. Una vieja estornuda desde el altar del coro... Y una legión de átomos sube un camino de oro aéreo, que una escala de Jacob interpreta. Inicia sus labores el alma reverente para saber si anda de buenas San Vicente, con tímidos arrobos repica la alcancía... Acá y allá maniobra después con un plumero, mientras, por una puerta que da a la sacristía, irrumpe la gloriosa turba del gallinero.

El poeta habla de la muerte de Dios, pero lo hace describiendo el vacío de la iglesia, con sus vírgenes céreas, su atmósfera polvorien­ ta, el aburrido san Gabriel esperando sin convicción el último trom­ petazo, la pila de agua bendita vacía y la vieja beata. La vida está ausente de la iglesia. La energía está fuera de ella, en la naturaleza y en la «gloriosa turba» del gallinero. Por una parte, el tedio y el estancamiento se expresan con formas verbales como «vegeta» y «se hastía»; por otra, «irrumpe» la vida animal.

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Herrera y Reissig expresa a menudo su nostalgia de la inocencia del pasado, sobre todo de la vida rural del pasado; «¡Oh, campo, siempre niño!», escribió, «¡Oh, patria, de alma proba!»; pero está profundamente preocupado por los cambios. A veces trata de abolir el cambio, de concentrarse en el arquetipo, situando sus poemas en un presente eterno. Pero se halla también plenamente consciente de lo que ya es irrevocablemente pasado. El mismo título de Los p ar­ ques abandonados sugiere que algo ha pasado, que el mundo mo­ derno es un mundo de separación, de ausencia y de dolor. En «La sombra dolorosa» habla de la comunicación de dos seres «unidos por un mal hermano», pero incluso este sentimiento de unión se rompe por el ruido de un tren que destruye aquel clima y acentúa la sensa­ ción de soledad y de separación: manchó la soñadora transparencia de la tarde infinita el tren lejano, aullando de dolor hacia la ausencia.

El tren no es tan sólo una imagen «futurista» oportuna sino un símbolo exacto del progreso que se hace a costa de sufrimientos y de soledad. La audaz metáfora es característica. Véase, por ejemplo, el soneto «La noche», escrito en alejandrinos en vez de los habituales endecasílabos, y que aún es más original en sus imágenes. La noche en la montaña mira con ojos viudos de ciervo sin amparo que vela ante su cría; y como si asumieran un don.de profecía en un sueño inspirado hablan los campos rudos. Rayan el panorama, como espectros agudos, tres álamos en, éxtasis. Un gallo desvaría reloj de media noche. La gran luna amplía las cosas, que se llenan de encantamientos mudos. El lago azul del sueño, que ni una sombra empaña, es como la conciencia pura de la montaña... A ras de agua, tersa, que riza de su aliento, Albino, el pastor loco, quiere besar la luna. En la huerta sonámbula vibra un canto de cuna... Aúllan a los diablos los perros del convento.

El soneto se abre con imágenes de pérdida, de negatividad. Es la noche que mira con sus ojos de ciervo herido. Pero la noche signi­

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fica lo inconsciente, las fuerzas irracionales. El gallo, símbolo del tiem­ po y del orden natural, canta a medianoche, la luna amplía las co­ sas; y el único elemento humano es un pastor loco cuyo nombre, Albino, sugiere la pureza, y que quiere besar la luna, símbolo de la castidad. El poeta invierte nuestro sentido del orden, presenta un paisaje nocturno en el que las leyes de la luz del día son inaplica­ bles. La razón ha sido desterrada. La irracionalidad es lo único que permanece... y eso unos años antes del dadaísmo, unos años antes que el movimiento surrealista, aunque, desde luego, mucho después del romanticismo alemán, que había creado el tópico del paisaje noc­ turno. Pero sin duda alguna Herrera y Reissig fue mucho más lejos que Rubén en la percepción de las fuerzas inconscientes expresando muy bien en sus poemas un sentido de aislamiento desamparado.

7.

R i c a r d o Ja im e s F r e y r e (1 8 6 8 -1 9 3 3 )

Jaimes Freyre, poeta boliviano, fue amigo de Rubén Darío, y cofundador con el nicaragüense de la Revista de América, publicada en Buenos Aires en el último decenio del siglo XIX. Hizo una nota­ ble carrera como diplomático, ejerció funciones docentes en la Uni­ versidad de Tucumán y fue canciller de la república boliviana. Fue también un estimable orador político y escribió un tratrado de pro­ sodia castellana, Leyes de la versificación castellana (1912), siendo además autor de una obra histórica, La historia del descubrimiento de Tucumán. Como poeta Jaimes Freyre debe su fama a Castalia bárbara, un volumen que publicó en 1899 y que evocaba una mitología y un paisaje de tipo nórdico, no sin similitudes con los Poémes barbares de Leconte de Lisie, que fue probablemente la fuente de su inspira­ ción. El tema es el conflicto entre el mundo pagano y los valores cristianos. Como Herrera y Reissig, Jaimes Freyre tiende a ver el mun­ do moderno como un desierto, una estepa cubierta por la nieve —como en «Las voces tristes»— de donde han desaparecido la cali­ dez y el consuelo del contacto humano. El mundo pagano guarda analogías con nuestro mundo, pero era más heroico. La grandiosa emoción de los guerreros del Valhalla se funda en su muerte heroica aunque estéril sin la esperanza de la resurrección. Por ejemplo, «Havamal», de Castalia bárbara, es una imagen de un Cristo para el que no hay un Dios salvador:

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Yo sé que estuve colgando en el árbol movido por el viento durante nueve noches, herido de lanza, sacrificado a Odín. Yo sacrificado a mí mismo (en aquel árbol, del cual nadie sabe de qué raíces nace)... No me dieron un cuerno para beber, ni me alcanzaron pan. Miré hacia abajo, grité fuerte, recogí las runas y después caí hacia atrás.

Esta muerte tiene un paralelismo con la Pasión, excepto en el hecho de que la agonía es sin solución. Como a Cristo, se le hiere conuna lanza y se le niega sustento, pero no habrá resurrección. En el poema la tensión surge debido a la inevitable comparación entre un paganismo heroico y el cristianismo, que representan valo­ res en conflicto. En «Eternum Vale» los dioses paganos huyen ante la llegada del «Dios silencioso que tiene los brazos abiertos»: Un Dios misterioso y extraño visita la selva, es un Dios silencioso que tiene los brazos abiertos. Cuando la hija de Thor espoleaba su negro caballo, le vio erguirse de pronto, a la sombra de un añoso fresno y sintió que se helaba la sangre ante el Dios silencioso que tiene sus brazos abiertos.

El mundo pagano era un mundo belicoso y violento, lavisión cristiana lleva el sello de la sumisión y del amor, y noobstante es una experiencia que intimida. La hija de Thor siente que se le hiela la sangre, ante la visión de este Dios sumiso; posiblemente haya aquí ecos nietzscheanos en la confrontación de una edad heroica con el Dios de la «religión de los esclavos». Jaimes Freyre también publicó un libro, Los sueños son vida, en el que abandonó la ambientación nórdica, pero sin conseguir cuajar del todo una nueva visión poética. Su verso es técnicamente hábil, pero de alcance reducido.

8.

M o d e r n ist a s

t a r d ío s

Los aspectos divergentes del modernismo se intensificaron des­ pués del año 1900. No sería de gran utilidad analizar con detalle

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todas las manifestaciones de este fenómeno, ya que algunos de los poetas más prolíficos son también los más decepcionantes. El mexi­ cano Amado Ñervo (1870-1919) habla principalmente de sus crisis y experiencias religiosas. Está también la perfección más bien gélida del colombiano Guillermo Valencia (1873-1943) y la vigorosa poesía «masculina» de José Santos Chocano (Perú, 1875-1934). En el Uru­ guay apareció una notable poetisa, Delmira Agustini (1886-1914). Caso poco frecuente en las poetisas de este período, Delmira Agus­ tini estaba obsesionada por los temas eróticos, y su nombre tiende a recordarse más que por su poesía por el hecho de haber sido asesi­ nada por su esposo. Hoy en día esta obsesión erótica parece menos audaz que curiosa. En Los cálices vacíos los símbolos del sexo son tan evidentes como forzados, y constantemente refleja una acepta­ ción de su papel como objeto sexual, sumisa al todopoderoso varón. Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas; y si tú duermes, duermo como un perro a tus plantas.

El lenguaje de su poesía cae a menudo en el efectismo, como en Cuentas de sombra: Los lechos negros logran la más fuerte rosa de amor; arraigan en la muerte. Grandes lechos tendidos de tristeza, tallados a puñal y doselados de insomnio [...]

Todo eso es un poco recargado y retórico; para encontrar un nue­ vo lenguaje poético para el tema sexual habrá que esperar a Ramón López Velarde, cuya poesía se analizará posteriormente dentro de este mismo capítulo. Si hablamos de Delmira Agustini como de un poeta «femenino», el peruano José Santos Chocano era sin duda alguna agresivo y mas­ culino. Fue también uno de los primeros escritores latinoamericanos que ensayaron y emplearon un sistema de referencias americano en su poesía: En sus mejores momentos evocó el Perú del período colo­ nial o, como en Alma América, describió la naturaleza americana. En «El sueño del caimán», por ejemplo, podemos ver cómo la prin­ cesa modernista se transforma extrañamente en un príncipe encanta­ do al que aprisionan las escamas del caimán:

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Inmóvil como un ídolo sagrado, ceñido en mallas de compacto acero, está ante el agua extático y sombrío, a manera de un príncipe encantado que vive eternamente prisionero en el palacio de cristal de un río...

La inmovilidad y las mallas escamosas se consideran como limita­ ciones en el animal. El tema de la limitación biológica fue muy fre­ cuente entre los modernistas y los centauros y cisnes de Rubén se toman a menudo como símbolos de ella. Pero aquí hay una tentati­ va de sacar este elemento de la tradición literaria europea y de situar el tema en un contexto americano. Si pensamos en poetas como Car­ los Pezoa Véliz (Chile, 1879-1908) o Leopoldo Lugones (Argentina, 1874-1938) veremos cómo este arraigamiento de temas habituales en el modernismo en un escenario americano alcanza un nivel mucho mayor de intensidad. Pezoa Véliz medita sobre la muerte en un marco concretamente chileno. Lugones empezó su carrera con Las monta­ ñas del oro (1897), una epopeya al estilo de Victor Hugo; sufrió la influencia de Samain y de Laforgue en Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario sentimental (1909); y sólo en Odas seculares (1910) se orienta hacia el escenario americano. En Lunario sentimental anti­ cipa el humor de la poesía vanguardista con una parodia ágil y a menudo llena de comicidad de las escenas a la luz de la luna tan caras al romanticismo. Así, parodia su tradición literaria en versos como los siguientes: Sobre la azul esfera un murciélago sencillo voltejea cual negro plumerillo que'lim pia una vidriera.

El murciélago pierde sus habituales connotaciones sombrías cuando el poeta hace de él un humilde plumerillo. En las Odas seculares, escritas para el centenario de la indepen­ dencia de la Argentina en 1910 , hubo sin embargo un retorno a la tradición de Andrés Bello y Gregorio Gutiérrez González, la tra­ dición de versos descriptivos y bucólicos que glorifican las virtudes de la vida rústica. En El libro de paisajes (1917) el estilo vuelve a cambiar. Aquí encontramos descripciones de diversos climas y esta­ ciones del campo, «Tormenta», «Lluvia», etc., en las que la naturale­ za es el único elemento, como por ejemplo en «La granizada»:

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Sobre el repicado cinc del cobertizo, y el patio que, densa, la siesta calcina, en el turbio vértigo de la ventolina ríen los sonoros dientes del granizo. Ríen y se comen la viña y la huerta. Rechiflan el vidrio que frágil tirita, y escupen chisguetes de saltada espita por algún medroso resquicio de puerta. Junto al marco rústico, donde pía en vano, refugiase un pollo largo y escurrido. Volcado en el suelo yace un pobre nido. En el agua boya la flor del manzano. Con frescor de páramo el chubasco azota. Cenizas de estaño la nube condensa. Y al lúgubre fondo de la pampa inmensa, desgreñados sauces huyen en derrota.

Aquí no hay nada que no hubiera podido figurar en uno de los Sonetos vascos de Herrera y Reissig, con la excepción de la «pampa inmensa». Este detalle y tal vez la violencia de la tormenta son las únicas indicaciones de que el poema está situado en la Argentina. Pero las indicaciones están ahí. Y también, respecto a los poemas de Herrera y Reissig, ha cambiado la perspectiva, porque aquí no vemos a una naturaleza que ofrece una guía al hombre, un código externo de referencias, sino una naturaleza como una fuerza devoradora y hostil ante la cual hasta los sauces «huyen en derrota». Los escritores son cada vez más conscientes de que la naturaleza hispa­ noamericana no puede describirse en los mismos términos que la na­ turaleza europea. Pero Leopoldo Lugones no siempre presenta imá­ genes tan desoladas. En «Día claro» la naturaleza americana puede también ofrecer una escena de armonía: En la gloria del sol palpita el mundo y alzan su arquitectónica armonía blancas nubes en que de azul profundo sus bellas torres embandera el día. Celebra el gallo con viril porfía aquel oro solar que arde en su gola, y en su cántico excelso se gloría empenachado por la verde cola.

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Ciñe cada guijarro una Oloroso calor exhala el Remueve el bosque un El día es como el pan,

aureola. heno. grave azul de ola. sencillo y bueno.

Como en tantos otros poemas de Lugones, el efecto que nos pro­ duce éste es el de la pintura de un paisaje, pero de un paisaje en el cual cada elemento se ve por separado; cielo, gallo, guijarro, bos­ que, aparecen como aspectos desunidos que se funden tan sólo en el poema o que tal vez simplemente se consumen en la imagen final del día sencillo y bueno como el pan. Pero la consumación no es comunión. Y lo cierto es que estamos tan lejos de la rubeniana en­ carnación de Dios en la naturaleza como del patetismo de los ro­ mánticos. La naturaleza se presenta más bien como un conjunto de elementos que se ofrecen a los sentidos, que se perciben sucesiva­ mente y que por fin se consumen como el pan para desaparecer. La mayoría de los poemas posteriores de Lugones o son de tema pastoril o asumen la forma del romance, y refuerzan la impresión de una visión de la vida campesina más bien estudiada e intelectual. Publicó unos Poemas solariegos (1927) y un volumen de romances, Romances del Río Seco (1938), apareció después de su suicidio en 1938. Lugones, junto con el mexicano Ramón López Velarde y el ar­ gentino Baldomero Fernández Moreno, representa la corriente «mundonovista» o localista del modernismo, ya que estos poetas intentan arraigar su lenguaje poético en una provincia o región, más que co­ nectar con las tendencias europeas como había hecho Rubén. Sin embargo, calificar su poesía de regionalista sería emplear una pa­ labra equívoca. Sus temas no difieren de los temas modernistas del tiempo y de la muerte, aunque su paisaje poético no fuese el mismo. Ramón López Velarde (1888-1921) publicó su primer libro de poesía, La sangre devota, en 1916, en el momento culminante de la revolución mexicana. Zozobra apareció después de que llegaran a su fin las luchas revolucionarias en 1919 , y un volumen postumo, El son del corazón, se publicó en 1932. Nacido en provincias, su poesía expresa el conflicto entre los valores metropolitanos y provinciales,18 y su técnica poética se funda en una sinceridad básica que según él el verso debía transmitir: 18.

O. Paz, «El lenguaje de Ramón López Velarde», Las peras del olmo, Barcelona, 1972

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Yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra, cualquier sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos.19

Para conseguir esta «combustión de huesos», el poeta tiene que haber experimentado y observado sentimientos intensos, y ha de pres­ cindir implacablemente de todo lo que no sea esencial. La simple decoración ha de eliminarse. La quiebra del Parnaso consistió en pretender suplantar las esen­ cias desiguales de la vida del hombre con una vestidura fementida. Para los actos trascendentales —sueño, baño o amor— nos desnuda­ mos. Conviene que el verso se muestre contingente, en paragón exac­ to de todas las curvas, de todas las fechas: olímpico y piafante a las diez, desgarbado a las once; siempre humano.20

Esta fidelidad del lenguaje a lo que se siente a veces provoca brus­ cos cambios de tono, y pasamos sin transición de lo exaltado a lo familiar o burlesco, como en «Tenías un rebozo de seda»: [...] en la seda me anegaba con fe, como en un golfo intenso y puro, a oler abiertas rosas del presente y herméticos botones del futuro. (En abono de mi sinceridad séame permitido un alegato. Entonces era yo seminarista sin Baudelaire, sin rima y sin olfato.)

Los súbitos cambios de actitud, la inserción de notas irónicas, convierte la lectura de Ramón López Velarde en una acida experien­ cia. No se complace en lo sentimental; aunque sí expresa la nostal­ gia en los poemas que escribió en la primera parte de su vida para su idealizada «Fuensanta» o en sus recuerdos de las sencillas mujeres provincianas: Ingenuas provincianas: cuando mi vida se halle desahuciada por todos, iré por los caminos por donde vais cantando los más sonoros trinos y en fraternal confianza ceñiré vuestro talle. 19. A. Phillips, Ramón López Velarde, México, 1962, pág. 123; de un ensayo de López Velarde, «La derrota de la palabra», El don de febrero y otras prosas, México, 1952. 20. Phillips, op. cit., pág. 123.

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En sus poemas primerizos «Fuensanta» es una promesa de pureza y de salvación, aunque los lectores modernos tienen que situar estas palabras en su verdadero contexto, ya que tanto «la pureza» como «la salvación», se encontraban cargadas de valores para el poeta y no eran simples palabras vacías. Aun después de haberse agostado la fe, la Iglesia es todavía una presencia importante y significa mu­ cho para él. Por ejemplo, contrástese este poema con «La iglesia» de Herrera y Reissig: Mi espíritu es un paño de ánimas, un paño de ánimas de iglesia siempre menesterosa; es un paño de ánimas goteado de cera, hollado y roto por la grey astrosa. No soy más que una nave de parroquia en penurias, nave en que se celebran eternos funerales, porque una lluvia terca no permite sacar el ataúd a las calles rurales. Fuera de mí, la lluvia; dentro de mí, el clamor cavernoso y creciente de un salmista; mi conciencia, mojada por el hisopo, es un ciprés que en una huerta conventual se contrista.

La imagen inicial es impresionante. En vez de un «paño de lágri­ mas», alude a su alma como un «paño de ánimas», como si su alma hubiese quedado estropeada por la compasión y él estuviera muerto dentro. Sin embargo, el edificio de la religión sigue siendo algo muy presente, el símbolo de lo que resta de su vida interior. Lo que sub­ siste del orden moral está estructurado de acuerdo con un esquema de pureza y caída, de pecado y arrepentimiento. El poema «La biza­ rra capital de mi estado», una serie de viñetas divertidas o irónicas sobre la capital del estado, culmina en una nota de mayor exaltación al evocar la catedral y su campana: y al concurrir, ese clamor concéntrico del bronce, en el ánima del ánima, se siente que las aguas del bautismo nos corren por los huesos y otra vez nos penetran y nos lavan.

Las «señoritas», los «católicos» y los «jacobinos» de la ciudad se­ rían unas entidades aisladas sin la catedral y la campana, que confie­

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ren la comunión de la fe a la sociedad. Incluso sin fe, las aguas del bautismo unen a la gente de un modo mucho más íntimo que cual­ quier otra fuerza. Semejantemente, en «Mi prima Agueda», en el cual el poeta evoca un primer amor por su prima (y la mezcla de sensualidad y de miedo que ella despierta en él), las emociones co­ bran fuerza porque se refieren a un sistema de valores según el cual llevar luto (como lleva la prima) tiene poderosas implicaciones de muerte y de peligro de pecado. Uno de los poemas más expresivos de López Velarde sobre el tema de la sensualidad es «Hormigas», en el cual el lenguaje alcanza una tensión casi intolerable. A la cálida vida que transcurre canora con garbo de mujer sin letras ni antifaces a la invicta belleza que salva y que enamora, responde en la embriaguez de la encantada hora un encono de hormigas en mis venas voraces. Fustigan el desmán del perenne hormigueo el pozo del silencio y el enjambre del ruido, la harina rebanada como doble trofeo en los fértiles bustos, el Infierno en que creo, el estertor final y el preludio del nido.

El lenguje es solemne, latinizante, y otorga una impresión de opulencia al verso. La vida es voluptuosa y carnal. Hay elimpulso biológico, el ciclo de la muerte, pero también hay algo más, las «hor­ migas», la fuerza ciega y aguijoneadora de su sensualidad, que nun­ ca hubiera podido llegar a ser tan fuerte de no ver la boca de la amada a un tiempo como comunión y como puerta del infierno: tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno, tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo como reproba llama saliéndose de un horno

y las sensaciones contradictorias que produce: ha de oler a sudario y a hierba machacada, a droga y a responso, a pabilo y a cera.

La boca es vida y muerte, hierba machacada y mortaja. Elpoeta sólo puede teneresta experiencia por medio del goce, que pone en peligro su salvación. Las palabras tienen el intenso vigor retórico de la plegaria en latín, como si se requiriera algo tan fuerte como una oración. De ahí los versos finales:

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Antes de que tus labios mueran, para mi luto, dámelos en el crítico umbral del cementerio como perfume y pan tóstigo y cauterio.

En todos los poemas hay una alusión al placer arrebatado en las mismas puertas del infierno. Y el lenguaje sugiere de un modo muy vivido la sensación de la liturgia. El poema más famoso de López Velarde es «Suave Patria», un poema con «actos» e «intermedios» que canta a México pero que no tiene nada en común con el ditirámbico Canto a la Argentina de Darío. Ya desde sus versos iniciales, con su tono de ironía byroniana, el poema reconoce que es un poco embarazoso escribir poesía cívica: Navegaré por las olas civiles con remos que no pesan, porque ven como los brazos del correo chuán que remaba la Mancha con fusiles. Diré con una épica sordina: la Patria es impecable y diamantina.

El poema representa una especie de patriotismo desmitificado, como explica el poeta al comienzo del segundo acto: Suave Patria’v te amo no cual mito sino por tu verdad de pan bendito, como a niña que asoma por la reja y la falda bajada hasta el huesito.

Este aspecto sencillo y cotidiano de su país es el que considera como su verdad: sé siempre igual, fiel a tu espejo diario. Patria, te doy de tu dicha la clave:

La «patria» se parece mucho a la «catedral», es como un edificio sólidamente apoyado en las impresiones y en la fe de la niñez. Esta es la causa de que la revolución se vea, en uno de sus poemas más conocidos, «El retorno maléfico», como un vendaval destructor. Ello no implica una postura política, sino una actitud respecto a su pro­ pia niñez que ahora pertenece a otra época. El poema evoca una visita que hace el autor cuando vuelve a su aldea natal:

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Mejor será no regresar al pueblo, al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla.

Pero los extraños mapas que la metralla ha dejado en las paredes recuerdan al poeta no grandes acontecimientos, sino su propia «es­ peranza deshecha». La violencia que se ha producido es una violen­ cia que le ha separado del pasado, que ahora evoca en las cerraduras herrumbrosas, en las viejas puertas y en los medallones del porche. Lo que se ha perdido es su propia juventud y toda esperanza de ha­ cer realidad sus ilusiones, mientras a su alrededor prosigue una nue­ va vida, campanario de timbre novedoso; remozados altares; el amor amoroso de las parejas pares; noviazgos de muchachas frescas y humildes como humildes coles.

Toda la naturaleza y la humanidad parecen emparejarse, impre­ sión reforzada por la tautología de «parejas pares» y por la repetición del adjetivo «humilde». La revolución no ha cambiado la vida del pueblo, pero el tiempo sí ha cambiado su propia vida, reduciéndola a la nostalgia cuando oye alguna señorita que canta en algún piano alguna vieja aria; el gendarme que pita... ...Y una íntima tristeza reaccionaria.

La fuerza vital biológica y la promesa cristiana de un más allá entran en conflicto con una intensidad terrible en la poesía de López Velarde. Y aunque su lenguaje procede de la tradición cristiana y literaria, depende mucho menos que Darío de símbolos y mitos lite­ rarios ya existentes. En el fondo se orientó al modernismo en una dirección completamente nueva al arraigar los conflictos en un am­ biente provinciano mexicano y lo hizo sin caer en un regionalismo de tipo costumbrista. López Velarde tiene un equivalente argentino en Baldomero Fer­ nández Moreno (1886-1950), poeta de origen español que vivió des­

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garrado entre la imagen de una España idealizada que recordaba de los años de su niñez vividos en la península, y un Nuevo Mundo pobre y desnudo. Su lenguaje es sobrio y sencillo. Mucho menos intensa que la de López Velarde, su poesía refleja el desarraigo que sentía en el Nuevo Mundo, la necesidad de contar con la seguridad que le proporcionaba un estilo tradicional de vida. En «Tráfago» es­ cribió: Me he detenido enfrente del Congreso y en medio del urbano remolino he soñado en un rústico camino y me he sentido el corazón opreso. Una tranquera floja, un monte espeso, el girar perezoso de un molino, la charla familiar de algún vecino, ¿no valen algo más que todo eso?

En resumidas cuentas esto es lo que obliga a situar a Fernández Moreno entre los modernistas y no entre los poetas de vanguardia, a pesar del hecho de que su obra desborda ampliamente la cronolo­ gía de este movimiento.

9.

LA PROSA MODERNISTA

No es posible cerrar este capítulo sobre el modernismo sin co­ mentar, aunque sea brevemente, la transformación que Rubén D a­ río, Gutiérrez Nájera y sus epígonos llevaron-a cabo en la prosa. In­ cluso los escritores románticos como Echeverría habían empleado una estructura lógica que apelaba más a la inteligencia que a los senti­ dos. Darío y Gutiérrez Nájera figuraron entre los primeros escritores hispanoamericanos que emplearon la prosa simplemente para suge­ rir estados de ánimo. La mayor parte de los cuentos de Darío son o alegorías que ilustran el conflicto entre el artista y la sociedad o descripciones pictóricas: «Acuarela», «Paisaje», «Un retrato de Watteau», «Naturaleza muerta», «Aguafuerte». Uno de sus paisajes más característicos nos describe el encuentro de dos amantes en un par­ que y se limita a hacer una descripción del escenario: Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos juntos, cuchicheaban, en lengua rítmica y alada, las aves. Y arriba el cielo, con su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas de

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fuego, vellones de púrpura, fondos azules flordelisados de ópalo, de­ rramaba la magníficiencia de su pompa, la soberanía de su grandeza augusta.

La textura de la prosa produce la impresión de una voluptuosa opulencia: «fiesta de nubes», «plumas de oro», «flordelisados de ópa­ lo». Rubén se propone aquí enriquecer hasta el máximo la materia de su prosa. No hay anécdota ni hilo argumental, solamente una atmósfera de sensualidad. De modo semejante, los cuentos de G u­ tiérrez Nájera, aunque a menudo conservan elementos anecdóticos e incluso un propósito de moraleja, son primordialmente obras con­ cebidas para sugerir un estado de ánimo. Con el modernismo las descripciones de la naturaleza se justifican a sí mismas, están hechas para ser gozadas como un fin, y no porque contengan un mensaje o contribuyan directamente al tema. Por ejemplo, la novela de Leo­ poldo Lugones La guerra gaucha ( 1905), evoca escenas de la guerra de la independencia, pero sitúa los hechos en un escenario natural cuidadosamente observado. Veamos una descripción de una tormen­ ta en la pampa: Llovía y llovía... Por el cielo plúmbeo rodaban las tormentas, una tras otra, sus densidades fulginosas. Algún trueno propagaba retumbos. Incesan­ temente cerníase la garúa convertida vuelta a vuelta en cerrazones y chubascos. Sobre el azul casi lóbrego de la sierra, flotaban nubarro­ nes de cuyo seno descolgábase a veces una centella visible a lo lejos, como una linterna por un cordón [...]

Existe una diferencia entre esta descripción y la rubeniana, apar­ te de las obvias. Rubén está creando un paisaje imaginario, o al me­ nos embelleciendo uno real. Lugones consigue la verosimilitud va­ liéndose tan sólo de ocasionales metáforas —«como una linterna por un cordón»— para elevar el tono descriptivo. Ambas descripciones están concebidas para apelar a los sentidos. Pero el ejemplo de Ru­ bén iba a dar origen a nuevos estilos de literatura no realista, inclu­ yendo el cuento y la novela de tipo «fantástico», incluyendo los pri­ meros relatos de Quiroga, en lo que todo consiste en crear paisajes imaginarios más que realistas. Dio también origen a la novela y al cuento «artísticos», en los que el lenguaje exacto e incluso rebuscado era tan importante como la trama argumental de novelas como La gloria de don Ramiro ( 1908), de Enrique Larreta ( 1875-1961), cuya acción se sitúa en la época de Felipe II, y que trata de la persecución

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de los moriscos y de la coexistencia de moriscos y cristianos en Espa­ ña. La novela no es tan sólo un excelente ejemplo de recreación his­ tórica, sino que permite al novelista perspectivas más amplias al des­ cribir los aspectos plásticos y sonoros de una ciudad española del si­ glo XVI, las vividas sansaciones de color y el contraste entre la men­ talidad represiva de los cristianos y los sensuales moriscos. Compáre­ se, por ejemplo, la siguiente descripción con los adjetivos convencio­ nales que solían darse en la novela romántica del siglo XIX: Afuera en la ciudad, torvo sosiego de siesta castellana. La luz del mediodía arde rabiosa en los pétreos paredones, caldea los hierros, requema el musgo de los tejados.

Ni «rabiosa» ni «pétreo» son adjetivos que se hubieran usado en la novela romántica. También modernista es la valoración de los ob­ jetos, de la belleza del cristal y de los ropajes. Mientras el novelista romántico reservaba sus arrebatos líricos para los escenarios natura­ les, Larreta se complace en el lujo de los habitáculos civilizados: Había góticos terciopelos que se plegaban angulosamente, tercio­ pelos acartonados y finos del tiempo de Isabel y Fernando, donde una línea segura iba inscribiendo el tenue contorno de una granada sobre el fondo verde o carmesí; donosas telas de plata que parecían aprisionar entre la urdedumbre un viejo rayo de luna; brocados y brocaletes amortecidos por el polvillo del tiempo, a modo de vidriera religiosa.

Larreta nos habla aquí del tiempo pasado y de la tradición, pero para ello describe la apariencia de las telas, los hilos de colores mor­ tecinos, los brocados desgastados, los colores desvaídos. El pasaje tam­ bién nos remite al tema de la novela, pues el artesano morisco ha dejado su huella en las .telas destinadas al uso de los católicos. La descripción más que afirmar evoca. A diferencia de la novela realis­ ta, con su mensaje inequívoco, la prosa de Larreta es alusiva. Este tipo de prosa modernista iba a crear una tradición opuesta a la del realismo, tan preocupada por la instrumentalización y el funciona­ lismo de la prosa. En su aspecto negativo, esta tendencia condujo a un cierto preciosismo. En la novela alegórica A/sino (1920), de Pe­ dro Prado, o en los cuentos de Abraham Valdelomar (Perú, 1888-1919),21 se da un estilo tan conscientemente elaborado que di21 Véanse algunos comentarios sobre Valdelom ar en el libro del Earl A. Aldreich, The Mó­ dem Short Story in Perú, Madison-Milwaukee-Londres, 1966. El título más destacado del autor peruano es Im ciudad de los tísicos (1901).

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ficulta la lectura. Pero por otra parte el modernismo significó prestar atención al lenguaje y al valor intrínseco de las palabras, y una sensi­ bilidad para los efectos más sutiles que iba a ser muy fructífera. Los grandes escritores realistas de los años veinte —Ricardo Güiraldes y Horacio Quiroga— supieron combinar la verosimilitud y la observa­ ción escrupulosa con la atención a la calidad del estilo, gracias a lo cual su obra resulta muy superior a la de un Blest Gana o un Cambaceres, en cuyas novelas la prosa es a menudo demasiado torpe. Y fue el modernismo el que consiguió desviar la prosa desde una orientación funcional hacia la búsqueda de valores formales. Sin nin­ gún género de dudas, la obra de escritores contemporáneos como José Lezama Lima y Alejo Carpentier sería inconcebible sin esta rup­ tura modernista.

Le c tu r a s

Existen varias antologías de poesía modernista. Gordon Brotherston (ed.),

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LITERATURA HISPANOAM ERICANA

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LOS MÚLTIPLES ASPECTOS DEL MODERNISMO

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Capítulo 7 REALISM O Y REG IO N ALISM O

Lo que sufrí cuando no sabía si una página brillante perte­ necía a la última novela mala o a la primera buena. M a c e d o n io F e r n á n d e z

Hasta hace relativamente poco tiempo las novelas realistas y regionalistas se consideraban como formas características de la prosa hispanoamericana, y por lo común las historias de la literatura ter­ minaban con estudios sobre escritores como Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y Horacio Quiroga. Desde 1940 la visión ha cambia­ do. La generación contemporánea se ha rebelado contra las novelas documentales y contra la literatura de denuncia excesivamente sim­ plificada. Inevitablemente, adopta una actitud muy crítica respecto a los estilos del pasado. Como escribe Carlos Fuentes: La tendencia documental y realista de la novela hispanoamericana obedecía a toda esa trama original de nuestra vida: haber llegado a la independencia sin verdadera identidad humana, sometidos a una naturaleza esencialmente extraña que, sin embargo, era el verdadero personaje latinoamericano.1

Aunque Fuentes opine que ésta era una fase necesaria, también considera la novela documental como un indicio de subdesarrollo y data la madurez de la novela latinoamericana a partir de las prime­ ras obras que manifiestan ambigüedad y complejidad. Sus rigores son característicos de la generación contemporánea.2 No obstante, Carlos Fuentes, op. cit. Mario Vargas Llosa, «La novela primitiva y la novela de creación en América Latina», en Revista de la Universidad de México. X X III, núm. 10, junio de 1969. Véase también «Primitives and creators», TLS, 14 noviembre 1968. 1. 2.

REALISMO Y REGIONALISMO

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ello hace aún más necesario situar a la novela realista en una pers­ pectiva histórica. Doña Bárbara, El mundo es ancho y ajeno, Don Segundo Sombra, fueron las primeras novelas hispanoamericanas que llamaron la atención en Europa y Norteamérica. Los mismos rasgos que la generación actual rechaza —las descripciones de una natura­ leza hostil, de tipos exóticos y de injusticias sociales— fueron preci­ samente los que más interesaron al lector europeo y norteamericano. Incluso, como veremos, el estatismo era algo tan vinculado a la ideo­ logía predominante, como la «simultaneidad» y la «disponibilidad» forman parte de la nuestra. Lo que ocurre es que el mundo ha cam­ biado. Presentar unos materiales de un modo que no sea ambiguo, aspirar a una objetividad es algo que ya no es posible. El término «realismo» quizá no sea el más adecuado para descri­ bir los fenómenos que se analizan en este capítulo. El novelista anti­ llano Wilson Harris habla de la «novela de persuasión», y la expre­ sión es afortunada.3 Si he preferido conservar el término «realista» es porque creo que aún tiene validez por el hecho de que presupone un orden objetivo (que puede no ser un orden social, sino natural) con el que se mide el individuo. En Hispanoamérica, la mayor parte de los primeros realistas sufrieron la influencia del positivismo y, más aún, de un tipo de positivismo que era todavía más rígidamente de­ terminista que el positivismo europeo. Cuando recordamos, por ejem­ plo, el caso de Francisco Bulnes, que estableció una teoría según la cual los pueblos que comían maíz eran inferiores a los que comían trigo,4 podemos tener cierta idea de hasta qué punto se sentían in­ defensos los intelectuales de hace sesenta o setentra años en relación con las «fuerzas», las «leyes» y los «fenómenos» que según ellos go­ bernaban su existencia y la de sus sociedades. Los novelistas de esta época no veían sus personajes en términos de libertad y ambigüe­ dad, sino más bien como representantes de fuerzas nacionales. La novela realista puede considerarse esencialmente alegórica. La única función del lector era seguir el desarrollo como un observador pasivo que se veía obligado a aceptar las conclusiones preestablecidas del autor. Este tipo de realismo «cerrado» se ilustra en este capítulo con la obra de dos escritores, Mariano Azuela (México, 1873-1952) y Ma­ nuel Gálvez (Argentina, 1882-1962).

3. Wilson Harris, Tradition, the Wnter and Society, Londrcs-Pucrto España, 1964, y citado por Kenneth Ramchand, The West Indian Novel and its Background, Londres, 1970. 4. Francisco Bulnes, El porvenir de las naciones latinoamericanas, México, 1899.

18 2

i.

LITERATURA HISPANOAM ERICANA

Mariano A zuela

Mariano Azuela era ya un novelista consagrado antes del estalli­ do de la revolución mexicana, en la cual, como la mayoría de sus compatriotas, se vio envuelto. Médico de carrera, estaba imbuido de una concepción positivista, y sus primeras novelas —Maña Luisa (1907), Los fracasados (1908) y Mala yerba (1909)— fueron novelas de aprendizaje que trataban de los males sociales a la manera natu­ ralista. En 1911, muy poco después del comienzo de la revolución, publicó Andrés Pérez, maderista, historia de un periodista que se ve implicado en la revolución y combate, en el bando de Madero. Sin ser una novela extraordinaria, Andrés Pérez anuncia con oportu­ nidad una de las preocupaciones posteriores de Azuela y el compro­ miso del ideal. Las tres obras que ejemplifican mejor el realismo de Azuela son «novelas de la revolución». Se trata de Los de abajo (1916), Los caci­ ques, y Las moscas (1918). En las tres la revolución da un nuevo sentido a la vida individual. Y ello es especialmente válido para Los de abajo. Aunque la novela trata de la ascensión de un solo caudillo, Demetrio Macías, que pasa de ser un campesino rebelde a convertir­ se en un general revolucionario, es mucho más que un estudio cerra­ do de un hombre. La partida de Demetrio forma parte de las fuerzas revolucionarias y su complejo destino se sigue hasta su inevitable fi­ nal. Pese a todo, la novela empieza y termina con Demetrio, ya que es él quien representa la fuerza y la debilidad del movimiento. Con admirable concisión Azuela resume los móviles del protagonista y sus virtudes y defectos en dos breves pasajes. Macías se describe co­ mo un hijo espontáneo de la naturaleza, aunque tal vez su conducta esté más cerca de Hobbes que de Rousseau. Todo en él es actividad irreflexiva, ya que sus orígenes campesinos le han privado de toda oportunidad de tener una educación que hubiera podido darle ideas generales. Nunca ve más allá del presente inmediato. Su rasgo más positivo, aparte de su ciego valor, es su pasión por la tierra, y su superioridad sobre las tropas federales se basa en su profundo cono­ cimiento del terreno. Como todos los jefes guerrilleros puede contar con el apoyo de los aldeanos, y su prestigio se funda en su valentía y en sus grandes aptitudes para el combate. Los demás miembros de la banda se presentan con igual concisión; todos representan di­ versos tipos de luchadores revolucionarios; el kulak que no podía pros­ perar en la sociedad prerrevolucionaria, el campesino sin tierra, el modesto delincuente como Codorniz que por ser ladrón tiene que

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convertirse en un fugitivo de la justicia. También se incorpora a la partida Luis Cervantes, un estudiante de medicina que ha desertado del bando federal, en parte por cobardía, en parte porque ha oído decir que los rebeldes se entregaban al pillaje. Personaje más calcu­ ladoramente maligno que los campesinos, está condicionado por su ambiente pequeño burgués que le ha dado el instinto de salvar la piel a cualquier precio. El campesino morirá luchando, pero Cervan­ tes es por esencia el superviviente. Incluso en los encuentros victorio­ sos, siempre se mantiene en retaguardia y sólo se adelanta cuando se necesitan palabras y retórica. Hace de alcahuete para Demetrio, se apodera de un diamante después de la triunfal conquista de una ciudad, y finalmente escapa a Texas, donde continúa sus estudios y está indudablemente destinado a volver como uno de los «hombres nuevos» de la era posrevolucionaria. Pero hay también los que están aún más abajo que Cervantes en la escala de los valores morales, sobre todo la prostituta La Pintada y su amante, el «Güero» Margarito, productos ambos de un ambiente urbano. El «Güero» es sin du­ da el personaje más siniestro de la novela e ilustra la idea de Azuela de que la revolución sirve de tapadera para los criminales y las perso­ nas mentalmente desequilibradas. Representa lo peor del lumpen­ proletariado, es un sádico y un vicioso, capaz de asesinar a una an­ ciana que se niega a venderle comida y de violar vírgenes. Abriendo un espacio para la esperanza en la novela, este perverso personaje se ahorca cuando la revolución se acerca a su fin, ya que evidente­ mente no se ve con ánimos para afrontar una sociedad en la que sus crímenes puedan ser castigados. En Los de abajo aparecen personajes arquetípicos con objeto de establecer todo un cuadro de valores. Hay un campesinado sencillo y al que se engaña, con la virtud del valor, pero completamente ig­ norante de cualquier cosa que no sea la táctica inmediata. Están los miembros corrompidos de las clases bajas, corrompidos en la mayo­ ría de los casos porque han sido maleados por los falsos valores co­ merciales de la sociedad urbana. Están los intelectuales, que son «su­ pervivientes» carentes de escrúpulos, como Cervantes, o idealistas como Alberto Solís, que muere en la batalla de Zacatecas. El idealismo de Solís también se encuentra entre los campesinos, en Camila, la cándida muchacha que se enamora de Cervantes y que éste ofrece a Demetrio, de quien se convierte en una fiel seguidora. Tan igno­ rante como Macías, tiene sin embargo un ideal que va más allá de la simple ambición de poseer tierra. El aspecto en el que Los de abajo difiere de la mayoría de las

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novelas actuales es el del destino «cerrado» de la mayoría de sus per­ sonajes. Ninguno tiene la menor posibilidad de elección, sino que todos parecen prisioneros de un circuito predeterminado. Incluso Solís, el más inteligente de todos, es incapaz de influir en las fuerzas que le rodean y muere a consecuencia de una bala perdida. La estructu­ ra, al igual que la caracterización de los personajes, es determinista. Los hechos siguen un curso análogo al de la revolución: lo que em­ pieza por ser un levantamiento local espontáneo, con la ventaja de la sorpresa sobre el enemigo, va adquiriendo mayores dimensiones hasta que todas las facciones se unen en la fuerza revolucionaria que aplasta al enemigo común en la batalla de Zacatecas. Pero el triunfo conduce a la desintegración de los ejércitos y a las luchas intestinas entre Villa y Carranza, en las que este último se revela como el más fuerte. Los que no se unen a su bando son lentamente aniquilados o dispersados. El estilo de Azuela se caracteriza por su concisión. No se desper­ dicia ni una palabra. Hasta las descripciones de la naturaleza tienen su función dentro de la economía del relato. Véase, por ejemplo, este pasaje que describe el campo muy poco antes de la muerte de Demetrio: Fue una verdadera mañana de nupcias. Había llovido la víspera toda la noche y el cielo amanecía entoldado de blancas nubes. Por la cima de la sierra trotaban potrillos brutos de crines alzadas y colas tensas, gallardos con la gallardía de los picachos que levantan su ca­ beza hasta besar las nubes.

La renovación de la vida no se ve afectada por los acontecimien­ tos humanos. En último término la suerte de Demetrio tiene poca importancia. La manera de hablar es otra indicación de las fuerzas determi­ nantes de la vida humana. Cada manera de hablar es la voz de una clase social y por lo tanto representa un condicionamiento. Éste es el motivo de que a algunos personajes —Camila y Luis Cervantes— les resulte difícil comunicarse. Camila habla con el lenguaje más tos­ co de los campesinos, pero para ella las palabras representan efecti­ vamente sentimientos: Oye, curro... Yo quería icirte una cosa... Oye, curro, yo quiero que me repases La Adelita... pa... ¿a que no me adivinas pa qué? Pos pa cantarla muncho, muncho, cuando ustedes se vayan.

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Cervantes, por otro lado, emplea una retórica periodística cuyas palabras se proponen inducir a confusión. Como Camila, Demetrio habla con una «auténtica» voz campesina, aunque su lenguaje es más funcional que efectivo. Resumiendo, Los de abajo es un buen ejemplo de novela cerrada en la que cada elemento, cada procedimiento, se usa para reforzar un esquema sencillo y determinista. El placer de la lectura no se de­ be ni a la ambigüedad ni a la sorpresa, sino a una expectación que acaba de realizarse. Los caciques y Las moscas siguen pautas simila­ res. La primera de estas novelas se sitúa en el período de la revolu­ ción de Madero (1910-1912), durante la cual había más retórica que verdaderos cambios en las estructuras sociales. Como comenta Rodrí­ guez, uno de los personajes: La revolución de Madero ha sido un fracaso. Los países goberna­ dos por bandidos necesitan revoluciones realizadas por bandidos.

La pequeña ciudad que es escenario de la novela está dominada por los hermanos Del Llano cuyo poder sobre la comunidad es abso­ luto. Son propietarios de tiendas, capitalistas locales que prestan di­ nero con un crecido interés. La historia se centra en su dominación de la ciudad aun después de la revolución de Madero, y la manera como arruinan a su rival, donjuán Viñas, quien llega a tener tratos comerciales con ellos. La novela tiene, pues, un alcance mucho más reducido que Los de abajo, ya que se limita casi exclusivamente a la clase media y a la pequeña burguesía. El único personaje inteli­ gente y lúcido, Juan Rodríguez, es asesinado por orden de los Del Llano antes de que la segunda fase de la revolución llegue a la ciu­ dad. La novela expone la debilidad de cualquier movimiento que dependa de una clase cuyos ideales estén oscurecidos por intereses económicos. Los poderosos capitalistas como los Del Llano no tienen ningún interés en cambiar el sistema social, mientras que los capita­ listas menores y más conscientes se ven cogidos entre dos fuegos, entre el gran monopolio y las reivindicaciones radicales de las clases bajas. El hijo y la hija de Viñas, después de su ruina, son los que preparan el camino a la revolución, pero solamente les empuja un anárquico sentimiento de venganza contra los hombres que arruina­ ron a su padre. Las moscas, la tercera novela escrita por Azuela durante el perío­ do revolucionario, es más caricaturesca e irónica que las novelas an­ teriores. La estructura está cuidadosamente elaborada por el autor,

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quien construye la novela en torno a un viaje en tren desde Ciudad de México hasta el norte, en un período en el que tanto los seguido­ res de Villa como los contrarrevolucionarios estaban huyendo de la ciudad ante el avance de las tropas victoriosas de Obregón. Los pasa­ jeros del tren sólo tienen una cosa en común, todos son parásitos de la sociedad. Desde Marta, la viuda de un portero del Palacio N a­ cional, y sus hijos, hasta el general con sus ayudantes de campo, y Ríos, el ex burócrata. La única excepción es el médico, observador desengañado de aquella huida vergonzosa. El tren, tan a menudo un símbolo del progreso, es aquí como un animal que. lleva sobre el lomo a una serie de insectos parásitos. Pero el ambiente es de comedia más que de tragedia, y el problema moral se refiere a la cobardía, no al heroísmo. Las novelas de Azuela nos ofrecen un completo cuadro de la re­ volución, pero un cuadro que sólo permite una perspectiva única. Sus novelas representan la revolución como una fuerza liberada por la opresión. Las clases medias, que hubieran tenido que dominar los hechos, fracasan en su intento de ser guías ilustrados. En vez de eso, sucumben a sus pasiones y así incurren inevitablemente en el castigo. No es posible ninguna otra interpretación. El placer del lec­ tor se debe a una sensación de plenitud, al ver cómo se anudan lim­ piamente una serie de cabos sueltos. La carrera de Azuela como escritor se prolongó hasta años relati­ vamente recientes. En 1918 publicó una novela, Las tribulaciones de una familia decente, cuyo tema era la adaptación de una familia a las nuevas condiciones de la sociedad posrevolucionaria, tema que está evidentemente vinculado con el de Las moscas. Novelas poste­ riores, entre ellas La malhora (1923), La luciérnaga (1932) y Nueva burguesía (1941), muestran la influencia de los experimentos nove­ lísticos contemporáneos/sin llegar no obstante a la apertura que ca­ racteriza a la narrativa más moderna. Si ha pasado, pues, a la histo­ ria es como novelista realista que utilizó como materia prima la revolución.5

5. Para otras novelas de la revolución véase la antología de Aguilar, La novela de la revolu­ ción mexicana, edición de Antonio Castro Leal, 2 vols., México, 1958-1960. U na de las mejores novelas, aparte de las de Azuela y G uzm án, es Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz, que Anderson Imbert compara con Don Segundo Sombra en su Historia de la literatu­ ra hispanoamericana, II.

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2.

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Manuel G álvez (Argentina, 1882-1962)

Manuel Gálvez fue uno de los escritores realistas latinoamerica­ nos más prolíficos, y como en el caso de Azuela, su visión estuvo condicionada por el positivismo. En su época de estudiante escribió una tesis sobre la trata de blancas y sus novelas abordan a menudo problemas sociales muy concretos. El mal metafísico (1916), por ejem­ plo, analizaba la muerte del idealismo romántico en el áspero am­ biente de Buenos Aires. El protagonista, Riga, era un producto de la generación arielista, fundador de una revista que llevaba el nom­ bre de La Idea Moderna y de la que él esperaba que contribuyera a generar actitudes más idealistas. Pero está destinado a fracasar y a morir prematuramente víctima de «el mal metafísico»: la enfermedad de soñar, de crear, de producir belleza, de contem­ plar (...)

Nacha Regules (1918) ofrece otra versión del tema de los ideales perdidos, con la historia de una mujer que se ve empujada a la pros­ titución. Es el medio ambiente el que triunfa sobre los personajes de Gál­ vez. En una de sus mejores novelas, La maestra normal (1914), la ciudad provinciana en la remota provincia de La Rioja conspira para ahogar el amor y las relaciones naturales. Se rumorea que la Escuela Normal, fundada sobre unos principios anticlericales y positivistas, es un nido de inmoralidad, y cuando la maestra, Raselda, se enamo­ ra de un joven forastero y es seducida por él, se abaten sobre ella las iras de toda la población. Pero es la ciudad misma la que alimen­ ta la beatería y el tedio que a su vez provocan la caída de Raselda: La ciudad parecía de una dulce tristeza, a pesar del color que po­ nían los naranjos y las tejas sobre el fondo gris de la montaña. Por las calles no andaba sino una que otra persona. En algunas puertas, las sirvientas endomingadas, miraban como atónitas a los transeún­ tes. De cuando en cuando pasaba algún carruaje, lentamente, como con desgano, saltando sobre el ruin empedrado. Sus ecos se perdían en la soledad de las calles.

Aquí la vida parece apagarse. La existencia es morosa y sin nin­ gún relieve. La censura social es estricta e implacable. Gálvez mues­ tra cómo las esperanzas y las ilusiones individuales no pueden sobre­ vivir a la indiferencia o a la hostilidad activa de la sociedad. Sin em­

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bargo, al igual que Azuela, juega con los dados cargados y el lector no tiene más remedio que admitir su veredicto.

3.

LA HERENCIA DE LA PICARESCA

Una modalidad de novela social que escapó al esquema estricta­ mente predeterminado fue la picaresca. Este tipo de narrativa tenía sus raíces en la España del siglo XVI; en la Hispanoamérica del siglo XX el género reapareció con un grupo de escritores que no sólo se interesaban por personajes de baja extracción sino que también pre­ ferían una forma que les permitiese enhebrar ligeramente una serie de episodios en una narración hecha en primera persona. El camino intermedio entre la novela cerradamente realista y la picaresca está representado por las novelas de Roberto Payró (1867-1928), escritor argentino que simpatizaba con el anarquismo y que, como Gálvez, consideraba la novela como un instrumento de reforma. Sólo una de sus obras en prosa, El casamiento de Laucha (1906), tiene las ca­ racterísticas de la picaresca, pero Pago Chico (1908) es una yuxtapo­ sición de episodios someramente relacionados entre sí, y Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1910), aunque más convencio­ nal en la forma, tiene también una estructura episódica. La primera novela, El casamiento de Laucha, tiene evidentes puntos de contacto con el cuento popular. Narra la historia de un picaro criollo, Laucha, quien, con la ayuda de «Padre Papagna» se las ingenia para fingir su matrimonio con la propietaria de una tienda, doña Carolina, cu­ yo dinero se dedica luego a derrochar. Finalmente la abandona. En esta obra el desenlace es tan cerrado como en las novelas de Azuela, pero el autor mantiene una relación distinta con el lector, y la ver­ dad es que parece conspirar con él para reírse de los personajes. Aquí, por ejemplo, se nos habla del vestido de novia de Carolina, vis­ to por Laucha: Carolina se había encajado un gran traje de seda negra, con polle­ ra de volados y bata de cadera, y se había puesto una m anteleta en la cabeza, que le pasaba por detrás de las orejas y se ataba debajo de la barba, unas caravanas larguísimas de oro que le zangoloteaban a los lados de la cara redonda y colorada, y un trem endo m edallón con el retrato del finadito, de m edio cuerpo.

Claro está que es Laucha quien está hablando y, en consecuen­ cia, la descripción que se hace de Carolina, con su cara colorada y

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el enorme retrato de su difunto esposo, «el finadito», sobre el pecho, es deliberadamente grotesca, pero se está llevando al lector a ganar una confianza que los personajes de Azuela nunca hubiesen otorga­ do. El lector se divertirá con Laucha, pero su superioridad moral le asegura que el engaño de que hace víctima a Carolina será condena­ do. Payró es un escritor mucho más moralista que Azuela. Pago Chico tiene una estructura mucho más abierta: en ella se reúne una serie de relatos en torno a un tema común, el de una ciudad provinciana, Pago Chico (cuyo modelo es Bahía Blanca), con una corrompida jerarquía política formada por el gobernador, el jefe de policía, los líderes políticos y los periódicos rivales. Los relatos nos muestran la corrupción de los políticos que amañan las eleccio­ nes, contratan matones para proteger sus intereses y especulan con la tierra. El efecto es más que picaresco, costumbrista, aunque es un costumbrismo que se centra principalmente en tipos políticos. El ataque que Payró efectúa contra la corrupción del sistema po­ lítico está matizado por el humor, aunque como en su descripción de la boda de Laucha, no deja de intervenir también una cierta con­ descendencia. En Pago Chico preparábase un miti, un metín, o cosa así que debía tener lugar en el antiguo reñidero de gallos, único local, fuera de la cancha de pelota, apropiado para la solemne circunstancia, puesto que el teatro —un galpón de cinc— pertenecía a Don Pedro Gonzá­ lez, gubernista, que no quería ni prestarlo ni alquilarlo a sus enemi­ gos de causa.

Payró se está mofando del provincianismo, lo cual explica el fre­ cuente uso de la parodia, de discursos políticos o de artículos de pe­ riódicos sensacionalistas como el siguiente: ¡¡¡¡¡M iserables!!!!! Mañana nos ocuparemos más extensamente de este atentado bru­ tal. Hoy la indignación nos pone nudos y a más la falta absoluta de espacio nos impide tratar el tema con la extensión que merece.

Los episodios están ligados de una manera accidental, pero en conjunto dan una imagen muy contrastada de la ciudad que es el verdadero protagonista. A pesar de su título, Divertidas aventuras del nieto de Juan Aíoreira es la más seria de las tres obras y su construcción es rigurosa. Es el relato en primera persona de la ascensión del político Mauricio

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Gómez Herrera, apodado «el nieto de Juan Moreira» por un perio­ dista que le considera como el equivalente ciudadano del bandido gaucho de otros tiempos. La novela es la menos lograda de las tres obras principales de Payró y se basa en una trama argumental muy romántica, la del hijo ilegítimo que ignora la identidad de su padre. 4.

M a r t í n L u is G u z m á n (1 8 8 7 -1 9 7 6 )

En México la revolución favoreció la modalidad de la novela pi­ caresca. Muchos escritores habían sido testigos presenciales de la lu­ cha y habían conocido las vicisitudes inherentes a la guerra. José Vas­ concelos ( 1 8 8 2 - 1 9 5 9 ), ministro de Educación durante el gobierno de Obregón, aportó su testimonio personal y el primer volumen llevaba el significativo título de Ulises criollo (1936).6 Pero el escritor que mejor ejemplifica esta narrativa picaresca revolucionaria es Martín Luis Guzmán en su novela El águila y la serpiente (1928). En esta «nove­ la» los hechos están contados por el propio Guzmán. Describe su huida de Ciudad de México después del golpe de estado de Huerta, sus andanzas viajeras en busca de los ejércitos del norte y sus aventu­ ras con varios jefes revolucionarios como Pancho Villa, de quien fue secretario. El realismo de Guzmán consiste en su captación del deta­ lle significativo y en su selección de anécdotas que nos explican lo que representa vivir en medio de una revolución. Al lector raras ve­ ces se le permite asomarse a refriegas o batallas de importancia; en cambio se nos habla de los "bailes que tenían lugar detrás de las lí­ neas de fuego, de viajes en tren en los que para que funcionara la locomotora había que arrojar a la caldera los asientos de los vagones, de una película proyectada entre las bárbaras tropas revolucionarias que acribillan la pantalla a balazos, de la espectacular huida de Pan­ cho Villa de la cárcel. La' desengañada mirada de Guzmán se posa sobre todo en los jefes. Carranza se describe como «un ambicioso vulgar», Villa se ve como un peligroso salvaje. En el siguiente frag­ mento se nos da un primer plano efectista pero impresionante del narrador y de Villa, enfrentándose y mirándose de hito en hito casi pegados el uno al otro: La boca del cañón estaba a m edio metro de mi cara. Por sobre la mira veía yo brillar los resplandores felinos de los ojos de Villa. 6. Ulises criollo es el título del primer volumen de la autobiografía de Vasconcelos, y figura en la antología de La novela de la revolución mexicana y en Vasconcelos, OC, 4 vols., México, 1951.

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Su iris era como de venturina; con infinitos puntos de fuegos micros­ cópicos. Las estrías doradas partían de la pupila, se transformaban hacia el borde de los blancos en finísimas rayas sanguinolentas e iban desapareciendo bajo los párpados.

Estos terribles ojos se nos describen inyectados en sangre, en todo su detalle animal, pero la escena nos presenta sobre todo el enfren­ tamiento entre el intelectual y el guerrillero. Y no solamente Villa; se pasa revista a todos los jefes revolucionarios. Rodolfo Fierro, el lugarteniente de Villa, se describe exhausto por el cansancio de ha­ ber ejecutado personalmente a centenares de prisioneros. Obregón (condenado como charlatán) y Carranza son esencialmente héroes con pies de barro y ninguno de los dos encarna el ideal de Guzmán. A veces el cuadro se hace patético. Así, los zapatistas en el Palacio Nacional están intimidados ante aquellos esplendores de la civili­ zación: A nuestras espaldas, el tla-tla de los huaraches de dos zapatistas que nos seguían de lejos recomenzaba y se extinguía en el silencio de las salas desiertas. Era un rumor dulce y humilde. El tla-tla cesaba a veces largo rato, por que los dos zapatistas se paraban a mirar algu­ na pintura o algún mueble. Yo entonces volvía el rostro para con­ templarlos: a distancia parecían como incrustados en la amplia pers­ pectiva de las salas. Formaban una doble figura extrañamente lejana y quieta. Todo lo veían muy juntos, sin hablar, descubiertas las cabe­ zas, de cabellera gruesa y apelmazada, humildemente cogido con am­ bas manos el sombrero de palma.

La manera de escribir está muy cerca del buen reportaje, con la única diferencia de que Guzmán permite que el juicio subjetivo co­ loree la descripción quizá más de lo que hubiera hecho un reporte­ ro. Como un buen reportero, su visión de la revolución es microscó­ pica; se preocupa mucho más por el detalle que por el conjunto.

5.

J o sé R u b é n R o m ero ( 18 9 0 -1952)

En contraste con Guzmán, Romero, también mexicano, utilizó la picaresca para ilustrar su visión de las experiencias vitales. Sus obras principales fueron fruto de una estancia en el extranjero, cuando era cónsul de México en Barcelona. Estos libros reflejan su nostalgia del México provinciano de su niñez. Los primeros que escribió son de

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carácter autobiográfico. Apuntes de un lugareño (1932), El pueblo inocente y Desbandada (1934) se sitúan en los años de la revolución y describen la vida de tenderos y de muchachas aldeanas para quie­ nes la triste monotonía se ve bruscamente sacudida por la violencia. En Apuntes de un lugareño la insignificante existencia de un adoles­ cente se ensombrece de un modo súbito cuando es arrastrado ante un pelotón de ejecución del que sólo se salva en el último minuto. En Desbandada, los escenarios familiares de la existencia de un mu­ chacho —la torre de la iglesia, la tienda, las calles del pueblo— se convierten de pronto en lugares de violencia y de sangre. Estas nove­ las están contadas en primera persona por un narrador que pertenece a la baja clase media y que oscila entre el descontento ante la vida provinciana y la necesidad de orden. En Desbandada, por ejemplo, el narrador queda abrumado cuando los bandidos revolucionarios des­ truyen su casa, pero no condena la revolución, que describe como «un noble afán de subir». La Revolución, como Dios, destruye y crea, y, como a Él, buscá­ rnosla tan sólo cuando el dolor nos hiere.

Sin embargo, cuando escribió su siguiente novela, el elemento autobiográfico quedó absorbido por la forma de la picaresca. Mi ca­ ballo, mi perro y mi rifle ( 1936) es la historia del hijo de una viuda que vive oscuramente, detestando a la oligarquía que rige la vida de la pequeña ciudad, pero-sin ser capaz ni siquiera de expresar su odio. Al estallar la revolución deja a su mujer y a su hijo para unirse a los revolucionarios y por vez primera posee un caballo (símbolo de movilidad y huida), un rifle (símbolo de poder) y un perro (sím­ bolo de camaradería). Conoce un breve lapso de gloria y luego es herido al huir del enemigo. Al terminar la revolución está más de­ sengañado que nunca, ya que cuando vuelve encuentra en el poder a las mismas fuerzas contra las que había estado luchando. Pierde el caballo, el perro y el rifle que la revolución le había prestado. Lleva una vida miserable con todas las características de un protago­ nista de Romero: amargado, sin un céntimo y odiando a los ricos. La obra maestra de Romero es La vida inútil de Pito Pérez, nove­ la basada en un personaje real. Pito no es el principal narrador, pero entabla diálogo con el propio novelista. El argumento no está muy bien trabado y viene a ser como una acumulación de anécdotas, de la «filosofía» de Pito, de su última voluntad y testamento, de sus recuerdos del pasado. El protagonista epónimo es el borracho de la

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ciudad, el «otro» cuya misma existencia representa un desafío para la sociedad, un hippy avant la lettre cuya presencia recuerda a todos sus represiones y fracasos. Le tratan como a un bufón, como a un criminal, y le persiguen. Pero no pueden tomárselo en serio pues de otro modo la existencia de la sociedad misma quedaría en entre­ dicho. La ciudad provinciana debe salvar las apariencias, sus habi­ tantes tienen que vivir inhibidos y controlados, y cuando aparece Pito su presencia actúa como un agente explosivo de emociones que es más tranquilizador que no se expresen. Irónicamente, otros seres marginales le tratan muy mal, y en el curso de un drama sobre la Pasión que se representa en la cárcel, le dejan colgando de la cruz mientras los presos se mofan de él. Pero si los demás son crueles para con él, sus travesuras son inofensivas. Lo que quiere es vivir contando cuentos, poder comer y beber sin tener que trabajar. Para poder tomar una copa es capaz de hacer lo que le pidan, y su falta de vergüenza resulta más embarazosa para los demás que cualquier otra actitud: No, yo seré malo hasta el fin, borracho hasta morir congestionado por el alcohol; envidioso del bien ajeno, porque nunca he tenido bien propio; maldiciente, porque en ello estriba mi venganza en contra de quienes me desprecian. Nada pondré de mi parte para corregirme.

En ningún momento se habla aquí de arrepentirse, porque Pito, a diferencia del héroe de la picaresca del siglo X V I I , es más santo que la gente que le rodea. Es una imagen de Cristo, apropiadamen­ te «crucificado», y cuando muere su cadáver es arrojado a un verte­ dero, aunque sus ojos aún miran «con altivez desafiadora al firma­ mento». Esta visión nihilista de la experiencia que tiene Romero fue com­ partida por el novelista chileno Manuel Rojas, quien también prefie­ re la forma picaresca.

6.

M a n u e l R o ja s (1896-1972)

Nacido en Chile, Manuel Rojas es uno de los más destacados es­ critores realistas de Hispanoamérica. Como Rubén Romero, sus no­ velas se basan en experiencias autobiográficas y están narradas en pri­ mera persona. Excelente autor de cuentos, su originalidad estriba so­ bre todo en la anécdota y en los materiales que extrae de la vida

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más que en la técnica de la narración. Sus mejores novelas, Lanchas en la bahía (1932), Hijo de ladrón (1951) y Punta de rieles (1959) están escritas en un estilo que recuerda al del novelista español Pío Baroja. La obra de Baroja trata de dar la impresión de ser la materia en bruto de la vida, y, además, de la vida vivida accidentalmente, sin nigún plan ni propósito. Rompe así con el rígido esquema argu­ mental de parte de la literatura realista del siglo XIX y crea una es­ tructura más libre, que parece tan casual y accidental como encon­ trarse con alguien por la calle. Como Baroja, Rojas elige esta estruc­ tura casual deliberadamente porque rechaza el sistema mecanicista de causa y efecto propio del realismo tradicional: Descubrí, con gran sorpresa, que el resultado estaba de acuerdo con mi modo natural de pensar, de divagar, de reflexionar y de recor­ dar, un modo en que entra todo, lo lógico y lo especulativo y tam­ bién lo inconsciente y lo absurdo, un modo en que a veces los seres, las cosas y los hechos pasan y vuelven a pasar, uniéndose entre sí de una manera imperceptible.7

Y en efecto, la originalidad de la obra reside en esta estructura libre que corresponde a la estructura de la vida urbana. Careciendo de las normas sociales fijas que la familia contribuye a inculcar, los personajes de Rojas tienen mayor libertad y son más solitarios, y sus relaciones entre sí se deben a una camaradería accidental de trabajo, cárcel o taberna. Lanchas en la bahía es una novela contada por un joven vigilante nocturno de un lanchón de Valparaíso, que es despe­ dido por haberse dormido; se incorpora a un grupo de lanchoneros, riñe por una prostituta y es detenido. Las relaciones que tiene el muchacho son con un amigo al que conoce por casualidad, Rucio, y con una prostituta. Én.Hijo de ladrón, Aniceto Hevía describe aven­ turas, amigos, recuerdos, todo según acude a su memoria. Es hijo de un ladrón de joyas de Buenos Aires cuyo encarcelamiento pone fin a la vida familiar, y tiene que hacer frente también a la muerte de su madre y a la dispersión total de la familia. A partir de enton­ ces vaga por la Argentina, atraviesa los Andes y va a parar a Valpa­ raíso, trabajando como aprendiz de carpintero, haciendo de labra­ dor y terminando por ser un mero vagabundo. La camaradería del trabajo y de la cárcel reemplaza los lazos familiares. Cada momento de su vida está determinado por la casualidad más que por una elec­ 7.

Manuel Rojas, OC, Santiago de Chile, 1961, pág. 28.

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ción deliberada. Mientras mira cómo arranca un tren, por ejemplo, le suben a uno de los vagones para que trabaje en la cosecha. En Valparaíso es encarcelado a consecuencia de unas algaradas cuya cau­ sa ignora por completo. Pero la ciudad, que crea dureza, opresión, trabajo, también ofre­ ce libertad y compañerismo. Aniceto no necesita sucumbir a la ruti­ na y aceptar un trabajo regular, sino que puede adoptar la libertad de la vida de los vagabundos y su amistad en lugar de los vínculos familiares. Al fin y al cabo tanto da una cosa como otra: Todos viven de lo que el tiempo trae. Día vendrá en que mirare­ mos para atrás y veremos que todo lo vivido es una masa sin orden ni armonía, sin profundidad y sin belleza, apenas si aquí o allá habrá una sonrisa, una luz, algunas palabras, el nombre de alguien, quizás una cancioncilla. ¿Qué podemos hacer?

En resumidas cuentas, la vida es siempre lo mismo. De este mo­ do la novela de Manuel Rojas queda fuera de la jerarquía de valores que es característica de la novela realista cerrada. La vida es sencilla­ mente la vida. Se puede empezar por en medio, por el comienzo o por el final, porque nadie va en una dirección concreta. El realismo picaresco rompe así algunas de las limitaciones del realismo cerrado. Con la excepción de Payró, todos los autores que usaron la forma de la novela picaresca estaban desafiando delibera­ damente la imposición de pautas a los hechos. Querían mostrar el carácter casual y desordenado de la experiencia y a menudo se nega­ ban a atribuir a los hechos un orden evolutivo, como se negaban a ver el progreso humano como una meta.

7.

EL REALISMO Y LA LUCHA CONTRA LA NATURALEZA

Los escritores de la época anterior a los años cuarenta dan a veces la impresión de que la lucha desigual del hombre contra la naturale­ za es el tema principal de la literatura hispanoamericana. En reali­ dad, fueron muy pocos los escritores que concedieron a la naturaleza un papel central en su obra, y más a menudo las fuerzas destructivas de la naturaleza se ven dentro del contexto de una preocupación de justicia social. Sin embargo, la conciencia de la hostilidad del medio ambiente y de la fragilidad del barniz de civilización fue un estadio importante para el hombre hispanoamericano. No hay que perder de vista que «la naturaleza» y «el paisaje» crecen en importancia a

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medida que los escritores se sienten más separados de lo natural. Pero para el hombre hispanoamericano escapar de un modo urbano no era ir a parar al regazo de una naturaleza sabia y maternal, sino de una naturaleza feroz e implacable. Los dos escritores que mejor manifiestan la inexorable hostilidad del medio ambiente son el co­ lombiano José Eustasio Rivera (1889-1928) y el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937).

8.

J o sé E u s t a s io R ivera (1889-1928)

Rivera fue un maestro, abogado y poeta, cuya única novela, La vorágine, es el prototipo de «la novela de la selva». A pesar de sus defectos estilísticos y de un argumento torpe, el enfrentamiento en­ tre la naturaleza salvaje y las ideas preconcebidas del poeta-héroe europeizado es dramático e impresionante. El autor, parnasiano en su poesía, de la que publicó un volumen, Tierra de promisión (1921), romántico en sus actitudes respecto a la vida, adopta las metáforas y las convenciones arguméntales de la tradición romántica, pero mues­ tra lo inadecuadas que son éstas si se comparan con la realidad. El protagonista de La vorágine, Arturo Cova, ha huido de Bogotá en compañía de su amante, Alicia, y estos Atala y Chactas un poco tar­ díos se encuentran en situaciones que Chateaubriand nunca hubiera podido ni soñar. Una vez fuera de la ciudad descubren que allí no reina más ley que la de la supervivencia de los más fuertes. En las llanuras mandan los violentos ganaderos que juzgan lastimosas las tentativas de Arturo de rivalizar con su machismo. Alicia, deslum­ brada por las fortunas que pueden llegar a reunir los caucheros, si­ gue al enganchador Barrera a la selva, y es tenazmente perseguida por Arturo, quien, sin émbargo, comprueba que este nuevo ambiente no sólo hace trizas las ideas estereotipadas que tenía sobre la natura­ leza, sino que incluso destruye su propia personalidad y su sentido de la identidad. Tiene alucinaciones y se ve empujado a la violencia, que pronto llega a ser algo natural en él. La naturaleza, antaño un tema poético, es una fuerza despiadada que devora víctimas en inte­ rés de la supervivencia de los más fuertes; el hombre y los mundos vegetal y animal están prisioneros en un funesto círculo de muerte y nacimiento. Los indios, aquellos «hombres naturales» del romanti­ cismo, están más cerca de ser esclavos del instinto que hombres li­ bres, incluso en sus fiestas. La fuerza que oprime es la naturaleza misma, con la selva como una prisión, de la que hay pocas esperan­

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zas de escapar, dominada por fuerzas malignas sobre las que el hom­ bre no tienen ningún control. Los peores instintos del hombre se desarrollan hasta alcanzar proporciones horripilantes, ya que no exis­ te ningún código de civilización para mantenerlos a raya. De ahí las sangrientas guerras de las diferentes bandas de caucheros. Y a su alrededor, las terribles manifestaciones del poder creador y des­ tructor de la naturaleza. Rivera echa mano de todos los recursos de su prosa para expresar su horror, como en este pasaje en el que Cle­ mente Silva, un anciano que ha perdido a su hijo en la selva, se encuentra en su camino con las hormigas carnívoras, y se esconde en el barro hasta que la masa de insectos haya pasado: Desde allí miraron pasar la primera ronda. A semejanza de las cenizas que a lo lejos lanzan las quemas, caían sobre la charca las fugitivas tribus de cucarachas y de coleópteros, mientras que las már­ genes se poblaron de arácnides y reptiles, obligando a los hombres a sacudir las aguas mefíticas para que no avanzarann en ellas. Un temblor continuo agitaba el suelo, cual si las hojarascas hirvieran so­ las. Por debajo de troncos y de raíces avanzaba el tumulto de la inva­ sión, a tiempo que los árboles se cubrían de una mancha negra, como cáscara movediza que iba ascendiendo.

Si nos fijamos en este pasaje veremos que en él hay dos estilos. Frases como «a semejanza de», «cual si» nos preparan para una des­ cripción literaria, y adjetivos como «mefítica» pertenecen evidente­ mente a este tipo de literatura esmerada. Hay además la terminolo­ gía científica de «coleópteros» y «arácnides». En contraste, verbos como «hervir», sustantivos como «cucaracha» y «cáscara» señalan los puntos donde aflora la realidad. La sociedad humana no se ve como una civilización en la que el hombre queda al margen de la naturaleza, sino como una exten­ sión de los peores instintos naturales. En la selva, antiguos presidia­ rios de Cayena recurren a la matanza en sus intentos de conseguir el dominio del codiciado imperio del caucho, y una horrorosa ma­ tanza es presenciada por un «filósofo», que más tarde quedará aque­ jado de ceguera psicológica, expresivo símbolo de la impotencia del intelectual para evitar el mal o influir en los verdaderos amos de estas tierras salvajes. El propio Cova se va haciendo cada vez más insensible y finalmente sucumbe a la ley de la selva. Mata a su rival Barrera, ve cómo su cadáver es devorado por las pirañas, y cuando Alicia pierde a su hijo en un aborto, los dos huyen hacia la selva en vez de quedarse para prestar auxilio a los trabajadores de un bar­

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co víctimas de la epidemia. Nunca más se supo de ellos, fueron de­ vorados por la selva. La vorágine es un intenso testimonio del final del concepto ro­ mántico europeo de la naturaleza en Latinoamérica,8 y sin duda tie­ ne sus raíces en la experiencia personal de Rivera de la disparidad entre su educación literaria y sus experiencias como abogado y como miembro de la comisión de límites entre Venezuela y Colombia. Su novela fue un hito en la literatura latinoamericana. En ella, la reali­ dad irrumpe rompiendo convenciones; la barbarie se impone a for­ mas extrañas.

9.

H o r a c io Q u ir o g a (1878-1937)

En los cuentos de Horacio Quiroga el estilo todavía pugna por rivalizar con el tema, pero este autor desarrolló con el paso de los años una prosa sobria que expresa exactamente su estoica visión de las relaciones que mantiene el hombre con las fuerzas naturales. Esta evolución es tanto más sorprendente cuanto que Quiroga empezó su obra como modernista e incluso hizo la habitual peregrinación modernista a París. A su regreso a Montevideo se hizo miembro del círculo literario El Consistorio del Gay Saber y escribió poesía mo­ dernista hasta que un accidente —mató involuntariamente de un disparo a un amigo suyo— cambió por completo el curso de su vida. En primer lugar, se trasladó'a Buenos Aires, donde gozó de la amis­ tad de Leopoldo Lugones, quien por aquel entonces estaba interesa­ do por las ruinas de las misiones jesuíticas en la zona norte y tropical de la Argentina. Quiroga se incorporó como fotógrafo a la expedi­ ción que Lugones dirigió para estudiar estas ruinas, y de este modo descubrió el trópico. A partir de entonces viviría muchos años como colono y granjero primero en la región del Chaco y luego en Misio­ nes, que iba a ser el escenario de la mayoría de sus cuentos. Pero su vida llevaba el sello de la tragedia. Su primera esposa se quitó la vida y también él se suicidó al enterarse de que tenía cáncer. Quiroga escribió novelas, pero su género preferido fue el cuento. Sus primeros intentos fueron imitaciones de Poe, con quien compar­ tía una preferencia por lo extraño, lo violento y la locura, y algunos de sus primeros cuentos —«El perseguidor», «La gallina degollada», por ejemplo— pertenecen al género de relatos sangrientos. Los cuentos 8.

J . Franco, «Image and Experience in La vorágine», BHS, 1964.

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aparecieron en publicaciones periódicas y sólo se reunieron en volú­ menes en Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918). El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924) y Los desterrados (1925). Quiroga sitúa muchos de sus cuentos en los territorios de Misio­ nes y del Chaco, donde el trópico ofrece el telón de fondo más ade­ cuado para dos de sus temas favoritos: la demostración de lo que realmente vale un hombre cuando se enfrenta con los peligros de la naturaleza y lo imprevisibles que son siempre las fuerzas natura­ les, hasta el punto de que es muy difícil que la razón o la voluntad humana prevalezcan sobre ellas. Ambos temas se encuentran en el relato titulado «Los fabricantes de carbón», basado en una experien­ cia autobiográfica, y teniendo por protagonistas a dos personajes, Drever y Rienzi, estoicos y taciturnos. Ambos se dedican a probar méto­ dos para fabricar carbón y para ello están construyendo un horno. Por eso los cálculos desempeñan un papel muy importante en el re­ lato: las medidas del horno, la longitud y anchura de las barras me­ tálicas que emplean, la temperatura de la zona que los dos hombres comprueban cada mañana. Pero todos estos cálculos resultan inútiles en el contexto de Misiones. La hija de Drever cae enferma, y ésta es la causa de que no pueda vigilar debidamente su experimento, la temperatura de la zona fluctúa de una manera extremada, el tra­ bajador indio se equivoca en la madera que hay que meter en el horno y la madera se enciende. El cuento no termina trágicamente y los protagonistas son lo suficientemente estoicos como para aceptar los caprichos de la debilidad humana y de los fenómenos naturales. La tragedia se produce cuando el hombre se empeña en desafiar con su razón y su voluntad a una naturaleza cuya fuerza es inconmensu­ rablemente superior a él. El realismo de Quiroga está muy próximo al de Azuela y al de Gálvez en el hecho de que construye cuidadosa­ mente una cadena de causas y efectos que termina para el protago­ nista en un desastre. Donde se aparta de ellos es en la importancia que otorga al azar o al accidente en la vida humana. Sin embargo, el accidente siempre se produce, por decirlo así, en unas condiciones de laboratorio, como podría introducirse un nuevo elemento en una experiencia cuidadosamente vigilada. Veamos, por ejemplo, «El hom­ bre muerto», que trata de los últimos momentos de la vida de un hombre. Es un cuento en el que Quiroga analiza la naturaleza del «yo», las tentativas del hombre para poseer el mundo objetivo y po­ der llegar a dominarlo, y la transformación de sujeto a objeto en el momento de la muerte. El relato está constituido por los suspiros,

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los sonidos y las preocupaciones de un hombre que, de un modo involuntario, acaba de herirse mortalmente con su propio machete al trepar por una cerca de alambre espinoso. Tendido en el suelo, donde se está desangrando, puede ver toda su vida cuya síntesis es un esfuerzo: las rectilíneas hileras de bananos, la cerca que las limita y las separa de la oscura selva. Las aspiraciones del hombre se han objetivizado en estas posesiones que ahora contempla: Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda, entrevé el monte y la capuera de canela. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fue­ go, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar.

Quiroga sitúa al lector en la posición del moribundo y sólo le permite contemplar lo que el moribundo puede ver: el tejado rojo, los bananos, la cerca y el camino, aunque la alusión al río «dormido» sugiere las fuerzas desconocidas que están más allá del alcance de la percepción humana. Pero, a diferencia del moribundo, el lector puede ser consciente de la ironía de sus reacciones, cuando comenta que la cerca de alambre espinoso pronto tendrá que cambiarse. A medida que el hombre se acerca a la muerte, este frágil intento de dominar lo que le rodea se va desvaneciendo poco a poco. El punto de vista del cuento deriva del hombre al caballo, ya que, mientras la personalidad humana se disuelve, el caballo, de un modo instinti­ vo, se siente libre para pasar al otro lado de la cerca donde hay pas­ tos más frescos. Implícitamente, la intrusión sugiere que la naturale­ za volverá a imponerse de nuevo. El realismo de Quiroga, más que en un minucioso análisis psico­ lógico, radica en el estudio de la conducta humana en unas condi­ ciones extremas: Los cuentos, casi invariablemente, dramatizan la pug­ na entre la razón y la voluntad por un lado, y el azar o la naturaleza por otro, aunque las cartas están marcadas para favorecer siempre a estos últimos contendientes. Así, lo que apreciamos en el escritor es el perfecto funcionamiento de este mecanismo, más que sus ras­ gos alusivos o de ambigüedad. No obstante, en la última parte de su vida, las características de los cuentos de Quiroga cambian. Los desterrados contiene narracio­

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nes mucho menos estructuradas, muchas de ellas más próximas a los estudios de caracteres o a sucedidos extraños. Le interesa más lo ex­ traordinario que lo normativo, con personajes como Van Houten y el belga borracho River, los campesinos brasileños, que seguían muy de cerca modelos reales que Quiroga conoció. Pero el tema predomi­ nante es aún el de «muere como un hombre», las grotescas contor­ siones finales que preceden a la muerte en una región donde los pioneros habían tenido que desembarazarse de la compasión y de la moralidad, donde la simple supervivencia es una virtud.

10.

L a V I R T U D D E LA N A T U R A L E Z A

La novela regionalista hispanoamericana se alimentó de una fuente distinta a la del realismo. Los escritores, en su búsqueda de la origi­ nalidad, de una identidad nacional distinta, se vieron naturalmente empujados hacia el regionalismo, hacia todos aquellos aspectos que diferenciaban a la vida hispanoamericana de la europea. La defini­ ción de los caracteres naturales y continentales fue cada vez más fre­ cuente a partir del año 1900, y sobre todo después de la publicación del influyente ensayo Ariel (1900), de José Enrique Rodó (Uruguay, 1871-1917).9 La importancia de Ariel consistió en comparar la tradi­ ción mediterránea con el utilitarismo norteamericano, e inclinarse en favor de la primera, con la cual se identificaba América latina. Casi por vez primera, Latinoamérica salía aventajada de una compa­ ración con otras civilizaciones. Después de la «quiebra» de Europa, que se hizo patente durante la primera guerra mundial, estas com­ paraciones se hicieron cada vez más frecuentes y fueron alentadas por escritores europeos y norteamericanos como D. H. Lawrence, el conde Hermann Keyserling y Waldo Frank,10 quienes opinaban que la vida espontánea e intuitiva y las relaciones orgánicas aún florecían en Latinoamérica, mientras que ya habían desaparecido por aniqui­ lamiento en las comunidades industrializadas y urbanizadas. Lo que los latinoamericanos no supieron ver fue que estas comparaciones no eran tan favorables como parecían, ya que a menudo tendían a rele­ gar a Latinoamérica a una vulnerable era preindustrial. Pero la con­ 9.

Un análisis de la influencia del arielismo puede verse en Martín S. Stab b, In quest o f

¡dentity, Chapel Hill, 1967. 10. Keyserling fue autor de South American Meditations, Londres, 1932. W aldo Frank escri­ bió una serie de artículos y libros sobre Latinoamérica, especialm ente América Hispana. A Portrait and a Prospect, Nueva York-Londres, 1931.

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vicción de que los latinoamericanos eran poseedores de misteriosas virtudes que tarde o temprano podían tener su recompensa, tuvo una larga vida. En el decenio de los veinte encontramos a José Vas­ concelos, quien en La raza cósmica (1925) anuncia unos tiempos fu­ turos en los que la era estética sustituirá a la era tecnológica y enton­ ces se asistirá al triunfo de la «raza cósmica» latinoamericana. Los argumentos de estos ensayos eran a menudo endebles, pero resulta­ ban estimulantes para la literatura. Los escritores propendían a bus­ car elementos positivos en su entorno rural más que a lamentarse del atraso de la tierra. Sin embargo, esto a veces condujo a la nostal­ gia del antiguo orden feudal, como en Las memorias de Mamá Blan­ ca (1929), de Teresa de la Parra (Venezuela, 1891-1936), o en Gran señor y rajadiablos (1948), del chileno Eduardo Barrios (1884-1963). No obstante, incluso en la obra de escritores que adoptaban una ac­ titud más crítica respecto a la vida campesina, como el argentino Benito Lynch (1885-1951) y el uruguayo Enrique Amorim (1900-1960), se apunta a la idea de que el auténtico espíritu nacio­ nal está más próximo de la vida del campo que de la vida ciudadana.11 Este regionalismo que contrapesaba los valores rurales con los ur­ banos, los indígenas con los extranjeros, produjo una obra sobresa­ liente, Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes (Argen­ tina, 1886-1927).

11.

R ic a rd o G ü ir a ld e s

Güiraldes, hijo de un terrateniente, conocía de primera mano la vida de los gauchos. Era miembro de una familia acaudalada y conocía perfectamente París, toda Europa e incluso los países orien­ tales. En el curso de su vida viajó muchísimo y fue amigo de muchos escritores europeos, especialmente de Valéry Larbaud.12 Distaba, pues, mucho de ser un simple primitivista y era por el contrario un escritor enormemente consciente de su arte cuyo Don Segundo Sombra fue la culminación de una carrera literaria. Desde el comienzo se interesó por una forma de escribir que pu­ diera expresar la esencia de la Argentina y por lo tanto de ciertos valores en trance de desaparición. Su primera obra publicada fue un 11.

Para un estudio más completo de estos escritores, véanse los capítulos 3 y 4 d e j. Franco,

The Modern Culture o f Latín America. 12.

Las cartas a Valéry Larbaud figuran en R. G üiraldes, OC, Buenos Aires. 1962.

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volumen de relatos, Cuentos de muerte y de sangre (1915), que no eran más que breves estampas de tipos y anécdotas históricas basadas en modelos reales que él había conocido en el campo argentino. Aquel mismo año publicó un libro de poemas, El cencerro de cristal, y en 1917 su primera novela, Rancho, «Momentos de una juventud con­ temporánea». Rancho era la autobiografía espiritual de Güiraldes, la historia de su sentimiento de alienación en un ámbito europeo y su regreso a la tierra natal y al quietismo, lo cual reflejaba expe­ riencias propias. Su tendencia al misticismo dejó huellas tanto en su poesía como en su novela lírica Xaimaca (1919). Don Segundo Sombra representa la conjunción de todas sus in­ fluencias primerizas: el quietismo estoico, el rechazo de la moderni­ dad, el amor a la pampa. Fabio Cáceres es un huérfano ilegítimo, un «guacho», que se cría con dos antipáticas tías solteronas en una pequeña ciudad en la que se convierte en algo que está entre el va­ gabundo y el delincuente. Es un Huck Finn argentino que frecuenta las tabernas y se dedica a pescar en vez de ir a la escuela. En esta existencia inútil irrumpe don Segundo Sombra, mayoral por el que el muchacho concibe una admiración inmediata. Se fuga de su casa y es acogido por el gaucho, quien le educa en las habilidades gau­ chescas y en su estoica aceptación de la vida. Al final de la novela es «más que un hombre»; es un gaucho. Y ha dejado de ser huérfa­ no. El padre que se había negado a reconocerle muere y le deja en herencia su hacienda. El forajido se convierte en miembro de la so­ ciedad. Pero Don Segundo Sombra no es una simple historia de vaque­ ros. El aprendizaje de Fabio es un ejercicio espiritual y como en to­ dos los ejercicios espirituales la preparación física es el primer paso esencial. En los primeros días que está bajo la tutela de su maestro. Fabio tiene que aprender a dominar sus impulsos, a trabajar como miembro de un grupo y a olvidar su orgullo individual. Se distancia de los placeres del mundo, no evitándolos, sino aprendiendo a sentir indiferencia por ellos. La educación espiritual de Fabio tiene lugar lejos de las distrac­ ciones de las mujeres, de la sociedad y de la civilización. La sociedad es siempre una fuerza negativa: los taberneros de su ciudad natal, los jueces y abogados que complican innecesariamente la vida y que son el blanco de algunas de las narraciones de don Segundo Sombra, las mujeres, que son la más peligrosa de las distracciones. Fabio tie­ ne que aprender no sólo a dominarse como gaucho, sino también a enfrentarse con las dificultades más sutiles que estas fuerzas intro­

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ducen en la vida del adulto. Sin embargo, en la novela no hay una simple antinomia naturaleza-sociedad. La naturaleza es una fuerza indiferente; una simple lucha por la vida que los humanos deben trascender. En varias ocasiones la novela nos presenta la naturaleza en bruto: rebaños salvajes de ganado en los que la raza ha degenera­ do, los horribles cangrejos de mar acechando como presa a otros ani­ males. El hombre ha de domar la naturaleza, pero sólo puede hacer­ lo aprendiendo a dominar sus propios instintos. Tampoco es Don Segundo Sombra una apología del machismo. En el libro varias veces los personajes se encuentran con el reto del macho y hay peleas con navajas. Pero don Segundo Sombra no nece­ sita afirmar su virilidad de este modo. Está demasiado seguro de sí mismo y nunca busca pelea, aunque tampoco trata de evitarla. Pero para él un duelo por una mujer es la forma peor y más fútil de vani­ dad humana. Al rechazar ese tipo de desafíos y de reacciones con­ vencionales, don Segundo Sombra alcanza un alto grado de espiri­ tualidad, trascendiendo las simples reacciones instintivas: Don Segundo me daba la impresión de escapar a esa ley fatal, que nos cacheteaba a antojo, haciéndonos bailar al compás de su vo­ luntad.

Sólo cuando Fabio llega también a esta fase puede decirse de él que es un hombre y un gaucho, y entonces don Segundo Sombra, una vez terminada su obra* desaparece de su vida. El lenguaje de la novela es elaboradamente literario en los pasajes narrativos, y regional en el habla de don Segundo Sombra: Aura pa la izquierda... Aura pa la derecha... Aura de firme no más, hasta que recule.

La estructura es la del BUdungsroman: la historia se desarrolla siguiendo el curso de la vida del muchacho, con pausas retrospecti­ vas al comienzo de la novela, en medio y al final, cuando Fabio hace un balance de sus progresos. Estas fases representan las tres fases de su evolución, tal como se resumen en el siguiente pasaje: Primero el cuerpo sufre, después se azonza y va, como sin tomar parte, adonde uno lo lleva. Después, las ideas se enturbian; no se sabe si se llegará pronto o no se llegará nunca. Más tarde las ideas, tanto como los hechos, se van mezclando en una irrealidad que desfi­ la burdamente por delante de una atención mediocre. A lo último,

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no queda capacidad vital sino para atender a lo que uno se propone sin desmayo; seguir adelante. Y se vive nada más que por eso y para eso, porque todo ha desaparecido en el hombre fuera de su propósito inquebrantable. Y al fin se vence siempre... cuando ya a uno la mis­ ma victoria le es indiferente.

No estamos muy lejos de un tratado de misticismo. Güiraldes se limita simplemente a trasponer la mortificación física y la subor­ dinación de la voluntad al «propósito» en términos gauchos. Por eso su regionalismo es muy distinto, en cuanto a sus intenciones, del de un Quiroga, por ejemplo. Para Quiroga, el mundo físico y natu­ ral es la fuerza dominante. Para Güiraldes ha de ser superado. Y si elige un ambiente regional es porque está convencido de que este objetivo espiritual sólo puede alcanzarse en sociedades en las que las distracciones de una sociedad urbana e industrializada aún no existan. De este modo está más cerca de lo que puede parecer a sim­ ple vista de los misioneros jesuítas del siglo XVII, que creían que las remotas Américas eran una tierra más propicia al cristianismo que la corrompida Europa.

12 .

R ó m u lo G a ll eg o s (1884-1969)

A simple vista Gallegos parece ser un escritor muy distinto de Güiraldes, pero el mensaje de sus novelas es notablemente similar. Gallegos era un venezolano de modestos orígenes provincianos que se había formado en tiempos de dictadura y que, bajo la influencia de la generación «arielista», se convenció de que su país debía edu­ carse en la modernidad. En consecuencia se hizo maestro de escuela y sólo al cabo de los años consiguió fama como novelista al aparecer su tercera novela, Doña Bárbara, en 1929- Sus novelas importantes se escribieron durante un período de destierro voluntario durante la dic­ tadura de Juan Vicente Gómez, a cuya caída fue durante breve tiempo ministro de Educación. En 1946 fue elegido presidente de la Repú­ blica, pero fue completamente incapaz de equilibrar las fuerzas que se oponían en la vida nacional y no tardó en ser depuesto. El tema de la regeneración nacional es decisivo en su vida y en su obra, pero se parece a Güiraldes en que él también creía que de­ bía producirse una transformación espiritual antes de que Venezuela pudiera tener un buen gobierno. Pero su aprendizaje fue largo. Su primera novela, Reinaldo Solar ( 1920 ), enumeraba los desesperados

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esfuerzos del héroe epónimo para reconciliar la acción privada y la pública. Quería regenerarse a sí mismo y también a Venezuela, pero fracasa en ambos intentos. Pero después de escribir este libro Galle­ gos llegó a la convicción de que su país necesitaba una guía más positiva y su segunda novela, La trepadora (1925), centrada en el tema de la ascensión al poder y del enriquecimiento de un mulato, trató de aislar, mediante el desenlace optimista de la narración, los factores positivos de la vida nacional. Anunciaba una época en la que en la tradicional y civilizada aristocracia blanca se injertaría la energía de los mulatos, dando origen así a una raza más fuerte. En su primera novela de éxito, Doña Bárbara, Gallegos se apartó de este planteamiento más bien racial y mecanicista de las fuerzas con­ flictivas y situó su historia entre los vaqueros y ganaderos de los lla­ nos. Doña Bárbara, símbolo de barbarie, se opone a Santos Luzardo, cuyas tierras ella usurpa. Tanto la «barbarie» como la «civilización» tienen sus defectos. Doña Bárbara recurre a la violencia y a los me­ dios ilícitos para conseguir sus fines. Santos Luzardo carece de un íntimo conocimiento de la tierra que ha heredado y de verdadero amor por ella. Una vez más el conflicto se resuelve con una boda. La hija de doña Bárbara, Marisela, «fruto de la naturaleza», es edu­ cada por Santos Luzardo, quien posteriormente se casa con ella, y de este modo ella y sus hijos reunirán la energía del salvaje y las virtudes de la civilización. Por lo tanto, Gallegos se preocupa sobre todo por la utilización de una energía primitiva que hasta entonces ha actuado como una fuerza centrífuga y destructora, por lo que se refiere a la vida nacio­ nal. Viviendo, como vivía el escritor, en un período de dictadura, sólo podía poner sus esperanzas en un futuro lejano, y a medida que pasaba el tiempo parece que se reafirmó su idea de que la rege­ neración sólo podía producirse por medio de una profunda transfor­ mación espiritual. Su novela Cantaclaro (1934) presentaba los llanos de Venezuela devastados por la guerra civil, y a sus moradores de­ masiado propensos a poner sus esperanzas en cultos mesiánicos, en caudillos carismáticos o en jefes de bandoleros. Cantaclaro es casi la historia ejemplar del rebelde primitivo, pero la conclusión nos ha­ bla de energías lamentablemente desperdiciadas. Hasta Canaima (1935) Gallegos no ve el camino de la regeneración espiritual. En esta novela Marcos Vargas conoce todas las experiencias hu­ manas que las regiones de la selva del Orinoco pueden ofrecer: se hace mulero, se ve envuelto en una venganza de «machos» y mata a un hombre, es capataz en una plantación de caucho y busca oro.

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Es como una especie de don Segundo Sombra trasladado a los trópi­ cos más salvajes y más alejados de toda ley. Y Marcos Vargas no tie­ ne uno, sino varios gurús. Está, por ejemplo, Juan Solito, cuya ma­ gia puede inmovilizar a los animales y que tiene la facultad de desa­ parecer en la naturaleza circundante. Y Gabriel Ureña, que toma el camino de la civilización cultivando sus tierras en abierto desafío con los caciques locales. Y el conde Giaffero, que sostiene la teoría de que el hombre debe limpiarse de vez en cuando de la suciedad de la civilización. Estos tres mentores se ocupan del hombre «inte­ rior», con experiencias íntimas más que públicas. El código del ma­ cho implica la exacerbación de las exigencias del ego, y eso para G a­ llegos es uno de los principales peligros del país. Cuando Marcos Vargas da muerte a su rival, el Cholo Parima, obra de acuerdo'con los prototipos regionales, y sólo gradualmente llega a comprender que se ha equivocado de camino. Es la misma naturaleza la que le señala el camino de la salvación espiritual. Aprende a dominar su ego, a sublimar sus impulsos de destrucción y finalmente, en la últi­ ma fase de experiencia espiritual, va a vivir con las tribus indias. Pero a diferencia de Don Segundo So?nbra, la historia de Marcos Vargas es en gran parte una historia de energías desperdiciadas, de grandes posibilidades que están condenadas a disiparse en un país que aún no ha aprendido a servirse de los recursos nacionales porque los individuos no han aprendido a supeditar sus ambiciones y las exigencias de su ego a una meta impersonal. La novela, desaliñada y llena de divagaciones, refleja su tema de la energía y transmite la sensación de un paisaje que aún está en el alba del tiempo: Verdes y al sol de la mañana y flotantes sobre aguas espesas de los limos, cual la primera vegetación de la tierra al surgir del océano de las aguas totales; verdes y nuevos y tiernos, como lo más verde de la porción más tierna del retoño más nuevo, aquellos islotes de manglares y borales componían, sin embargo, un paisaje inquietan­ te, sobre el cual reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del mundo.

En Pobre negro (1937) el autor volvió al tema racial contando la historia del rebelde negro Pedro Miguel Candelas, que llegó a ser jefe de guerrilleros. En ésta y en la mayoría de sus novelas siguien­ tes, el tema predominante es el de la fuerza desperdiciada. En las novelas de Gallegos y en el Don Segundo Sombra de Güiraldes el regionalismo se despliega en una estructura de búsqueda que vincula la realización personal con la regeneración nacional. En

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ambos autores, la región (la pampa, el llano o la selva) vive según unos módulos anteriores a la sociedad o tiene unas normas sociales que son aún de carácter tribal. Ofrece así un ámbito sin impedimen­ tos para el individuo en contraste con las ciudades y con los repre­ sentantes del orden nacional —jueces, abogados, dirigentes polí­ ticos— . Para ambos escritores la regeneración individual tiene prio­ ridad y los dos encarnan sus valores en personajes simbólicos (don Segundo Sombra, Juan Solito, etc.). A diferencia de las novelas de Azuela y de Gálvez, en las que las fuerzas exteriores no pueden ser dominadas por el individuo y finalmente le aplastan, Gallegos y Güiraldes nos muestran cómo en algunos casos el individuo puede tras­ cender su naturaleza animal, y que la vida salvaje, natural e indómi­ ta de Latinoamérica, en vez de ser perjudicial para la vida del espíri­ tu, en el fondo puede ser para ella una ayuda mayor que la civiliza­ ción urbana con sus valores falsos y degradados. 13.

EL

R E A L IS M O D O C U M E N T A L Y S O C I A L I S T A

La mayor parte de la literatura realista y regionalista que se ha analizado en este capítulo era de carácter didáctico, en ocasiones de un modo muy manifiesto. Sin embargo, hay una modalidad de la literatura sudamericana en la que el mensaje tiene una importancia abrumadora, la literatura de protesta, ya sea bajo su forma docu­ mental, ya bajo la forma del realismo socialista tal como se definió en 1934, en el Congreso de Escritores de París, bajo la influencia de Zhdánov. Para Zhdánov el objeto de la literatura era promover o apoyar la revolución. Las novelas debían reflejar las fuerzas de cla­ se, y dado que el comunismo conocía el desenlace final de la lucha de clases, debía concentrarse en los elementos positivos, no simple­ mente en la tragedia de los obreros explotados. La fuerza positiva de Zhdánov era el proletariado, una clase que apenas existía en Lati­ noamérica, a menos que se incluyeran en ella a los trabajadores de las plantaciones. Los comunistas latinoamericanos tendieron a buscar equivalentes en los indios, los mineros, los estibadores y otros pe­ queños grupos proletarios. A pesar de lo difícil que era de aplicar en el contexto latinoamericano, el realismo socialista fue activamente fomentado por los intelectuales de izquierdas, sobre todo por Amauta. la revista fundada por José Carlos Mariátegui (1895-1930), fundador del Partido Comunista Peruano,13 por algunos miembros del grupo 13.

Eugenio Chang Rodríguez, La literatura política de González Prada, Mariátegui y Hay

de la Torre, México, 1967.

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de escritores argentinos Boedo14 y por la Izquierda Mexicana. Inte­ lectuales como Mariátegui se inspiraban en los ideales más elevados, pero hay que reconocer que el realismo socialista no resultó en la creación de una gran literatura. No tendría sentido enumerar novelas de protesta y de tipo más o menos afín al realismo socialista, dado que muchas de ellas son demasiado primarias y elementales para merecer que se les preste atención. Lo único que les justifica es que proporcionaban al lector unas informaciones que, al carecerse de unos análisis sociológicos ade­ cuados, de otro modo no hubieran podido estar a su alcance. La literatura de protesta tiene sus raíces en la novela antiesclavis­ ta de la Cuba del siglo X I X y en Aves sin nido, obra indianista pre­ cursora, de Clorinda Matto de Turner. A partir del año 1900, la lite­ ratura de protesta humanitaria se incrementa como consecuencia de las actitudes reformistas cada vez más generalizadas propias de la épo­ ca, actitudes que influyen en la fundación de la Asociación ProIndígena peruana en 1909- Este fue el período que vio la publica­ ción de Sub térra (1904) y Sub solé (1907), dos volúmenes de cuen­ tos en los que el chileno Baldomero Lillo (1867-1923) describía los sufrimientos y la alienación de los mineros del carbón. En «El chi­ flón del diablo» presentaban una sombría e intensa visión de la ex­ plotación industrial que debía mucho a la influencia de Zola. Chile iba a producir una abundante cosecha de narrativa de protesta; El roto (1920), dejoaquín Edwards Bello (1887-1968), incluso incluye estadísticas acerca de la tuberculosis y el alcoholismo, y las novelas de Juan Martín describían la vida de los trabajadores en territorios lejanos y desconocidos del país.15 El grupo peruano Amauta, del que formaban parte César Falcón y María Weisse, describía las condicio­ nes laborales y atacaba al imperialismo. Hasta César Vallejo contri­ buyó al realismo socialista con una novela, El tungsteno (1931), prota­ gonizada por los mineros indios. En Bolivia el realismo documental se centró en las minas de estaño y en la guerra del Chaco. Augusto Céspedes (1904), cuya producción figura entre lo mejor de esta mo­ dalidad, publicó Sangre de mestizos (1936), una serie de intensas estampas de la guerra en la selva, donde la mayoría de los hombres murieron de sed y de enfermedades más que de heridas de bala. En Metal del diablo (1946), describió la triunfal ascensión del millo­ nario Patiño, protagonista cuyo modelo real apenas se disimula. 14. 15.

J. Franco, The Modem Culture o f Latín America, cap. 5. F. Alegría, Las fronteras del realismo: literatura del siglo XX, Santiago de Chile, 1962.

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Los escritores realistas del Ecuador procedían en su mayor parte de Guayaquil y muchos pertenecían al Partido Comunista. Su tema fue con frecuencia las vidas de los montuvios (los habitantes mesti­ zos de las regiones costeras), que proporcionaban la gran masa de trabajadores para las plantaciones de arroz o las tareas de la pesca, cuando no se hacían estibadores. La escuela realista de Guayaquil produjo varios escritores excelentes, sobre todo José de la Cuadra (1904-1941), que escribió un ensayo sobre los montuvios, cierto nú­ mero de cuentos de gran calidad y una novela, Los Sangurimas (1934),16 que narraba la historia de una venganza que tenía por te­ lón de fondo las llanuras semisalvajes del Ecuador. Los demás escri­ tores de su generación, muchos de los cuales llegaron a ser famosos en el extranjero, fueron Demetrio Aguilera Malta (1909-1981), Enri­ que Gil Gilbert (1912-1973), Alfredo Pareja Diezcanseco (1908), Pe­ dro Jorge Vera (1914) y Jorge Icaza, cuya obra se analizará en rela­ ción con la literatura indianista. En Colombia el realismo fue más abiertamente polémico y pro­ pagandístico, centrándose en la violencia que estalló en el decenio de los años cuarenta. Siervo sin tierra (1954), de Eduardo Caballero Calderón, y El Cristo de espaldas (1953), del mismo autor, son dos de las mejores novelas sobre este tema. En la Argentina, Max Dickman, Leónidas Barletta y Lorenzo Stanchina iniciaron la novela proletaria de los veinte, que quedó sin em­ bargo totalmente eclipsada por la literatura de signo más vanguar­ dista de Roberto Arlt, Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges. Aunque este rápido panorama del realismo socialista y de la lite­ ra tura de protesta puede parecer muy crítico, ello no equivale a ne­ gar que significó una fase importante en la narrativa hispanoameri­ cana y que durante algún tiempo funcionó como sustituto de unos estudios sociales inexistentes. Estas novelas, dirigidas a militantes y a personas que ya tenían conciencia política, raras veces fueron leídas por el público que en principio debía ser su destinatario. Con la aparición de obras como Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, qué tuvo una vasta influencia, la información sociológica se encauzó por vías documentales y ya extraliterarias. El hecho de confundir el do­ cumento con la obra de ficción siempre crea dificultades, y en el fondo los problemas de la explotación social a menudo se plantearon de un modo más elocuente en narraciones verdaderas que en libros basados en una situación imaginaria. 16.

OC, Q uito, 1958.

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Por otra parte también es evidente que el realismo documental y de protesta social tiene una función distinta en países que han co­ nocido la experiencia revolucionaria. Este fue el caso de México du­ rante los años veinte y treinta y es el caso de la Cuba actual. En México la revolución fue seguida de una enérgica campaña educativa y de un intento de hacer disminuir el analfabetismo. Aun­ que la campaña fue lenta, dio como resultado la aparición de un nuevo público. Sin duda alguna, los novelistas de los años treinta estaban influidos por la idea de que se comunicaban con un público no intelectual cuyo volumen iba en aumento. Mauricio Magdaleno, José Mancisidor y Gregorio López y Fuentes (1897-1967), aunque su obra no era aparentemente distinta de otros escritores del realis­ mo socialista, vivían sin embargo en una situación diferente, en la cual creían que una actitud crítica respecto a los puntos débiles de la revolución podía traducirse en cambios. Resulta significativo el he­ cho de que el autor que representa la forma más desarrollada del realismo socialista —José Revueltas (1914-1976)— fuese también el más crítico, no sólo respecto a la Revolución Méxicana, sino también respecto de la política tradicional de la izquierda. Véase Los errores (1964), en este sentido. La situación de la Cuba posrevolucionaria ha sido interesante, sobre todo por el éxito inmediato de la campaña contra el analfabe­ tismo y por el carácter más eficaz de la revolución. La literatura cu­ bana posrevolucionaria ha explorado los campos de la fantasía, de la ciencia-ficción y del documental inspirado en el modelo de Oscar Lewis. Incluso cuando la ficción está más íntimamente ligada al rea­ lismo tradicional, como en Los años duros (1966) de Jesús Díaz, el estilo está más cerca del de Hemingway17 (o hasta del de un Isaak Bábel) que del de la novela proletaria del decenio de los treinta. Pero quizás el factor más interesante de la situación cubana es el hecho de que en el plazo de dos años se formó un nuevo público, un público sin ninguna tradición ni formación literarias, y que natu­ ralmente quería leer algo que tratase de lo que constituía su expe­ riencia cotidiana. Para este público se han publicado obras como Bio­ grafía de un cimarrón (1967) y Canción de Rachel (1970), de Mi­ guel Barnet (1940). Tomando como modelo Los hijos de Sánchez, Biografía de un cimarrón consiste en las memorias, recogidas en cin­ ta magnetofónica, de un esclavo fugitivo, un anciano centenario que 17. Hemingway influyó en parte de la literatura cubana, sobre todo en los cuentos de Lino Novas Calvo (1903-1980).

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evoca el pasado y describe cómo se vivía en la Cuba del siglo XIX. Casi por vez primera, la literatura latinoamericana capta aquí la voz del trabajador negro de las plantaciones. Sin embargo, Biografía de un cimarrón corrobora el hecho de que la novela como documento social es en último término una in­ tentona superflua. Prácticamente en todos los casos, una simple pre­ sentación directa de los hechos, de lo que efectivamente sucedió, o, incluso, como en Biografía de un cimarrón, de recuerdos persona­ les, es más emotiva que cualquier elaboración ficticia. Con excesiva frecuencia la novela documental no conseguía ser ni novela ni docu­ mento.

14.

La novela in d ian ista

La novela indianista resume las dificultades del escritor realista en Hispanoamérica, sobre todo cuando su material le resulta exóti­ co. El indio es tan extraño para los latinoamericanos blancos y mes­ tizos como un armenio. Sus creencias y mitos son ajenos a la tradi­ ción europea, y ni el sociólogo más experto puede garantizar que «conoce» realmente a los indios. Pero el indio ha sido un tema cons­ tante en las novelas hispanoamericanas desde Aves sin nido, en par­ te porque era el sector más explotado de la comunidad, pero tam­ bién porque muchos escritores lo consideraban como un símbolo de los valores indígenas frente a la influencia extranjera. Al mismo tiem­ po, las relaciones con la cultura india han constituido un importante proceso en la historia cultural del continente que corresponde a las principales corrientes ideológicas de los diversos períodos. Así, antes de 1920 se insistía en la educación, en librar a los indios de sus su­ persticiones; en el decenio de los treinta el indio se veía como una fuerza política y más recientemente ha habido intentos de revalorizar las culturas indígenas y mostrar que había elementos positivos en el rechazo por los indios del sistema de vida europeo. Raza de bronce (1919), del historiador y escritor boliviano Alcides Arguedas (1879-1946) es un ejemplo de la primera fase de este proceso. Arguedas era un pensador social, autor de un análisis de las características nacionales bolivianas que llevaba el título de Pue­ blo enfermo (1909). Para entonces ya había publicado una primera versión de Raza de bronce con el título de Waía-Wara (1904); la versión definitiva, publicada en 1919 , contiene todos los elementos de la típica novela indianista: latifundista siempre ausente, mayor­

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domo brutal, indios oprimidos. La heroína, Wata-Wara, es violada por el mayordomo, y después de quedar encinta es objeto de un intento de violación colectiva que le ocasiona la muerte. La novela termina con un levantamiento de los indios. Sin embargo, el enfo­ que delata la actitud paternalista del autor respecto a los indios, ya que les ve desde la perspectiva de la Europa industrializada y positi­ vista. Por eso sus «supersticiones» deben ser criticadas. Para Argue­ das, el atraso de Bolivia se debe a unas actitudes equivocadas: dema­ siada humildad y resignación por parte de los indios, cuyas creencias son obstáculos para el progreso, demasiada indiferencia respecto a los sentimientos humanos por parte de los ladinos (los de habla es­ pañola) y el terrateniente blanco. Pero debido a esta crítica implícita de las supersticiones de los indios, Arguedas nunca llega a mostrar una comprensión intuitiva de las costumbres que describe. Las fies­ tas, las ceremonias y la bendición de los peces del lago Titicaca son demostraciones de ignorancia. En cambio, la generación siguiente, aunque sin acercarse mucho más a la mentalidad de los indios, los consideraba como una fuer­ za de vanguardia contra el imperialismo (aunque, naturalmente, esta visión era tan «simplista» como la que Arguedas tenía de la «superstición» de los indios). La novela más intensa de este segun­ do tipo fue Huasipungo (1934), de jorge Icaza (Ecuador, 1906-1973), autor que pertenecía a la escuela realista. Escritor prolífico, sus me­ jores novelas, En las calles (1935), Cholos (1938), Media vida des­ lumbrados (1942), Huairapamuchcas (1948), tratan temas raciales y políticos. Pero es Huasipungo la que ha quedado como una de las novelas realistas de mayor fuerza escritas en Hispanoamérica. Pre­ senta una dura imagen de la vida en un pueblo de la sierra, cuyo propietario es un terrateniente ladino, Alfonso Pereira. Los únicos ingresos que tiene Pereira proceden de las tierras que ha heredado en este pueblecillo remoto y que trabajan los campesinos. Cuando su hija queda deshonrada y la familia tiene que retirarse a sus pro­ piedades rurales para que la joven dé a luz a un hijo, consigue dine­ ro firmando un contrato con una compañía extranjera que quiere construir una carretera para comunicar los territorios del interior pa­ ra la explotación de petróleo. Pereira se convierte así en el instru­ mento de la penetración imperialista en la región y se ve obligado a quitar sus huasipungos (o parcelas de tierra) a los indios que viven ya en una atroz miseria. Los aldeanos, carentes de toda organización y entregados en cuerpo y alma al terrateniente y al cura, apenas tie­ nen ánimos para oponerse a esta expropiación que les deja sin comi­

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da y sin hogar. Su suerte se simboliza en el personaje de Andrés Chiliquinga, cuya esposa se ve obligada a ser la nodriza del nieto ilegítimo de Pereira. Chiliquinga es explotado por todos los medios posibles. Queda cojo cuando trabaja en el bosque, se le multa por los perjuicios causados a la cosecha, y cuando están a punto de morir de hambre da a su familia una carne podrida cuya ingestión ocasio­ na la muerte de su mujer. Finalmente, cuando la novela ya conclu­ ye, comprende que lo único que puede hacer es rebelarse y ofrecer una encarnizada resistencia a la expropiación de los huasipungos, una resistencia que está condenada a ser inútil y a fracasar. Los indios de Icaza, a pesar de que se individualiza un personaje representativo, sólo se mueven como una masa. Si se exceptúan las acciones masivas, su capacidad es muy limitada y sólo responden a impulsos primitivos, como su ciega huida ante la inundación: En el vértigo de aquella marcha hacia una meta en realidad poco segura, entre caídas y tropezones, con la fatiga golpeando en la respi­ ración a través de los maizales, salvando los baches, brincando las zarzas, cruzando los chaparros, las gentes iban como hipnotizadas. Hubieran herido o se hubieran dejado matar si alguien se atrevía a detenerles.

El vocabulario de este fragmento —«vértigo», «hipnotizadas»— indica la naturaleza irracional del indio cuyos actos son instintivos, ciegos, ratoniles. Su grado de conciencia no se eleva por encima del nivel animal. La novela de I'caza consigue pintar la atroz desespera­ ción de la vida del indio, pero en último término no se sale de los clisés consabidos. Hay, con todo, un áspero vigor en la prosa que transmite la sensación de repugnancia por lo sucio y lo sórdido. En una novela posterior, En las calles (1935), la atención de Icaza se dirige hacia el cholo (el que es mitad indio, mitad español). El cholo se ve como un elemento potencial de progreso, no por ser más admi­ rable que el indio, sino porque es más individualista, porque se preo­ cupa más por sus intereses personales. La novela se centra en el cholo protagonista, José Manuel Játiva, quien primero sirve de mediador entre los indios y los políticos de Quito, pero que cuando la protesta de los indios es reprimida, escapa y se une a las fuerzas de la policía que se mandan contra el levantamiento indio. Játiva tiene la sufi­ ciente conciencia política para sentir remordimientos y avergonzarse de su actitud, pero lo que Icaza describe aquí y en novelas posterio­ res como Cholos, Media vida deslumbrados y Huairapamuchcas es la diferencia entre el cholo más individualista y «progresivo» y la ac­

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ción de masas de los indios. En Huairapamuchcas,18 por ejemplo, cuando los gemelos que han nacido de la violación de una madre india por el patrón, cortan simbólicamente un árbol ancestral para que sirva de puente en un barranco y poder llegar así hasta una ca­ rretera que les une al mundo exterior. La tala del árbol significa la muerte del tradicionalismo que sólo mira hacia atrás, pero lo que hacen los gemelos es la expresión de una fuerza tan inconsciente co­ mo la que mueve a los indios. La novela peruana El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría (1909-1967), sigue aproximadamente el mismo esquema argumental de Huasipungo, pero consigue ofrecernos un cuadro de mayor complejidad. La novela de Alegría trata también de la expropiación de las tierras comunales, pero en este caso la historia se cuenta, al menos parcialmente, a través de la visión de Rosendo Maqui, un comunero indio, y en un lenguaje que contiene algo del sentido que poseen los indios sobre sus relaciones con la naturaleza. Rosendo no es ni la fuerza ciega e inconsciente de Icaza ni el indio supersticioso de Alcides Arguedas: Su primer recuerdo —anotemos que Rosendo confunde un tanto las peripecias personales con las colectivas— estaba formado por una mazorca de maíz. Era todavía niño cuando su taita se la alcanzó du­ rante la cosecha y él quedóse largo tiempo contemplando emocionadamente las hileras de granos lustrosos. A su lado dejaron una alforja atestada. La alforja lucía hermosas listas rojas y azules. Quizá por ser éstos los colores que primero le impresionaron, los amaba y se los hacía prodigar en los ponchos y frazadas [...]

Este pasaje indica que Alegría está tratando de describir una con­ ciencia india y de mostrar las relaciones de las actitudes indias y de su cultura con el mundo natural. Al mismo tiempo es también evi­ dente que está explicando todo eso a un lector a quien puede no serle familiar. Por lo tanto se ve obligado a insistir de una manera muy explícita en que Rosendo no distingue con claridad entre lo personal y lo colectivo. Alegría se enfrentaba con otra dificultad. Como miembro de un partido político peruano nacionalista y socialista, el APRA,19 quería subrayar la idea del cambio. Quería mostrar una sociedad en transi­ ción, pero era muy consciente de que la comuna india era, para em­ 18. 10.

El título significa «nacido salvaje» Siglas de Alianza Popular Revolucionaria Americana.

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plear un término de Lévi-Strauss, una sociedad «fría», en la que el cambio sólo podía producirse por alguna causa exterior. La expropia­ ción de la tierra es un acto que precipita el cambio en la comunidad india. Pero Alegría no cree que el indio pueda llegar a tener una conciencia política mientras viva en la comuna tradicional. Sólo cuan­ do es llevado hasta la lucha de clases y aprende a ver su situación con un criterio histórico, puede proyectarse conscientemente hacia el futuro. Por esta razón Rosendo Maqui sólo sobrevive a la primera etapa de la lucha. Porque, al oponerse a la expropiación, es encarce­ lado y allí muere. Toma entonces el relevo en la lucha Benito Cas­ tro, cuyo padre fue soldado, y que ha vivido en la ciudad, donde se ha politizado. Otros indios acceden a la conciencia política traba­ jando en las minas o en las plantaciones. La novela arbitra así solu­ ciones para los problemas que Icaza y Arguedas habían omitido o evitado. Aunque el defecto de la novela de Alegría es su empeño en explicar y demostrar que los indios pueden regir perfectamente un tipo moderno de comuna. Arguedas, Icaza y Alegría, ven al indio dentro de un marco polí­ tico y le juzgan según su capacidad para el cambio y el progreso. Evidentemente ésta era una cuestión vital en los países andinos, pero de ello no se desprende que tuviera que inspirar grandes novelas. Las actitudes indias sólo llegaron a expresarse debidamente en litera­ tura cuando la moda del realismo quedó superada. Sin embargo, aun sin realismo, ha habido acercamientos más íntimos a la mentali­ dad de los indios. En Balún Canán (1957), de la novelista mexicana Rosario Castellanos (1925-1974), muchas de las dificultades con las que tenía que enfrentarse el novelista indianista se evitan ya que parte de la novela la narra un niño de origen europeo que ha sido criado por una nodriza india. La relación del niño con la nodriza nos hace ver a los indios, como seres humanos cuyas creencias están estrechamente relacionadas con el mundo que les rodea. Pero Rosa­ rio Castellanos sólo presentaba al indio a través de la mirada de un no indio, aunque su procedimiento quizá fuese más honrado que el del novelista objetivo, que en el fondo no podía adoptar una posi­ ción realmente objetiva. En Oficio de tinieblas, en cambio, coexis­ ten varios puntos de vista. Rosario Castellanos traslada los sucesos de una sublevación indígena, que tuvo realmente lugar en el siglo XIX, a la época de Lázaro Cárdenas, cuando los terratenientes se mo­ vilizan contra los indios tzotziles. El hecho de que tanto la rebelión como la reacción sean protagonizadas por mujeres confiere aún ma­ yor originalidad a la novela. La alternativa iba a ser totalmente cien­

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tífica. Ricardo Pozas (1910), también mexicano y especializado en antropología, pasó varios años trabajando en un pueblo de Chamula. Su Juan Pérez Jolote (1952) era una reelaboración de los materia­ les que había recogido como antropólogo. Narrada en primera per­ sona, la novela intenta trasladar las actitudes indias en lenguaje cas­ tellano. Aún así, Ricardo Pozas, como otros escritores indianistas, había de tener en cuenta las cuestiones del cambio y del desarrollo. Y hace que su narrador se fugue de su casa para trabajar en las plan­ taciones y que más tarde se una a las fuerzas revolucionarias. Cuan­ do vuelve al pueblo, es más ladino que indio, y aunque vuelve a adaptarse a la vida de la comunidad, su experiencia le ha dado la visión crítica del extraño. Juan Pérez Jolote se inscribe en la línea de literatura testimonial que ya hemos mencionado en relación con Miguel Barnet. Otro ejem­ plo de la misma lo constituye el relato de una indígena guatemalte­ ca recogido por Elizabeth Burgos: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia.

15.

E L R E A L IS M O P S I C O L Ó G I C O

La presentación de problemas psicológicos es una de las venas menos explotadas por la literatura de Hispanoamérica. Ello se debe, al menos parcialmente, a que el «personaje», en el contexto realista hispanoamericano, es menos importante que la situación total, y a que las cuestiones nacionales y sociales han sido a menudo prepon­ derantes. El aislamiento del individuo de las preocupaciones públi­ cas es más difícil en un entorno en el que el desarrollo humano se frustra con demasiada frecuencia por culpa de la dictadura o de la anarquía social. La literatura modernista fomentó, sin embargo, la exploración de las psicologías aberrantes. Los primeros cuentos de Horacio Quiroga eran a menudo historias de este tipo. El novelista chileno Eduardo Barrios (1884-1963) escribió varias novelas psicológicas, entre ellas El niño que enloqueció de amor (1915), Un perdido (1917), El her?nano asno (1925) y Los ho?nbres del ho7nb're (1949). En los años veinte surgieron varias escritoras que se dedicaron a analizar la sensibilidad femenina. La separación, tradicional en las clases altas de América latina, entre vida pública —esencialmente masculina— y vida privada, y la identificación de la literatura —so­ bre todo, de la novela como proyecto nacional— con la primera,

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dejaban a las mujeres al margen de los movimientos intelectuales. No puede sorprender, pues, el que las novelas escritas por mujeres se centraran en la vida familiar o en las relaciones personales. Las memorias de la crítica argentina Victoria Ocampo, fundadora de la célebre revista Sur, dan una idea bastante exacta de la vida de una mujer de clase alta, obligada a participar en los ritos sociales de pre­ paración para el matrimonio y con pocas oportunidades de desarro­ llo intelectual. La venezolana Teresa de la Parra (1890-1936) exploró esta situación en su novela Ifigenia. Diario de una señorita que escri­ bió porque se fastidiaba (1924). Su segunda novela, Memorias de la Mamá Blanca (1929), trata de un mundo doméstico que rara vez se presenta en novelas escritas por hombres. Pero tal vez sea la de la escritora chilena María Luisa Bombal (1910-1980) la más desolada de las visiones de la condición femenina. La última niebla (novela corta incluida en una colección de cuentos publicados bajo el mismo título) expresa el sueño de una mujer cuyos deseos no encuentran curso en el matrimonio tradicional y busca un encuentro fantástico. En La amortajada (1938), la protagonista, desde la muerte, revela las relaciones de dependencia establecidas en la clase alta chilena por la familia tradicional como centro de poder patriarcal. Es evidente que la novela psicológica rebasa los límites del realis­ mo. El sueño, que en las novelas de María Luisa Bombal entra en pugna con la vida real, no tardará en plantearse como generador de los mundos ficticios de los grandes autores del boom.

Lectu ras

A fitología Castro Leal, Antonio (ed.), La novela de la revolución mexicana, 2 vols., México, 1958-1960.

Textos Aguilera Malta, Demetrio, Don Goyo, México, 1978. — , La isla virgen, México, 1978. — , Siete lunas y siete serpientes, México, 1978. — , El secuestro del general, México, 1973. Alegría, Ciro, El ?nundo es ancho y ajeno, 20.a ed., Buenos Aires, 1961.

REALISMO Y REGIONALISMO

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Amorim, Enrique, El caballo y su sombra, Buenos Aires, 1945. — , El paisano Aguilar, Buenos Aires, 1946. Azuela, Mariano, Obras completas, 3 vols., México, 1958-1960. Barnet, Miguel, Biografía de un cimarrón, Ed. Ariel, Barcelona, 1968. Barrios, E., Obras completas, 2 vols., Santiago de Chile, 1962. Bombal, María Luisa, La última niebla, Buenos Aires, 1935. — , La amortajada, Buenos Aires, 1938. Brunet, Marta, Bestia dañina, Santiago de Chile, 1926. — , Cuentos para Marisol, 1966. — , Humo hacia el sur, Buenos Aires, 1946. — , Montaña adentro, Santiago de Chile, 1978. — , Raíz del sueño, Santiago de Chile, 1949. Castellanos, Rosario, Balún Canán, México, 1957. — , Ciudad real; cuentos, Universidad veracruzana, Xalapa, 1960. — , Oficio de tinieblas, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1962. — , Los convidados de agosto, Ed. Era, México, 1964. Cuadra, José de la, Obras completas, Quito, 1958. Gallegos, Rómulo, Obras completas, Madrid, 1958. — , Doña Bárbara, 6 .a ed., Ed. Araluce, Barcelona, (c. 1929). — , Canaima, 4 .a ed., Ed. Araluce, Barcelona, 1936. Gálvez, Manuel, La maestra normal, Buenos Aires, 1950. Güiraldes, Ricardo, Obras completas, Buenos Aires, 1962. Guzmán, Martín Luis. Obras completas de Martín Luis Guzmán, 2 vols., México, 1961. Icaza, Jorge, Cholos, 2 .a ed., Quito, 1939. — , En las calle, Buenos Aires, 1944. — , Huairapamuchcas, Quito, 1948. — , Media vida deslumbrados, Buenos Aires, 1950. — , Huasipungo, 2 .a ed., Buenos Aires, 1953. — , Obras escogidas, México, 1961. Lynch, Benito, El inglés de los güesos, Buenos Aires, 1966. Matto de Turner, Clorinda, Aves sin nido (estudio preliminar de F. Schultz de Mantorani), Buenos Aires, 1968. Payró, Roberto, Pago Chico, 5 .a ed., Buenos Aires, 1943. — , Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, Buenos Aires, 1957. — , El casamiento de Laucha, 5 .a ed., Buenos Aires, 1961. Pozas, Ricardo, Juan Pérez Jolote, 5 .a ed., México, 1965. Quiroga, Horacio, Cuentos escogidos, Madrid, 1962. — , Anaconda. El salvaje. Pasado amor, Ed. Sur, Buenos Aires, 1960. — , El más allá, Ed. Losada, Buenos Aires, 1964. Rivera, José E., La vorágine (prólogo y cronología de Juan Loveluck), Cara­ cas, 1976. Rojas, Manuel, Obras completas, Santiago de Chile, 1961.

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LITERATURA HISPANOAMERICANA

Estudios histoncos y críticos Alegría, Fernando, Las fronteras del realismo: literatura chilena del si­ glo XX, Santiago de Chile, 1962. Brushwood, J. S., México in its Novel, Austin y Londres, 1966. Cometía Manzoni, Aida, El indio en las novelas de América, Buenos Aires. 1960. Dunham, Lowell, Rómulo Gallegos, vida y obra, México, 1967. Marania, Mabel, Nacionalismo y novela, Minneapolis, 1984. Previtali, Giovanni, Ricardo Güiraldes an d Don Segundo Sombra, Nueva York, 1963. Rodríguez Monegal, Emir, Narradores de esta América, I, Montevideo, 1969. — , El desterrado. Vida y obra.de Horacio Quiroga, Buenos Aires, 1968. Rojas, Angel F., La novela ecuatoriana, México-Buenos Aires, 1948.

Capítulo 8 LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO

la soledad, la lluvia, los caminos... C é s a r V a l l e jo

Por lo que se refiere a la poesía hispanoamericana, el siglo X X empieza en 1922. En este año César Vallejo publicó Trilce. Dos años después aparecieron los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda. La poesía de Trilce era irónica, experimental, hermética y sin em­ bargo durante bastante tiempo apenas tuvo el menor eco en el am­ biente literario; la poesía de Veinte poemas era romántica, subjeti­ va, y se hizo inmediatamente popular. Pero, aunque de una manera muy distinta, ambos poetas son «modernos». Son poetas de una civi­ lización urbana, poetas que han visto agriarse el optimismo y la fe en el progreso del siglo X I X , poetas que sólo pueden mantener una relación irónica respecto a las tradiciones del pasado. Están obligados a crear nuevas imágenes y un nuevo lenguaje, a desechar formas y sintaxis convencionales y a acortar la distancia que separa al poeta del lector. Que este nuevo espíritu debe mucho a los movimientos europeos de vanguardia como el cubismo, el dadaísmo y el ultraísmo hispáni­ co es evidente. No obstante, César Vallejo, Pablo Neruda y muchos poetas menos conocidos de esta época escapan al encasillamiento en escuelas o movimientos. El ejemplo del cubismo y del dadaísmo no fue seguido servilmente, sino utilizado como un instrumento de li­ beración. Una vez abierto el depósito del subconsciente, se desvela­ ba toda una nueva zona de imágenes y de energía literaria. La in­ fluencia de los movimientos europeos sobre la poesía de los años veinte es una influencia general, una tendencia a favorecer la búsqueda de novedades más que a imitar tal o cual precepto. El cubismo, por

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ejemplo, alentó el estudio del arte no europeo (sobre todo del de los negros), sin lo cual quizás el interés por el afrocubanismo no se hubiera producido. El futurismo introdujo el lenguaje del moder­ no mundo tecnológico en la poesía. Tanto el futurismo como el cubis­ mo se apartaron de la naturaleza y del modo del crecimiento orgáni­ co y situaron el poema en un entorno urbano de sucesos sincrónicos, «simultáneos». Con el dadaísmo, el arte y la literatura dejaron de considerarse como hechos sagrados o parte de una cultura estableci­ da, y se convirtieron en algo revolucionario, subversivo, autodestructor. Con el surrealismo el arte pasó a ser una fuerza capaz de cam­ biar el hombre y la sociedad liberando las fuerzas ocultas de la creatividad.1 Los poetas de los años veinte estuvieron tan influidos por las nuevas ciencias como por los movimientos literarios. Descubrieron la psico­ logía y quedaron fascinados por las nuevas técnicas que inauguraba el cine con su libertad de apartarse de los desarrollos lineales, como el empleo del flashback, la presentación de hechos simultáneos en lugares completamente distintos, el uso de signos visuales en vez de palabras, etc.

i.

P r im ero s

e x p e r im e n t o s .

V ic en t e H u id o b r o

Los primeros atisbos de esta revolución poética se dieron tímida­ mente en algunos posmodernistas que eran muy sensibles a la revo­ lución estética que se estaba produciendo en Europa y en los Estados Unidos. Leopoldo Lugones, por ejemplo, publicó su Lunario senti­ mental en el que había ecos de la ligereza y de la ironía de Laforgue.2 El poeta chileno Pedro Prado (1886-1952) en Flor de cardo ensayó nuevos tipos de imágends. Carlos Sabat Ercasty (1887) transformó los ritmos y las estrofas españolas bajo la influencia de Whitman. Los largos períodos rítmicos que hay en la poesía de Neruda los pro­ bó primero este poeta uruguayo:

1. G . de Torre, Literaturas europeas de vanguardia, Madrid, 1925, ¿Qué es el superrealis­ mo? , Buenos Aires, 1955; F. Alquié, Philosopbie du Surréalisme, París, 1955; Juan Larrea, Del surrealismo a Machupicchu, Buenos Aires, 1967. Los ensayos de Octavio Paz que se citan en la lista de lecturas son también esenciales. 2. Ju les Laforgue (1860-1887), nacido en Montevideo, fue una im portante figura de la van­ guardia parisiense, un avanzado en el uso de la libre asociación de ideas.

LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO

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¡Corazón mío, danza sobre la nave! Yo aguardo el instante de prodigioso escollo donde se estrellarán las viejas tablas. («Alegría del mar»)

El mexicano José Juan Tablada (1871-1945) visitó el Japón y a su regreso publicó versiones españolas de los hai-kais e ideogramas. Sus hai-kais tienen imágenes de gran plasticidad, como «Peces voladores», Al golpe del oro solar estalla en astillas el vidrio del mar

o «El insomnio»: En su pizarra negra suma cifras de fósforo.

El más discutido de estos primeros experimentadores fue Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948), quien afirmaba haberse anticipado a muchas ideas vanguardistas europeas incluso antes de haberse insta­ lado en París en 1916 y colaborar con Apollinaire y Pierre Reverdy en revistas como Sic y Nord Sud. Al margen de la calidad de su poesía, Huidobro es una figura clave de este período, típicamente vanguardista por su energía, sobre todo en años posteriores, cuando se trataba de demostrar que había sido el primero en interesarse por la novedad, la primicia, la creatividad.3 Atacó a muchos poetas mo­ dernos latinoamericanos y afirmó que había sido él el inventor del creacionismo. Pero al cabo de los años sus polémicas sólo nos intere­ san como prueba de que estaba pensando en la misma línea que sus contemporáneos franceses, españoles e ingleses. En general todos los movimientos de vanguardia empiezan con una ruptura con lo establecido y todos proclaman carecer de precedentes, por lo cual Huidobro, sin saberlo, era fiel a este prototipo. Pero, ¿qué significa el creacionismo? En primer lugar el poeta deja de querer imitar el mundo real o de reflejar el orden divino. La palabra, liberada de su instrumentalidad como medio de comu­ nicación, asume propiedades mágicas. Las palabras sugieren, asom­ bran, se contradicen a sí mismas, se disparan del modo más inespe­ rado. El poeta inventa combinando nuevas palabras y estas combina­ ciones sugieren nuevos ámbitos de experiencia. 3 Un útil y breve estudio sobre H uidobro y sus ideas es el escrito por Antonio de U ndurraga en Vicente Huidobro. Poesía y prosa , Madrid, 1957.

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Esta «liberación de la palabra» es la base común de muchos de los movimientos de vanguardia de los años veinte. «Cada verso de nuestros poemas posee su vida individual y repre­ senta una visión inédita», escribieron los ultraístas.4 Huidobro afirmaba que «el hombre sacude su esclavitud, se re­ bela contra la Naturaleza como otrora Lucifer contra Dios»,5 y en el prólogo a uno de sus primeros poemas experimentales, «Adán», que estaba dedicado a Emerson, escribió: Muchas veces he pensado escribir una Estética del Futuro, del tiempo no muy lejano en que el Arte esté hermanado, unificado con la Ciencia.6

A pesar de las insistentes reclamaciones de Huidobro de ser «el primero», escribió muy pocos versos de verdadera originalidad antes de su llegada a Francia. Significativamente, gran parte de sus expe­ riencias poéticas primerizas, publicadas bajo el título de Horizon carré, se escribieron en francés. Significativamente porque el poeta no trabaja aquí de un modo «libre», siguiendo los modelos vanguardis­ tas que ya existían, sobre todo los poemas de Apollinaire. Sus pri­ meros poemas experimentales en español son «Ecuatorial» y Poemas árticos. El poema «Gare» es moderno por el uso que hace del tren, del teléfono y por su alusión a la primera guerra mundial, pero las sugerencias de alienación y frustración se afirman más que se expre­ san poéticamente: La tropa desembarca En el fondo de la noche Los soldados olvidaron sus nombres Bajo aquel humo cónico El tren se aleja como un mensaje telefónico En las espaldas de un mutilado Las dos pequeñas alas se han plegado.

Aunque los experimentos más audaces de Huidobro son proba­ blemente los Poemas giratorios, que se acercan a la «poesía concreta»,7 su obra más importante es Altazor, un poema en siete cantos que 4. Gloria Videla, El ultraísmo , Madrid, 1963 -5. A. de Undurraga, «Teoría del creacionismo», prólogo a Vicente Huidobro. Poesía y prosa. 6. «Adán» figura en el libro primero de las Poesías completas. Santiago, 1964. 7. Para un breve análisis de la poesía concreta, véase J . Reichardt, «The W hereabouts o f Concrete Poetry», Studio International , Londres, febrero de 1966.

LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO

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describe la caída del hombre moderno del orden al desorden, de la teología providencial al absurdo: Vamos cayendo, cayendo de nuestro cénit a nuestro nadir, y dejamos el aire manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo.

Altazor necesita lo que posiblemente no podrá tener en el mun­ do moderno: fe y certidumbre. Dadme una certeza de raíces en horizonte quieto, un descubrimiento que no huya a cada paso. ¡O dadme un bello naufragio verde!

Pero el amor y la poesía, dos formas de liberarse, están condena­ dos a la frustración por las limitaciones humanas y las exigencias del tiempo. El canto cuarto empieza con la urgente constatación de que «No hay tiempo que perder» y el poema termina con una contradic­ ción: el poeta prueba la libertad pero sabe que es limitado: El cielo está esperando un aeroplano y yo oigo la risa de los muertos debajo de tierra.

El canto final se disuelve en un ensueño en el cual hasta el len­ guaje se desmorona, y el poema termina con una nota que es en parte canción y en parte grito, y que implica sin duda alguna una idea de destrucción, con palabras que se descomponen en fonemas: Lalalí lo ia i i i o Ai a i ai a iiii o ia

Sin embargo, en último término lo que distingue a Huidobro del modernismo y de su segunda generación no es tanto el carácter experimental como el tema de la búsqueda fallida del hombre mo­ derno: El corazón sabe que hay un mañana atado y que hay que libertar y vive en sus silencios y su luz desgraciada como el brillo que los faroles han robado a los árboles.

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El «mañana atado» y el viaje fallido serán motivos muy frecuen­ tes en la poesía de esta época. Uno de los primeros poemas de Vallejo trata de una araña «con innumerables patas» «que ya no anda». En Residencia en la tierra (primera parte, 1933; segunda parte, 1935; tercera parte, 1947) Neruda habla de «un solo movimiento», «como una polea loca...». La imagen surge de la idea más o menos común a todos de que el progreso ininterrumpido ya no es posible. El tiem­ po se escurre entre las manos y todos los hombres, para Huidobro, están «entre su arena lenta y su ataúd». En la época de las primeras experiencias de Huidobro, hubo una conciencia general en Hispanoamérica respecto a la necesidad de un nuevo lenguaje y nuevas formas. Para algunos lo decisivo era la crea­ ción de metáforas vividas; otros querían despojar al lenguaje del ver­ balismo literario. Hubo extremos de ironía y sofisticación por una parte —como la poesía del argentino Oliverio Girondo (1891-1957)— y por otra la poesía sobria y engañosamente sencilla de su contempo­ ráneo Jorge Luis Borges. Borges fue uno de los primeros en com­ prender la esencia del escenario ciudadano, Y quedé entre las cosas miedosas y humilladas, encarceladas en manzanas diferentes e iguales como si fueran todas ellas recuerdos superpuestos, barajados, de una sola manzana.8 ,

Aquí se meten dentro del mismo marco elementos distintos, hay elementos sincrónicos de un conjunto; o como recuerdos que no se ordenan necesariamente de un modo cronológico. La ciudad se hace análoga a lo no lineal, a lp simultáneo. El paisaje urbano se convier­ te en la entrada a la solución de la contradicción y en último térmi­ no a la quietud. 2.

G a briela M ist r a l , J u a n a

d e Ib a r b o u r o u y

A l fo n sin a S t o r n i

Orientarse hacia una poesía de la sencillez era la reacción más lógica después del verso tan literario y ornamentado de los moder­ nistas. Ya hemos visto cómo los posmodernistas habían abandonado los temas exóticos en favor de los regionales. Ahora, en muchos poe­ 8.

t Arrabal» de Fervor de Buenos Aires, OC, I.

LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO

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tas, hubo una aproximación aún mayor al lenguaje llano, incluso coloquial, a una especie de «transparencia de lenguaje» a través del cual pudieran expresarse experiencias arquetípicas más amplias. El ejemplo más importante de esta poesía «llana» sobre temas arquetípicos fue el de una ganadora del Premio Nobel, Gabriela Mistral (Lucila Godoy, Chile, 1889-1957), cuya poesía brota de las frustra­ ciones del amor y de la maternidad. Gabriela Mistral utiliza metros y formas tradicionales y su vocabulario es una modalidad ennobleci­ da del habla corriente, pero ensancha el horizonte de la poesía his­ panoamericana e introduce nuevos temas como la sensación de falta de plenitud que tiene la mujer soltera: La mujer que no merece un hijo en el regazo, cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas, tiene una laxitud de mundo entre los brazos; todo su corazón congoja inmensa baña.9

Habla también de su vocación de maestra y al mismo tiempo del sacrificio de su vida personal que ello significa: La maestra era pobre. Su reino no es humano. (Así en el doloroso sembrador de Israel) Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano, ¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!10

Gabriela Mistral publicó tres grandes libros de poesía, Desola­ ción ( 1922 ), al que en ediciones posteriores iba a añadirnumerosos poemas, Tala (1938) y Lagar (1954). En el primer libro la materni­ dad frustrada era el tema principal. Sus obras incluyen también can­ ciones infantiles, canciones de cuna y poemas para niños, y quizá sus mayores aciertos los consigue cuando se identifica con la mentali­ dad de los niños; por ejemplo, en «Esta que era una niña de cera» capta muy bien la sensación infantil de la extrañeza de las palabras: Ésta era que era una niña de cera; pero no era una niña de cera, era una gavilla parada en la era. Pero no era una gavilla, sino la flor tiesa de la maravilla.

9. 10.

«La mujer estéril», en Poesías completas, Madrid, 1958. «La maestra rural», en Poesías completas, M adrid, 1958.

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Tampoco era la flor, sino que era un rayito de sol pegado en la vidriera. No era un rayito de sol siquiera; una pajita dentro de mis ojos era. ¡Alléguense a mirar cómo he perdido entera, en este lagrimón, mi fiesta verdadera!

En este poema reconocemos el lenguaje de las canciones infanti­ les, la fantasía del niño transformando una niña de cera primero en una gavilla, luego en un girasol. Pero los comentarios finales son propios de una persona adulta. Profundamente religiosa, fue tam­ bién la poetisa de la muerte, del dolor y de la separación. El suicidio del hombre al que amaba, cuando ella era aún muy joven, ensom­ breció todo lo que llegó a hacer o escribir, exceptuando sus poemas infantiles. Tanto por su persona como por su poesía, Gabriela Mistral está en medio de dos épocas. Su formación pertenece al siglo XIX. Fue la mujer del corazón, de los hijos, de la fe religiosa. Pero se vio obli­ gada a vivir en un mundo moderno; se le negó la plenitud «natural» de su vida como mujer, y por eso su poesía es una consecuencia de la frustración. Pero aunque había nacido con el nuevo siglo aún no pertenecía a él, no era «moderna» en el sentido en que eran moder­ nos un Neruda o un Vallejo. Los poetas «sencillistas» como Gabriela Mistral por lo común se inspiraban en la naturaleza; ella, en concreto, captó muy bellamente los paisajes americanos, tanto los del Caribe tropical como los de la selva austral de Chile. Su contemporánea Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1895-1979) era conocida con el sobrenombre de «Juana de América» y se consideraba a sí misma como una «hija de la natu­ raleza». Me ha quedado clavada en los ojos la visión de ese carro de trigo que cruzó, rechinante y pesado, sembrando de espigas el recto camino.

El «sencillismo» cultivado por Gabriela Mistral se vio también fa­ vorecido por parte de los escritores de vanguardia, que a menudo conciliaban la experimentación con su interés por la poesía popular. Este fue el caso de México y de La Habana, dos ciudades que conta­ ban con movimientos vanguardistas activos durante los años veinte. Entre 1919 y 1930, Juana de Ibarbourou publica varias coleccio­

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229

nes de poemas: Las lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920), Raíz salvaje ( 1922 ) y La rosa de los vientos (1930). Alfonsina Storni (Argentina, 1892-1938), publicó su primer libro, La inquie­ tud del rosal, en 1916. A éste siguieron El dulce daño (1918), Irre­ mediablemente (1919), Languidez (1920), Ocre (1925), Mundo de siete pozos (1934) y otros. Al mismo período corresponden las obras de Norah Lange (Argentina, 1906-1972) definidas como ultraístas.

3.

N ic o lá s G u illen

y la po esía c a r ib e ñ a

En La Habana éste fue un período de luchas políticas y literarias, con poetas que a menudo alternaban sus actividades literarias con otras de militante político. Rubén Martínez Villena (1899-1934)11, una de las figuras literarias más prometedoras de los años veinte, renunció a la poesía para convertirse en uno de los fundadores del Partido Comunista Cubano. Los que siguieron escribiendo experi­ mentaron a menudo con el vocabulario futurista o con el primitivis­ mo en su afán de acercarse al espíritu de la gente corriente. José Z. Tallet (1893), por ejemplo, en su «Poema de la vida cotidiana», introduce el vocabulario usual de una oficina en la poesía, aunque el marco del poema deba aún mucho a la retórica literaria. La Revis­ ta de Avance, fundada en 1927, promovió activamente estos movi­ mientos de vanguardia, y sobre todo el afrocubanismo que combina­ ba el primitivismo —exaltación de la espontaneidad y vitalidad del negro cubano— con el «sencillismo» del lenguaje. Aunque al princi­ pio trató sobre todo los elementos pintorescos de la vida cubana, el afrocubanismo recibió un nuevo estímulo con la visita que en 1931 efectuó a La Habana García Lorca. Lorca volvía a España después de su estancia en Nueva York, y ya había escrito su Poeta en Nueva York, libro en el que figuraba una elegía a «la sangre prisionera» del negro de Harlem. Su influencia fue decisiva en un joven poeta mulato, Nicolás Guillén (1902), en cuya poesía el tema del negro llega a ser algo más que un desafío pintoresco a los valores europeos. El afrocubanismo de Guillén era la afirmación del orgullo por su pa­ sado negro y del sufrimiento de sus antepasados negros. Hasta en­ tonces la cultura del negro había sido algo soterrado y hasta los años veinte fue desconocida por la mayor parte de los intelectuales. Los 11. R. Martínez Villena, La pupila insomne, La H abana, 1960, contiene una biografía del poeta por Raúl Roa.

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cultos de santería, por medio de los cuales se habían transmitido de generación en generación el folklore de Africa e incluso lenguas como el yoruba, quedaban fuera del alcance de los cubanos blancos, hasta que los trabajos del antropólogo Fernando Ortiz y de la folklo­ rista Lydia Cabrera las pusieron en evidencia. Para los cubanos blan­ cos, el afrocubanismo significó hacerse conscientes de la riqueza y de la importancia de lo africano en la vida de Cuba. Para un mulato como Nicolás Guillen, el afrocubanismo proporcionó la voz de la parte eliminada de su conciencia. Ahora podía hablar de música afri­ cana en «La canción del bongó», de la alienación de su raza en «Pe­ queña oda a un negro boxeador cubano», de las canciones yorubas en «Canto negro»: Repica el congo solongo, repica el negro bien negro; congo solongo del Songo, baila yambo sobre un pie. Mama tomba, serembe cuserembá.

Y en poemas como «Negro Bembón», «Mulata», «Búscate plata», se hace el portavoz de los sentimientos de la población negra analfa­ beta, al emplear el dialecto afroespañol. Guillén empezó a escribir en vísperas de la Gran Depresión, y poco después de 1930 en su poesía se mezclan cada vez más los te­ mas políticos y los raciales. En West Indies Limited, se aparta de lo pintoresco y se orienta hacia la cólera comprometida del hombre que ha reconocido la herencia del colonialismo: Puños los ,que me das para rajar los cocos tal un pequeño dios colérico.

El poema más famoso de este libro, «Balada de los dos abuelos», señala la madura aceptación de lo africano y de lo español en su sangre; está por una parte el Africa de su abuelo negro: Africa de selvas húmedas y de gordos gongos sordos... Me muero (dice mi abuelo negro). Aguaprieta de caimanes, verdes mañanas de cocos.

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Esto le obliga a recordar el cruel «tercer paso» y el tráfico de es­ clavos. Pero está también el abuelo blanco. Lo blanco y lo negro están ya para siempre mezclados en su sangre, en la que «gritan, sueñan, lloran, cantan». Quizás una de las aportaciones más impor­ tantes de Guillén a la literatura cubana fue su aceptación de la im­ portancia del mito y de la cultura africanos. En «Sensemayá» y «La muerte del Ñeque», se inspira en ritos y creencias africanas, como los modernistas habían buscado su inspiración en los clásicos, pero a diferencia de los escritores franceses de la négritude, ello no impli­ ca un rechazo de la cultura blanca. Así, en «Son número 6» escribe: Yoruba soy, soy lucumí mandinga, congo, carabali, atiendan, amigos, mi son, que acaba así.

Pero en el poema también reconoce que: Estamos juntos desde muy lejos jóvenes, viejos, negros y blancos, todo mezclado.

Lo «negro» era una moda en la Europa contemporánea, el símbo­ lo de la espontaneidad, de la superioridad, de la vitalidad y del ins­ tinto sobre la razón. Pero en los poetas antillanos como Guillén el tema del negro indica una aceptación de que las raíces de Cuba es­ tán en la esclavitud y en la cultura de los esclavos, que Africa y Espa­ ña forman parte del pasado. La poesía posterior de Guillén ha sido menos africana y más política. En los años treinta se hizo comunista y publicó un libro de poemas sobre la guerra civil española y roman­ ces sobre «temas sencillos». Sin embargo, su verdadera originalidad radica en su poesía afrocubana. Sólo un poeta negro surgió del afrocubanismo, lo cual no es sor­ prendente, porque los elementos negros de la población cubana eran también los analfabetos y los que tenían un nivel de vida más bajo. Marcelino Arozareno (1912) sufrió la influencia directa de Guillén, y como él afirmó su universalidad: «Intento cantar desde negro, pero con la porción de voz que nos toca en el canto universal». En su Canción negra sin color figuran poemas escritos en los años treinta, muchos de ellos describiendo los ritos de la santería negra, como en «Liturgia etiópica»; otros son satíricos, como la «Canción negra sin color», que se compuso en 1939, pero que anticipa la desafiante poesía de los escritores de la négritude\

232

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Somos lo anecdótico; lo eternamente beodo, de una embriaguez de látigo, de selva y de canción; en los bares del ritmo la rumba nos da roñes batidos en cinturas y Trópico, el orate de las Islas Sonoras, —charcos musicales en las amplias praderas del Atlántico— nos envasa en vitrinas de sextetos y sones para peinar la desmelenada curiosidad turística.

De tendencia muy diferente es el grupo de poetas que surge al­ rededor de las revistas Verbum (1937-1939), Espuela de plata (1939-1941), Nadie parecía (1942-1943) y Orígenes (1944-1956), to­ das fundadas por José Lezama Lima, en cuyo hermetismo, rasgo sa­ liente de Enemigo rumor (1941), Dador (1960) y Fragmentos a su imán (1977) se funden, para dar lugar a una formulación personal de la poesía, tanto elementos del miticismo gnóstico como del sim­ bolismo francés. La teoría poética de Lezama Lima ha sido desarro­ llada por su creador en volúmenes de ensayos, como Analecta del reloj (195 3), La expresión americana (1957), Tratados en La Habana (1958) y Las eras imaginarias (1971). En la línea ideológica y estética de Lezama se encuentran Cintio Vitier ( 1921 ), autor de Vísperas (1953) y Testimonio (1968), Fina García Marruz (1923) y Elíseo Diego (1920). En Puerto Rico, Luis Palés Matos (1898-1959) introdujo en la poesía ritmos afroamericanos, como se ve en Tuntún de pasa y grife­ ría (1937). Julio Soto Ramos (1903) es el mayor representante del vanguardismo en aquel país; entre sus obras se cuentan Cortina de sueños (1923), Relicario azul (1933), Soleades en sol (1952) y Trape­ cio (1955). Julia de Burgos (1916-1953) nació en Puerto Rico, por la causa de cuya independencia luchó, y murió trágicamente en Nueva York. Como poeta, ha expresado los problemas de la mujer que escribe con fuerza singular. Es autora de Poema en veinte surcos (1938), Canción de la verdad sencilla (1939) y El mar (1954), todos ellos recogidos en su Obra poética. Rosario Ferre (1940), fundadora de la revista Zona reconoce su deuda con Julia de Burgos, pero va más allá que ésta en la revelación del resentimiento femenino en Sitio a Eros y La garza desangrada.

LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO 4.

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LOS POETAS MEXICANOS

Junto con Buenos Aires y La Habana, México era el otro gran centro de actividad de la vanguardia en los años veinte. En los tu­ multuosos años posteriores a la revolución, los «estridentistas» escri­ bieron poesía futurista, quizá de un modo incongruente e imitando el futurismo ruso, cantaron la máquina, la ciudad y la liberación del hombre, gracias a las máquinas, de los trabajos serviles. El «estridentismo», cuyo representante más destacado fue Manuel Maples Arce (1898-1981), tuvo una vida corta. La gran poesía mexicana de los años veinte iba a ser meditativa y estaría bajo la influencia de los movimientos ingleses y norteamericanos, más que bajo la del futu­ rismo. Su maestro fue Alfonso Reyes (1889-1959), crítico literario, erudito, pensador con una gran confianza en mantener abiertos los canales de comunicación con otras culturas, sobre todo con España. Escritor positivo y estimulante, estaba muy preocupado por la situa­ ción de Latinoamérica en el mundo, y se mostraba tan opuesto al estrecho regionalismo como a la imitación servil. Opinaba que los escritores de Latinoamérica debían abordar los temas arquetípicamente humanos, aunque hubiesen llegado tarde al «banquete de la civili­ zación». Algunos de sus mejores ensayos están dedicados a la visión mítica de América.12 Tenía una altiva y «arielista» visión de la cultura. «Abrase paso la Inteligencia; reclame su sitio en la primera trinchera», proclamó en uno de sus discursos.13 Su poesía, que introdujo los ritmos de la poesía inglesa en castellano, refleja un espíritu culto y erudito. Sin embargo, algunos de sus mejores poemas corresponden a evoca­ ciones de lugares como Cuba, o del puerto de Veracruz, donde el mar siempre queda a nuestra espalda aunque raras veces sea visible: La vecindad del mar queda abolida, gañido errante de cobres y cornetas pasea en un tranvía. Basta saber que nos guardan las espaldas. (Atrás, una ventana inmensa y verde...) El alcohol del sol pinta de azúcar los terrones fundentes de las casas. (...por donde echarse a nado).. 12. 13.

Alfonso Reyes, «Últim a Tule», OC, XI, México, 1955-1963. Alfonso Reyes, «En el Día Americano», OC, X I, pág. 70.

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Los años veinte y treinta fueron períodos extraordinariamente fe­ cundos para la poesía mexicana. La revista Los Contemporáneos, fun­ dada en 1928, reunió la obra de una generación de talento que in­ cluía nombres como los de Jaime Torres Bodet (1902-1974), Bernar­ do Ortiz de Montellano (1899-1949), Gilberto Owen (1905-1952), Xavier Villaurrutia (1903-1950), Carlos Pellicer (1899-1977), José Go­ rostiza (1901-1973) y Salvador Novo (1904-1974). Al igual que Re­ yes, pero a diferencia de sus contemporáneos del movimiento mura­ lista, estaban menos interesados por la «originalidad» de México que por mantener contactos con los movimientos poéticos de Europa y de los Estados Unidos. Los Contemporáneos publicó un impresio­ nante número de traducciones de poetas vivos, entre ellos, T.S. Eliot, pero, aparte de Salvador Novo, gran parte de cuya poesía primeriza era irónica, burlona y «contemporánea», los poetas de este grupo se sentían más inclinados hacia los temas arquetípicos.14 Esta es una poesía intensamente preocupada por los problemas del subconscien­ te, con las polarizaciones de Eros y Tánatos. Y con Xavier Villaurru­ tia y José Gorostiza, el movimiento produjo dos poetas de extraordi­ naria intensidad y de gran brillantez técnica. Los grandes poemas de Villaurrutia son los Nocturnos (1931), que invocan a un mundo de sueños en el que desaparecen las certidumbres, «el latido de un mar en el que no sé nada, en el que no se nada». El juego de pala­ bras con el vocablo «nada», en su doble acepción de sustantivo y de forma de verbo nadar, es característica, pues sus procedimientos se apoyan en la ambigüedad verbal. Muchos de sus poemas se basan en el principio del error freudiano, de la asociación de ideas casi in­ consciente, ya que los mismos fonemas aluden a zonas muy distintas de la experiencia. Pero los viajes nocturnos de Villaurrutia siempre le devuelven a sí mismo, a la inesquivable imagen del espejo, el via­ je sirve para encontrarse, a sí mismo, para desembocar en la ansie­ dad, en la falta de plenitud que es la esencia del vivir, de modo que la ausencia signifique presencia y la muerte vida. En «Nocturno amor», la poesía describe círculos de frustración: y una sed que en el agua del espejo sacia su sed con una sed idéntica.

No hay escapatoria para esta cruel dialéctica que sólo termina con la muerte, como «la estatua que despierta, en la alcoba de un 14.

Frank Dauster, Ensayos sobre poesía mexicana, México, 1963.

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mundo en el que todo ha muerto». Hay algo «fantasmal» en el len­ guaje de Villaurrutia, una constante alusión a la insustancialidad de las palabras, debido a lo fácilmente que se transforman pasando de un sentido a otro, como él mismo indica en los versos finales de «Nocturno eterno»: porque vida silencio piel y boca y soledad recuerdo cielo y humo nada son sino sombras de palabras que nos salen al paso de la noche.

Si Villaurrutia delata una conciencia del carácter fantasmagórico de las palabras, su amigo y compañero José Gorostiza se preocupa sobre todo por la «transparencia», por la pureza. Gorostiza escribió uno de los poemas más bellos de este período, «Muerte sin fin»,15 sobre la forma y la tendencia de todas las formas a la desintegración; la imagen del yo es el vaso de agua en el que ésta, que es informe, adopta la forma del vaso en que se vierte: un vaso que nos amolda el alma perdidiza.

El agua es amorfa, fluyente; es como el tiempo que adopta una forma y por lo tanto una conciencia, se hace Dios, que es la pura conciencia de sí mismo. La forma y la sustancia sólo pueden existir cuando hay una conciencia que las refleje. Pero ésta no es la vida, sino la muerte, una negación de la naturaleza del agua que consiste en fluir y tener su fin en-una región de sustancia indiferenciada. Tener forma es ir contra la característica esencial del mundo visible, pero lo informe no puede expresarse. Esta es la compleja antinomia del poema de Gorostiza: Porque el hombre descubre en sus silencios que su hermoso lenguaje se le agosta en el minuto mismo del quebranto, cuando los peces todos que en cautelosas órbitas discurren como estrellas de escamas, diminutas, por la entumida noche submarina,

15. en 1952.

Octavio Paz tiene una introducción y ensayo crítico en la edición publicada en México

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cuando los peces todos y el ulises salmón de los regresos y el delfín apolíneo, pez de dioses, deshacen su camino hacia las algas...

Es interesante comparar este lenguaje, muy sobrio y tradicional, con la exploración que en este mismo período llevan a cabo Neruda y Vallejo con nuevas formas y nuevo vocabulario. Los dos poetas que estaban vinculados al grupo de Los Contem­ poráneos pero cuya poesía era muy distinta de la de Gorostiza y Villaurrutia, fueron Salvador Novo (1904-1974) y Carlos Pellicer (1897-1977). Novo está mucho más cerca de la poesía vanguardista europea de la época, y su primer volumen, X X poem as (1925), era de una modernidad muy consciente: ¿Quién quiere jugar tennis con nopales y tunas sobre la red de los telégrafos?

Pero su poesía era urbana y moderna de un modo como no podía serlo ni Villaurrutia ni Gorostiza. Como el joven Borges, era un poe­ ta de paisajes ciudadanos: Brochas de sol absurdo en la pared como en estantes hay vida en hogares interrumpidas.

En 1933 publicó una autobiografía poética, Espejo, una serie de poemas líricos y humorísticos que evocaban sus lecciones de historia, las criadas que hubo en su casa y los libros que había leído: ¿Qué se hicieron los gatos, los conejos, el Rey de la Selva y la Zorra de las Uvas, los Cinco Guisantes, el Patito Feo? Hace tiempos que no trato con esos animales desde que me enseñaron que el hombre es un ser superior, semejante a Dios.

El tono ligero y burlón es característico de su poesía primeriza, que luego se iría haciendo amargo en Poemas proletarios (1934), a pesar de que subsiste una buena dosis de humor en sus poemas des­ criptivos sobre «Gaspar el Cadete», «Roberto el Subteniente» y «Ber­ nardo el Soldado». Al mismo tiempo escribía la grave poesía amoro-

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sa de «Nuevo amor», que está mucho más cerca en eltono de la poesía de Gorostiza y Villaurrutia, pero que, característicamente, en su bello poema «La renovada muerte», introduce el tren como una imagen moderna de ausencia y de separación: hay trenes por encima de toda la tierra que lanzan unos dolorosos suspiros y que parten y la luna no tiene nada que ver con las breves luciérnagas que nos vigilan desde un azul cercano y desconocido lleno de estrellas políglotas e innumerables.

En estos versos se sitúa fuera de la tradición romántica y de su concepto del destino humano. El mundo moderno es más complejo y más enigmático, y el destino del hombre infinitamente menos im­ portante y trascendental. Por el contrario, en la poesía de Carlos Pellicer la vida prevalece sobre la muerte. Su poesía es una poesía de la naturaleza, pero de una naturaleza que es un reflejo de la divini­ dad. Oriundo de Tabasco, plasma el color y lavida de lostrópicos, que están presentes incluso en la ciudad: En la ciudad, entre fuerzas automóviles, los hombres sudorosos beben agua en guanábanes. Es la bolsa de semen de los trópicos que huele a azul en carnes madrugadas en el encanto lóbrego del bosque.

La alusión al «semen» no es gratuita. Para Pellicer, los trópicos son el símbolo de la inagotable creatividad de Dios, regiones de la tierra donde esta creatividad se manifiesta aún porque todavía per­ manece relativamente incontaminada por el hombre: La tierra, el agua, el aire, el fuego, al Sur, al Norte, al Este y al Oeste concentran las semillas esenciales al cielo de sorpresas la desnudez intacta de las horas y el ruido de las vastas soledades.

En estos poemas el poeta es la voz de los elementos, como lo sería Neruda en su Canto general, pero si Neruda es el poeta de la caída del hombre, Pellicer parece habitar aún un Paraíso en el

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que el hombre y la naturaleza aún no se han separado. En «He olvi­ dado mi nombre» se identifica completamente con el paisaje de Tabasco: El bien bañado río todo desnudo y fuerte, sin nombre de colores ni de cantos. Defendido del sol con la hoja de tóh. Todo será posible menos llamarse Carlos.

Pellicer publicó varios libros de poemas, entre ellos Material poé­ tico (1956), Teotihuacán y 13 de agosto (ambos de 1965). *

*

*

Octavio Paz (1914) es el otro gran poeta contemporáneo mexica­ no; aunque es hijo de uno de los representantes de Zapata en Nueva York, se ha apartado mucho del nacionalismo revolucionario de la generación de sus padres. Pero su poesía, al igual que la de Neruda, hunde sus raíces en su niñez. En «Soliloquio de medianoche», escri­ to en Berkeley en 1944, dice: Mi infancia, mi sepultada infancia, inocencia salvaje domesticada con palabras, preceptos con palabras agua pura, espejo para el árbol y la nube, que tantas virtuosas almas enturbiaron.

El máximo logro de Paz puede resumirse como el de liberar a las palabras de los «preceptos» y de la «domesticación». Y sin embar­ go —y esto puede parecer paradójico, dada su desconfianza de los preceptos— , de los grandes poetas latinoamericanos ha sido el único que ha hecho una contribución importante a la teoría poética. Paz es un gran ensayista, autor de un análisis ya clásico de personajes mexicanos, El laberinto de la soledad (1950), de una obra sobre la historia y la naturaleza de la poesía, El arco y la lira (1956), y de diversos ensayos sobre poetas y movimientos poéticos como Los sig­ nos en rotación (1965), Cuadrivio, Las peras del olmo (1957) y Co­ rriente alterna (1967). Ha escrito además obras sobre el antropólogo Claude Lévi-Strauss, Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967), sobre Marcel Duchamp, en Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968), así como Conjunciones y disyunciones (1969), un libro que contrasta las nociones que los orientales y los occidentales tienen del cuerpo.

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Las ideas de Paz sobre la poesía están resumidas en El arco y la lira, y proceden de una tradición de la poesía moderna que incluye a los románticos alemanes, a Rimbaud, a Apollinaire y a los surrea­ listas. Para él la poesía es la reina de las artes e incluso de todas las actividades humanas. El fin de la poesía no es dominar las pala­ bras y el tema, sino liberarlas y devolverles su magia primitiva. Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren una transmu­ tación apenas ingresan en el círculo de la poesía.16

La liberación de las palabras consiste en librarlas de la «utilidad», de su función como instrumentos de comunicación. Durante un momento la palabra deja de ser un eslabón más en la cadena del lenguaje y brilla sola, a medio camino entre la exclama­ ción y el pensamiento puro. Lo poético la obliga a volver sobre sí misma, a regresar a sus orígenes.17

La experiencia central de la poesía es arrancar al lector de la dura­ ción y devolverle al tiempo original. Paz describe así esta experiencia: La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturale­ za original.18

La poesía, aun cuando olvidamos sus mismas palabras, sigue con .nosotros, es la «alta marea que rompió los diques de la sucesión tem­ poral». La concepción de la poesía que tiene Paz es, pues, completamen­ te distinta de la de un Neruda, «La voz de la naturaleza», o de la de un Vallejo, que más que liberar palabras, las dislocaba. El arco y la lira hace un detallado resumen de la teoría poética de Paz. En esta obra estudia el ritmo relacionando el ritmo poético con los es­ quemas universales y arquetípicos, con el Yin y el Yang, la unión y la separación. Iguala la poesía con la religión y el amor con proce­ sos de revelación. «El poeta revela al hombre creándolo.» Paz no ignora los aspectos históricos y sociales de la poesía. Pero se interesa sobre todo por las tendencias modernas que van desde Blake, Hólderlin, Nerval y Rimbaud hasta el surrealismo, movimientos 16. 17. 18.

Octavio Paz, El arco y la lira, México, 1956, pág. 22. Ibid . , pág. 12. lbid., pág. 132.

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que consideran al poeta como un marginado de la sociedad, un hom­ bre que defiende valores que resultan subversivos para ella. Las opiniones de Paz sobre la poesía no han variado sustancial­ mente, y muchas de sus afirmaciones de El arco y la lira reaparecen, aunque expresadas en una forma más epigramática, en Corriente alterna-. El ritmo es la metáfora original y contiene a todas las otras. Dice: la sucesión es repetición, el tiempo es no-tiempo. Cada lector es otro poeta; cada poema, otro poema. En perpetuo cambio, la poesía no avanza. La poesía es nuestro único recurso contra el tiempo rectilíneo— contra el progreso. La poesía es lucha perpetua contra la significación. Dos extremos: el poema abarca todos los significados, es el significado, de todas las significaciones; el poema niega toda significación al lenguaje. En la época moderna la primera tentativa es la de Mallarmé; la segunda, la de Dada.

Ahora podemos comprender las fuentes de inspiración de la poe­ sía de Paz, su insistencia en que el «tiempo» poético es algo distinto del tiempo vivido o duración, que la poesía es ontológica, que su lenguaje debe asumir variedades inmensas e incluso las contradiccio­ nes de la experiencia. Perfeccionista, ha desafiado a la habitual vi­ sión cronológica de su poesía, ordenando y cambiando las diferentes ediciones de su libro Libertad bajo palabra, que incluye poesía escri­ ta entre 1935 y 1957 (sus poemas primerizos figuran en la segunda edición de 1968). En 1933 publicó Luna silvestre, un volumen de aprendizaje en una época en la que dirigía varias revistas poéticas, como Barandal (fundada en 1931) y Cuadernos del Valle de México (fundada en 1933). En 1938 fundó la importante revista Taller, cuyo título sugiere el esmerado proceso de elaboración al que sometía su poesía. Libertad bajo palabra, su primer gran libro, reflejaba sus preo­ cupaciones esenciales por el amor, el tiempo y la soledad, por la poesía como revelación y por la palabra como clave de la libertad humana: Contra el silencio y el bullicio inventa la palabra libertad que se inventa y me inventa cada día.

Pero en la medida en que existe una evolución en la poesía de Paz, se advierte que los primeros poemas brotan de una visión casi

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solipsista de la experiencia, de un sentimiento de soledad humana, y que el poeta se ha ido orientando cada vez más hacia la revelación poética como instrumento de liberación humana y de cambio. Así, algunos poemas de la primera época, como «Nocturno», «Insomnio», «Espejo», se vinculan manifiestamente con la poesía del grupo de Los Contemporáneos. En «La calle», por ejemplo, incluido en el gru­ po de poemas que se titula «Puerta condenada», el poeta escribe: Es una calle larga y silenciosa. Ando en tinieblas y tropiezo y caigo y me levanto y piso con pies ciegos las piedras mudas y las hojas secas y alguien detrás de mí también las pisa: si me detengo, se detiene; si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie. Todo está oscuro y sin salida, y doy vueltas y vueltas en esquinas que dan siempre a la calle donde nadie me espera ni me sigue, donde yo sigo a un hombre que tropieza y se levanta y dice al verme: nadie.

Este poema refleja dos ausencias: ausencia de avance, ausencia de comunicación. «Todo está oscuro y sin salida / y doy vueltas...» Pero el poema nos comunica una sensación de pesadilla de seguir y ser seguido: y en el momento en que el poeta se encuentra cara a cara con el «otro», el yo se ha convertido en «nadie». Sin embargo, lo que impresiona al lector es el plano tan abstracto en el que tiene lugar la operación. No obstante, la poesía de Paz se va alejando de la soledad, que procede de su rechazo de la idea de un paraíso en algún hipotético futuro, y tiende hacia la captación del presente. El cambio ya es visible en «Soliloquio de medianoche», poema escri­ to en Berkeley en 1944: Dormía en mi pequeño cuarto de roedor civilizado, cuando alguien sopló en mi oído estas palabras: «Duermes, vencido por fantasmas que tú mismo engendras, y en tanto tú deliras, otros besan o matan, conocen otros labios, penetran otros cuerpos y de sus manos nace cada día un mundo inagotable, la piedra vive y se incorpora, y todo, el polvo mismo, encarna en una forma que respira».

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Este poema es uno de los pocos poemas de Paz que refleja direc­ tamente una experiencia autobiográfica. En él va más allá de la vacía retórica de la vida adulta, «Dios, Cielo, Amistad, Revolución o Pa­ tria», y vuelve a la niñez, cuando «una palabra mágica me abría cada noche las puertas de los cielos»; pero el poema termina aún con la convicción de que la vida es un sueño. En «Semillas para un himno», escrito poco tiempo después, se consigue por fin la revelación: Hay instantes que estallan y son astros otros son un río detenido y unos árboles fijos otros son ese mismo río arrasando los mismos árboles.

Esta revelación es un retorno al paraíso perdido de la niñez: Como en la infancia cuando decíamos «ahí viene un barco cargado de...» Y brotaba instantánea imprevista la palabra convocada Pez Álamo Colibrí

En el momento de la revelación, el nombre y la experiencia son idénticos. «Por un instante están los nombres habitados.» La poesía de los años cuarenta y cincuenta culminó en Piedra de sol, un largo poema en el que Paz emplea la técnica «simultánea» de «Himno entre ruinas»,'y también usa el poema como la imagen del «no-tiempo» que es la poesía. El número de versos (548) corres­ ponde al número de años en el calendario azteca, la forma es circu­ lar, con el poema contenido dentro de la imagen del «sauce de cris­ tal, un chopo de agua / un río de cristal que el viento arquea», que son los versos que abren el poema e introducen su final. El poema brota a partir de estas imágenes iniciales y vuelve a ellas sin una sola parada que interrumpa su fluir. El «otro» mundo y el exterior capta­ do por los sentidos, se identifican en el poema con la figura de una diosa, Venus Afrodita, diosa de la vida y de la muerte, símbolo de los aspectos duales de la experiencia humana. La identificación que hace el poeta de sí mismo con este «otro», fragmenta el yo y conduce a su búsqueda de totalidad en la memoria y en el pasado: busco una fecha viva como un pájaro busco el sol de las cinco de la tarde templado por los muros de tezontle:

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la hora maduraba sus racimos y al abrirse salían las muchachas de su entraña rosada y se esparcían por los patios de piedra del colegio.

Pero el intento de comprenderse a sí mismo por medio del otro, de encontrar un sentido a la sucesión de hechos en el pasado, fracasa hasta que finalmente se queda con nada. El mundo es transitorio; de nuevo el poeta evoca el cuarto de hotel de su pasado, trampas, celdas, cavernas encantadas, pajareras y cuartos numerados,

que sólo pueden transformarse cuando por fin se da totalmente en el amor. Entonces todas las barreras caen: se derrumban por un instante inmenso y vislumbramos nuestra unidad perdida, el desamparo que es ser hombres, la gloria que es ser hombres.

El poema culmina con la experiencia que tiene el poeta de la atemporalidad cuando las puertas se derrumban: todas las puertas se desmoronaban y el sol entraba a saco por mi frente, despegaba mis párpados cerrados, desprendía mi ser de su envoltura, me arrancaba de mí, me separaba de mi bruto dormir siglos de piedra.

Piedra de sol conduce a Paz a un mayor contacto con elmundo exterior. Hasta entonces uno de los contactos fundamentales de su vida había sido el de Bretón y los surrealistas en París, aunque adap­ tó el surrealismo de una manera muy personal. Poco después de pu­ blicar Piedra de sol fue nombrado embajador mexicano en Delhi, y allí vivió hasta su dimisión en 1968. Desde luego, Paz siempre se había mostrado interesado por la filosofía oriental. Menciona el «pedazo de piedra rugosa» de los taoístas en su introducción a la edición mexicana de Piedra de sol,19 y su búsqueda de la revelación tiene afinidades evidentes con las prácticas budistas e hindúes. El 19.

Libro publicado en México en 1957.

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compendio de su experiencia oriental se encuentra en Ladera este, un volumen de poemas escritos entre 1962 y 1968, poemas que ex­ ploran nuevas áreas de técnicas, aunque la preocupación fundamen­ tal sigue siendo la misma: Hambre de encarnación padece el tiempo Más allá de mí mismo En algún lado aguardo mi llegada.

Los poemas son ahora más que nunca los «surtidores» que había descrito en Los signos en rotación. Así, en «Balcón», una serie de colores, adjetivos, se convierten en la analogía objetiva de la refracción: Blancas luces azules amarillas,

mientras que en «Custodia» hay un intento de aproximación a la poesía concreta. El poema más ambicioso del libro, la Piedra de sol de una época posterior, es Blanco, que se publicó por separado por vez primera en México en 1967. Es un poema que puede leerse de varias maneras distintas, como un texto único o, dado que está escri­ to en tres columnas y tiene cuatro partes, el poema tiene otro orden, el de las columnas separadas con cuatro partes. Hay por lo tanto una serie de poemas independientes que establecen diversas relaciones entre los temas que Paz describe como: a) la relación entre la palabra y el silencio; b) los elementos; y c) sensación, percepción, imagina­ ción y comprensión. Después de publicar Blanco, Paz ha publicado también poemas rotatorios sobre discos, algo parecido a las «compo­ siciones de imágenes» de donde proceden los hai-kais, y también ha colaborado en un poema colectivo junto con otros tres poetas, cada uno de ellos escribiendo en una lengua distinta.20 De este modo, en este último período, los principales esfuerzos de Paz parecen orien­ tarse hacia la creación de una poesía que se parezca más a la música o a la pintura. Las ideas de Paz sobre la poesía y su poesía han ejercido una influencia muy honda, sobre todo en los poetas mexicanos más jóve­ nes. Ha elaborado una especie de metalenguaje poético y tiende más a la abstracción que a la esencia. Aun siendo muy diferente de la modernista, su poesía parece tener su origen en tensiones semejantes y estar construida a partir de una composición de imágenes, elemen­

20.

Blanco está incluido en el libro Ladera este, México, 1969.

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tos, percepciones sensoriales primarias, colores, mitos dualistas que asumen el mundo visible. La nueva poesía que ha surgido en Lati­ noamérica después del modernismo o sigue muy de cerca las concep­ ciones poéticas de Paz o se dirige, en una dirección completamente opuesta, hacia una poesía irónica o de compromiso. Por una parte está la revelación del mundo de los objetos, la insistencia en la libe­ ración del lenguaje del funcionalismo. Y por otra ello ha desarrolla­ do un tipo de poesía en la que el poeta adopta una actitud irónica respecto al mundo moderno y a su propia sociedad. La crítica literaria de Octavio Paz tiene una importancia compa­ rable a la de su poesía entre los escritores latinoamericanos. Si bien ha escrito ensayos sobre autores de su predilección —por ejemplo, en Las peras del olmo (1957)— , también ha destacado como teórico de la poesía. El arco y la lira (1956) es la piedra de toque de su teoría del lenguaje poético, algunos de cuyos aspectos, sin embargo, fueron modificados en libros posteriores, como Conjunciones y dis­ yunciones (1969) y El signo y el garabato (1973). Los hijos del limo (1973) es un importante estudio sobre las vanguardias políticas y ar­ tísticas, y El mono gramático (1974) explora sectores de la cultura oriental. Embajador en la India hasta 1968, fecha en que renuncia a su cargo por encontrarse en desacuerdo con la política represiva del gobierno mexicano, Paz es el autor latinoamericano que más pro­ fundamente ha estudiado las diferencias entre la poesía oriental y la occidental. Al grupo de la revista Taller, fundada por Octavio Paz, pertene­ ce Efraín Huerta, cuya obra creadora fue reunida en el Volumen Poesía 1935-1968. A diferencia de Paz, Huerta pone el acento sobre el pa­ pel social de la poesía. Alí Chumacero (1918) también ha estimulado a las jóvenes ge­ neraciones poéticas a través de revistas como Letras de México (1937-1947), Tierra nueva (1940-1942) y México en la cultura (1949). Son numerosos los poetas mexicanos con una importante pro­ ducción. Cabe destacar a Rubén Bonifaz Ñuño (1923), Tomás Segovia (1927), Jaime García Terrés (1924) y Jaime Sabines (1926), autor de Recuento de poemas (1962) y Maltiefnpo (1972). A esta genera­ ción pertenece también Rosario Castellanos, cuyos poemas —sobre todo los recogidos en Lívida luz (1960), Materia memorable (1969) y Poesía no eres tú (1972)— exponen una visión satírica o desilusio­ nada del papel de la mujer. Entre los poetas más jóvenes cabe mencionar a Thelma Nava (1931), Juan Bañuelos (1932), Gabriel Zaid (1934), Sergio Mondra-

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gón (1935) —cofundador de la revista El corno emplumado— , José Carlos Becerra (1937-1969), José Emilio Pacheco (1939), Jaime Labastida (1939), Eraclio Zepeda (1937), Homero Aridjis (1940), Ale­ jandro Aura (1944), Elva Macías y Eduardo Lisalde. José Emilio Pacheco ha destacado no sólo como poeta, sino tam­ bién como crítico y novelista. Ha evolucionado desde la poesía inte­ lectual de Los elementos de la noche (1963) hasta un tipo de poesía más manifiesta y crítica como la de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969)- En el primer libro su poesía era casi clásica en su evocación del tema del «ubi sunt»: Nada se restituye, nada otorga el verdor a los valles calcinados. Ni el agua en su destierro sucederá a la frente ni los huesos del águila volverán por sus alas.

Sólo las palabras podían tener una función reparadora, sólo la poesía podía devolver al poeta al paraíso: Vuelve a tocar, palabra, ese linaje que con su propio fuego se destruye. Regresa así, canción, a ese paraje en donde el tiempo se demora y fluye.

Pero en su poesía posterior el poeta ya no cree que sus versos ofrezcan un camino de huida. Sabe que el lenguaje está limitado históricamente: La realidad destruye la ficción nuevamente. No me vengan con cuentos, porque los hechos nos exceden, nos siguen excediendo, mien­ tras versificamos nuestras dudas.

Así, el poeta debe ahora rechazar la retórica del pasado: y pensemos en serio en todas las cosas que ya se avecinan.

Este es uno de los poetas de la generación más joven más cons­ ciente del hecho de que el sufrimiento y la política ya no son nacio­ nales, que el enfoque ha de ser total. Pocos escritores dan como él la impresión de haber nacido en tiempos desfavorables. Quizá no es tiempo ahora: nuestra época nos dejó hablando solos.

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Su poesía nos muestra la conciencia de una catástrofe inminente, y sin embargo nos recuerda que no somos la primera generación que lo sufre. Con posterioridad a 1969, Pacheco ha publicado islas a la deriva (1976), A l margen (1976) y Desde entonces (1980).

5.

C é s a r V a l l e jo

y la p o e s ía p e r u a n a

César Vallejo (1892-1938) se forjó un estilo personal, que sin ser en modo alguno regionalista ni local, fue claramente americano. Era un poeta anti-lírico. Mientras gran parte de la poesía moderna se erige como un or­ den en medio de un mundo caótico, la obra de Vallejo cava un hoyo bajo sus propios pies. Las certidumbres se desmoronan, los clisés fa­ miliares y consoladores se convierten súbitamente en algo siniestro. Por ejemplo, termina un poema con la expresión «Hasta el hueso», que suena de un modo bastante parecido a «hasta luego» como para tener una resonancia familiar, hasta que el lector recibe el fuerte im­ pacto de este extraño «hueso», que queda aislado y desnudo como una calavera sobre la mesa de un monje. Por vez primera compren­ demos lo que decimos cuando empleamos la fórmula «hasta luego», y al comprenderlo se abre ante nosotros un abismo. Vallejo desarti­ cula la lengua española como nunca se había hecho antes de enton­ ces, en primer lugar porque aspiraba a expresar lo inexpresable, pero también porque, como los escritores de la négritude, asume una cul­ tura extraña con el mismo lenguaje que se ve forzado a usar. El en­ frentamiento entre la cultura de Latinoamérica y la de Europa se efec­ túa en las tensiones lingüísticas y en alusiones como la siguiente: Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza. Vallejo dice hoy la Muerte está soldando cada lindero a cada he­ bra de cabello perdido [ ...]

El poeta francés Samain tenía dominada su desesperación, mien­ tras que Vallejo, el peruano, sólo puede expresar su desesperación en una frase que apenas tiene sentido. Pero es esta característica de Vallejo, la dislocación del lenguaje y la ruptura de las convenciones, lo que hace de él un poeta verdaderamente extraordinario. César Vallejo era un «cholo», es decir, llevaba en las venas sangre española e india; de origen provinciano, nació en Santiago de Chu­

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co, a varias horas en mulo de la ciudad de Trujillo. Era fundamen­ talmente el hombre de una cultura marginal, un provinciano, vir­ tualmente autodidacta por lo que se refiere a la literatura, pues aun­ que estudió en la Universidad y escribió una tesis sobre el romanti­ cismo, el ambiente cultural de Santiago de Chuco y Trujillo era rela­ tivamente pobre. Vallejo era el benjamín de una familia numerosa y modesta pero unida, que tenía un fuerte sentido de los valores tradicionales. El hogar y la iglesia fueron instituciones importantes en la primera parte de su vida, bases seguras que desaparecieron de un modo radical al producirse la muerte de su madre y de su herma­ no mayor Miguel. Estos hechos cortaron sus raíces y los lazos que le unían con el hogar, y contribuyeron a crear en él ese sentido de la futilidad del proceso biológico en el cual la vida se desarrolla cui­ dadosamente desde la semilla hasta la perfección sin que exista nin­ guna razón perceptible, excepto la de mejorar la especie. Crecer equi­ valía a encontrarse ante el alba de un mundo adulto y sin sentido: Y se acabó el diminutivo, para mi mayoría en el dolor sin fin y nuestro haber nacido así sin causa.

Llamar a la niñez «el diminutivo» equivale a despojarla de toda calidad humana. «Diminutivo», un término gramatical, y «mayoría», un término legal, quitan al desarrollo humano todo objetivo tras­ cendental, ya que los diversos estadios de la evolución pasan a ser meras categorías empleadas por simple comodidad. Vallejo publicó cuatro grandes libros de poesía. El primero, Los heraldos negros (1918), incluía sobre todo composiciones de apren­ dizaje en las que el poeta usaba a menudo las imágenes tradicionales heredadas del modernismo, imágenes que estaban desplazadas res­ pecto al tipo de sentimientos que estaba tratando de expresar. Y hay también poemas sobre temas indios, las Nostalgias imperiales, escritos en un estilo objetivo y parnasiano que es completamente ajeno al tono dramático de la poesía posterior de Vallejo. Sin embargo, incluso en este volumen primerizo, había atisbos de lo que iba a ser el Vallejo maduro. Un grupo de poemas que figuraban en Los heraldos negros lleva­ ban por título «Canciones de hogar», y en estos versos tenemos un anticipo de lo que serán las imágenes de Trilce. En estos poemas Vallejo es ya el observador o el participante de su propio drama. Mirón indefenso, contempla la vejez de su madre y de su padre, viendo cómo sus vidas van perdiendo sentido:

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Mi padre es una víspera lleva, trae, abstraído, reliquias, cosas, recuerdos, sugerencias.

Aquí los versos sugieren una manipulación absurda de objetos heterogéneos, una agitación sin sentido, ya que el objetivo es sim­ plemente la procreación, la multiplicación de la especie en un futu­ ro que el padre nunca verá. Aún reirás de tus pequeñuelos y habrá bulla triunfal en los Vacíos.

El rotundo optimismo de esta frase en la que se supone que el padre aún tendrá algún futuro, termina súbita y desagradablemente con el nombre «Vacíos». En su libro siguiente, Trilce (1922), Vallejo rompió completa­ mente con la tradición haciendo una poesía tan absolutamente nue­ va como la más moderna que podía escribirse en Europa. Los poe­ mas usan una armazón de lenguaje «positivo» —números, fechas, lugares, términos científicos— , pero sólo para destruir lo positivo. El sistema lingüístico engendra así estructuras imposibles: 999 calorías Rum bbb... Trraprrr rrach... cha Serpentínica u del bizcochero engirafada al tímpano.

En los dos últimos versos citados, la estructura es una posible estructura española, pero que lo que se dice carece de sentido. Y sin, embargo, aunque por vías inusitadas, existe un sentido, ya que los fonemas expresivos (Rumbb, etc.) prueban los límites del len­ guaje, al igual que la distorsión de los sonidos producida por el biz­ cochero, cuya «u» no guarda relación con el sonido que esperábamos oír en «bizcocho», y que no obstante comunica un sentido. En Trilce los números son importantes, pero sólo porque indican un sentido de armonía y orden que se ha vaciado de significación. En términos cabalísticos el uno es el símbolo de la plenitud, para Vallejo es el símbolo de la soledad individual; el dos es el «acopla­ miento» del macho y de la hembra, para Vallejo es el símbolo de la dialéctica sin objeto; tres es el símbolo de la trinidad y de la per­ fección, para Vallejo es un símbolo de generación sin sentido; el cuatro representaba para los antiguos los cuatro elementos, pero para Valle-

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jo simboliza las cuatro paredes de la celda y las limitaciones del hom­ bre. Hay otros números también «absurdos», los nueve meses de la gestación, los doce meses del año. Pero todos están desacralizados. Los números son simples cifras que, como las paredes de la celda, o se suman estúpidamente al mismo número o se multiplican hasta alcanzar cifras tan vacías como ellos mismos. Todos los aspectos matemáticos, biológicos y físicos de la existen­ cia, para Vallejo cuentan la misma historia; que hay una disparidad entre el drama mental y espiritual del individuo y el proceso biológi­ co y físico. Para Vallejo, más trágica que la muerte de Dios es la muerte de la madre, que fue el origen de su vida. En el siguiente poema, contrasta la idea de la madre, origen del crecimiento orgánico, con la idea abstracta de trascender al tiempo y de la unidad. Oh valle sin altura madre, donde todo duerme horrible media­ tinta, sin ríos frescos, sin entradas de amor. Oh voces y ciudades que pasan cabalgando en un dedo tendido que señala a calva Unidad. Mientras pasan, de mucho en mucho, gañanes de gran costado sabio, detrás de las tres tardas dimensiones. Hoy Mañana Ayer (¡No, hombre!)

Los ríos frescos y las entradas de amor aluden al fluir humano, y todos los intentos para trascender esto conducen a una abstracta grisura, y por lo tanto a la muerte. En ese poema Vallejo ve la vida desde una distancia como divina en la cual «las voces» y «las ciuda­ des» quedan reducidas a la nada y la humanidad a una masa de «ga­ ñanes de gran costado sabio» (es decir, de Adanes de los que nació Eva). Estos Adanes no son escasos. Pasan «de mucho en mucho», como uncidos a las tres dimensiones del tiempo. El «No, hombre» final rechaza esta visión abstracta (que podría ser la de un Schopenhauer, por ejemplo), pero la negación es una simple respuesta emo­ tiva y en modo alguno destruye la desolada visión. Para Vallejo, el confinamiento físico de la cárcel de la vida, sim­ plemente acentúa la situación existencial cotidiana del hombre. En Trilce XVIII no emplea simplemente su celda como una imagen pri­ maria, sino que nos permite captar la ironía de sus connotaciones religiosas, la celda como lugar de retiro del mundo y umbral de la salvación: O las cuatro paredes de la celda Ah las cuatro paredes albicantes

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que sin remedio dan al mismo número. Criadero de nervios, mala brecha, por sus cuatro rincones cómo arranca las diarias aherrojadas extremidades.

Lo «albicante» sugiere las connotaciones religiosas, la celda es un lugar de purificación y de automortificación, que, sin embargo, no ofrece ninguna escapatoria de las limitaciones de las cuatro paredes que siempre suman el mismo número. Vallejo no puede escapar por medio de la fe en Dios. En vez de esto, llama a la figura femenina, la fuente de la vida: Amorosa llavera de innumerables llaves, si estuvieras aquí, si vieras hasta qué hora son cuatro estas paredes. Contra ellas seríamos contigo, los dos más dos que nunca. Y no lloraras, di, libertadora.

Este es el retorno a los orígenes, a la fuente de la vida, pero las limitaciones de la pared de la celda derivan de una afirmación sobre el espacio de una afirmación sobre el tiempo. La tentativa del poeta de formar otras combinaciones más humanas para romper con su sen­ tido de separación no puede tener resultado. Y sólo yo me voy quedando, con la diestra, que hace por ambas manos en alto, en busca de terciario brazo que ha de pupilar entre mi dónde y mi cuándo esta mayoría inválida de hombre.

Lo que el poeta busca es algo que está más allá de las limitacio­ nes del espacio (dónde) y del tiempo (cuándo). Transforma los ad­ verbios interrogativos en nombres, los sustantiva y al propio tiempo hace que sugieran de un modo infinitamente más intenso la dura­ ción humana que si hubiese usado las abstracciones «espacio» o «tiem­ po». El brazo levantado del poeta busca sin encontrar el brazo que mediará por él, pero el lenguaje sugiere sutilmente una vez más la celda del monje, con el brazo del santo levantado hacia el cielo. El poema se mueve así entre las dos tensiones de las limitaciones de la tierra y de la imposibilidad del cielo que desembocan en la con­ tradicción final —la «mayoría inválida»— , donde la idea de «mayo­

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ría» (la madurez del adulto, y por lo tanto un cierto grado de perfec­ ción) se califica con el adjetivo «inválida». En este poema lo original no es un «tema» susceptible de aislar­ se, dado que el conflicto entre las aspiraciones eternas y la situación existencial es tan viejo como el mundo. La originalidad estriba en la presentación radicalmente moderna de Vallejo, en la referencia constantemente irónica a los valores del pasado y en la dramatización de la situación en el yo del poeta. Los poemas de Vallejo que se publicaron postumamente recibie­ ron un título irónico, Poemas humanos, irónico puesto que muchos de ellos nos hablan de una humanidad deshumanizada y alienada. Desde 1923 hasta su muerte vivió en París, con breves estancias en Rusia y España, donde se vio obligado a quedarse en 1931, cuando el gobierno francés no le permitió entrar en Francia debido a sus actividades como militante político. Efectuó también dos cortas visi­ tas a España durante la guerra civil, y escribió una serie de poemas sobre ésta, publicados postumamente con el título de España, aparta de mi este cáliz.21 Después de ingresar en el PartidoComunista en 1931, la actividad política de Vallejo fue intensa, ysus artículos so­ bre Rusia escritos para la prensa española en 1931 demuestran que compartía los ideales sociales y políticos de los marxistas.22 Sin em­ bargo, los Poemas humanos ofrecen una visión agónica del indivi­ duo. Fueron escritos a impulsos de la desesperación, cuando la suma de individuos no le parecía que constituyera una sociedad. ¿Quién ¿Quién ¡Ay, yo ¡Ay, yo

no se llama Carlos o cualquier otra cosa? al gato no dice gato, gato? que sólo he nacido solamente! que sólo he nacido solamente!

Los individuos indiférenciados forman la masa, pero esta masa no puede borrar la sensación de soledad. El verbo «nacer» está flan­ queado por adverbios, pero son el mismo advervio que juega con las variantes de sólo y solamente, y que destaca así la idea del naci­ miento y de la soledad. Por eso el título de Poemas humanos tiene un deje irónico. En Trilce la situación suele ser subjetiva, con Vallejo en el centro de 21. Según Mme. Georgette Vallejo en sus Apuntes biográficos sobre •Poemas en prosa » y •Poemas humanos», Lima, 1968. 22. Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin , Lima, 1959- Véase también Mme. Vallejo, op. cit.

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un drama, tratando de luchar con abstracciones como el tiempo, la creación, la eternidad, la muerte, en un lenguaje absurdo. Pero en los Poemas humanos Vallejo se convierte en la humanidad condena­ da a encarnarse en el Hijo; en estos poemas él y otros individuos quedan reducidos, pasan a ser un puñado de costumbres, ropas, en­ fermedades, cuyo único poder —absurdamente— es el de la repro­ ducción. El título de un poema, «Sombrero, abrigo, guantes», lo resúme así: Enfrente a la Comedia Francesa, está el Café de la Regencia; en él hay una pieza recóndita, con una butaca y una mesa. Cuando entro, el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie. Entre mis labios hechos de jebe, la pavesa de un cigarrillo humea, y en el humo se ve dos humos intensivos, el tórax del Café y en el tórax, un óxido profundo de tristeza. Importa que el otoño se injerte en los otoños importa que el otoño se integre de retoños, la nube, de semestres; de pómulos, la arruga. Importa oler a loco postulando ¡qué cálida es la nieve, qué fugaz la tortuga, el cómo qué sencillo, qué fulminante el cuando!

Lasala interior se convierte en el «tórax» del café. La interioridad pasa de ser un estado espiritual a otro físico, de modo quecon Vallejo penetramos en un cuerpo con sus asociaciones correlativas de de­ generación. Pero luego el poeta pasa a contrastar el café-cuerpo (es decir, el entorno humano) con las estaciones cambiantes. El cambio de las estaciones es «importante», palabra que en el contexto se con­ vierte en un absurdo sobreentendido. Por otra parte es absurdo es­ forzarse por volver la espalda a las estaciones y afirmar que la nieve es cálida o desafiar metafóricamente las leyes físicas. El soneto con­ cluye con una paradoja que alude a la vida humana reducida a las dos cuestiones principales, el sencillo «cómo» y el fulminante «cuán­ do». Lo que ha ocurrido en el curso del poema es que el poeta ha demostrado que todos los apoyos de la vida humana —la tradición, la cultura, la naturaleza— son simplemente «sombrero, abrigo, guan­ tes», lo que enumera el título, y que la esencia reside en el desnudo «cuando». El «tórax» de este poema nos conduce a una de las preocupacio-

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nes fundamentales de Vallejo, su obsesión por el cuerpo que parece estar examinando constantemente como si fuese un objeto extraño a él:23 Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado y está bien y está mal haber mirado de abajo para arriba mi organismo.

Es este frágil cuerpo lo que se interpone entre él y la muerte. Y en algunos estados de ánimo siente que quiere vivir a toda costa. Me gustaría vivir siempre, así fuese de barriga,

dice; el verso parece un comentario irónico a la famosa frase de la Pasionaria de que «es mejor morir de pie que vivir de rodillas». En «Dos niños anhelantes» encuentra «nada/en el orgullo grave de la célula,/ sólo la vida; así: cosa bravísima»... Y evoca la visión de un hombre antiheroico, empequeñecido y esclavizado cuya vida no es más que una espera de la muerte: luego no tengo nada y hablo solo, reviso mis semestres y para henchir mi vértebra, me toco.

El hecho de que muchos de estos poemas se escribieran durante los años de la depresión incrementa su tonalidad trágica. Vallejo no sólo ve su propio fin como hombre, sino el fin del progreso, el pun­ to final de un cierto tipo de civilización. En el poema apocalíptico «los nueve monstruos», el nueve, número mágico, alude al fin del mundo. El poeta tiene una visión de inmensos sufrimientos y males. Lo que crece no es el hombre, sino la desdicha: Crece la desdicha, hermanos hombres, más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece con la res de Rousseau, con nuestras barbas;

La teoría del progreso basada en la supuesta bondad de la natu­ raleza no es capaz de explicar este enorme recrudecimiento del mal en el cual hasta la naturaleza está crucificada.24 23. Muchos críticos han com entado esta cuestión. Véase, por ejem plo. Jam es H iggins, cThe conflict o f personality in César V allejo’s Poemas humanos». BH S , XLIII, enero de 1960. 24. Para un análisis del mal en la poesía de Vallejo, véase X . Abril, Vallejo. Ensayo de aproximación crítica, Buenos Aires, 1958.

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En los Poemas humanos Vallejo alude a laincapacidad de cual­ quier clase de progreso que no tenga en cuentaque elhombre es limitado en el espacio y en el tiempo y que en realidad es cualquier cosa excepto un superhombre. La dificultad surge cuando el hombre proyecta el progreso hacia una perfección futura, ya que el progreso en sí mismo evidentemente se acerca a estos límites. Y es aquí cuan­ do la depresión económica, la generalización del paro, el hambre —es decir, la realidad pública— invade el mundo privado. El para­ do, el hombre sin trabajo que está sentado en una piedra, es un símbolo viviente de la inmovilización del progreso en su doble senti­ do social e individual: Parado en una piedra, desocupado, astroso, espeluznante, a la orilla del Sena, va y viene. Del río brota entonces la conciencia, con peciolo y rasguños de árbol ávido: del río sube y baja la ciudad, hecha de lobos abrazados.

El contraste entre el hombre «parado» y el río que fluye se acen­ túa por el hecho de que hombre se ha convertido en una cosa. Es el río el que tiene conciencia, pero es una conciencia de un progreso evolucionista y de la supervivencia de los más fuertes. La ciudad sur­ ge directamente de esta ley natural y resume la lucha darwiniana de los «lobos abrazados». El hombre que está sentado allí es un «pa­ rado, individual entre treinta millones de parados» una «nada» que está sentado solo con su cuerpo, sus chinches, y abajo, más abajo, un papelito, un clavo, una cerilla.

Lo que produce la «ciudad» es tan sólo este detrito... los dese­ chos humanos y materiales de la civilización. Poemas humanos ahonda así en el significado de la crisis que hay entre el hombre y la sociedad. Sus versos muestran cómo el hom­ bre no puede encontrar un sentido a proyectarse hacia un futuro cuan­ do él podría ser distinto o la sociedad podría ser distinta. Una socie­ dad que sufre una crisis industrial sólo ofrece desesperanza al hom­ bre; no obstante, ello no significa que Vallejo careciera por comple­ to de fe. Su comunismo no era ninguna variedad de signo utópico,

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porque no creía en ningún futuro místico, sino que creía firmemen­ te que hay que luchar contra las injusticias. Por eso es una lástima que los Poemas humanos se publicasen separadamente de España, aparta de mi este cáliz, que es la otra cara de la moneda.25 En estos poemas descubre al héroe moderno en hombres como Pedro Rojas: Lo han matado, obligándole a morir a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquel que nació muy niñín mirando al cielo, y que luego creció, se puso rojo y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.

El hombre que en «Los nueve monstruos» tiene atisbos apocalíp­ ticos, ahora saluda al «sufrimiento armado». La madre que muere y ledeja sin eternidad resucita ahora en España. Así, se dirige al mundo con las palabras que una madre usaría al hablar con sushijos: si tardo si no veis a nadie, si os asustan los lápices sin punta, si la madre España cae —digo, es un decir— salid, niños del mundo; ¡id a buscarla!

La poesía de Vallejo lleva a cabo como una dramatización de la destrucción. Trilce y Poemas humanos se sitúan en una región de pesadillas en la que el poeta sóida fragmentos con el único fin de romperlos luego. El poema es como el pilar de un malecón batido por las aguas del mar. Pero tal vez la paradoja suprema es que Vallejo era un comunista que vivió la crisis del individualismo en sus lí­ mites extremos.

6.

P a blo N e r u d a (1904-1973)

Neruda, cuyo verdadero nombre era Neftalí Reyes, nacido en Chi­ le, hijo de un ferroviario, procedía de un ambiente provinciano que a primera vista parece semejante al de Vallejo. Pero mientras Vallejo se educó en una comunidad tradicional, cuyo orden moral se centra­ 25.

Jam es Higgins, «Los nueve monstruos de César Vallejo. Una tentativa de interpretación».

Razón y fábula, Bogotá, 3.

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ba en la familia y en la iglesia, la niñez de Neruda transcurrió en los confines meridionales de Chile, en una comunidad de pioneros. La poesía de Vallejo se revuelve contra la tradición, disloca el len­ guaje, destruye los antiguos mitos; la de Neruda arranca de una re­ lación completamente distinta con la cultura moderna. Su poesía es la expresión directa de una fuerza natural: La naturaleza allí me daba una especie de embriaguez. Yo ten­ dría unos diez años, pero ya era poeta. No escribía versos, pero me atraían los pájaros, los escarabajos, los huevos de perdiz.26

Al vivir en una zona carente de tradiciones, en la que el «primer hombre que publicó versos al sur de Bío-Bío» era un amigo de la familia, y crecer entre trabajadores, que, como él luego comentó, eran en su mayor parte irreligiosos, la niñez de Neruda no estuvo enmarcada por normas, mientras que la de Vallejo estuvo fuerte­ mente estructurada por una armazón de costumbres y creencias. Si Vallejo desacraliza las palabras con objeto de que se plieguen a sus nuevas condiciones, Neruda usa un vocabulario extraído directamente de sus experiencias de la naturaleza para insuflar en una sociedad que se desmoronaba la energía y el frescor de los pioneros. Su viaje a Santiago a los dieciséis años y sus años de soledad en pensiones y cafés fueron las circunstancias traumáticas que probable­ mente hicieron de él un poeta. Su primer libro, Crepusculario (1920-1923), era imitativo. Pero en 1924 publicó Veinte poemas de amor, la obra con la que, como explicó más tarde, había aliviado la soledad de su vida ciudadana. Los Veinte poemas y la «Canción desesperada» con que terminaba el volumen, constituían un diario de dos relaciones amorosas, su amor por la muchacha morena que había dejado en Temuco, evocador de la tristeza y de la ausencia, del tiempo y de lo perdido, y la mu­ chacha de Santiago con la que intenta ser feliz en el presente.27 Son verdaderos poemas de adolescente, agresivos y egocéntricos, y se mue­ ven incansablemente entre dos vidas, la que se ha dejado atrás y la que se vive ahora, entre la oscuridad y la luz, la ausencia y la posesión:

26. 27.

Véase el breve ensayo autobiográfico en OC, 1, 3 .a ed ., Buenos Aires, 1967, pág. 26. El elem ento biográfico de los poem as ha sido analizado por M. Aguirre, Genio y figura de Pablo Neruda, Buenos Aires, 1964, y en el libro de E. Rodríguez Monegal, El viajero inmóvil.

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En su llama mortal la luz te envuelve. Absorta, pálida doliente, así situada contra las viejas hélices del crepúsculo que en torno a ti da vueltas. Muda, mi amiga, sola en lo solitario de esta hora de muertes y llena de las vidas del fuego, pura heredera del día destruido. Del sol cae un racimo en tu vestido oscuro. De la noche las grandes raíces crecen de súbito desde tu alma, y a lo exterior regresan las cosas en ti ocultas, de modo que un pueblo pálido y azul de ti recién nacido se alimenta. Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava del círculo que en negro y dorado sucede: erguida, trata y logra una creación tan viva que sucumben sus flores, y llena es de tristeza.

La mujer aquí es una hija del tiempo, es esclava del tiempo refle­ jando el ciclo noche/muerte y sol/reacción. El fruto del sol [raci­ mó), las raíces de la noche, las flores de la creación, todo tiene su origen en ella. Está completamente identificada con el ciclo natural, con el nacimiento y la muerte, con la creación que, como el ave fé­ nix, resurge de la destrucción'. Y sin embargo, al mismo tiempo te­ nemos también la imagen visual de una mujer sentada sola en el crepúsculo, recibiendo el color del resplandor del sol mientras está en el centro de una masa de tinieblas. El poeta está al margen, es el observador que no puede irrumpir en el silencio y la soledad de la mujer. La nota de tristeza a lo Schopenhauer con que termina este poema, impregna muchas de las composiciones de este libro. Si la poesía de Vallejo tardó tiempo en encontrar un público, los Veinte poemas fueron acogidos inmediatamente con entusiasmo. El libro atraía por su libertad y su naturalidad. El ritmo se basaba en unas hábiles agrupaciones de frases de tres o cuatro sílabas, en el empleo de fáciles rimas internas, «desbocado, violento, estirado», etcétera, o en la repetición de palabras, «el vaho del mar, la soledad del mar». La mezcla de expresiones coloquiales y de imágenes muy elaboradas inspiradas por los elementos y la naturaleza, daba a esta poesía un gran efecto de espontaneidad. Muchos poetas jóvenes iban a creer que podían escribir como Neruda y muchos lo intentaron.

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pero ninguno fue capaz de reproducir el inagotable flujo de su poe­ sía, ininterrumpido desde la niñez. En 1925 publicó un volumen poético, Tentativa del hombre infinito, y una novela, El habitante y su esperanza, que evidenciaba la influencia del surrealismo. Tenta­ tiva recuerda aún a los Veinte poemas, aunque posee un carácter más experimental y no tiene tanta cohesión. A menudo las metáfo­ ras parecen destacarse como algo autónomo: cuando aproximo el cielo con las manos para despertar completamen­ te sus húmedos terrones su red confusa se suelta o oh cielo tejido con agua y papeles.

Son imágenes sin tema, flotando libremente a impulsos de la imaginación poética. Pocos años después, durante un período de in­ tensa soledad y de aislamiento, cuando vivió, en su calidad de cón­ sul de Chile, en Rangún, en la India y en Java, Neruda publicó sus dos volúmenes de Residencia en la tierra, obra en la que las imáge­ nes de gran vigor y energía se apiñan en torno a un motivo único. Como él mismo explicaría, Residencia era un libro que surgió de una única obsesión: «Todo tiene igual movimiento, igual presión, y está desarrollado en la misma región de mi cabeza, como una mis­ ma clase de insistentes olas.»28 En estos versos el poeta expresa su conciencia de la disolución, de la decadencia; la entropía sin creci­ miento se ve como una importante ley de la naturaleza. En «Uni­ dad» exclama: «Me rodea una misma cosa, un solo movimiento». En estos poemas, una visión inquisitiva y microscópica guía el paso del tiempo cuyo toque contamina hasta los objetos más sólidos. En «El fantasma del buque de carga» todo el poema es una metáfora de este «solo movimiento». El buque de carga pugna por persistir en su propio ser contra la fuerza de las aguas, pero el enemigo está den­ tro, y cada objeto recibe el invisible toque corrosivo del «fantasma»: Observa con sus ojos sin color, sin mirada, lento, y pasa temblando, sin presencia ni sombra: los sonidos lo arrugan, las cosas lo traspasan, su transparencia hace brillar las sillas sucias.

28.

lbid., pág. 63

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Pero la identidad humana es igual de frágil. En «Caballo de los sueños», el poeta no acierta a descubrir ningún «yo» esencial en los fragmentos triviales que componen su vida cotidiana: Innecesario, viéndome en los espejos con un gusto a semanas, a biógrafos, a papeles arranco de mi corazón al capitán del infierno establezco cláusulas indefinidamente tristes.

La vida está dominada por este solemne avance hacia la muerte, la vida cotidiana sólo puede captarse como trivialidad y absurdo. En estos poemas Neruda consigue sus mayores aciertos cuando puede extender y multiplicar una analogía, como en «El fantasma del bu­ que de carga» o «El sur del océano», donde la luna, símbolo del cam­ bio de las estaciones y del paso del tiempo, se convierte en una espe­ cie de trapero que recoge los fragmentos dispersos de los ahogados: cuando en el saco de la luna caen, los trajes sepultados en el mar, con sus largos tormentos, sus barbas derribadas, sus cabezas que el agua y el orgullo pidieron para siempre en la extensión se oyen caer rodillas hacia el fondo del mar traídas por la luna en su saco de piedra gastado por las lágrimas y por las mordeduras de pescados siniestros.

La luna atrae a la muerte, como la fuerza de gravedad. Esta ima­ gen de pesadilla es exacta y une el hecho científico con la tradición literaria. Las imágenes aparentemente caóticas —«trajes», «barbas», «cabezas», «rodillas»— refuerzan la impresión de algo fragmentario. La muerte no es sufrida'íntegramente, sino tan sólo como fragmen­ tos sin importancia. La visión de la muerte que tiene Neruda en Re­ sidencia en la tierra está estrechamente ligada a la visión de la ciu­ dad. Pues es en la ciudad donde el crecimiento orgánico, la vida de la naturaleza que podría contrapesar o aliviar la desesperación, está ausente. Residencia en la tierra, a pesar de su carácter tan impresionista, fue sólo un aspecto de la evolución poética de Neruda. En el decenio de los treinta vivió en España, donde fue nombrado cónsul de Chile en Barcelona, y allí editó la revista poética de vanguardiaCaballo Verde para la Poesía, en la cual reclamaba «poesíaimpura» que oliese a vida y que barriera las áridas abstracciones de la poesía pura.

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Al producirse el estallido de la guerra civil española, tomó parte ac­ tiva en las campañas para conseguir ayuda y permitir la evacuación de los niños. El diario poético de estos años es un tercer tomo de Residencia en la tierra, en el que hablaba de su angustia personal, de su sensación de soledad, de estar «vegetalmente solo», del amor sexual en «Furias y penas» y de la guerra civil en España en el cora­ zón. De 1939 es un escrito en el que reniega de «Furias y penas» y declara: En 1934 fue escrito este poema. ¡Cuántas cosas han sobrevenido desde entonces! España, donde lo escribí, es una cintura de minas. ¡Ay! Si con sólo una gota de poesía o de amor pudiéramos aplacar la ira del mundo, pero eso sólo lo puedem la lucha y el corazón re­ suelto.

Se iba ya alejando de la soledad y de la desesperación para abra­ zar la política. En 1937 y 1938 prestó su apoyo activo al movimiento del Frente Popular, de modo que le quedó poco tiempo para dedi­ carlo a la poesía: Pero he avanzado por otro camino, he llegado a tocar el corazón desnudo de mi pueblo y a realizar con orgullo que en él vive un secreto más fuerte que la primavera, más fértil y más sonoro que la avena y el agua, el secreto de la verdad, que mi humilde, solitario y desamparado pueblo saca del fondo de su duro territorio [...]29

En este momento el pasado de Neruda se incorpora armoniosa­ mente a su presente. Identifica al pueblo con aquella fuerza subte­ rránea y orgánica que era la única que podía resistir a las fuerzas de la destrucción; su ingreso en el Partido Comunista fue la conse­ cuencia lógica de esta actitud, y su poema épico Canto general, em­ pezado en 1938 y terminado en 1950, el supremo monumento de este período de su vida. Fue una época en que vivió tres años en México como diplomático, fue nombrado senador y, debido a la de­ fensa que hizo de los mineros, cayó en desgracia con el presidente González Videla y tuvo que huir de Santiago. A pesar del enorme volumen y de la calidad de la poesía que Neruda había escrito hasta entonces, el Canto general es su obra maes­ tra. En él, el adolescente que llegó desde los bosques del sur de Chi­ le como la voz de la naturaleza, que conoció y sufrió la alienación 29.

M. Aguirrc, op, cií., pág. 131

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de la ciudad, se convierte en la voz de la humanidad misma. La estructura del poema revela su nueva conciencia histórica; consta de quince cantos desde la invocación de América antes del hombre («La lámpara én la tierra» simboliza la conciencia oculta del hombre) has­ ta la afirmación final de su responsabilidad como militante político y como poeta en la última parte titulada «Yo soy». Entre este génesis y el final, el poeta se convierte en la voz de las víctimas silenciosas, anónimas y oprimidas de las civilizaciones precolombinas en «Altu­ ras de Macchu Picchu»; evoca las figuras de los «conquistadores», los «libertadores» y los «traidores» que forjaron la historia de América. En la sexta parte, «América, no invoco tu nombre en vano», resume esta «noche» de América e invoca el alborear de la fraternidad de los trabajadores. La segunda parte de la epopeya se llama «Canto general de Chile»; es la exaltación de su tierra natal, del obrero anó­ nimo y de los héroes campesinos de «La tierra se llama Juan»; e in­ cluye un apartado, «Que despierte el leñador», en el que pide al espíritu de Lincoln que despierte al continente norteamericano y ha­ ga que se levante «contra el mercader de su sangre». Desde la parte undécima hasta la decimoquinta se relata la experiencia personal de Neruda, las huelgas en «Las flores de Punitaqui», la invocación de su patria en tinieblas, «El gran océano» y finalmente su propia vida y su credo en «Yo soy». La perspectiva histórica del Canto general era nueva, pero mu­ chos aspectos del poema pertenecen a la tradición de la epopeya his­ panoamericana, desde Bello y Gutiérrez a Lugones. El «nombrar» la naturaleza americana, el elogio de la herramienta honrada y de las vidas modestas de las gentes corrientes, formaban ya parte de una tradición literaria, aunque ningún otro poema épico había lle­ gado a tener la magnificencia y el alcance del Canto general. Por encima de todo encontramos una soberbia orquestación: los temas principales se presentan, se desarrollan y luego reaparecen en un to­ no distinto. Una y otra vez, el mundo, el país, el individuo, la geo­ grafía, la tierra, cada planta y organismo vivo, se vinculan con nue­ vas relaciones. El cosmos y el microcosmos obedecen a las mismas leyes de evolución y desarrollo; y la tiranía y las clases sociales son los males de la civilización que destruyen al hombre y a la tierra e impiden su verdadera plenitud. Una de las mejores partes del poe­ ma, «Alturas de Macchu Picchu», es una microepopeya dentro de la epopeya, ya que sigue la evolución de la conciencia política y social de Neruda desde un vacío individulismo hasta que asume su papel de ser la voz de los oprimidos. Dividido en doce partes, el poema

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describe un descenso a las profundidades del yo, la ascensión a las ruinas incas de Macchu Picchu, que es también un viaje hacia el pa­ sado, y la visión que tiene el poeta de los anónimos constructores de la ciudad. El Neruda que se había descrito a sí mismo como «ve­ getalmente solo» en «Bruselas», ahora se enfrenta con la trivialidad de su vida, que ni siquiera tiene la importancia del ciclo de la natu­ raleza perpetuamente repetido: (Lo que en el cereal como una historia amarilla de pequeños pechos preñados va repitiendo un número que sin cesar es ternura en las capas germinales y que idéntica siempre, se desgrana en marfil...)

Ni el individualismo ni el sufrimiento humano pueden dar al poeta una base sobre la cual edificar su vida: Entonces en la escala de la tierra he subido entre la atroz maraña de las selvas perdidas hasta ti, Macchu Picchu.

Estamos ante una especie de «andar del peregrino» en el que el paisaje sirve de correlato moral. «Macchu Picchu» representa al hom­ bre que se enfrenta a la naturaleza, que desafía a la naturaleza, «una permanencia de piedras y de palabras», pero construido «de tanta muerte». Levantar Macchu Picchu era desafiar a la fugacidad del hombre y «encerrar» el silencio de muerte, aunque, por paradoja, la fortaleza está construida sobre la muerte y la explotación de «el esclavo que enterraste»; sin embargo, el poeta cree todavía que Macchu Picchu representa una «aurora». Con su construcción, la humanidad surgió en la historia y por lo tanto en el tiempo. Esta es la causa de que el poeta busque, más allá de la perfección y de la belleza de las pie­ dras, y resucite a los seres humanos que las construyeron: Déjame olvidar, ancha piedra, la proporción poderosa, la trascendente medida, las piedras del panal, y de la escuadra déjame hoy resbalar, la mano sobre la hipotenusa de áspera sangre y cilicio.

Los fragmentos históricos del poema constituyen una revisión de la historia oficial. Los labradores, los pescadores, los carpinteros, pa­ san a ser los nuevos héroes. Los héroes de la historia ven discutida

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su supremacía. Valdivia, el conquistador de Chile, es descrito como «el verdugo»; son los indios víctimas de los conquistadores y Bartolo­ mé de las Casas, su defensor, los que son exaltados por el poeta. Curiosamente, los pasajes más endebles del poema son los que tra­ tan de hechos que están muy cerca de Neruda; la muerte de la esposa del líder brasileño Luis Carlos Prestes en una cámara de gas, y la perse­ cución de que el propio autor es objeto por González Videla, el «Ju­ das enarbolado». Aquí el portentoso vocabulario resulta a menudo farragoso. Hechos que parecían importantes en los años cuarenta han perdido entidad en la escala de la valoración histórica. Pero esto im­ porta poco. Gran parte del poema alcanza una grandiosa visión ini­ gualada en los tiempos modernos. El temor religioso de la naturale­ za cuya pureza informa el poema se expresa en las magníficas leta­ nías de las «Alturas de Macchu Picchu» y «Antárctica», donde com­ para los grandes bloques de hielo con catedrales. nave desbocada sobre la catedral de la blancura, inmoladero de quebrados vidrios ...

El vasto poema se apoya en este sentido religioso de la naturaleza que el joven Neruda había adquirido por vez primera en los campos de Temuco, y que, para él, había sustituido a la doctrina cristiana. No es de extrañar que su visión de una sociedad mejor, que aparece al final de «Las flores de Punitaqui» se fundamente en un retorno del hombre a la vida natural: Sobre esta claridad irá naciendo la granja, la ciudad, la minería, y sobre, esta unidad como la tierra firme y germinadora se ha dispuesto la creadora permanencia, el germen de la nueva ciudad para las vidas.

En esta parte el trabajo no se ve como una forma de alienación, sino como una prolongación de las relaciones que el hombre mantie­ ne con la naturaleza; como el pan sale del trigo, así la patria será «amasada» por las manos de los trabajadores; su nuevo orden será el de los pescadores «como un ramo del mar». La visión de Neruda es coherente y, en resumidas cuentas, implica un retorno a una so­ ciedad muy parecida a la de Temuco. Cuando Neruda escribía el Canto general pensaba ya en un pú­

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blico de «gente sencilla», tan distinto como fuera posible de la mi­ noría literaria o de los pequeños y divididos grupos vanguardistas de Latinoamérica. Una de las experiencias más emocionantes de su vida fue su primera lectura de poemas en un mitin obrero30 en 1938, y el sentimiento que le embargó en seguida de que «estaba en deuda con mi país, con mi pueblo». Mientras escribía el Canto general leía partes del poema en mítines políticos. Y en México, polemizando con el poeta mexicano Octavio Paz, declaró que estaba convencido de que «toda creación que no esté al servicio de la libertad en estos días de amenaza total, es una traición». En el Canto general la in­ tención política es clara, pero lo político queda asumido en una ca­ tegoría humana más amplia. El lenguaje y el estilo del poema son menos herméticos que los de la poesía de Residencia en la tierra, aunque fragmentos como las «Alturas de Macchu Picchu» difícilmente podrían clasificarse de «sencillos». Neruda utiliza todos los recursos de la retórica, emplea la recepción, la reiteración, la enumeración de atributos al modo de una letanía y un tipo de verso rítmico que sigue las pautas de la capacidad respiratoria. Después de publicar el Canto general, Neruda escribió Las uvas y el viento, sobre sus via­ jes políticos durante el período de la guerra fría. Sin embargo, su creatividad era tal que estas nuevas orientaciones no le hicieron olvi­ dar sus antiguas inquietudes y publicó anónimamente en Nápoles una serie de poemas de amor, Los versos del capitán (1952), que cantaban su amor por la mujer que más tarde se convirtió en su ter­ cera esposa. Reconoció la paternidad de esta obra diez años después de su matrimonio. Los versos del capitán son un diario poético de la pasión y de las riñas de aquel primer encuentro; pero no constitu­ yen una aberración respecto a su poesía política, sino que anuncian una poesía amorosa de madurez que sería una de sus obsesiones más persistentes. Sin embargo, no fue en los poemas manifiestamente políticos, ni tampoco en los amorosos, aquellos en los que el Neruda de los años cincuenta reconcilió los dos ámbitos de lo público y de lo privado. Este fue, por encima de todo, el período de sus Odas elementales, poesía de versos cortos y vivaces que cantaban la made­ ra, el aire, el cobre, la pobreza, la pereza, pero la mayoría de ellos al «hombre sencillo» que, para Neruda, estaba representado casi siem­ pre, no por el obrero especializado de las fábricas, sino por los anti­ guos oficios:

30.

Rodríguez M onegal, op. a /., págs. 97-98.

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los que en la altura de la vertical cordillera pican piedra, clavan tablas, cosen ropa, cortan leña, muelen tierra [...]

Neruda ya había expresado el júbilo de las cosas sencillas en los «Tres cantos materiales», que formaban un contraste tan fuerte con las tonalidades trágicas de Residencia en la tierra. En las Odas ele­ mentales los poemas dedicados a la alcachofa, a la cebolla y al toma­ te expresan esa alegría sensual en el mundo de los vegetales. Hay ternura en su descripción de la alcachofa, como la había en la del apio: La alcachofa de tierno corazón se vistió de guerrero, erecto, construyó una pequeña cúpula.

A la intención de estos poemas podría objetarse que las gentes «sencillas» no tienen necesariamente que interesarse por estas cosas básicas, pero la objeción no afecta para nada a la poesía. En un con­ tinente en el que los poetas están tentados por abstracciones y gene­ ralizaciones, esta atenta observación del mundo material y natural opera como un corrector. Por otra parte, el humor de Neruda en poemas como «A la pereza» era también saludable. A este humor iba a darle plena libertad en el más atractivo de sus libros, Estravagario, que, como ya indica su título, está dedicado a la fantasía. En esta obra aplica la imaginación creadora, que ya se-había expresado en poemas como «El fantasma del buque de carga», a un tema nue­ vo. En estos poemas Neruda es el hombre natural, el enemigo de las convenciones, y uno de los mejores poemas del libro, «Fábula de la sirena y los borrachos», podría considerarse como una alegoría de sí mismo: Todos estos señores estaban dentro cuando ella entró completamente desnuda ellos habían bebido y comenzaron a escupirla ella no entendía nada recién salida del río era una sirena que se había extraviado.

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La sirena es como un albatros, una imagen del poeta; está fuera de su elemento natural y es objeto del odio y del desprecio de los que no comprenden: ella no hablaba porque no sabía hablar sus ojos eran color de amor distante sus brazos construidos de topacios gemelos sus labios se cortaron en la luz del coral y de pronto salió por esa puerta apenas entró al río quedó limpia relució como una piedra blanca en la lluvia y sin mirar atrás nadó de nuevo nadó hacia nunca más hacia morir.

En esta extraña alegoría la sirena elige la pureza y la muerte an­ tes de aceptar la sordidez de la taberna y la incomprensión. La vida natural y elemental entra en conflicto con la «inmundicia» de la ta­ berna. Una vez más, el hijo del pionero de Temuco se enfrenta con la ciudad. Después de Estravagario la poesía de Neruda tiende a re­ petir, con un vigor que no decae, los esquemas de su obra anterior. Hay siempre los tres centros de interés: las odas sobre cosas sencillas, el amor que vuelve a cantar en Cien sonetos de amor, y la naturaleza en Arte de pájaros. Pero existe un elemento nuevo. Neruda se había construido una casa junto al mar en Isla Negra, que visitó por vez primera en 1919- Cada vez más Isla Negra y el paisaje marino va a dominar en su poesía de estos últimos años. En Las piedras de Chile evoca el pedregoso paisaje que rodea su casa: Yo vine a vivir a Isla Negra en el año 1939 y la costa estaba sem­ brada de portentosas presencias de piedras y éstas han conversado con­ migo en un lenguaje ronco y mojado, mezcla de gritos marinos y advertencias primordiales.

Y en Cantos ceremoniales, en los que reúne una miscelánea so­ bre temas diversos, es constante también la presencia del océano y de la isla. En 1964 Neruda publicó su Níemorial de Isla Negra, una biografía poética en cinco volúmenes que recogía todo el conjunto de su vida y que terminaba con una nueva nota de tranquilidad en «El futuro es espacio», donde habla del río que desemboca en el mar: Adelante, salgamos del río sofocante en que con otros peces navegamos

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desde el alba a la noche migratoria y ahora en este espacio descubierto volvemos a la pura soledad.

Sus libros posteriores, Una casa en la arena y Labarcarola, alcan­ zan un sentimiento casi religioso de resignación: Es tarde ya. Tal vez sólo fue un largo día color de miel y azul, tal vez sólo una noche, como el párpado de una grave mirada que abarcó la medida del mar que nos rodeaba, y en este territorio fundamos sólo un beso, sólo inasible amor que aquí se quedará vagando entre la espuma del mar y las raíces.

Y en uno de sus poemas más recientes, «La barcarola termina», introduce el poema con estas palabras: (De pronto el día rápido se transformó en tristeza yasí la barcaro­ la que crecía cantando se calla y permanece la voz sin movimiento.)

La poesía de Neruda siempre ha seguido muy de cerca los ritmos naturales de la vida humana. Agresiva en la adolescencia, obsesiona­ da por la muerte en la primera juventud, política y social en la ma­ durez. En la vejez la poesía fluye desenfrenada, enfrentándose con las tinieblas del tiempo, pero aún viendo una luz de esperanza en un despertar general o en el sueño perpetuo. Habiéndose criado en la libertad de una comunidad de pioneros, impregnado por lo que le rodeaba de un sentimiento de frescor y de pureza, la vida moder­ na era para él algo que,siempre se oponía a la fuerza orgánica de la vida vegetal. El hombre, como los árboles y las plantas, ha de tener raíces y ramas, y contacto con los cuatro elementos, para poder sobrevivir, y esto es precisamente lo que la sociedad industrial le arre­ bata, sofocando esta necesidad humana. Para Neruda el comunismo era la restauración de este estado natural, el más humano de los ob­ jetivos. Continuó escribiendo hasta el momento de la muerte —en 1973, unos días después de la caída del gobierno de Allende— ; uno de los últimos poemas era Incitación al Nixonicidio, poema po­ lémico.

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L a s DOS VANGUARDIAS

José Emilio Pacheco ha hablado de la existencia de dos vanguar­ dias en América latina: una que se dedica a la exploración del len­ guaje poético y que rechaza la temática social, y otra «comprometi­ da». Es obvio que, en Chile, Neruda representó la culminación de la poesía comprometida. Su herencia ha pasado a la nueva canción, a través de Violeta Parra y Víctor Jara, antes que a la poesía propia­ mente dicha. Después del modernismo, la muerte de Dios retiró del lenguaje su significación religiosa, y los poetas comenzaron a orientarse hacia el mundo material para captar su identidad. La percepción sensocial pasó a ser la puerta de acceso más importante y más digna de con­ fianza del saber. Característica de esta nueva visión del mundo obje­ tivo fue la poesía del ecuatoriano Jorge Carrera Andrade (1903-1978), quien insistió en el impacto visual de las cosas, y por lo tanto en la maravilla del ojo, esa «ventana» abierta a la realidad. Carrera An­ drade fue un diplomático que vivió en Oriente y adaptó el bai-kai al castellano, pero la poesía oriental le impresionó sobre todo por su capacidad de apreciar el mundo sensual. También vivió en Euro­ pa, experiencia que le hizo evocar nostálgicamente las imágenes y los sonidos de su Quito natal: ese mismo sentimiento de aborigen arrancado del suelo natal, es el que me aprieta ahora la garganta, mientras ordeno estas líneas sobre el papel, cerca de esta ventana por donde se ve un cielo gris, horada­ do de chimeneas, y una muchedumbre de casas agrupadas sin la gra­ cia de esos puñados de casucas sencillas que se encuentran por toda la anchura de nuestra Sierra.31

En su poesía explora el mundo objetivo, intentando desembara­ zar a los objetos de la carga de valores que se les ha añadido. En «El objeto y su sombra» escribe: Arquitectura fiel del mundo. Realidad, más cabal que el sueño. La abstracción muere en un segundo: sólo basta un fruncir del ceño. Las cosas, o sea la vida. Todo el universo es presencia. 31.

J . Carrera Andrade, Latitudes, Buenos Aires, 1940.

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La sombra al objeto prendida ¿modifica acaso su esencia? Limpiad el mundo — ésta es la clave— de fantasmas del pensamiento. Que el ojo apareje su nave para un nuevo descubrimiento.

El poeta no podía hacer una afirmación más clara de un credo poético. Sin embargo, es en sus imágenes donde Carrera Andrade ilustra su convicción de que el mundo debería limpiarse de los «fan­ tasmas del pensamiento», y sobre todo en los concisos Microgramas, compuestos al modo de los hai-kais. Esta es, por ejemplo, su des­ cripción de la nuez: Nuez: sabiduría comprimida, diminuta tortuga vegetal, cerebro de duende paralizado por la eternidad.

Y es en estas revelaciones del mundo objetivo donde reside la originalidad de su poesía. Como el Jorge Guillén del Cántico, la poesía de Carrera Andrade excluye los aspectos más oscuros de la existencia, para que la poesía se convierta en una zona de salvación dentro de un mundo degradado. Esta actitud es visible en muchos poetas que escriben en el período de la segunda guerra mundial y de la guerra fría, cuando los acontecimientos públicos eran de un carácter tan ho­ rripilante que muchos no podían adaptarse a ellos y se refugiaban en visiones personales y en experiencias íntimas. En esta época el surrealismo estaba en el punto culminante de su influencia, ya que comprometía al poeta a yna autenticidad personal sin comprometer­ le a abrazar una ideología o una posición política. Además, este mo­ vimiento estimulaba la invención poética al insistir en la liberación de la palabra del encadenamiento lógico, y en la búsqueda de una verdad interior. En México, la inventiva se refleja en la poesía de Marco Antonio Montes de Oca (1932), quien, como Carrera Andra­ de, abre sus ojos a lo maravilloso. En su delicioso poema «La despe­ dida del bufón», hace como una especie de manifiesto: Damas y caballeros, piedras y pájaros, es la hermosura de la vida lo que nos deja tan pobres la hermosura de la vida lo que lentamente nos vuelve locos.

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En América latina, el surgimiento de una nueva generación poé­ tica suele estar marcado por la aparición de una nueva revista literaria. El período bélico y el de la guerra fría fueron pródigos en movi­ mientos poéticos. En Chile la revista Mandragora publicó poemas de Braulio Arenas (1913) y Gonzalo Rojas (1917), cuya obra, en am­ bos casos-, tiene sus orígenes en el surrealismo. El primero posterior­ mente rompió con Mandragora para fundar Leitmotiv (1942 y 1943). En la primera fueron publicados también poemas de Enrique Lihn (1929), autor de Poemas de este tiempo y del otro (1955), Para ánge­ les y gorriones (1956), El árbol de la memoria (1961), La pieza oscura (1963), Poemas secretos (1965) y Crónica del forastero (1967), entre otros. En la generación siguiente destacan Oscar Hahn (1938), con Esta rosa negra (1961), Agua final (1967) y Arte de morir, y Raúl Zurita (1950), con Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982) y La vida nueva (1982). En Buenos Aires, Raúl Gustavo Aguirre (1927) proclamaba: el surrealismo, el creacionismo y su derivación en el invencionismo, significan la culminación de un proceso histórico por el cual el len­ guaje poético alcanza el punto máximo de separación con el lenguaje lógico convencional.32

Y también aquí el neosurrealismo tuvo una gran impotancia. La revista A Partir de Cero significó un redescubrimiento del surrealis­ mo que ya había sido dado a conocer en la Argentina por Aldo Pellegrini años atrás.33 Alberto Girri (1918) es uno de los poetas que mejor supieron adaptar los procedimientos surrealistas y extenderlos para poder expresar su visión interior. En cambio, la poesía de Francisco Lirondo (1930-1978) se acerca más a lo coloquial. Urondo, muerto en combate en el curso de la «guerra sucia» por la que atravesó la Argentina en la pasada década, publicó Breves (1959), Lugares (1961), Nombres (1963), Del otro lado (1967) y Adolecer (1968). El mayor poeta argentino de la tendencia «comprometida» es Juan Gelman (1930), autor de El juego en que andamos (1959), Velorio del solo (1961), Gotán (1962), Los poemas de Sidney West (1969),

32. 33. 1067

Citado por F. Urondo, Veinte años de poesía argentina, 1940-1960, Buenos Aires, 1967. Graciela de Sola, Proyecciones del surrealismo en la literatura argentina , Buenos Aires,

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Cólera Buey (1971), Fábulas (1971), Hechos y relaciones y Si dulce­ mente (ambos de 1980), y Com!posiciones (1986). Una de las personalidades más relevantes del período es la de Alejandra Pizarnik (1936-1972), trágicamente desaparecida. Su ori­ ginalidad y su don creador impregnan La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Arbol de Diana (1962) y Los trabajos y las noches (1965). Juana Bignozzi (1937), con sus obras Los límites (1960), Tierra de nadie (1962) y Mujer de cierto orden (1967), ocupa un espacio singular en la poesía de su generación, al alcanzar una síntesis lírica de la que no están ausentes el compromiso civil ni la más sutil expresión de la intimi­ dad amorosa. Hay varios poetas argentinos que difícilmente se encasillan en las dos vanguardias, entre ellos N oéjitrik (1928), autor de Comer y comer (1976), Roberto Juarroz y Tamara Kamenszain. En Venezuela, el vanguardismo está representado por el poeta Ramos Sucre, muerto prematuramente. En Colombia, durante el pe­ ríodo llamado de la «violencia», surge el movimiento «nadaísta»: Ja i­ me Escobar Jaramillo, Alvaro Mutis y otros, abren en la poesía espa­ cios ficticios, rechazando el compromiso político y social al encon­ trarlo sin sentido. En Nicaragua, junto a la tendencia más elitista, representada por Pablo Antonio Cuadra, se desarrollan obras como la de Ernesto Car­ denal, que aspira no sólo a sentar la base de una nueva poética, sino también a iniciar un movimiento general de «democratización» de la literatura, sobre todo después de la toma del poder por los revolu­ cionarios sandinistas. En esta misma línea corresponde situar la poe­ sía de la salvadoreña Claribel Alegría y de Gioconda Belli. En La Habana la revista Orígenes se fundó en el curso de los años cuarenta y se convirtió en un órgano influyente que publicó la obra de tres grandes poetas, José Lezama Lima (1912-1976), Eliseo Diego (1920) y Cintio Vitier (1921). Claro está que el surrealismo no fue la única fuente de inspira­ ción. Lezama Lima procedía de una tradición que se remontaba al neoplatonismo y muchos poetas de este período buscaban una pure­ za clásica, poetas como Ricardo Molinari (Argentina, 1898-1986) y el mexicano Alí Chumacero (1918), que usa un lenguaje de una so­ lemnidad casi ritual para describir los lugares y las cosas cotidianas; Rubén Bonifaz Ñuño (México, 1923) —excelente traductor de los clásicos— también representa una tendencia «neoclásica» dentro de la poesía moderna.

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Durante este período el poeta conquistó la serenidad en la medi­ da en que se retiraba de los problemas colectivos, pero no todos pu­ dieron seguir este camino de evasión. La vida pública interfería en la experiencia privada en demasiados aspectos. Para el poeta que de­ bía vivir en el presente y que no podía aceptar ni la nostalgia del volver la mirada atrás ni el no-tiempo de la poesía de revelación, la ironía parecía ser la única posibilidad a su alcance. El poeta iróni­ co tiende a subrayar, no a trascender, la corrupción del lenguaje y la oquedad de la retórica. El más notable de los poetas que eligieron este camino es el chileno Nicanor Parra (1914), cuyos ataques a la sociedad son violentísimos. Este es, por ejemplo, su «Autorretrato», donde un maestro de escuela apostrofa a sus alumnos: Considerad, muchachos, este gabán de fraile mendicante. Soy profesor en un liceo oscuro. He perdido la voz haciendo clases. (Después de todo o nada hago cuarenta horas semanales.) ¿Qué les dice mi cara abofeteada? ¡Verdad que inspira lástima mirarme! ¿Y qué les sugieren estos zapatos de cura que envejecieron sin arte ni parte?

Como muchos satíricos, Parra considera que el período en que vive es el peor. En «Los vicios del mundo moderno», establece el catálogo de la «gran cloaca» que es la civilización moderna, y en «Las tablas» cuenta un sueño contemporáneo que está demasiado cerca de la realidad: Soñé que me encontraba en un desierto y que hastiado de mí mismo Comenzaba a golpear a una mujer.

La violenta frustración de la vida moderna está magníficamente expresada en este poema y en el autobiográfico titulado «El túnel», en el que describe una niñez bajo la tiranía de sus tías, hasta que un día mira por el ojo de una cerradura: Mi tía paralítica Caminaba perfectamente sobre la punta de sus pies Y volví a la realidad con un sentimiento de los demonios.

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Esta desilusión es un proceso continuo. Parra denuncia el chanta­ je moral impuesto por la tradición, la edad, las costumbres y el or­ den establecido, y el peso de su sátira se dirige contra este tipo de explotación. A veces su visión es apocalíptica, cuando no ve ninguna necesidad de que la sociedad siga existiendo: Señoras y señores: Yo voy a hacer una sola pregunta: ¿Somos hijos del sol o de la tierra? Porque si somos tierra solamente no veo para qué continuamos filmando la película. Pido que se levante la sesión.

O en «Socorro», cuando de pronto se encuentra a sí mismo ten­ dido en tierra y desangrándose: Realmente no sé lo que pasó Sálvenme de una vez O dispárenme un tiro en la nuca.

Otro chileno, Enrique Lihn (1929), también adopta esta actitud irónica respecto al mundo, y este rasgo se da también en gran parte de la poesía contemporánea argentina, sobre todo en la obra de Cé­ sar Fernández Moreno (1919). En el Perú el tema de la angustia personal se expresa con gran originalidad en la producción de Carlos Germán Belli (1927), cuyo primer libro se titulaba muy adecuadamente El pie sobre el cuello. Belli es deliberadamente arcaico. Su poesía recuerda las formas y el lenguaje de la poesía del Siglo de Oro, pero si los conflictos de Quevcdo y de Góngora se desarrollaban dentro de un marco religioso, los sufrimientos de Belli carecen de sentido, son ejercicios absurdos para los cuales no hay recompensa. Sus poemas llegan a abismos de terror y de desesperación, como en «Plexiglás», donde el sufrimiento es como el de la carne cortada y metida dentro de una bolsa de plás­ tico en la carnicería: Este cuero, estos huesos, esta carne, días hay que no sufren por milagro el tenedor, las hachas, el cuchillo que el gerifalte tal un matarife limpia, agita y afila con primor,

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para hincar luego y dividir en trozos el más avasallado de la tierra; pues veces hay que por ensalmo mil el cuerpo que hipa pasto no es del filo, sino de plexiglás cual res el alma de la que cortan y pesan y ponen en el seno de un turbio celofán el alón de la mente y el filete no de carne, no, pero sí de aire.

Lo que Belli describe es la angustia mental en términos del acto físico del carnicero que corta la carne. La palabra abstracta «fragmen­ tación» adquiere realidad física porque el poeta visualiza los pedazos de su propio ser envueltos en celofán, pero estos pedazos son aire, no carne. El lenguaje de Belli es de una extraordinaria violencia. In­ funde vigor incluso a una experiencia tan trivial como la de encon­ trarse agotado por un exceso de trabajo: Ya descuajaringándome, ya hipando hasta las cachas de cansado ya, inmensos montes todo el día alzando de acá para acullá de bofes voy, fuera cien mil palmos con mi lengua, cayéndome a pedazos tal mis padres, aunque en verdad ya por mi seso raso, y aun por lonjas y levas y mandones, que a la zaga me van dejando estable, ya a más hasta el gollete no poder, al pie de mis hijuelas avergonzado, cual un pobre amanuense del Perú.

Comprendemos por qué Belli considera tan apropiado el español arcaico. Su lenguaje es de esfuerzo, de tortura, de Inquisición, pero todo ello aplicado a experiencias mentales, de modo que el mismo estilo se convierte en una metáfora de la supervivencia de la culpa y del sufrimiento antiguos en un contexto contemporáneo. Oh hada cibernética es un volumen de poemas en el que la antigua idea de la inspiración, simbolizada por el «hada», se relaciona con la tecno­ logía y así se desacraliza. Belli es una de las voces más originales de la América española actual por su extremada sensibilidad respec­ to a la manera cómo el mundo moderno irrumpe en la esfera de lo privado. A pesar de grandes diferencias, podríamos considerar esta

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originalidad como comparable a la «poesía confesional» de Robert Lowell. La revolución cubana de 1959 ejerció una gran influencia sobre la poesía. Algunos poetas se incorporaron a los movimientos guerri­ lleros, y uno de los más prometedores, el peruano Javier Heraud (1942-1963), murió en las guerrillas. La muerte de Che Guevara en 1967 tuvo como consecuencia ha­ cer que se esfumaran las esperanzas que se habían puesto en unas soluciones rápidas por medio de las guerrillas. La retórica poética mi­ litante y social ha ido cediendo su lugar a un tono más sereno y en ocasiones con una fuerte dosis de autocrítica. Antonio Cisneros (1942) ha descrito este cambio en su excelente poema «In Memoriam» dedicado a su generación. Para Cisneros el enemigo no es la bota fascista sino las comodidades del mundo burgués que lo im­ pregnan todo y que pueden llegar a matar por los medios más ama­ bles, ahogando la acción en un cálido abrazo. El símbolo de todo esto es la ciudad de Lima, envuelta en su perpetua niebla: Y lo demás es niebla. Una corona blanca y peluda te protege del espacio exterior.34

La revista que mejor recoge el fervor literario y revolucionario de la época es El Corno Emplumado, fundada por un mexicano, Sergio Mondragón (1935), y una poetisa norteamericana de la generación beat, Margaret Randall. En, la revista convivieron la poesía europea y la norteamericana de la generación beat con la nueva poesía social de Latinoamérica. El Corno Emplumado contribuyó en gran modo a dar a conocer al nicaragüense Ernesto Cardenal (1925), poeta revolucionario y ca­ tólico cuyo compromiso.político armonizaba plenamente con el «tercermundismo» de los primeros años sesenta. Su poesía tiene ecos de Ginsberg, y como Ginsberg gusta de la simultaneidad, del collage y de la poesía que brota de una impresión inmediata. En Hora 0 escribió un poema de denuncia, un Canto general más radicalizado que describía los sufrimientos y la explotación de una de las llama­ das repúblicas bananeras. El poema termina con una nota profética que iba a caracterizar gran parte de esta poesía posterior a la revolu­ ción cubana.

34. Para el tema de la poesía social de protesta, véase R. Pring Mili, «Both in Sorrow and in Anger: Spanish American Protest Poetry», Cambridge Review, 20 de febrero de 1970.

LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO

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Todas las noches en Managua la Casa Presidencial se llena de sombras. Pero el héroe nace cuando muere y la hierba verde renace de los carbones.

Cardenal vivió durante un tiempo en un monasterio de los Esta­ dos Unidos y este refugio simbolizó para él una isla de realidad en medio de la irreal ciudad moderna iluminada por el neón. En la noche iluminada de palabras: PALMOLIVE CHRYSLER COLG ATE CHESTERFIELD

que se apagan y se encienden y se apagan y se encienden las luces rojas verdes azules de los hoteles y de los bares y de los cines, los trapenses se levantan al coro y encienden sus lámparas fluorescentes y abren sus grandes Salterios y sus Antifonarios entre millones de radios y de televisiones. Son las lámparas de las vírgenes prudentes esperando al esposo en la noche de los Estados Unidos.

Pocos escritores han conseguido captar tan bien esta mezcla de elementos antiguos y modernos que constituye la religión en el mundo contemporáneo. Hay como un ligero aire de absurdo en el poema que hace que la vigilia ardiente de los monjes sea aún más patética. En la Cuba posrevolucionaria hubo un brote inmediato de poe­ sía que fue como un relevo del obligado hermetismo de la era de Batista. Entre los nuevos poetas se produjo un intento de emplear la mitología heredada y de aplicarla a la nueva situación revoluciona­ ria, sobre todo en El libro de los héroes (1963), de Pablo Armando Fernández (1930). Pero tal vez ésta fue una actitud más bien forza­ da. En general la revolución favoreció, sin ningún género de dudas en los primeros años, un lenguaje más directo, que a veces podía derivar hacia una crítica directa, como en la poesía de Heberto Padi­ lla (1932), para quien el poeta es el eterno aguafiestas.35 Fuera de Cuba, la poesía revolucionaria de los años sesenta se convirtió con excesiva frecuencia en una cuestión de batallas verbales. En México, donde la poesía engagée ha sido poco frecuente, in­ cluso cuando estaba en boga en otros países, ha habido una evolu­ ción distinta, desde la pureza hasta una posiciones más críticas. Este breve panorama apenas ha tenido en cuenta las diferencias nacionales que existen en la poesía hispanoamericana. Hay un gran 35.

J

Franco, «Before and Aftcr: Contcxts o f Cuban Writing».

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contraste entre la ironía y el humor de los poetas de Buenos Aires —un César Fernández Moreno, un Francisco Urondo— , por ejem­ plo, y la poesía confesional del venezolano Rafael Cadenas (1930). Los peruanos influidos por la generación beat son completamente diferentes de los nadaístas colombianos. Pero las diferencias nacio­ nales no deben exagerarse. La poesía es la más internacional de las artes literarias, sus manifestaciones son infinitamente diversas. El ob­ jeto de este capítulo ha sido indicar algunos de sus rasgos principa­ les. Pero en él no ha sido posible hablar con detalle de todos los excelentes poetas jóvenes que ahora están empezando a darse a conocer.

L ec t u r a s

Los mejores textos de la poesía de Neruda y Vallejo figuran en ediciones caras. Pero existen también ediciones en rústica de volú­ menes independientes publicados por Losada, Buenos Aires.

Antologías Caillet-Bois, Julio, Antología de la poesía hispanoamericana, Madrid, 1965. Escobar, A., Antología de la poesía peruana, Lima, 1965. González Vigil, Ricardo, De'Vallejo a nuestros días, 3 vols., Lima, 1984. Goytisolo, J. A. (ed.), Nueva poesía cubana, Barcelona, 1969Paz, O ., y otros (eds.), Poesía en movimiento, México, 1966. Pellegrini, Aldo, Antología de la poesía viva latinoamericana, Barcelona, 1966 .

Tamayo Vargas, A. (ed.),. Nueva poesía peruana, Barcelona, 1970. Tarn, N. (ed.), Con Cuba, Londres, 1969Triquarterly (invierno-otoño 1968-1969). Número especial dedicado a Lati­ noamérica.

Textos Belli, Carlos Germán, El pie sobre el cuello, Montevideo, 1967. — , Sextinas y otros poemas, Santiago de Chile, 1970. Borges, J. L., Poemas (1923-1958), Buenos Aires, 1958. — , Antología personal, Ed. Sur, Buenos Aires, 1961. — , Obra poética, Alianza Editorial, Madrid, 1972.

LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO

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Cardenal Ernesto, Epigramas, México, 1961. — , El estrecho dudoso, Madrid, 1966. — , Poemas de Ernesto Cardenal, La Habana, 1967. — , Homenaje a los indios americanos, Nicaragua, 1970. Carrera Andrade, Jorge, Registro de mundo: antología poética 1922-1939, Quito, 1940. — , Latitudes, Buenos Aires, 1940. — , Edades poéticas, Quito, 1958. — , Obra poética completa, Quito, 1976. Cisneros, Antonio, The Spider Hangs to Far from the Ground (selección de poemas con el texto original español, Londres, 1970). Cisneros, Antonio, D avid, Ed. El Timonel, Lima, 1962. — , Canto ceremonial contra un oso hormiguero, La Habana, 1968. — , Como higuera en un campo de golf, Lima, 1972. — , Comentarios reales, Lima, 1964. Chumacero, Alí, Poesía completa, México, 1981. Gorostiza, José, Poesía, México, 1964. Huidobro, Vicente, Poesía y prosa, Madrid, 1957. — , Obras completas de Vicente Huidobro, 2 vols., Santiago de Chile, 1964. Ibarbourou, Juana de, Obras completas, Madrid, 1960. Lihn, Enrique, La pieza oscura (1955-1962), Santiago de Chile, 1963. Mistral, Gabriela, Poesías completas, Madrid, 1958. Mutis, Alvaro, La mansión de Araucaíma: relato gótico de la tierra caliente, Buenos Aires, 1973. Neruda, Pablo, Obras completas, 2 vols. 3 .a ed., Buenos Aires, 1967. — , Fin del mundo, Ed. Losada, Buenos Aires, 1969— , La copa de sangre, Alpignano, 1969— , Las piedras del cielo, Buenos Aires, 1970. — , La espada encendida, Buenos Aires, 1971. — , Libro de las odas, Ed. Losada, Buenos Aires, 1972. — , Geografía infructuosa, Buenos Aires, 1972. — , Confieso que he vivido, Barcelona, 1974. — , Para nacer he nacido, Barcelona, 1978. Pacheco, José Emilio, Los elementos de la noche, México, 1964. — , El reposo del fu e go , México, 1966. — , No me preguntes cómo pasa el tiempo, México, 1969— , El principio del placer, México, 1972. Parra, Nicanor, Obra gruesa, Santiago de Chile, 1969. Paz, Octavio, El arco y la lira, México, 1956. — , Las peras del olmo, UNAM, México, 1957 y Ed. Seix Barral, Barcelona, 1971. — , Libertad bajo palabra, México, 1960. — , Salamandra, México, 1962. — , El laberinto de la soledad, 3 a ed., México, 1963.

280

LITERATURA HISPANOAMERICANA

— , Cuadrivio, México, 1965. — , Puertas al campo, UNAM, México, 1966 y Ed. Seix Barral, Barcelona, 1972. — , Los signos en rotación, México, 1966. — , Corriente alterna, México, 1967. — , Discos visuales, México, 1968. — , La Centena (Poemas 1935-1968), Barcelona, 1969. — , Ladera este (que incluye Blanco), México, 1969Pizarnik, Alejandra, Las aventuras perdidas, Buenos Aires, 1958. — , La última inocencia, Buenos Aires, 1956. — , Arbol de D iana, Buenos Aires, 1962. — , Los trabajos y las noches, Buenos Aires, 1965. — , El infierno musical, Buenos Aires, 1971. — , Extracción de la piedra de locura, Buenos Aires, 1968. Ramos Sucre, José Antonio, Obras completas, Caracas, 1980. Rojas, Gonzalo, JO poem as, Santiago de Chile, 1982. — , Contra la muerte, La Habana, 1967. — , Oscuro, Caracas, 1977. Storni Alfonsina, Obras completas, Buenos Aires, 1976. Vallejo, César, Obras completas, Lima, 1973. Constan en ese momento de dos volúmenes: 1. Contra el secreto profesional; 2. El arte y la revolu­ ción. — , Poesías completas, Lima, 1968. — , Los heraldos negros, Buenos Aires, 1961. — , Poemas humanos. España, aparta de m í este cáliz, Ed. Losada, Buenos Aires, 1961. — , Trilce, Ed. Losada, Buenos Aires, 1961. (Volúmenes sueltos publicados por Losada, Buenos Aires.) — , Obra poética completa (intr. de A. Ferrari), Madrid, 1982. Villaurrutia, Xavier, Poesía y teatro completo, México, 1953.

Estudios históricos y críticos Abril, Xavier, Vallejo. Ensayo de aproximación crítica, Buenos Aires, 1958. Aguilar Mora, J. La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, México, 1978. Aguirre, Margarita, Genio y figura de Pablo Neruda, Buenos Aires, 1964. Albornoz, A. de y Rodríguez Luis, J ., Sensernayá, la poesía negra en el mundo hispanohablante, Madrid, 1980. Alonso, Amado, Poesía y estilo de Pablo Neruda, Buenos Aires, 1940. Andreola, Carlos A., Alfonsina Storni: vida, talento, soledad, Buenos Aires, 1976.

LA POESÍA POSTERIOR AL MODERNISMO

28 1

Escobar, A., Cómo leer a Vallejo, Lima, 1973. Fernández Moreno, César, La realidad y los papeles, Madrid, 1967. Ferrari, A., El universo poético de César Vallejo, Caracas, 1972. Flores, Ángel (ed.), Aproximaciones a César Vallejo, 2 vols., Nueva York, 1971. Franco, Jean, César Vallejo: la dialéctica de la poesía y el silencio, Buenos Aires, 1976. Higgins, James, Visión del hombre y de la vida en las últimas obras poéticas de César Vallejo, México, 1970. Monguió, Luis, La poesía posmodernista peruana, FCE, México, 1954. Ortega, Julio, Figuración de la persona, EDHASA, Barcelona, 1970 y 1971. Pasli, R., Mapas anatómicos de César Vallejo, Messina-Firenze, 1981. Rama, Ángel, El universo simbólico de Jo sé Antonio Ramos Sucre, Cumaná, 1978. Rodríguez Monegal, Emir, El viajero inmóvil, Buenos Aires, 1966. Torre, Guillermo de, Literaturas europeas de vanguardia, Madrid, 1925. Urondo, Francisco, Veinte años de poesía argentina 1940-1960, Buenos Aires, 1967. Wilson, Jason, Octavio Paz, a Study o f His Poetics, Nueva York, 1979. Xirau, Ramón, Octavio Paz: el sentido de la palabra, México, 1970. Yurkievich, S., Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, Barcelona, 1971. Zilio, Giovanni Meo, Stile e poesía in César Vallejo, Padua, 1960.

Capítulo 9 LA PROSA C O N TEM PO R ÁN EA

La novela deja de ser «latinoamericana», se libera de esa servidumbre. Ya no sirve a la realidad; ahora se sirve de la realidad. M a r io V a r g a s L l o s a

Actualmente la prosa hispanoamericana representa una rebelión y una liberación. La rebelión, iniciada por los vanguardistas de los años veinte, reaccionaba contra un concepto de «realismo» y de «rea­ lidad» que era demasiado estrecho y que demasiado a menudo daba origen a obras esquemáticas en las que los escritores se mostraban más preocupados por la receta que por la sustancia. En conjunto, el realismo hispanoamericano careció de esa densidad de especifica­ ción que Henry James consideraba como el distintivo de la gran no­ vela. Pero una vez los escritores se desembarazaron de la idea de que «la novela» significaba «la novela realista», una vez se sintieron libres para usar el flujo de la conciencia joyceano, el tratamiento de la memoria y del tiempo a lo Proust, la parodia dadaísta, la fantasía surrealista, etc., se produjo un gran brote de energía creadora y se desarrollaron estilos y técnicas completamente nuevos. Buenos Aires desempeñó un papel especial en esta evolución, so­ bre todo en el curso de los años veinte. A pesar de la aridez cultural de la que Borges se lamentaba a su regreso de Europa en 1921, era una ciudad que estaba menos ligada a la tradición que cualquier otra ciudad del hemisferio latinoamericano, y por consiguiente esta­ ba más abierta a las novedades. La jactancia de los intelectuales de los años veinte, afirmando que harían que el eje cultural del mundo pasara por Buenos Aires, tal vez careciese de fundamentos sólidos, pero también indica lo sensibilizadas que estaban sus antenas res­ pecto a lo moderno. A diferencia de los escritores mexicanos o pe-

LA PROSA CONTEMPORÁNEA

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ruanos, no podían elaborar una tradición cultural a partir de un pa­ sado indígena, y por eso tenían que fijar sus ojos en el futuro, crear sus propios estilos. Además, la ciudad estaba pletórica de tensiones. Estaba llena de rusos, polacos e italianos que habían acudido en busca de la Utopía y que no había manera de relacionar de algún modo significativo con los gauchos y con los ganaderos. Había una oligar­ quía adinerada, famosa incluso en Europa por sus despilfarros y su sofisticación; y de otro lado, los desarraigados, la población inmi­ grante, que hizo una especie de poesía del lunfardo (el dialecto bo­ naerense), el tango y la vida nocturna ciudadana.1 Buenos Aires era un caso único entre las ciudades latinoamericanas, con una cierta vida intelectual a base de tertulias, polémicas literarias, pequeñas revistas como Claridad, Proa, Prisma y Martín Fierro, la primera de carácter didáctico y serio, dirigida a un público de menor nivel cultural, mien­ tras que las otras tres eran vanguardistas, llenas de comentarios sobre la nueva literatura europea, irónicas y satíricas en el tono y muy orien­ tadas hacia la política de los pequeños grupos. Su forma favorita de actividad era el banquete literario y artístico. Pedro Figari, el pintor, Jules Supervielle, Oliverio Girondo, eran algunas de las personalida­ des a las que se agasajaba «a base de ravioles y buen humor». Las discusiones solían ser más sobre arte que sobre política, aunque tam­ bién los temas políticos aparecían de vez en cuando dividiendo a los grupos y enconando las polémicas.2 Éste es el trasfondo que hay que tener en cuenta al analizar la obra de Oliverio Girondo (1891-1965), Macedonio Fernández, Ro­ berto Arlt y la primera parte de la producción de Jorge Luis Borges.

i.

M a c e d o n io F e r n á n d e z

y

R o b e r t o A rlt

Macedonio Fernández (1874-1952) fue el prototipo de una per­ sonalidad frecuente en los países latinos, un hombre que derrochaba la mayor parte de su energía en discusiones y proyectos y que publi­ caba muy poco. Por esta causa se ha necesitado bastante tiempo para que se reconociese su originalidad, a pesar de que sus obras iban a ser fuente de inspiración para Borges, Cortázar y muchos otros. Para Macedonio Fernández la novela era un campo experimental. En sus obras de extraños títulos, No toda es vigilia la de los ojos 1 2.

David Viñas, Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires, 1964. El periódico Martín Fierro 1924-1949, Buenos Aires. 1949.

284

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abiertos (1928), Papeles de Recienvenido (1929), Una novela que co­ mienza (1941) y Museo de la novela de la Eterna (1967), presenta perso­ najes sin novelas, parodias de artículos de periódicos, conferencias, brindis, fragmentos de autobiografía. Muchas de sus ideas todavía hoy se utilizan. Piénsese, por ejemplo, en su prólogo «Lo que nace y lo que muere» en Museo de la novela de la Eterna, en el que plantea unos problemas de valoración con los que en realidad nunca llega a enfrentarse. Lamentándose de que mientras escribía la «última no­ vela mala» y la «primera novela buena», las páginas se han mezcla­ do, exclama: Tengo la suerte de ser el primer escritor que puede dirigirse al doble lector, y ya abusando de ese declive me deslizo a rogar a cada uno de los que me lean, quiera comunicarme cuál de las dos novelas le resultó la obligatoria. Si usted forma juicio de la obra, yo deseo formar juicio de mi lector.

Este «doble» lector es sin duda alguna el antecedente de los «dos» lectores de la Rayuela de Cortázar. Y, efectivamente, el conjunto de la obra de Macedonio Fernández rebosa de anticipaciones de esta clase. Todo lo que escribió en prosa va más allá de lo convencional y a menudo lo destruye, porque necesitaba rebasar el clisé con obje­ to de encontrar la esencia.3 Los experimentos que se encuentran en la obra de Roberto Arlt (1900-1942) son de otro tipo. Arlt pertenecía al grupo formal y di­ dáctico de Boedo y sus novelas muestran la influencia de Dostoievski, Gorki y Nietzche. Pero también él hace un uso muy poco tradi­ cional de sus influencias y de la forma novelesca. Hijo de inmigran­ tes, se había criado en el crepúsculo moral de una ciudad en la que los seres humanos se veían desembarazados de las presiones y de la censura social, abandonándoseles a luchar en un cenegal de incertidumbres. Su primera novela, El juguete rabioso (1926), contiene mu­ chos elementos autobiográficos, pero su protagonista, Silvio Astier, se enfrenta también con dilemas morales de una especie peculiar­ mente compleja y que tiene pocos precedentes. No se trata ya del planteamiento más bien simplista de que la pérdida de la fe católica permite como única alternativa la lucha por la vida darwiniana (el tema de Sin rumbo, por ejemplo). El problema de Astier es mucho más complejo. En primer lugar nunca ha tenido la menor fe. Lo

3. César Fernández Moreno, Introducción a Macedonio Fernández, Buenos Aires, 1960. p ág i nas 16-20.

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que le rodea no le ofrece nada, excepto la posibilidad de representar las fantasías que le proporcionan sus lecturas. Los bandidos y crimi­ nales de las revistas sensacionalistas baratas son la única materia he­ roica accesible para él; y los encuentros casuales y la vida de la banda le permiten poner en práctica sus imaginaciones con plena libertad, sin ninguna restricción, excepto las de la ley. Al mismo tiempo, los efectos frustradores del mundo circundante canalizan sus posibilida­ des en una dirección única. Sólo puede ser un delincuente. No hay nada más. Pero ni siquiera esta relativa libertad está a su alcance durante mucho tiempo una vez tiene edad suficiente para poder tra­ bajar. Entonces se ve obligado a aceptar una vida de grandes estre­ checes y tareas agotadoras en la trastienda de una librería en la que trabaja durante todo el día. El futuro es visible en los que le rodean: En el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso y botines enormes, porque en los pies han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo en que ganarse la vida?

La sociedad sólo le ofrece frustración. Intenta pegar fuego a la librería de Don Gaetano y no lo consigue, hace una tentativa de enrolarse en el ejército, pero es demasiado inteligente para aceptar las normas de la disciplina y la instrucción, y finalmente le cogen en un atraco fallido que él denuncia. La confusa explicación nietzscheana que da de la delación sólo acentúa la imagen del caos moral. Astier escapa al destino que parecía inevitable con un acto de des­ lealtad que tiene para él buenas consecuencias, ya que se le da la ocasión de salir de Buenos Aires y dirigirse hacia el sur, pero todo ello simplemente refuerza la idea de que la moralidad cristiana o incluso una especie de moral socialista se derrumba en la ciudad. La sociedad urbana obedece de facto a condiciones completamente distintas de las que operan en las sociedades naturales. Todo ello reaparece en mayor escala en la novela en dos partes Los siete locos (1929) y Los lanzallarnas (1931). El juguete rabioso aún conservaba algo parecido a una estructura. Pero ahora estas no­ velas carecen por completo de evolución orgánica y siguen un esque­ ma puramente accidental, de encuentros casuales y violencias súbi­ tas, todo lo cual responde a las normas de la vida urbana. El argu­ mento, o lo que puede considerarse como tal, se centra en Erdosain, lo contrario del superhombre, el que busca la humillación, y cuyo oponente dialéctico es el Astrólogo. Erdosain es acusado de un des­ falco y su esposa le abandona. Ya fuera de la ley y sin familia, él

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LITERATURA HISPANOAMERICANA

y el Astrólogo inventan sueños y fantasías, planean terminar con la sociedad capitalista por medio de gases, microbios y organizaciones secretas, planean salvar a la humanidad. Como parte de sus proyec­ tos, raptan al rico Barsut, Erdosain inventa una rosa de oro, salvan a una prostituta. Todos los personajes de la novela están locos, si se parte del supuesto de aceptar todas las normas sociales. La socie­ dad impone sus reglas, legisla pensando en el hurto en pequeña es­ cala, mientras practica el robo en gran escala; legisla contra el cri­ men mientras comete asesinatos masivos en las guerras. Este es el motivo de que cuando Erdosain sea acusado de desfalco, no crea que la palabra «ladrón» se aplique realmente a él, porque ésta es sólo la visión que tiene de su delito una sociedad injusta. «Quizá la pala­ bra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior», co­ menta el autor. La novela explora la región que existe entre la vida pública y los intereses privados, y muestra cómo la primera condiciona la esfera de la intimidad. Al comienzo de la novela Erdosain vive en una «zo­ na de angustia» porque trata de adaptarse a las instituciones de la sociedad y en consecuencia no es más que «una cáscara de hombre». Cuando se le acusa de robo y su mujer le abandona es doblemente desgraciado a los ojos de la sociedad y entonces se convierte en un rebelde capaz de cualquier acción desaforada que revele lo absurdas que son las instituciones sociales. Por ejemplo, se promete con la hija de su patrona, que tiene doce años, para demostrar que el ma­ trimonio es una cuestión venal. Pero el limbo moral en el que viven los personajes de las novelas de Arlt es, de un modo más concreto, el producto de un entorno urbano que destruye las relaciones naturales y actúa como una fuer­ za centrífuga. Los seres quedan terriblemente mutilados por la vida moderna, mutilación que se refleja en los apodos de los personajes —«La Bizca», «La Coja» (identificada por su amante con la Gran Ra­ mera del Apocalipsis) y «El Castrado» (el otro apodo del amigo de Erdosain, el Astrólogo). Una vez Erdosain ha decidido retar a la so­ ciedad en vez de adaptarse a ella, se encuentra en compañía de otros «locos», rufianes, asesinos, falsificadores. El Astrólogo, que controla este extraño inframundo, simboliza la naturaleza fortuita de la vida urbana en la que la responsabilidad moral impuesta por la continui­ dad en la vida familiar, el trabajo y la comunidad ha sido reempla­ zada por la relación casual y favorece la traición y la violencia. El mundo de Arlt es apocalíptico; la ciudad refleja la selva en una escala mayor y más inhumana. Y esta ciudad es sobre todo Bue­

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nos Aires, un Buenos Aires que había frustrado los sueños del El Dorado que traían los inmigrantes y que les había reducido a autó­ matas indefensos. La mutilación de un hombre por la vida urbana debe tener como consecuencia la rebelión ciega y violenta de este despojo de humanidad. La extravagante imaginación de Arlt distan­ cia así espectacularmente su obra del realismo pedestre de otros miem­ bros del grupo Boedo. Aunque con una base de menor interés, las situaciones fantásticas que aparecen en sus libros de cuentos, El cria­ dor de gorilas y El jorobadito (1933), y en una novela posterior, El amor brujo (1932), apenas admiten paralelos antes de las novelas de Günter Grass.

2.

J o r g e L u is B o r g e s (1899-1986)

La carrera de escritor de Jorge Luis Borges fue extraña y tal vez característicamente tortuosa. Fue uno de los guías y de los miembros más activos de la vanguardia de los años veinte, poeta, autor de li­ bros de versos Fervor de Buenos Aires (1923), Cuaderno San Martín (1924) y Luna de enfrente (1925), contribuyó también a fundar Pris­ ma, Proa y Martín Fierro, las tres revistas de vanguardia de esta épo­ ca, y el representante más famoso del ultraísmo de Buenos Aires, movimiento poético que no era una simple derivación del ultraísmo español. Mientras este último dependía fundamentalmente de una moda literaria, el ultraísmo de Buenos Aires, según Borges, era el desarrollo natural de la tradición literaria hispánica: Nosotros, mientras tanto, sopesábamos líneas de Garcilaso, anda­ riegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbio, solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como las estrellas de siempre. Abominábamos de los matices borrosos del rubenismo y nos enarde­ ció la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algébrica for­ ma de correlacionar lejanías.

En este capítulo no vamos a tratar de la poesía de Borges, pero la cita es válida por lo que respecta al conjunto de su obra. Precisión, limpidez e intemporalidad son las cualidades estilísticas a las que aspiraba y que iba a perfeccionar. Pero transcurrió cierto tiempo an­ tes de que aplicara estos criterios a la prosa narrativa. En vez de cul­ tivarla directamente, se acercó al cuento por medio de los ensayos que reunió bajo el título de Inquisiciones (1925), donde ponía de

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LITERATURA HISPANOAM ERICANA

manifiesto los temas que más le preocupaban: la naturaleza del yo y del tiempo, la atracción del solipsismo para un hombre que tenía muy poca paciencia con las leyes objetivas que rigen el mundo físico y que evita la analogía orgánica. El ensayo es un género significativo a este respecto. Abstrae y generaliza, mientras que la novela particu­ lariza y es concreta. El ensayo contiene una argumentación. Los cuen­ tos de Borges a menudo asumen la forma de una argumentación o tesis. Guardan analogías con la lógica, pero con frecuencia se trata de una falsa lógica que es deliberadamente falsa. Y curiosamente a menudo ocurre lo mismo con sus ensayos, que simulan la exposi­ ción de una teoría cuando en realidad están apuntando a un cierto absurdo. Borges se siente más atraído por el idealismo que por el realismo porque el primero tiene mayores posibilidades imaginativas. Cree que el universo es ininteligible para la mente humana en muchos aspec­ tos importantes y por ello el idealismo le parece más fecundo en especulaciones creadoras. Así, en el relato «Tlón, Uqbar, Orbis Tertius» afirma que es inútil argüir que la realidad está ordenada: «Qui­ zá lo está, pero de acuerdo a leyes divinas, a leyes inhumanas... que no acabamos nunca de percibir». La obra de arte da al hombre la posibilidad de crear «un mundo más humano». Pero pasó cierto tiem­ po antes de que Borges se decidiera a elegir abiertamente el camino del arte. Después de Inquisiciones, publicó Discusión (1932) e His­ toria de la eternidad (1936), además de otros ensayos, antes de orien­ tarse definitivamente hacia él cuento. Cuando se publicaron sus pri­ meros relatos en el volumen Historia universal de la infamia (1935), los cuentos estaban basados en personajes históricos, en verdaderos criminales, aunque legendarios, como Billy el Niño. Borges llega, pues, al cuento por el camino del ensayo, de su interés por el idealismo y los problemas metafísicos, de una idea del arte como intuición, de un interés por el cine y del cultivo de la poesía. En 1935 y 1936 escribió sus primeros cuentos, aunque hasta 19^1 no publicó El jardín de los senderos que se bifurcan, volumen que más tarde incluiría en una edición aumentada de Ficciones (1944). Posteriormente publicó El Aleph (1949) y El hacedor (1960). Cada uno de los cuentos a los que tituló Ficciones es una pe­ queña obra maestra, cuya superficie engañosamente límpida enreda constantemente al lector en problemas. Saturadas de referencias lite­ rarias, a menudo tan cerca del ensayo como de la idea convencional que se tiene del cuento, las «ficciones» retan sin embargo a la cultura impresa a un nivel muy profundo, y tal vez sugieren su imposibili­

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dad. Las palabras dirigidas a Leopoldo Lugones al comienzo de El hacedor son significativas: Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton.

La Biblioteca se abstrae del flujo y nos ofrece un orden, un orden humano e incomprensible, como se nos dice en el cuento «Tlón, Uqbar, Orbis Tertius» que describe un planeta imaginario cuyo lengua­ je y hábitos mentales son idealistas, y que invierte los postulados de nuestro planeta en el que el lenguaje y la cultura se combinan para hacer increíble el idealismo. Borges construye un planeta en el que el idealismo es factible, luego nos muestra que es un produc­ to humano, la broma de un grupo de filósofos que sin embargo ope­ ran sobre la realidad y la transforman. A diferencia de un marxista, para quien la vida intelectual y la cultura sufren siempre la influen­ cia del oleaje de la historia y de sus leyes, Jorge Luis Borges se ocupa a menudo de la falsificación de la historia y de los hechos. Y en este aspecto la letra impresa y la palabra son enormenente importan­ tes. La letra impresa sugiere un significado. Tiene una disposición lineal. La «Biblioteca de Babel» consta de galerías simétricas con ana­ queles en los que hay exactamente el mismo número de libros con líneas de igual longitud e idéntico número de páginas. Aunque las letras de cada página sólo accidentalmente forman sentido, la simple existencia de los libros sugiere un sentido: Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi ju ­ ventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos.

La estructura lineal de un libro sugiere que nos conduce a alguna parte —a un sentido último— , pero en realidad sólo nos está llevan­ do a su propio fin, al silencio. Una y otra vez, el señuelo que arrastra a un hombre a alguna desatinada búsqueda del absoluto es un libro —el Quijote que Pierre Menard reproduce palabra por palabra en su intento de conseguir la interpretación perfecta (y por lo tanto la reiteración perfecta); la novela simétrica que Herbert Quain trata de escribir.4 ¿Constituye esta clase de búsqueda la consecuencia de la 4. Los «.lientos aludidos son «Pierre Menard, autor del Q uijote» y «Examen de la obra de Her­ bert Q uain», am bos de Ficciones.

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veneración humana por la letra impresa? Así lo parece. En «La muerte y la brújula» un detective que sigue la pista de un asesino encuentra el siguiente mensaje: «La primera letra del Nombre ha sido articula­ da»; lo cual le hace suponer (dado que es un experto en la Cabala) que deben articularse cuatro letras más para formar el pentagrama místico, es decir, cometerse cuatro asesinatos. Pero su candidez le conduce a caer en una trampa, ya que la cuarta víctima es él mismo. La historia es análoga a la lectura de un libro. Empezamos nuestra búsqueda con la primera línea y aspiramos a que se complete, a que se termine nuestra lectura, pero terminar el libro es terminar nuestro sueño voluntario. La consumación o terminación es una especie de muerte. En la imaginación de Borges el libro es muy semejante al labe­ rinto, aunque este último es una obra aún más premeditada y arbi­ traria. El único objeto de un laberinto es llegar al centro, y el centro no significa nada, excepto la terminación del recorrido y la compren­ sión de un orden o esquema. Hay una analogía obvia con la existen­ cia humana en la que la «meta» es la muerte. Llegar a la meta y entender el camino recorrido es morir. La mayor parte de los cuentos de Borges culminan en este punto, cuando el protagonista «com­ prende» el conjunto, y por medio de este acto de comprensión cono­ ce también que está condenado. El detective Lonnrot en «La muerte y la brújula» comprende que la serie de crímenes es una complicada trampa en el momento justo en que van a matarle. En «El jardín de los senderos que se bifurcan» el protagonista chino comprende la intención de la gran obra de su antepasado en el momento en que debe matar a Albert, el hombre que le ha revelado la clave. La comprensión y la muerte son a menudo simultáneas. Así, en «El muerto»: Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, por­ que para Bandeira ya estaba muerto. Suárez, casi con desdén, hace fuego. Y también en el desenlace de la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz»: Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; com­ prendió que el otro era él.

Las palabras «comprender» o «sentir» aparecen a menudo en estos párrafos finales en los que la lucidez total significa o bien el fin o bien la repetición sin fin (que es como la muerte).

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La «ficción» se convierte en el «consuelo secreto», que, sin embar­ go, no puede interrumpir el fluir del tiempo, como dice el autor en un ensayo que tituló «Nueva refutación del tiempo» (1947): Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astro­ nómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino... no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversi­ ble y de hierro. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamen­ te, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

La novela y el cuento realista acompañan este fluir, mientras que la ficción de Borges nos abstrae de él. Por eso, ya en la primera parte de su carrera, declaró que una novela debería ser «un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior».5 En este texto la palabra clave es «juego», que no debe entenderse tan sólo como un ejercicio recreati­ vo, sino también como un conjunto de objetos, cuyos elementos pue­ den romperse, recomponerse y ofrecer así nuevas visiones. Si la existencia en el tiempo no es ilusoria, lo mismo puede de­ cirse del principio de individuación, que es la fuente de las ilusiones y de los errores humanos. Como Schopenhauer, Borges cree que las diferencias individuales pertenecen al mundo de la voluntad. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine el género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón; yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres.

El cuento del que procede esta cita, «La forma de la espada», trata de un hombre que cuenta una historia como si fuese la víctima, cuando en realidad fue el traidor. En «Los teólogos», los dos teólogos rivales que han consagrado sus vidas a refutarse sus teorías el uno al otro, cuando llegan al cielo descubren que son el mismo hombre a los ojos de Dios: «el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el abo­ rrecido, el acusador y la víctima» eran la misma persona. Las tinieblas, la ignorancia, los productos desesperados que cons­ truyen los individuos producen la ilusión de complejidad y variedad. 5.

«El arte narrativo y la m agia». Discusión, Buenos Aires, 1932, página 119-120.

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«El tiempo en la oscuridad parecía más largo», escribe Borges en «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto», y en «La muerte y la brújula», la casa que registra Lónnrot parece mayor de lo que es debido a su simetría, a los espejos, a su propio cansancio. El laberin­ to —la imagen central de tantos relatos de Borges— en «Abenja­ cán», «El jardín de los senderos que se bifurcan», «La casa de Asterión», es como una tela de araña, pero una tela de araña que han construido los mismos hombres para que fuera la causa de su propia muerte. Son programas de existencia en el tiempo, pero terminan con la muerte de los constructores, y sólo el lector, o el escritor, co­ noce todo su plan. Las «ficciones» son el mayor logro de Borges. El hacedor lleva el mismo sello, pero las narraciones en prosa están casi intolerable­ mente condensadas, hasta el punto en que llegan a convertirse en poemas en prosa. En ellas, la idea de la fatalidad, de la repetición inútil, es aún más intensa. El espejo es el símbolo clave de El hace­ dor\ como el laberinto lo era de las «ficciones». En «La trama», un gaucho repite sin saberlo las palabras de César cuando cae asesinado: «Pero, che». «Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena». En «Los espejos velados» escribe: Yo conocí de chico ese horror de una duplicación o multiplica­ ción espectral de la realidad, pero ante los grandes espejos. Su infali­ ble y continuo funcionamiento, su persecución de mis actos, su pantomina cósmica, eran sobrenaturales entonces, desde que anochecía.

Lo que recoge el espejo es lo efímero, la imagen de un ahora que se borra fácilmente. Fuera de la masa de las imágenes efímeras, unas pocas sobreviven, se transforman en mitos, se convierten en Don Quijote o en el Infierno.' «Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro», escribe en «Borges y Yo». Y en las páginas de El hacedor hay una cierta nostalgia de lo que se pierde. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?

Y ésta es en fin de cuentas la importancia de la ficción, porque salva algo que de otro modo se perdería, al menos durante el tiempo que dura su lectura.

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3.

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EN BUSCA DE UN ALMA

El decenio de los treinta en la Argentina fue un período difícil. En el poder se encontraba una oligarquía derechista que sólo retro­ cedió en los años cuarenta para ceder su lugar al movimiento po­ pulista de Perón. Muchos intelectuales se sentían en una posición insostenible, entre un orden que no les gustaba y la amenaza de unos movimientos populares que eran totalmente antiintelectuales. Fue un tiempo de soluciones desesperadas. Ernesto Sábato se convir­ tió en un anarquista. Leopoldo Marechal (1900-1970) y Eduardo Mallea se lanzaron a viajes interiores, «espirituales», el primero dedican­ do más de diez años a trabajar en una gran novela épica de búsque­ da, Adán Buenosayres, que no se publicaría hasta 1948. Los proble­ mas sociales, políticos y culturales de la Argentina se interiorizaban aquí en un personaje microscópico, Adán, quien entre su despertar y su separación de la unidad original y su sueño, al final de la nove­ la, se lanza a la búsqueda de una perfección platónica. La novela se divide en tres partes: primero, la salida del héroe a las calles de Buenos Aires, donde conoce una gran multiplicidad de experiencias. En esta parte los diálogos «platónicos» se suceden a medida que el héroe discute sobre la vida, la literatura y la filosofía con un «astrólo­ go», Samuel Hessler, y con un grupo de «Martinfierristas», a quienes acompaña a las afueras de Buenos Aires. El autor ha indicado que esta expedición representa toda la historia de la Argentina, a partir de su formación geológica (e incluye el descubrimiento de un caba­ llo muerto). La segunda parte de la novela es una biografía espiri­ tual que Adán llama su «Cuaderno de Tapas Azules», en el que se revela que la perfección está, como la virtud suprema de Dante, en­ carnada en la figura de una mujer, la «celeste» Solveig. En la última parte de la novela el autor desciende al infierno de Cacodelphia, en cuyos círculos están todos los habitantes de Buenos Aires.6 La visión de Marechal es cristiana y platónica, y la estructura de la novela imita deliberadamente la de la Divina Comedia y la de la epopeya griega. Abundan las alusiones clásicas. Adán, en su «des­ censo» a la ciudad, se encuentra con Polifemo, Circe y las sirenas, convertidos en habitantes de Buenos Aires. Tiene a su Beatriz —Sol­ veig— que existe al mismo tiempo como un ser terreno y como un ideal. La desilusión que le produce la Solveig terrena es lo que le 6. «Descenso y ascenso del alm a por la belleza», Revista de b Universidad de Buenos Aires, abril-junio de 1950, págs. 521-546.

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hace renunciar a su búsqueda del ideal y emprender la «ascensión». Ello implica un «juicio final» sobre toda su existencia y la «muerte» de sus yos anteriores. Antes de que termine la novela, Adán es guiado por el demiur­ go Schulze por el infierno de Buenos Aires, donde algunos de sus personajes más típicos —las personalidades políticas de la oligarquía, «El Gran Oracionista», «Potenciales», etc.— están condenados. Estos últimos son los que pudieran haber sido, hombres como Don Brandán, que viven en un ilusorio pasado gaucho. ¿Dónde están los establecimientos ideales, las estancias maravillo­ sas que yo fundé o habría fundado en el sur, distribuyendo mis tie­ rras entre los colonos que'trabajaban como ángeles y proliferaban co­ mo bestias, no sin que una y otra función les dejara el tiempo necesa­ rio para leer a Virgilio y meditar la Política de Aristóteles?

La sátira tal vez sea un poco gruesa, pero la inmensidad del pro­ yecto, el vasto despliegue de personajes y el conjunto de la visión hacen que Adán Buenosayres sea un impresionante experimento. La armazón platónica es esencial en la obra de Marechal, porque considera las cuestiones metafísicas más importantes que las estéticas o sociales. En 1966 publicó una novela que es en realidad una conti­ nuación de los diálogos socráticos ,que tanto relieve alcanzan en Adán Buenosayres y que siempre le han interesado. Su título era El ban­ quete de Severo Arcángelo (1966). La lección de la estructura socráti­ ca significa que hay una dialéctica más que una trama argumental, y la novela nunca desciende del remoto mundo de los conflictos y resoluciones intelectuales. Quizá las novelas de Marechal represen­ tan ese raro fenómeno que es la novela religiosa o metafísica.

4.

E d u a r d o M allea (1903-1982)

Nacido en Bahía Blanca, «una ciudad relativamente grande, de mucho movimiento comercial: tres puertos ofrece al mar, posee una base marina, silos, elevadores de granos y un tenue labio gris donde faenan los pescadores»,7 Mallea se formó en un período de gobierno radical que terminó en 1930 con la restauración de una oligarquía conservadora que iba a durar hasta la era de Perón. Como era de esperar en un miembro de una familia liberal y provinciana, adoptó 7.

«D e la soledad», en Odas para el hombre y la mujer, Buenos Aires, 1929-

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una actitud crítica ante la especiosa y hueca sociedad en que vivía. Publicó su primer libro de relatos, Cuentos para una inglesa deses­ perada, en 1926, pero sus obras más importantes se publicaron mu­ cho más tarde y surgieron como consecuencia de unas fuertes ten­ siones: Un libro sólo existe en la medida de la resistencia que inicialmen­ te provoca. En la pugna entre la obra y el desconcierto triunfa el más fuerte: un libro que resiste a esa prueba ordena poco a poco el des­ concierto y acaba sometiéndolo a su ley.8

Intensamente preocupado por la naturaleza de la Argentina y por las relaciones de los individuos con las fuerzas sociales, Mallea escri­ bió muchos ensayos y novelas de tipo ensayístico sobre estos temas, como Historia de una pasión argentina (1935), La vida blanca y Co­ nocimiento y expresión de la Argentina. Entre sus novelas de bús­ queda figuran La bahía del silencio (1940), Las Aguilas (1943) y La torre (1951). Sitúa la división crucial de categorías que separa a los individuos entre «lo visible» y «lo invisible», entre lo superficial y lo profundo; lo «visible» incluye los falsos valores sociales y la vida de sociedad que impiden el conocimiento de uno mismo:9 «la vida blanca», como lo llama en su ensayo:10 Nuestra caridad es una caridad blanca, y nuestra educación una educación blanca, y nuestra arquitectura una arquitectura blanca y nuestra devoción una devoción blanca, y nuestra literatura una litera­ tura blanca, y nuestro pensamiento general de las cosas un pensa­ miento blanco también.

Debido a esta superficialidad de la vida nacional, la búsqueda de la autenticidad —llevada a cabo por medio de la literatura— es una cuestión necesaria y urgente y pasa a ser el tema de muchas de sus novelas. Personajes como Tregua en La bahía del silencio, como Roberto Ricarte en La torre, son proyecciones del yo y deben pasar por un proceso de rechazo de un «cosmopolitismo progresista y visi­ ble» porque la autenticidad no va a encontrarse en esa fácil prosperidad, en ese progreso amonedado que constituye la naturaleza de las napas turbulentas de la metrópoli, que constituye 8 John H. R. Polt, «The writings o f Eduardo Mallea», Umversity o f California Pubhcations in Modem Philology, Berkeley y Los Ángeles, 1959. 9. E. Mallea, Notas de un novelista, Buenos Aires, 1954, pág. 103. 10. La vida blanca, 2 .a ed ., Buenos Aires, 1960.

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la voz adjetiva de hombres absolutamente desprovistos de gravitación sustancial.11

Contra esto preconiza la idea de una aristocracia natural de hom­ bres que no estén sujetos a motivaciones bajamente materiales: Sólo una elegancia me importaba, sobre cualquier otra, y era la elegancia del alma, esa forma de dignidad, esa forma de desprecio por la parte vil y predatoria de la vida, ese señorial desinterés en la lucha por la vida.12

No cae en la cuenta de que ese aristocrático despego a menudo presupone una base económica sustancial. Sin embargo, a pesar de esta posible reserva, La bahía del silencio es explicable si pensamos en la historia de un país como la Argentina, con inmigrantes que se enriquecen rápidamente y que sólo se consideran como las vícti­ mas más propicias a la expoliación. En este ambiente, ser «desintere­ sado» era evidentemente un gesto diferencial significativo. Mallea, como su padre, se sentía a sí mismo como una influencia civilizadora en un mundo por desbastar. En Las Águilas y en La torre, dos novelas en las que aparece la familia de terratenientes de los Ricarte, se contrasta el edificio mate­ rial «externo» de la hacienda, «Las Aguilas», y la «torre» espiritual que construye Roberto Ricarte.13 No obstante, las novelas más interesantes de Mallea no son aque­ llas en las que objetiva su propia búsqueda de la autenticidad, sino las que pintan personajes más variados. En Fiesta de noviembre (1938), Todo verdor perecerá (1941), Los enemigos del alma (1950) y Chaves (1953), hay una ruptura con esta situación de la búsqueda directa. Fiesta de noviembre, a pesar de ser una de sus obras prime­ rizas, es la que tiene una estructura más elaborada (Mallea siente poco interés por los experimentos formales), ya que el novelista mezcla tres historias: en la primera, la señora Rague (la Argentina visible) celebra una fiesta social; en la segunda, su hija Marta y el pintor Lintas se encuentran y conversan (ambos representan a «la Argentina invisible»). La tercera historia trata del asesinato de un escritor (Lorca) en un país extranjero no identificado, y nos recuerda que la no­ li. 12.

Meditación en la costa, Buenos Aires, 1939. De Im bahía del silencio, citado por Polt, op. cit.

13- Algunos jóvenes argentinos han atacado a Mallea acusándole de «mixtificación». Puede verse un comentario sobre estas críticas en E. Rodríguez Monegal, Narradores de esta América, I, Montevideo, 1969, págs. 258-269.

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vela se escribió cuando el fascismo triunfaba en buena parte de Euro­ pa. La novela es un buen ejemplo del estilo narrativo de Mallea en el cual predominan los tiempos pasados. No hay el menor intento de buscar una mayor inmediatez. En vez de ello, los hechos se rela­ tan como una historia, como un pasado. Este es, por ejemplo, el comienzo de la novela:

El treinta de noviembre, justamente a las ocho de la noche, las celosías que daban a los dos flancos, sobre las dos calles, fueron cerradas. La residencia quedó así como un continente de temperatura mu­ cho menos elevada que el creciente sofoco de la ciudad, y el asedio exterior de esta ola calurosa pareció apretar, concentrar en el come­ dor, los salones, las habitaciones altas, el fresco olor costoso y señorial de las magnolias, los geranios, las fresias, los claveles, la «rosa mundi» y los primeros jazmines de la temporada. Todavía sonaban las ocho en el ronco reloj Tchang del primer piso.

La prosa traza efectivamente toda una geografía de esa «Argenti­ na visible» separada del resto del mundo, artificial, antinatural y ri­ ca. Marta y Lintas van a separarse físicamente de ella abandonando la fiesta y exponiéndose así al mundo exterior y a su violencia poten­ cial. Al obrar de este modo se encontrarán a sí mismos. En Todo verdor perecerá y Chaves, Mallea introduce otro tema que es fundamental en su obra y que ya había tratado en los cuentos que publicó con el título de La ciudad junto al río inmóvil (1936). Se trata del tema del aislamiento y de la falta de comunicación. Cha­ ves, hombre silencioso de por sí, durante la crisis de su vida trata de romper la barrera que le separa de los otros hablando, pero ha­ blando no consigue devolver la vida a su esposa moribunda, y vuelve a hundirse en el silencio y en el aislamiento: «bajó de las palabras a la llanura de su soledad». En Todo verdor perecerá el tema del aislamiento asume propor­ ciones hiperbólicas en la historia de Agata Cruz, una mujer que ha­ bía sido incapaz de comunicarse con su padre viudo, cuyo desgracia­ do matrimonio sólo contribuye a aumentar su sensación de soledad y que después de la muerte de su marido tiene una aventura con el desvergonzado Sotero, quien la abandona. Sumida en la desespe­ ración, se enfrenta con su soledad esencial. «Dios, ¿cuándo encon­ traré quien hable mi lenguaje?» Su vida termina en una locura soli­ taria, perseguida por los niños de la ciudad en que vive. Mallea se diferencia de la mayoría de los novelistas contemporá­

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neos en que sus novelas son novelas de tesis y en algunos casos bor­ dean el ensayo. Mallea y Marechal, aun siendo escritores muy distintos —como también Borges— se caracterizan por su erudición ecléctica de una tradición literaria hispanoamericana, que empezó con Bello, que pa­ sa por el modernismo y que culmina en su obra y en la del cubano Lezama Lima. Son hombres que, como dice Borges, pertenecen a la cultura occidental, y que, sin embargo, como los judíos, están fuera de ella.14 Su erudición a veces sorprende y extraña al europeo. Borges, por ejemplo, proclama la deuda que tiene con un grupo de escritores ingleses que son muy poco conocidos por los ingleses con­ temporáneos; cita a Stevenson, a sir Thomas Browne, a Chesterton. El mundo literario de Marechal pertenece a los períodos clásico y medieval, de Homero a Dante, pero con una mixtura de James Joyce y de los vanguardistas europeos de los años veinte. Mallea tiene una especie de buen gusto europeo que no estaría desplazado en Proust o en Oscar Wilde. Dejando completamente aparte los valores positi­ vos de su obra, hay toda una faceta en ellos de guardianes de una cultura que les ha llegado por medio de libros y que queda desvin­ culada de sus orígenes. En la desarraigada Argentina este eclecticis­ mo es casi una manera de vivir. En Cuba, el contraste entre la erudi­ ción de un Lezama Lima y los cubanos anteriores a la revolución, semianalfabetos o plenamente analfabetos, para quienes la letra im­ presa no existía, era aún más intenso.

5.

J o sé L eza m a L ima

José Lezama Lima (1912-1976) pertenece propiamente al período prerrevolucionario, aunqüe su novela principal, Paradiso (1966), apa­ reció después de la revolución. Era un poeta formado en el curso de los años cuarenta, período durante el cual dirigió la revista Oríge­ nes y escribió poesía hermética impregnada de misticismo católico. El suyo era el «hortus conclusus», la «pradera oscura». En esta época Cuba vivía bajo la violencia y la dictadura. Muchos escritores se en­ contraban en el exilio. Los que se habían quedado, como Lezama Lima, se sentían asediados. El se encerró en un mundo de mitos y tradiciones literarias hecho de lecturas fortuitas, especialmente en el campo de la literatura neoplatónica. Frente a las limitaciones de una 14.

J . L. Borges, The Spamsk Language w South America: A Uterary Proble m, Londres. 1964.

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sociedad injusta, veía el arte como una esfera de libertad y al poeta como el «engendrador de imágenes». «El sujeto metafórico actúa pa­ ra producir la metamorfosis hacia la nueva visión», escribió.15 Como Marechal, Lezama Lima utiliza los mitos, y el título Paradiso que dio a su novela es una doble alusión a la inocencia bíblica y al objetivo de Dante. La novela trata de una niñez y una adoles­ cencia, pero el escritor se niega a establecer una estructura biográfi­ ca, evolutiva. Lo que sí hay en cambio es un texto denso, poético, sin más continuidad que la relación que guarda con el escritorprotagonista, José Cerní. El autor nos lo presenta sudando y febril durante una enfermedad de su niñez; luego nos trasladamos a Jacksonville, en los Estados Unidos, donde su madre había vivido cuan­ do era niña; ahora estamos en La Habana durante el noviazgo de sus padres. Hay también largos diálogos entre los amigos estudiantes de Cemi, Foción y Fronesis. Pero estos incidentes son simplemente puntos de partida para lo más sustancial, que es en parte una des­ cripción y una evocación poéticas, y en parte un debate sobre el pro­ ceso creador. La novela escapa constantemente al reino de lo maravilloso. En una escena, por ejemplo, un guitarrista toca en la parte trasera de un coche y como Orfeo transforma todo el mundo natural: La palabra eternidad aparejó un sopor, dando comienzo a un in­ menso ejército de tortugas verdes en parada descanso. Tortugas con el espaldar abombado, durmiendo con algas y liqúenes sobre el escu­ do. Dentro de una niebla de amanecer, los chinos aguadores comen­ zaban a regar las lechugas. El desprendimiento de los vapores hipnó­ ticos de la lechuga, hacía que los chinos manoteasen la niebla, se recostasen en ella con una elasticidad de sala de baile o lanzasen sus palabras pintadas de azul. La inmensa legión de lechugas, montadas en tortugas inmóviles; era el primer sembradío de la eternidad.

Una simple canción popular nos lleva al mundo fantástico de la creación de mitos. Tortugas, lechuga, chino, son palabras completa­ mente liberadas de las asociaciones cotidianas y ahora son libres para dar forma a una fantasía inspirada por la música. Este mundo de lo fantástico está siempre muy cerca de la superficie de la novela. Puede descubrirse en cualquier momento gracias a un encuentro ca­ sual, una súbita yuxtaposición de palabras o de hechos. La realidad, por otra parte, es muy violenta. Mientras el guitarrista canta y evoca 15.

«Mitos y cansancio clásico», en La expresión americana, Madrid, 1969, pág. 15.

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la fantasía antes citada, el conductor del coche en el que van él y Alberto Olaya se estrella contra un dique y Alberto muere. La nove­ la se inicia con la enfermedad de José Cerní; el coronel, su padre, muere inesperadamente a causa de la gripe; su madre sufre una ope­ ración para extirparle un fibroma (que es minuciosamente descrita); el hermano de Alberto, Andrés, muere en un ascensor después de dar un concierto de violín; el diálogo de Fronesis y Foción se desarro­ lla con un trasfondo de violencia, con las tropas atacando a los estu­ diantes de la universidad. La violencia de la realidad se hace mítica y como ensoñada. El sueño informa toda la realidad y la novela re­ cuerda constantemente una unidad primitiva anterior a la división del mundo en categorías y a la separación de la imaginación de la acción, del individuo del universo. Como Cortázar fue el primero en observar: A Lezama no le importan los caracteres, le importa el misterio total del ser humano, «la existencia de una médula universal que rige las series y las excepciones». De ahí que los personajes en los que el autor está más comprometido vivan, actúen, piensen y hablen de conformidad con una poética total.16

Cortázar admira a Lezama Lima por la «inocencia» y la «libertad» de su obra y declara: «A Lezama hay que leerlo con una entrega previa al fatum, así como subimos al avión sin preguntar por el color de los ojos o el estado del hígado del piloto». De ahí que se requiera una nueva actitud crítica para estar a la altura de una obra que co­ mo, Tristram Shandy o The Anatomy o f Melancholy, ocupa una zo­ na misteriosa que está más allá de las categorías normativas de la literatura.

6.

LO REAL MARAVILLOSO

Escribiendo sobre un viaje a Haití efectuado en 1943, Carpentier decía: A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera donde todavía 16. 'xico, 1967.

Ju lio Cortázar, «Para llegar a Lezama Lima», en La vuelta al dta en ochenta mundos. Mé-

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no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cos­ mogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en la historia del Continente.17

«Lo real maravilloso» no es tanto una «escuela» literaria como una convicción sostenida por cierto número de autores de que la «reali­ dad» americana tiene un carácter distinto de la de Europa. Los prin­ cipales representantes de esta corriente —el cubano Alejo Carpentier, el guatemalteco Miguel Angel Asturias y el paraguayo Augusto Roa Bastos— proceden todos de países latinoamericanos pequeños que nunca han conocido la organización masiva de la gente en fábri­ cas, la clasificación de los seres humanos para conseguir una eficiente potencia laboral. Proceden de zonas preindustriales, y este factor ha­ ce que sea importante distinguirles de los surrealistas que también exaltaban «lo maravilloso», pero que lo hacían como reacción ante una sociedad industrializada que había impuesto sus normas grises y mecanizadas. Tanto Asturias como Carpentier estuvieron en París durante los años del movimiento surrealista, pero ambos interpreta­ ron lo «maravilloso» de una manera que es sustancialmente distinta de la de los surrealistas o de la de «lo real maravilloso» del futurista Massimo Bontempelli.18

7.

A lejo C a r pen tier (1904-1980)

Alejo Carpentier es un cubano de segunda generación, con orí­ genes franceses y rusos, musicólogo profesional que escribió una his­ toria de la música cubana y que siempre se ha interesado por la com­ posición musical, interés que se refleja en los leitmotiv musicales de varias de sus novelas y cuentos. Formó parte de un grupo de intelec­ tuales cubanos que participó activamente en política en los años vein­ te, por lo cual sufrió un breve período de encarcelamiento en 1928. Durante esta época mantuvo relaciones con el movimiento afrocubano, escribió varios poemas afrocubanos, una «pasión» negra que se representó en París y una novela documental sobre el afrocubanismo19 17. En un ensayo publicado como introducción a El remo de este mundo, México, 1967 y que figura en un volumen de ensayos. Tientos y diferencias. México, 1964. 18. Massimo Bontempelli, L'aventura novecentista. Selva polémica 1926 1938, Florencia, 1939, usó el término «realismo mágico». Para una interpretación más completa de El remo de este mun do, véase el artículo de Emil Volek, «Análisis e interpretación de El remo de este mundo de Alejo Carpentier», en Ibero-Americana Pragensis, (1967). 19. La «santería» es una forma cubana de transculturación de la religión africana.

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que se publicó con fotografías en 1933. Se trata de Ecué-Yamba-O, obra que todavía conserva interés documental aunque sea muy poco característica de su estilo posterior. Después de publicar Ecué-YambaO, durante una serie de años al parecer escribió poco. Cuando de nuevo volvió a empezar a escribir sus novelas y cuentos se basaron en viajes y tenían la estructura de la búsqueda. La primera de estas obras que apareció fue la nouvelle Viaje a la semilla, que invierte el orden cronológico y biográfico habitual y relata la vida de un lati­ fundista cubano desde su lecho de muerte hasta su nacimiento, y luego incluso retrocediendo aún más hasta los orígenes anteriores a la existencia humana. Es un cuento divertido, como un chiste largo, aunque muestra ya su afición a las enumeraciones y al detalle, rasgo que iba a ser característico de él. En 1943 Carpentier visitó Haití, se interesó por la historia de las revueltas de los esclavos a fines del siglo XVIII y por Henri Christophe, el rey negro. En 1949 publicó El reino de este mundo, que, aunque se ambienta en el período inmediatamente anterior y posterior a la revolución francesa, no era una novela histórica en la aceptación usual del término. Para empe­ zar, se tomaba grandes libertades con la historia. La novela saltaba radicalmente desde la rebelión de Mackandal a la historia de Henri Christophe, sin mencionar la subida al poder y la caída de Toussaint Louverture. La novela se divide en cuatro períodos que están elegi­ dos para subrayar la crítica que hace Carpentier de los «órdenes» ex­ traños: el decenio que empieza en 1760, cuando Mackandal se rebe­ ló contra los franceses; el comienzo de la revolución francesa hasta 1802; la caída de Henri Christophe en 1820 y el período inmediata­ mente posterior a la muerte de Christophe. La unidad entre estos períodos es temática, pero también están enlazados por el hecho de que el negro Ti Noel, esclavo doméstico, aparece en cada uno de ellos. De este modo lo^. hechos se subordinan al esquema del autor y la novela oscila entre lo «europeo» y lo «africano»; los hechos se filtran a través de la conciencia de Ti Noel, que está en el margen de ambos mundos, el de la familia Lenormand Mézy, en cuya casa es esclavo doméstico, y el mundo «africano» de Mackandal, el rebel­ de fugitivo. Pero, desde las primeras páginas, es el mundo racional y cerebral de la cultura francesa el que se presenta bajo un enfoque más crítico. Así, Ti Noel contempla cuatro cabezas-europeas de cera en el escaparate de la barbería: Aquellas cabezas parecían tan reales —aunque tan muertas, por la fijeza de los ojos— como la cabeza parlante que un charlatán de

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paso había traído al Cabo, años atrás, para ayudarlo a vender un eli­ xir contra el dolor de muelas y el reumatismo. Por una graciosa ca­ sualidad, la tripería contigua exhibía cabezas de terneros, desolladas, con un tallito de perejil sobre la lengua, que tenían la misma calidad cerosa, como adormecidas entre rabos escarlatas, patas en gelatina y ollas que contenían tripas guisadas a la moda de Caen.

Por su misma proximidad, las cabezas de las pelucas de última moda y las cabezas de los terneros se identifican. Pocos años des­ pués, los revolucionarios europeos cortarían las cabezas de sus ene­ migos, como para cercenar la sede de la razón. La revolución triunfa, y con ella los sueños de espontaneidad, de imitar al buen salvaje, pero también este sueño se ve como gro­ tesco. Paulina Bonaparte, casada con el general Lederc, llega a la isla, con la cabeza llena de novelas románticas: Y así iba pasando el tiempo, entre siestas y desperezos, creyéndo­ se un poco Virginia, un poco Atalá, a pesar de que a veces, cuando Leclerc andaba por el sur, se solazara con el ardor juvenil de algún guapo oficial.

La violencia y la muerte destrozan este sueño y obligan a Paulina a volver apresuradamente a Francia. Finalmente está el sueño de Henri Christophe, su imperio y el castillo de Sans Souci, que son simples reflejos de Luis XIV y de Versalles, imitaciones mecánicas, construi­ dos gracias a los trabajos forzados de sus súbditos negros y tan aleja­ dos de sus creencias como el antiguo régimen. Todo lo que queda del imperio de Henri Christophe después de su muerte y del pillaje subsiguiente es la casaca verde del rey, que se lleva Ti Noel, quien da órdenes al viento. La novela termina con el regreso de Ti Noel a la hacienda ahora vacía de Lenormand y con la llegada de la nueva clase de los mulatos, que se apoderarán de ella. El acoso (1958) es la novela que refleja con mayor fidelidad la atmósfera de la Cuba de los años cincuenta, el inflexible círculo de represión y violencia. Sin embargo, está tan lejos como las demás novelas de Carpentier de ser una novela documental. La partitura sinfónica impone un esquema que es análogo al de la tela de araña, en la cual, el protagonista, el «acosado», cae prisionero. La sinfonía termina, el «acosado» muere a manos de los estudiantes a los que ha traicionado, completamente incapaz de evitar su destino. Los pasos perdidos, de 1953, volvía al tema de la búsqueda, aun­ que no se trataba de una novela histórica. Basada en un viaje que

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Alejo Carpentier efectuó durante su estancia en Venezuela, es, como El acoso, una obra que refleja la claustrofobia y las frustraciones del régimen de Batista. Y, como todas las novelas de Carpentier, está muy cerca de la alegoría. La historia trata de un sofisticado músico que trabaja en partituras para películas en un gran país industrial; de su esposa, actriz de éxito, que interpreta una obra interminable; y de su amante, Mouche, que vive de la astrología. Este trío repre­ senta la corrupción del arte en el mundo occidental. El músico em­ prende un viaje a un país latinoamericano que no tiene nombre en busca de primitivos instrumentos musicales. Este viaje será como un buscar sus pasos perdidos y le va a llevar primero a una capital lati­ noamericana en la que se produce un levantamiento revolucionario y en la que, durante la huelga y la lucha, la selva vuelve a invadir la ciudad; luego, al refugio de un artista, lejos de la revolución, en las montañas, donde los alienados pintores indígenas hablan nostál­ gicamente de París; y por fin a la misma selva, acompañado por una expedición que busca un lugar tan apartado de la civilización que allí sea posible construir la Utopía. Los tres puntos no nombrados que señalan el ámbito del músico son Europa y la cultura europea a la que el músico pertenece (está escribiendo una partitura para el Prometheus Unbound y mientras está obsesionado por recuerdos de la novena sinfonía de Beethoven); Norteamérica, cuyos ritmos urba­ nos son tan distintos del ritmo natural, y cuya cultura se ha converti­ do en un mero mosaico de fragmentos. En tercer lugar está el mundo de la selva, no un mundo primiti­ vo, ya que incluso la vida llamada «salvaje» es sumamente compleja, pero sí un mundo que todavía conserva vigor creativo y variedad. Pero a diferencia de los otros miembros de la expedición de la selva —la mujer, Rosario, de la que se enamora, el Adelantado, el misionero— el músico1no puede vivir lejos de la «civilización». Un helicóptero le saca de la selva, y cuando, unos meses después, trata de volver a encontrar a Rosario, no consigue encontrar de nuevo la brecha en el muro del bosque que le conducirá a donde está ella. Reconoce que está separado de ella por la historia. Ella no sabe nada de la historia; el Adelantado quiere volver a empezar en el mismo comienzo; pero el músico debe situarse a sí mismo no en el pasado, sino en su propio tiempo e incluso un poco más allá. En resumen, debe estar en «vanguardia». Pero el conflicto se produce cuando la vanguardia ha perdido contacto con lo orgánico y lo arquetípico. En este aspecto, Europa y Norteamérica representan peligros. La Europa que recuerda el músico no es simplemente la de Beethoven, sino

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la de la segunda guerra mundial. El sentimiento y el arte han que­ dado separados de la acción y de la razón. Norteamérica es una cul­ tura estéril, urbana y comercializada, completamente desvinculada de la creatividad. Pero volver a los pasos perdidos tampoco puede ser la solución, ya que el artista es incapaz de vivir en el pasado. El problema no se resuelve al final de la novela. Y quizá no se re­ suelve porque era el propio dilema de Carpentier, y sobre todo el dilema de los cubanos. En este período La Habana era una imitación de una ciudad de los Estados Unidos, con fuertes vínculos que le unían a Europa y con la cultura subterránea del esclavo negro que se iba infiltrando. Esta última tenía aún vigor creativo, y tal vez Los pasos perdidos era en este sentido una advertencia que Carpentier se hacía a sí mismo: la fuerza creadora ha de preservarse sin volver a la prehistoria. Pocos años después de la publicación de esta obra Cuba estaba al borde de un cambio tan radical que las estructuras del pasado serían barridas, la influencia norteamericana y europea virtualmente eliminada por el bloqueo, y el artista cubano quedaría así reducido a sus propios recursos. En este período posrevolucionario, Carpentier publicó una de sus más grandes novelas, El siglo de las luces (1962), ambientada en el período revolucionario francés. Al igual que muchas otras de sus no­ velas, tiene una estructura de búsqueda, y como en El reino de este mundo el tema es el hundimiento del «siglo de las luces», con la revolución francesa. Pero los sucesos históricos también están relacio­ nados con las vicisitudes de una familia: el hijo, la hija y el sobrino de un comericante cubano, que quedan huérfanos al morir éste cuan­ do los franceses pierden su autoridad al producirse el colapso de la monarquía. Los jóvenes —Carlos, Sofía y el primo de ambos, Esteban— pasan a ser los únicos dueños de las mercancías de su pa­ dre y entusiasmados por esta libertad de que gozan, saquean Europa para divertirse, comprando todo lo que se les antoja y almacenándo­ lo en su enorme casa. En el momento en que la libertad se está con­ virtiendo en desenfreno, aparece un salvador, el masón haitiano Víc­ tor Hugues, que les toma bajo su tutela. Al estallar la revolución francesa, sale de Haití con Sofía y Esteban, pero Sofía se ve obligada a regresar debido a la violencia de los acontecimientos y los dos hom­ bres van a Europa sin ella. Esteban busca un sentido a la revolución francesa, pero no tarda en ver cómo el movimiento revolucionario degenera en una burocracia inane. Y Victor Hugues degenera al com­ pás de la revolución. Cuando embarca de nuevo rumbo a las Anti­ llas junto con Esteban para ser el nuevo gobernador de Guadalupe,

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se lleva consigo la guillotina, justificándolo con el argumento de que también lleva un decreto que emancipa a los esclavos. Aun con la caída de Robespierre, la situación no cambia. Victor Hugues se con­ vierte en el rey sin corona de la isla, dedicándose a la piratería y manteniendo muy sujeto al cada vez más desilusionado Esteban, hasta que éste recobra la liberad al ser enviado con una misión a Cayena. Esteban no encuentra una utopía social en la revolución francesa. Al caos sigue el autoritarismo, las instituciones resurgen de las ceni­ zas de las antiguas. Sólo cuando recorre las islas con los bucaneros y ve la prodigiosa y enigmática creatividad de la naturaleza, los he­ chos humanos, vistos a la escala temporal de la creación, adquieren su verdadero significado. Hacia el final de sus andanzas con Victor Hugues, Esteban se sitúa a sí mismo en el lapso de tiempo de la historia natural, elevándose de las cerradas espirales que circunscri­ ben una única vida, para observar con la visión de un Dios la vida oceánica, la lenta transformación de las nubes o las conchas. En la segunda parte de la novela Sofía pasa por una experiencia similar de esperanza y desilusión. En las novelas de Carpentier no hay análisis psicológico porque su visión es demasiado amplia para abarcar el detalle de la vida hu­ mana. Nos habla, más que de los individuos, de los arquetipos —el Libertador, el Opresor, la Víctima— , más que de su vida, de todo un período histórico. El mismo estilo en que está descrita la novela representa la alusión de lo concreto al concepto universal. Así, por ejemplo, la bola con que jüegan Esteban y Sofía pasa a ser «el sím­ bolo del Comercio y la Navegación». Carpentier está reordenando constantemente el mundo en categorías bajo las cuales subsume los múltiples nombres de las cosas. De ahí las listas de objetos que lle­ nan la novela, como este panorama de La Habana al comienzo de la obra: extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras lar­ gas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, ro­ jas, anaranjadas, colorean una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas.

Y del mismo modo que una gran diversidad de impresiones pue­ den embutirse en una sola frase, otro tanto ocurre con las grandes experiencias históricas. El Dos de Mayo se cuenta en cuatro líneas: Reinaba, en todo Madrid, la atmósfera de los grandes cataclis­ mos, de las revulsiones telúricas —cuando el fuego, el hierro, el ace­

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ro, lo que corta y lo que estalla, se rebelan contra sus dueños— en un inmenso clamor de Dies Irae.

En una nouvelle posterior, El camino de Santiago (1967), el pe­ ríodo de la Contrarreforma y de las guerras de religión se condensa de modo semejante, con indecibles sufrimientos humanos que se ex­ presan con una rara concisión: De Holanda, de Francia, bajan los gritos de los emparedados, el llanto de las enterradas vivas, el tumulto de las degollinas, la acusa­ ción, en horribles vagidos, de los neonatos atravesados por el hierro en la matriz de sus madres.

El propósito es cambiar la perspectiva del lector, arrancarle de la del hombre solo con su sola vida, para sumergirle en una visión y un lapso de tiempo mucho más grandes. Con Carpentier habita­ mos un tiempo cósmico, y ello tiene por consecuencia que la trage­ dia individual parezca un simple detalle dentro de un conjunto muy vasto y más bien sencillo. Carpentier publicó posteriormente Concierto barroco y El recur­ so del método (ambos de 1974), El arpa y la sombra (1979) y su segunda novela mayor, la más estimada por algunos críticos: La con­ sagración de la primavera (1978).

8.

M ig u e l Á n g e l A st u r ia s (1899-1974)

Como Carpentier, el novelista guatemalteco y ganador del Pre­ mio Nobel Miguel Angel Asturias, también organiza sus novelas en torno al mito, aunque por lo común parte de los mitos indios preco­ lombinos más que de los mitos occidentales. Siendo estudiante escri­ bió sobre los indios guatemaltecos y estudió antropología en el Musée de l’Homme de París. Su primera obra de imaginación fue Le­ yendas de Guatemala (1930), recreación poética de los relatos popu­ lares mayas y del período colonial. Durante la dictadura de Jorge Ubico empezó a trabajar en la novela que la mayoría considera como su obra maestra, El Señor Presidente. La novela se publicó en 1946, después de la caída de la dictadura, pero el estilo y el tratamiento del tema la distancian del género documental. En realidad, aunque esté basada en la dictadura de Ubico y en la de su predecesor, Estra­ da Cabrera, es la novela de la Dictadura más que la de un personaje histórico concreto.

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El Señor Presidente nos introduce en un mundo caricaturesco de una ciudad oprimida. Todas las relaciones naturales están distorsio­ nadas, las familias divididas, las asociaciones, excepto las que unen a los ciudadanos con el dictador, destruidas. El antiguo mundo na­ tural en el que la vida humana se desarrollaba y crecía complacida­ mente ha desaparecido para ceder su lugar a la ciudad que, debido a su misma estructura, es particularmente susceptible de ser total­ mente dominada por el demiurgo-dictador. La novela refleja así el cambio, que Asturias considera sin duda alguna como desastroso, que ha convertido una comunidad orgánica en una comunidad mo­ derna urbanizada, lo cual, dadas las condiciones de Latinoamérica, hace que sea inmediatamente la presa de un loco peligroso. Estamos ante una especie de doctor Strangelove en el microcosmos de una república latinoamericana. Como Carpentier, Asturias estructura su novela siguiendo un es­ quema mítico, basándose en las antiquísimas y legendarias luchas entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas, que tienen ecos en mitos universales, pero también en mitos latinoamericanos y, de un modo más concreto, mayas. La novela se inicia con el tañer de las campanas de la iglesia que resuena por la ciudad, agitando «lumbre de alumbre» y «Luzbel de piedralumbre». Luzbel —en la novela el favorito del dictador, Cara de Angel— se levantará contra el demiurgo para afirmar su individualidad y será vencido. La novela nos muestra un mundo de tinieblas y efectivamente empieza de no­ che, con los mendigos de la ciudad durmiendo al amparo de los so­ portales; entre ellos hay un idiota, obsesionado por los recuerdos de una madre, respecto a la cual siente una eterna sensación de separa­ ción. Así, contra las fuerzas masculinas de la opresión y de la oscuri­ dad, contra el demiurgo que ha creado el mundo malo en el que vive la sociedad, se levanta el ideal de una madre, de una tierra y de lo orgánico. El idiota, privado de las luces de la razón, capta sin embargo esta verdad subconsciente, y en su nombre mata al coronel José Parrales, poniendo así en movimiento la tortuosa red de críme­ nes que es la conjura. Porque el dictador decide aprovechar esta muer­ te, no para castigar al verdadero responsable de ella, al que por otra parte matará un policía en un exceso de celo, sino para terminar con Eusebio Canales, de quien sospecha que le traiciona. Y el ins­ trumento de la perdición de Canales será Cara de Angel. La cadena de causas y efectos racionales que forma la estructura de la novela realista se rompe aquí deliberadamente. Los mendigos son torturados, no para que confiesen la verdad de que el idiota ma­

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tó a Parrales, sino para que sus palabras confirmen la paranoia del presidente. Los que no quieran compartir su paranoia como «el Mos­ co», serán torturados hasta morir. Una vez eliminado el puntal de lo racional, los habitantes de la novela son víctimas de las tinieblas y de la sinrazón. El estilo de la novela consigue sus máximos efectos de esta som­ bría visión. Los breves capítulos saltan de incidente en incidente, de persona a persona, sin más unidad que el miedo de todos al «Se­ ñor Presidente». Ni siquiera los fieles se libran del castigo, ya que el irracionalismo se lleva hasta el mismo absurdo. Uno de los escri­ banos del propio presidente, dócil hasta la estupidez, es apaleado hasta morir por un pequeño desliz. Sólo dentro de este contexto de­ bemos examinar la rebelión de Cara de Ángel. Al enamorarse de Camila, la hija del general Canales, a quien permite huir, comete el más grave de los pecados. No sólo ha desobedecido al «Señor Pre­ sidente», sino que se treve a casarse con Camila, y por lo tanto a tratar de sustituir por una relación natural la que le une al presiden­ te. La segunda parte de la novela trata de la red en que cae Cara de Ángel, de la cruel ilusión que se le hace concebir cuando se le ofrece una posibilidad de escapar y de su lenta pérdida de la perso­ nalidad en un campo de concentración en el que se convierte en un simple número. Por fin muere cuando se le informa engañosa­ mente de que Camila le es infiel. Y el hombre responsable de su detención y de sus torturas es el comandante Farfán, a quien él tiempo atrás había ayudado a sobrevivir. Asturias utiliza un procedimiento de caricatura, de exageración, de reducción de seres humanos al nivel de animales o de títeres para conseguir el efecto de una grotesca pesadilla. Pero lo que vemos en la novela no es simplemente la historia de una dictadura. Es una demostración de lo que le ocurre al hombre cuando sus relaciones no pueden desarrollarse naturalmente; cuando, para sustituir a la unidad familiar o a la fe religiosa, sólo es posible la adhesión al Esta­ do, que se encarna en la persona de un loco. Pero es el contexto de una ciudad moderna lo que hace que esto sea posible. Al igual que el idiota, los seres humanos y las cosas han sido separados de la matriz, y por eso se convierten en puros objetos que se usan y luego se tiran. La fotografía y el cine sustituyen los contactos huma­ nos; el teléfono —que se controla con tanta facilidad— sustituye a la comunicación; el burdel sustituye al amor; y la cárcel se convierte en el único lugar en que los hombres, aun viviendo en las tinieblas, pueden comunicarse, como el sueño es la única zona de libertad en

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la que conocen la verdad sobre sí mismos. Pero fuera de la ciudad está «el campo», un lugar de esperanza, el valle idílico en el que Camila y Cara de Ángel pasan su luna de miel, donde el padre de la joven se refugia y empieza una revolución, donde ella finalmente se oculta para criar allí a su hijo. El Señor Presidente oscila así entre la ciudad y el campo, entre las tinieblas y la luz, entre la pesadilla y el sueño, con una unidad que debe tanto a las imágenes temáticas como al argumento. La otra gran novela de Asturias es Hombre de maíz (1949), que, aun siendo totalmente distinta por su tema, tiene muchas cosas en común con El Señor Presidente. Como la novela anterior, Hombres de maíz se estructura en torno a las antinomias de la luz y de las tinieblas, de los ojos cerrados y abiertos, del dormir y del despertar, del ensueño y del insomnio. El tema de la novela es también seme­ jante: la destrucción de un sistema orgánico de vida —esta vez el de los indios— por los ladinos, quienes invaden las tierras comuna­ les de los indios para cultivar maíz en beneficio suyo. Los indios no pueden defenderse ante las fuerzas abrumadoramente superiores del ejército y ante la traición de la familia Machojón; pero disponen de armas que el hombre blanco y el mestizo no llegan ni a imaginarse. Son las armas de la magia y del mito. El jefe indio que resiste se convierte en un héroe mítico, y una maldición cae sobre la familia Machojón que les ha traicionado. Pero la destrucción que inician los «maiceros» no puede detener­ se. Han cometido una especie de pecado original al introducir un elemento de desequilibrio en la naturaleza. El mundo indio es orgá­ nico, integrado: Al sol le salió el pelo. El verano fue recibido en los dominios del Cacique de Ilom con miel de panal untada en las ramas de los árbo­ les frutales, para qué las frutas fueran dulces; tocoyales de siemprevi­ vas en las cabezas de las mujeres para que las mujeres fueran fecun­ das; y mapaches muertos colgados en las puertas de los ranchos, para que los hombres fueran viriles.

Los «maiceros» sueltan al demonio cuando rompen este equili­ brio. Con la aparición de este pecado original la edad de oro termi­ na. Las comunidades declinan, aunque el mito y la magia aún les permiten transformar la realidad. El ciego Goyo Yic pierde a su es­ posa, María Tecún, y recupera la vista para que pueda encontrarla, aunque entonces comprende que poder ver no le va a ayudar en na­ da para encontrar a una mujer a la que nunca ha visto. El mito de

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la perdida María Tecún es el mito de la pérdida y de la desespera­ ción del indio. El viaje de Goyo Yic para vender aguardiente clan­ destino, y el hecho de que él y su amigo se emborrachen y terminen en la cárcel, simboliza la incapacidad del indio para comprender el mundo del comercio. Y la historia del cartero, Nicho, que se con­ vierte en coyote y así recupera la sabiduría ancestral, ilustra la inca­ pacidad del indio para adaptarse a una organización social moderna, ya que Nicho quema las cartas que le han sido confiadas. Pero a los ojos del Estado estos indios no son figuras míticas sino simples criminales, que terminan sus vidas lejos de sus montañas na­ tales, cumpliendo sentencias en las penitenciarías de la costa. Y por fin es el estado el que vence. La vida pierde su significado orgánico. Asturias ha escrito una serie de novelas después de Hombres de maíz, aunque le ha resultado difícil encajar bien el tema de la pro­ testa social con una presentación lírica y mítica. Su obra incluye una trilogía sobre las plantaciones de bananas, cuya idea se le ocurrió probablemente durante el breve interregno democrático de los go­ biernos de Arévalo y Arbenz. La trilogía está formada por Viento fuerte (1 950), El Papa verde (1 95 4) y Los ojos de los enterrados (1960). También publicó una narración novelada de la invasión de Guate­ mala y de la caída del gobierno de Arbenz, Weekend en Guatemala ( 1 9 5 6 ) . Una de sus obras más recientes, Mulata de tal ( 1 9 6 3 ) , es una nueva tentativa de crear un mito moderno. Los capítulos llevan títu­ los como de cuentos de hadas: «Gran Brujo Bragueta convertido en enano por venganza de su mujer», «La danza de los gigantes y la guerra de los esposos», etc. Pero mientras en El Señor Presidente y Hombres de maíz, el estilo y el tema están bien acoplados, Mulata de tal es una simple muestra de virtuosismo. Asturias puede crear nuevas figuras míticas, porque conoce bien la textura del mito, pero de este modo separa lo «maravilloso» de lo «real». 9-

EL REALISMO NO ES PROSAICO:

A u g u sto Roa B a sto s

y

J o sé M aría A r g u e d a s

Augusto Roa Bastos ( 1 9 1 7 ) es paraguayo, José María Arguedas era peruano. Ambos han escrito novelas que están muy pegadas a la «realidad», que son minuciosas observaciones de la so­ ciedad en la que viven; pero la crudeza de los hechos que describen está mitigada por el lirismo del estilo. Y en ambos este estilo lírico deriva en cierta medida del uso que hacen de palabras indias y del ritmo de las lenguas indias. (1911-1969)

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Roa Bastos utiliza libremente expresiones guaraníes en su extraor­ dinaria novela Hijo de hombre (1960; edición definitiva en 1985).20 Se trata de una novela que abarca cien años de la resistencia para­ guaya a la dictadura, desde mediados del siglo X I X hasta la guerra del Chaco en el decenio de los treinta. Los hechos no se cuentan siguiendo un estricto orden cronológico, sino que se agrupan en tor­ no a figuras o acontecimientos. La unidad de la novela se centra en dos símbolos: un Cristo tallado por un leproso que se convierte en el símbolo de la rebelión entre los habitantes de Itape, y la línea del ferrocarril, el símbolo moderno de la rebelión, ya que fue aquí, en la estación de Sapukai, donde dos mil paraguayos murieron a causa de una bomba gubernamental durante una rebelión armada. Cada generación es diezmada, pero la lucha nunca termina del to­ do. La figura central de esta resistencia es el casi mítico Crisanto J a ­ ra, que sobrevive a la explosión del tren y sobrevive a las penalidades de las plantaciones de mate, y cuyo hijo prosigue la dura lucha. A simple vista, estos materiales pueden hacer creer que Hijo de hombre es una novela de protesta del tipo de Huasipungo. Pero el estilo en que está escrita la obra impide que esta comparación tenga la menor base. Los hechos, incluso los más crueles y brutales, se cuen­ tan con ternura, y la dimensión humana jamás se sacrifica a la teolo­ gía. Está, por ejemplo, la historia del disparatado viaje de Jara en un vagón de tren, poniendo él mismo las traviesas, sin que nadie denuncie el viaje: en el caso del vagón todos se callaron. El jefe de estación, los inspec­ tores del ferrocarril, los capataces de cuadrillas. Cualquiera, el menos indicado habría podido alzar tímidamente la voz de alerta. Pero eso no sucedió. Una omisión que a lo largo de los años borronea la sospe­ cha de una complicidad o al menos un fenómeno de sugestión colec­ tiva, si no un tácito- consentimiento tan disparatado como el viaje. Es cierto que el vagón ya no servía para nada; no era más que un montón de hierro viejo y madera podrida. Pero el hecho absurdo es­ tribaba en que todavía podía andar, alejarse, desaparecer, violando todas las leyes de propiedad, de gravedad, de sentido común.

Este pasaje nos muestra cómo Roa Bastos adopta un símbolo con­ vencional del progreso —el tren— y lo convierte en algo totalmente distinto. El tren ha sido el vehículo de la muerte durante la rebe­

20. El guaraní se conservó como lengua de uso corriente en la época de las misiones jesuíticas y sobrevive como lengua principal en las zonas rurales.

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lión, pero Crisanto Jara lo convierte en el vehículo de un viaje prodi­ gioso en el que la totalidad del pueblo paraguayo interviene como cómplice. Y su milagrosa supervivencia, a pesar de su decrépito esta­ do, simboliza la perseverancia del pueblo, más allá incluso de la es­ peranza. Yo el supremo (1974) es una de las obras mayores de la literatura del continente y representa un cambio sustancial en el desarrollo de la misma. En la novela se refiere la época de José Gaspar Rodríguez de Francia, el «doctor Francia», «dictador perpetuo» del Paraguay; sin embargo, no se trata de una «novela histórica». En el texto se establece un juego temporal entre pasado y presente por medio de la voz narradora, la del propio tirano, que resume y supera el con­ junto de los discursos de su tiempo, revelando la complicidad de la escritura con el poder, a la vez que sus aspectos subversivos. El relato se abre con las consideraciones del Supremo Francia sobre un pasquín que, imitando su propia caligrafía y su propio estilo, pre­ tende ordenar la decapitación de su cadáver. Planteada la indaga­ ción para identificar al autor del pasquín, el conjunto de la narra­ ción vendrá a demostrar que no hay «autores»; por contrapartida, la ambición de Francia de adueñarse de todos los discursos constitu­ tivos de la historia de su nación se da de bruces con la imposibilidad de concebir un lenguaje monológico. Francia acaba por perder iden­ tidad neta, al trocarse en sujeto de varios discursos distintos, y obje­ to de otros en torno del Paraguay. José María Arguedas, como Roa Bastos, se apoya en mitos popu­ lares y usa expresiones quechuas. En su obra primeriza, los cuentos de Agua (1935), trata de inventar un español sobre la base de los modismos y de las construcciones del quechua. Su primera novela, Yawar fiesta (1941), aunque mucho más lírica, estaba relacionada con las novelas indianistas y de protesta social, y hasta sus dos nove­ las principales, Los ríos profundos (1958) y Todas las sangres (1964), no consiguió acoplar el lirismo de las fuentes populares con temas de gran hondura.21 Los ríos profundos se basaba en elementos autobiográficos y es un relato en primera persona de la adolescencia de Ernesto, gran parte de la cual transcurre en un pensionado católico de Abancay. Ernesto está dividido entre las culturas india y española y siente que pertenece a ambas. Desde el principio el lector advierte la existencia 21.

Mario Vargas Llosa, «Ensoñación y m agia en José María Arguedas». Prólogo a Los ríos pro­

fundos, Santiago de Chile, 1967.

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de dos sistemas diferentes de valores que se dan bajo la superficie de la vida. Al comienzo de la novela Ernesto y su padre visitan la casa de un anciano avaro pero piadoso, «El Viejo», que vive en Cuz­ co. El Viejo les hace dormir en un catre de tijera habitualmente re­ servado a los indios, y de este modo les clasifica socialmente aun antes de haber cambiado unas palabras con ellos. Esta discrimina­ ción es solamente la manifestación superficial de profundos esque­ mas de sensibilidad racial, que son visibles en las mismas piedras y edificios de la ciudad: Era estético el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superfi­ cie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa.

Los residuos incas están más cerca de la vitalidad de la naturale­ za; la cultura hispánica, en cambio, intenta frenar los impulsos, con­ tener el cambio. Hay una clase de espiritualidad que se asocia con las creencias incas, como está vinculada también al catolicismo espa­ ñol, pero por un motivo u otro ambos son incompatibles. Es eviden­ te que Arguedas está buscando diferencias a niveles mucho más pro­ fundos que los de la novela indianista. Ernesto está en contacto con un mundo espiritual «cargado de monstruos de fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las pie­ dras y las islas». Esta vida espiritual puede comprenderse en amplias nociones de movimiento y descanso, de río y de piedra, y a un nivel cultural en las canciones y la música, e incluso en los juguetes de los niños indios. El mundo de Ernesto está lleno de correspondencias invisibles y semicaptadas entre un mundo de la naturaleza y el de las instituciones y la cultura indias. Los «cholos» (que llevan en sus venas sangre india e hispánica), que conservan la música de arpa y que tienen sentimientos comunales instintivos, forman parte de este mundo de relaciones ocultas pero hondas. El mundo blanco, católi­ co, hispánico, tiene una cultura y una espiritualidad más ambiguas. Arguedas no traza una división entre los indios y los crueles españo­ les, porque hay momentos en que lo católico también tiene profun­ didad y comprensión; pero la misma estructura del pensionado es co­ mo un símbolo de su manera de ver el mundo. Es un lugar comple­ tamente separado de la vida de la ciudad, oscuro, cerrado y más bien siniestro. La sexualidad degenera en perversión y los muchachos desahogan su sexualidad reprimida en la persona de una criada idio­ ta que trabaja en la cocina. Mientras, al otro lado de sus paredes.

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la vida sigue; hay un levantamiento de mujeres cholas, el ejército llega a la ciudad, se declara una epidemia, y la escuela no puede quedar completamente al margen de todo esto, aunque sus relacio­ nes con la ciudad sean de signo paternalista. Por eso Ernesto siempre evoca los ríos como un sortilegio ante la atmósfera estancada y putre­ facta de dentro. Los ríos profundos tiene muchas cosas en común con las novelas de Asturias en su evocación de un mundo mítico, pero se diferencia de ellas en un aspecto. Arguedas no resuelve las contradicciones. En el curso de la novela, la actitud de Ernesto para con la escuela y el director es ambigua. El director forma parte de todo un orden establecido por los terratenientes, pero la misericordia cristiana tam­ bién opera en su interior, y a veces le convierte en el sustituto del padre que Ernesto necesita. La Iglesia, la escuela y su disciplina ofre­ cen la faceta masculina de la existencia, pero privan a los muchachos del mundo femenino del instinto y de los sentimientos. Ernesto tra­ ta de equilibrar estos dos mundos, como trata de equilibrar las dos culturas que hay dentro de él. De ahí que, aunque la novela tenga una estructura más o menos biográfica, la atención que presta a las verdades profundas la levanta por encima de la esfera psicológica o social. Las respuestas de Ernesto son estéticas, el color, la música, la canción, el lenguaje y la vida natural, y cuando responde es indi­ ferente a las clases sociales y a las razas. Como en Wordsworth, la respuesta estética es también moral y natural. Así, al oír el canto de las alondras, Ernesto dice: Los hombres del Perú, desde su origen, han compuesto música, oyéndola, viéndola cruzar el espacio, bajo las montañas y las nubes, que en ninguna otra región del mundo son tan extremadas.

Y añade que también él está hecho de «la materia» del canto de la alondra ya que pertenece a «la difusa región de donde me arran­ caron para lanzarme entre los hombres». En este sentido profundo, el aspecto maternal indio de Ernesto debe triunfar. La separación, la orfandad, encuentra cierta satisfac­ ción en el catolicismo, pero la totalidad y la integridad pertenecen al reino de lo maternal.

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10.

U N A NUEVA ESTANCIA EN EL INFIERNO:

C ó m a la , Ma c o n d o

y

S a n t a M aría

Cómala, Macondo y Santa María son lugares de ficción inventa­ dos por Juan Rulfo (México, 1918-1986), Gabriel García Márquez (Colombia, 1928) y Juan Carlos Onetti (Uruguay, 1909). Perdidos en un desierto anónimo, los tres lugares se localizan en algún punto existente en la frontera que separa a la realidad de la fantasía, en el mapa que Dante fue el primero en dibujar. La Cómala de Juan Rulfo recuerda a la entrada del infierno: Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren regresan por su cobija.

Macondo, que al principio es un jardín del Edén, se convierte en un árido infierno. Santa María ocupa una gris zona intermedia entre el infierno y el purgatorio. La gente va allí para usar el tiempo restante en el ejercicio de venganza sin trascen­ dencia, de sensualidad sin vigor, de un dominio narcisista y desatento.

En otros aspectos los habitantes de Cómala, de Macondo y de Santa María son tan diferentes entre sí como pueden serlo los mora­ dores de distintos continentes. Cada autor ha creado un mundo ima­ ginativo que es enteramente distinto, coherente y reconocible por sus rasgos peculiares.

11.

J u a n R ulfo

Rulfo nació en la provincia mexicana de Jalisco, un lugar de tie­ rras áridas y de pueblos tristes y abandonados. Ha publicado un li­ bro de cuentos, El llano en llamas (1953) y una novela, Pedro Pára­ mo (1955), y la mítica ciudad de Cómala es el escenario de la novela y de varios de los cuentos. El paisaje es siempre el mismo, una gran llanura en la que nunca llueve, ardientes valles, montañas distantes, remotos pueblos habitados por gentes solitarias que alimentan culpas y venganzas, viviendo en un purgatorio de tensas esperas. Para estas gentes la vida nunca se sitúa aquí y ahora, sino en alguna parte del futuro o del pasado, o en algún lugar más allá del llano o de las montañas. Los suyos son unos personajes perpetuamente persegui­

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dos o perseguidores. En estos pueblos el tiempo adquiere distintas dimensiones, como puede ocurrirle a un hombre que se encuentra en una celda o que está enfermo. En el cuento titulado «El hombre», se combinan diferentes líneas temporales, de modo que un hombre que ha perseguido a un enemigo hasta darle muerte a él y a su fami­ lia, convirtiéndose entonces a su vez en alguien a quien se persigue, se ve simultáneamente como perseguidor y perseguido mientras dia­ loga con un vengador invisible. La historia es como una breve pesa­ dilla, porque el hombre huye pero nunca escapa. El horizonte nunca está más cerca. La barranca en la que se mete confiando huir por el río le obliga a volver atrás. Y también el tiempo le obliga a volver atrás del mismo modo, porque no hay futuro para él, no hay hori­ zonte. El destino de los personajes de Rulfo es quedar aprisionados de esta manera, más que por la sociedad, por la red de su propia culpa. En «Talpa», una pareja adúltera que deja morir al marido de la mujer mientras ellos duermen juntos, nunca se verá libre de su culpa. El muerto siempre se interpondrá entre ellos. En «Diles que no me maten» un hombre expía un crimen cometido treinta y cinco años atrás. Su vengador está tan prisionero de los hechos como él mismo, y tiene que hacer fusilar a su víctima aunque ya no siente ningún odio por él. La soledad del hombre que es acosado y del que acosa tiene una válvula de escape en los monólogos y en las confesiones que a menu­ do constituyen el marco de los cuentos. El lector es como el oído del confesor, inclinándose a recoger las últimas palabras de los con­ denados, apenas capaz de desentrañar el sentido de hechos cuyos móviles originarios se han perdido en el tiempo o en la oscuridad. Esta oscuridad es con frecuencia física. En «En la madrugada», por ejemplo, la niebla envuelve el pueblo mientras Esteban empieza su confesión. Cuenta lo que recuerda; su patrón, don Justo, que le pe­ gaba, una ternera que no quería que la separaran de la vaca... Pero aquello por lo cual está encarcelado, la muerte de don Justo, no puede recordarlo, aunque esté convencido de que es verdad: «¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra, verdad?» La ver­ dad es que la violencia brota de una zona inconsciente y es inútil buscar móviles o explicaciones. Los hombres violentos son campesi­ nos, poco acostumbrados a expresarse. Es el mundo exterior el que juzga sus acciones como crímenes o los cataloga como violentos. En «La cuesta de las comadres», el narrador es el único hombre del pue­ blo que vive en buenas relaciones con los bandidos, los hermanos Torricos, pero también él acaba revolviéndose contra ellos cierto día

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y cuando menos lo espera. Uno de los hermanos Torricos le acusa falsamente de haber cometido un crimen: Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé.

Este abismo que hay entre lo que se dice y lo que se hace siem­ pre existe en los cuentos de Rulfo como una grieta que no se puede cruzar. De ahí la necesidad de la confesión, aunque las confesiones nunca pueden aclarar nada. Hasta un tonto, Macario, siente la nece­ sidad de confesarse, de hablar de la consoladora sensación que le produce la oscuridad, de los pechos de Felipa, de su miedo a la luz del día, del mundo exterior en el que le apedrean y le insultan. Den­ tro hay una cierta seguridad y bienestar; fuera hay un mundo que juzga y clasifica. «Fuera» significa también la sociedad, aunque una sociedad que raras veces llega a ser justa. En «Nos han dado la tie­ rra», incluso el gobierno posrevolucionario es ajeno a los profundos sentimientos del campesinado. Los campesinos saben, sin tener que pronunciar las palabras, que la tierra que quieren está en el valle, pero lo que les dan es el llano sin agua. Para los hombres y mujeres de los cuentos de Rulfo el orden so­ cial es una abstracción. Para ellos la vida está organizada no según clases sociales, sino según relaciones —relaciones familiares en las que la intimidad origina frecuentemente el odio o la culpa, o la relación feudal del «compadrazgo»,* la protección del fuerte al que se teme, y al que sin embargo se considera como «bueno» en la medida en que sea eficaz como protector. En «El llano en llamas» Pedro Zamora es más un bandido que un caudillo revolucionario, pero se le consi­ dera como bueno precisamente porque dispensa protección: Si, él nos cuida. Ibamos caminando mero en medio de la noche con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida; pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que levantáramos la cabeza. Sen­ tíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que esta­ ban acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro. Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien está contando dinero.

Esta es la relación primitiva entre unos hombres y el caudillo carismático o protector. Rulfo es un caso insólito en admitir esta atrac­ ción, porque por lo común la novela realista ha pintado un cuadro en blanco y negro de opresores y oprimidos. Pero la intuición de

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Rulfo le permite comprender la profunda necesidad que tienen los pobres de la figura de un padre poderoso, mucho más real que el vago «cielo» u «horizonte» en el que también ponen sus esperanzas, pero que nunca llegan a alcanzar. En «Es que somos muy pobres» este horizonte es muy limitado. Tacha sólo quiere llevar una vida decente y no convertirse en una prostituta como sus hermanas. Pero la vaca que es su dote es arrastrada en una inundación y la inexora­ ble crecida de las aguas es como las fuerzas inexorables que barrerán su propia vida: y los dospechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

«¡Perdición!» La influencia del infierno es mucho más fuerte que la del cielo porque la naturaleza se pone del lado de la «perdición». Pueblos y paisajes enteros están condenados en el universo de Rulfo. Luvina, por ejemplo, es un pueblo fantasmal, en el que las flores se agostan, un pueblo en el que el aire está siempre ennegrecido, de modo que la gente pierde la cuenta del tiempo y vive en un pur­ gatorio de espera. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca.

Es un lugar en el cual «anida la tristeza», las calles están desier­ tas, las horas son infinitamente largas. Los jóvenes se van y por las calles sólo se ven mujeres y viejos. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta, los pe­ rros y ya no hay ni quien le ladre al silencio.

En el mapa de Rulfo, Luvina es un purgatorio. El cielo está lejos y es invisible; por eso la espera sólo puede ser interminable o condu­ cir a la perdición. Pero el mundo de Rulfo tiene muchos lugares de esta clase, lugares que permanecen desiertos hasta que sufren la sú­ bita sacudida de la tragedia o la violencia. El lenguaje de Rulfo es un habla regional estilizada, pero no es­ tamos ante un escritor regional, o al menos no más regional de lo que pudiese serlo un Tolstoi. Sus paisajes son paisajes reales, pero

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son también analogías morales. Sus personajes son campesinos de Jalisco, pero su incapacidad para comunicar sus verdaderas necesida­ des y sus verdaderos sentimientos es universal. Quizás el aspecto más regional de sus cuentos es un característico humor negro que ilumi­ na incluso las escenas más horripilantes. El bandido revolucionario Pedro Zamora «torea» a los prisioneros como una grotesca variante de la ejecución. Y el más risueño de los relatos, «Anacleto Morones», tiene un trasfondo que no puede ser más macabro, ya que el narra­ dor, el asesino de Anacleto Morones, tiene enterrado el cadáver en su propio corral, donde recibe a un grupo de mujeres que van a pedirle su ayuda para conseguir la canonización de Anacleto, el hom­ bre de las milagrerías dehpueblo, cuyo asesinato ignoran. A pesar de este sombrío telón de fondo, la historia es divertida, dentro del tono de las bromas macabras mexicanas. Las mujeres vestidas de ne­ gro, la mayoría de ellas feas y ya entradas en años, habían adorado al «santo» por haberles servido de alcahuete en sus necesidades se­ xuales con la excusa de su oficio de curandero. El humor surge ante el contraste de la veneración que las mujeres sienten por el muerto y el implacable recuerdo que guarda el narrador de un embustero y un hipócrita. En el siguiente diálogo que mantienen una de las beatas y el narrador, el desengañado comentario de este último se intercala entre los fervorosos elogios de la mujer: —Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que le pese. —Yo sabía que estaba en la cárcel. —Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desaparecido sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presente. Y desde allá nos bendice. Muchachas, arrodíllense. Recemos el «Penitentes, somos, Señor», para que el Santo Niño interceda por nosotras.

Sin embargo, este humor sirve para acentuar la tristeza de la es­ cena, no para mitigarla. Los cuentos de Rulfo son completamente originales. Son una vi­ sión no de una región de México, sino de un universo moral tan reconocible como los hoyos, los valles y la Feria de las Vanidades de The pilgrim 's Progress. La obra más importante de Juan Rulfo es su novela Pedro Pára­ mo, la historia de una búsqueda del Paraíso que termina en el in­ fierno de Cómala. El narrador, Juan Preciado, vuelve al pueblo natal de su madre cumpliendo las instrucciones de ésta, quien, en la ago­ nía, lo recordaba como un lugar de verdes praderas y de abundan­

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cia. Al igual que Dante, Preciado es guiado hasta el pueblo por un mulero, Abundio, quien le conduce hasta el ardiente valle de Có­ mala, «la boca del infierno», donde todos los hombres son hijos de Páramo, donde todos los habitantes, incluyendo a Páramo, están muertos y donde la vida es sólo un recuerdo. Pero transcurre cierto tiempo antes de que Preciado reconozca la muerte del pueblo. Sólo gradualmente comprende que Abundio, el mulero, ha muerto, y que Eduviges, en cuya casa se aloja, se ha suicidado. Ahogado por el ruido del pasado, Juan Preciado muere también y comparte su tumba con Dorotea, una mujer que había pasado la vida entera sus­ pirando por tener un hijo y que sólo pierde las esperanzas cuando visita el cielo en una visión y ve entonces que sus deseos nunca van a cumplirse. La vida insatisfecha y la inútil esperanza de Dorotea es la norma común en Cómala, donde todos se ven a sí mismos no como son, sino tal como quisieran ser. Dorotea se ve a sí misma co­ mo madre. Pedro Páramo, que extorsiona, mata, roba, y, de este modo, de ser un muchacho pobre pasa a ser un rico hacendado, nunca reconoce que es un injusto opresor, sino que siempre se ve a sí mis­ mo como un joven romántico, que sueña con Susana San Juan, la mujer con la que termina por casarse, aunque nunca llegue a poseer­ la. Los sueños separan a los hombres y a las mujeres, hacen imposi­ ble la comunicación entre ellos, hacen imposible que presenten aten­ ción a los sufrimientos e injusticias de esta tierra. El padre Rentería, el cura, que niega la absolución a los que no tienen dinero y absuel­ ve a Miguel Páramo, a pesar de que se sospecha de él que ha seduci­ do a su sobrina, resume su confianza en el cielo que hace que su grey se descarríe. En esta novela, Rulfo abandona las convenciones de la disposi­ ción en capítulos y hace algo parecido a una orquestación. En el tex­ to se intercalan fragmentos breves y a veces sin relación con lo que los rodea; trozos de diálogo o de monólogo, las voces del pueblo cuya identidad el lector sólo puede adivinar, forman lo sustancial del libro. La estructura es más poética que lógica, ya que los vínculos entre los diferentes pasajes son a menudo un tono, una palabra re­ petida o una asociación de recuerdos. Capas de tiempo, de estados de ánimo, de sucesos, se han depositado sobre el pueblo, como pol­ vo. En el capítulo inicial, por ejemplo, Juan Preciado imagina Có­ mala como el paraíso que su madre recordaba, «una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Cómala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche». Pero a los ojos de Abundio, es «la mera boca del infierno». La novela oscila

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sin cesar entre las esperanzas de la gente y lo que ocurre en realidad. Así, la animada vida del sueño de Preciado se contrasta con el pue­ blo desierto que ve en realidad a su llegada: Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba... Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en un rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas.

El mundo físico parece existir de un modo completamente inde­ pendiente de este mundo de ensueño y de imaginación. Así, en el pasaje citado más arriba, sus pies siguen moviéndose, sus ojos mi­ ran, aunque su imaginación se niega a aceptar esta realidad. Pero el mundo de la ilusión mata al mundo real. Preciado siente que se ahoga. No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.

Una vez Juan Preciado ha muerto, es Dorotea la que se convierte en su guía e identifica las voces para él. Ella es el personaje del libro que ha estado en el cielo durante un sueño y que por lo tanto sabe que la creencia y la esperanza en este otro mundo carece de sentido. Desde el refugio de su tumba, ella y Preciado reviven los años finales de la vida de Páramo. Ven cómo sus sueños de casarse con Susana San Juan finalmente se realizan y asisten a la negativa de Susana a en­ tregarse a él, porque en sueños todavía está atada a su primer mari­ do muerto. Cuando ella muere, desaparece la única razón que man­ tenía a Páramo con vida. Es el rey moribundo que deja que la tierra se vuelva yerma y que, hasta el final, se niega a dar. Le mata su propio hijo, Abundio, a quien le ha negado dinero para enterrar a su mujer, pero también el crimen es como un sueño. Ni Pedro ni Abundio parecen realmente estar «allí» durante el asesinato y el lector sólo barrunta lo que ha sucedido por las reacciones de la criada Damiana. Este fragmento es un buen ejemplo de la técnica de Rul­ fo, con sus imbricaciones de planos de recuerdo, imaginación, reali­ dad y los cambios de enfoque, mientras la atención va pasando de un personaje a otro.

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[Abundio] trató de ir derecho a su casa donde echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde lo lleva la vereda. —Damiana — llamó Pedro Páramo— . Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino. Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él corría para agarrarla, y cuando ya le tenía en sus manos se le volvía a ir, hasta que llegó frente a la figura de un señor junto a una puerta.

Aquí tenemos el intento de Abundio, que está borracho, por ir hacia la casa, el súbito corte de Pedro Páramo, y luego los esfuer­ zos de Abundio por controlar sus movimientos, lo cual guarda una exacta analogía con los esfuerzos de los personajes a lo largo de toda la novela por realizar sus esperanzas, hacer realidad sus ilusiones. El camino lleva fatalmente a Abundio hasta Páramo, a quien mata sin darse cuenta. Las fuerzas oscuras de la pasión, de la codicia, de la envidia y del rencor son las que rigen las vidas, mientras que las fuerzas de la luz sólo existen en un mundo de ilusiones. Las regiones de la ambigüedad, de planos de percepción irónica­ mente yuxtapuestos, son imposibles en la narrativa lineal, pero esto es lo que da su verdadero significado a la obra de Rulfo.

1 2 . Ju a n C a r lo s O n e tti y la n o v e la u r u g u a y a

Las novelas de Onetti, como las obras de Rulfo, constituyen una geografía moral. Algunas, aunque no todas, se sitúan en Santa Ma­ ría, un lejano puerto fluvial, decaído por autosuficiente, un lugar en el que la esperanza se ha esfumado, donde las gentes se dedican a la mediocridad. Lo importante a decir de esta gente es que está desprovista de espontaneidad y de alegría; que sólo puede producir amigos tibios, borrachos inamistosos, mujeres que persiguen la seguridad y son idén­ ticas e intercambiables como mellizas, hombres estafados y solitarios. Hablo de los sanmarianos; tal vez los viajeros hayan comprobado que la fraternidad humana es, en las conciencias miserables, una verdad asombrosa y excepcionante.

Este paisaje nos indica ya una importante diferencia que existe entre el mundo de Onetti y el de Rulfo. Los personajes de Rulfo están condenados porque se niegan a vivir aquí y ahora, los de Onet-

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ti están condenados en la medida en que se someten sólo a un mate­ rialismo vulgar. Soñar es en cierto sentido (tal vez sólo temporal­ mente) salvarse. Los cuentos y novelas de Onetti tienen una notable consistencia porque manejan personajes que están al borde de la desesperación. Libran una lucha perdida junto a la tumba, hacen un último ade­ mán de humanidad en el desierto gris de la perdición. La primera novela de Onetti, El pozo, se publicó en 1939 y trata de un hombre solitario que trata de escribir, de comunicar sus visio­ nes a la mujer a la que amaba, a una prostituta o a un amigo. «Solo y entre la mugre», «encerrado en la pieza», es ya el héroe arquetípico de Onetti que ha alcanzado la fase en la que el autoengaño y la esperanza están llegando a su fin. Todo lo que puede narrar son los sucesivos fracasos por comunicarse. No hay nadie que comparta sus sueños, no tiene ningún ideal que hacer realidad, a diferencia de su amigo, el militante político Lázaro, o del poeta, Cordes. Al final del relato sólo puede admitir su soledad total. Los enemigos del hombre son la suciedad, la edad, la prostitu­ ción, la rutina, el dinero. Pero el peor de todos es la desesperanza. Cuando los hombres y las mujeres pierden la esperanza se revuelven desesperadamente unos contra otros para destruirse. En la nouvelle Tan triste como ella, un marido destruye deliberadamente el jardín, símbolo de amor y comunión, y cubre la tierra con cemento para que su esposa, desesperada, se suicide. En el cuento «El infierno tan temido», una esposa infiel acorrala a su marido haciendo que vea fotografías suyas en posturas pornográficas, y cuando finalmente man­ da una a la hija de ambos, también él se suicida. ¿Cómo caen estos seres en este pozo de odio y de desesperación? Onetti no nos lo explica, sólo retrata la degradación. La prosa es co­ mo un espejo que agranda las imágenes y que se sitúa ante la trama misma de la podredumbre. Los cuentos y novelas de Onetti pueden dividirse grosso modo en dos ciclos. El pozo, Para esta noche (1943), Tierra de nadie (1941), La vida breve (1950), pertenecen a un primer ciclo en el que los personajes tratan, aunque sin conseguirlo, de afirmarse en la socie­ dad. Para esta noche (1943) nos presenta una dictadura y la tentati­ va de fuga de Osorio, que es en realidad una fuga realizada en el sueño. Pero también es una ilusión falaz manejar personas de carne y hueso, problemas de un mundo real. Tierra de nadie se sitúa asi­ mismo en un desierto moral «real», el de Buenos Aires, con sus habi­ tantes desarraigados y amorales. La vida breve, como han observado

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muchos críticos,22 señala una transición, pues en esta novela el per­ sonaje central, Brausen, se afirma a sí mismo en el sueño y no en el mundo real. Onetti ya había esbozado una situación similar en un cuento, «Un sueño realizado», en el que una mujer loca paga a dos actores para que representen un sueño para ella. En La vida breve (1950) este embrión se desarrolla hasta dar origen a una com­ pleja estructura en la que el personaje principal, Brausen, es un voyeur para quien la vida no es la monótona existencia que lleva con Gertrudis, la fiel esposa que acaba de ser operada de un cáncer de pecho; su verdadera vida está en la puerta de al lado, en el ruidoso piso de «La Queca». Brausen es la encarnación de la rutina: Juan María Brausen y mi vida, no eran otra cosa que moldes va­ cíos, meras representaciones de un viejo significado mantenido con indolencia, de un ser arrastrado sin fe entre personas, calles y horas de la ciudad, actos de rutina.

Pero al adoptar el nombre de Juan María Arce y penetrar en el piso de al lado, se convierte en su «otro yo», un personaje violento y más masculino que planea un crimen. Sin embargo, hay un tercer plano de fantasía bajo la forma del doctor Díaz Grey (una persona «real» en algunas de las novelas posteriores de Onetti), que se con­ vierte en otra de las personae de Brausen y que finalmente sueña a su creador. La búsqueda de una persona diferente constituye una búsqueda de la liberación de los horrores de la existencia física, que el pecho cortado de Gertrudis recuerda horriblemente a Brausen. Las novelas posteriores de Onetti se sitúan en la ciudad ficticia de Santa María. Una tumba sin nombre (1959), El astillero (1961) yJuntacadáveres (1964), al igual que algunos cuentos, se ambientan en esta comunidad cuya invención liberaba al autor de cualquier po­ sible interpretación documental.23 Santa María es una trampa de de­ sesperación, una geografía de obstáculos para la verdadera comuni­ cación y la existencia. Larsen, la creación más impresionante de Onetti, es la entidad humana, el «individuo», como Santa María es lo «so­ cial». En cierto sentido, en ambos casos estamos ante abstracciones. Larsen es el protagonista de Juntacadáveres y de El astillero. La primera de estas dos novelas fue escrita posteriormente a la otra, pe­ 22. Mario Benedetti, «José Carlos Onetti y la aventura del hombre», en Literatura uruguaya del siglo xx, Montevideo, 1963. 23. Juan Carlos Onetti, La H abana, 1970, forma parte de una serie de «valoraciones m últi­ ples» que reúne ensayos críticos sobre este autor.

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ro se refiere a hechos anteriores en el tiempo, cuando Larsen, aun­ que ya de edad madura, aún confiaba en realizar su sueño de orga­ nizar un burdel en Santa María. La población de Santa María está dividida entre los que quieren el burdel (el boticario, Barthé) y los que no lo quieren (el cura, Bergner); entre las «buenas» (las hijas de María) y las «malas» (las prostitutas que Larsen importa). La ciu­ dad es un campo de batalla moral en el que las antiguas causas (el positivismo contra la religión, la pureza contra la lujuria) luchan apa­ rentemente, pero en realidad, pese a lo que todos quieren, no pue­ de trazarse una línea divisoria entre unos y otros. Lo puro es impuro, lo impuro es inocente. No obstante la ciudad consigue mantener es­ ta distinción. Las prostitutas tienen que permanecer recluidas en su burdel y son maltratadas cuando intentan visitar la ciudad en su tar­ de libre. En esta sociedad, en la que todos tratan de alinearse según creencias e ideologías en las que ya no tienen fe, la verdadera po­ larización se da entre la absoluta desilusión de Larsen y la inexpe­ riencia (no la pureza) del adolescente Jorge, que se siente irresisti­ blemente atraído por la degradación y la corrupción y se somete a los horrores de la edad adulta cuando finalmente penetra en la re­ gión prohibida. Así, al final de la novela se decribe a sí mismo como yéndose: me alejaba para bajar, sin remedio, hacia un mundo normal y astuto, cuya baba nunca se acercó a nosotros.

En esta novela, Santa María es una ciénaga moral en la que nadie corresponde nunca a las categorías en las que se sitúan y en la que la legislación (el consejo municipal vota en favor del burdel) o la institucionalización de la moral por parte de la Iglesia están fuera de lugar. Por eso la geografía de la taberna, del burdel, de las casas y de las calles objetiviza la falsedad de todo lo que tiene forma, da­ do que estas formas se convierten entonces en símbolos inmutables de nuestra existencia: el burdel de la corrupción, la iglesia de la pu­ reza. Este es el «mundo normal», el mundo de las normas, en el que penetra resignadamente Jorge Malabia. El astillero es la historia del regreso de Larsen después de una larga ausencia de Santa María. Es su «fin como hombre», pero lucha hasta el último suspiro creando una última ilusión. El «astillero» que perteneció a Petrus, un hombre acusado de estafa, está vacío e inac­ tivo, y Larsen se empeña en volver a levantar el negocio. También se dedica a cortejar a la hija loca de Petrus. Los proyectos son los

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de un héroe oportunista balzaquiano, pero el escenario es el de una ciudad espectral: Larsen quedó solo. Con las manos a la espalda, pisando cuidado­ sos planos y documentos, zonas de polvo, tablas gemidoras, comenzó a pasearse por la enorme oficina vacía. Las ventanas habían tenido vidrios, cada pareja de cables rotos enchufaba con un teléfono, veinte o treinta hombres se inclinaban sobre los escritorios [...]

Aquí vemos una actividad desatinada llevada hasta el mismo ab­ surdo, ya que Larsen, en una oficina que está vacía, si se exceptúa a los dos últimos empleados, Kunz y Gálvez, que leen viejas carpe­ tas, lee el itinerario de los barcos que pasaron por allí hace ya mucho tiempo. Está en el centro de una gran empresa moderna que existe solamente en un sueño que se desvanece en el momento en que com­ prende que Petrus está encarcelado por estafador. Claro está que Larsen no es inocente. Ha sido un rufián y es un criminal. Pero, a partir del «astillero», crea el esquema de toda su vida: un proyecto (el asti­ llero), un amor puro (la hija loca de Petrus), la comunión con otro ser (la esposa de Gálvez), el amor satisfecho (con una criada), aun­ que cada uno de estos elementos sea una caricatura grotesca, como el mismo astillero es una mofa de una empresa de verdad. Pese a todo, la historia de Larsen es una verdadera tragedia. Porque es fi­ nalmente la grotesca repetición de sus fracasos lo que mata. Cuando Larsen sale de Santa María poco antes de su muerte, pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, es­ cuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de setiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba incontenible por las fisuras del invierno decrépito.

Nada más distinto que el despertar de la primavera en la natura­ leza. En la vida humana, y sobre todo en las vidas de los personajes de Onetti, el desarrollo es irrevocable, los puros mueren jóvenes. No existe un ciclo que permita al hombre volver a empezar su vida de nuevo. Uno de los aspectos más difíciles de la obra de Onetti es el estilo de su prosa, que es denso, opaco, indirecto. Siente una gran predi­ lección por las fórmulas indirectas. «Pensé entonces, no que estaba loco, sino que su voluntad era suicidarse»; es la postura del voyeur que mira por la ventana de una choza y ve a la mujer de Gálvez

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dando a luz, pero sin acudir en su ayuda. Es un estilo que se está siempre aproximando al descubrimiento y a la comprensión, y tan personal y tan adecuado a su visión como su creación de Santa Ma­ ría. Onetti es también autor de relatos breves —reunidos en Cuen­ tos completos (1974) y Tan triste como ella y otros cuentos— y de las novelas La muerte y la niña (1973) y Dejemos hablar al viento (1979). Felisberto Hernández( 1902-1964) fue redescubierto por la críti­ ca en la década siguiente a su desaparición, sobre todo por los cuen­ tos de ambiente fantástico reunidos en Nadie encendía las lámparas (1947). Armonía Somers (1917) es autora de cuentos —recogidos en El derrumbamiento (1953) y La calle del viento norte (1963)— y de novelas —La mujer desnuda (1950), De miedo en miedo (1965) y Sólo los elefantes encuentran mandrágora (1986). En el Uruguay la familia de clase media tiende a usarse como un símbolo de las instituciones nacionales en la obra de Carlos Mar­ tínez Moreno (1917-1986) y Mario Benedetti (1920). Benedetti es autor de diversos libros de cuentos y de varias novelas, dos de las cuales, La tregua (1960) y Gracias por el fuego (1964) describen rela­ ciones humanas en conflicto con estructuras sociales. Primavera con una esquina rota (1982) es la novela del exilio. Su obra más destaca­ da es el volumen de cuentos Montevideanos (1959), donde describe las vidas de funcionarios públicos, de empleados mal pagados y de secretarios de una ciudad'latinoamericana. Tiene mucho oído para la lengua y capta los matices superficiales del habla de la gente co­ rriente, como en este monólogo de un futbolista en «Puntero izquierdo»: le quise demostrar'al coso ese que cuando quiero sé mover la guinda y me saqué de encima a cuatro o cinco y cuando estuve solo frente al golero le mandé un zapatillazo que te le bogliodire y el tipo quedó haciendo sapitos pero exclusivamente a cuatro patas.

Las novelas de Martínez Moreno tratan con frecuencia de temas políticos, aunque el tema político se expresa por medio de relaciones personales y familiares, sobre todo en El paredón (1962). Entre las personalidades literarias de la generación posterior destaca Cristina Peri Rossi (1941), tanto por su poesía como por sus relatos y novelas. Hay que destacar los volúmenes de cuentos Los museos abandonados (1974), La tarde del dinosaurio (1976). La rebelión de los niños (1980)

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y El museo de los esfuerzos inútiles (1983), y las novelas El libro de mis primos (1969), escrita desde el punto de vista de un niño, y La nave de los locos (1984).

13.

G a br iel G a r c ía M á r q u ez

y la liter a tu r a c o l o m b ia n a

No es exagerado decir que Cien años de soledad de García Már­ quez ha llegado a ser tan popular en el mundo de habla española como el Quijote. Fue la culminación de un largo aprendizaje en el que la creación de la ciudad imaginaria de Macondo fue elaborándo­ se lentamente. En La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1962), La mala hora (1963), en los cuentos de Los funera­ les de la Mamá Grande, el protagonista es una ciudad lejana y solita­ ria, dividida por disensiones internas y por odios, terreno abonado para todas las rarezas. Y desde la primera novela, La hojarasca, Ga­ briel García Márquez se complacía en imaginar a un personaje soli­ tario y orgulloso viviendo siempre recelosamente frente a la sociedad que le rodeaba. En esta primera novela, el médico cuyo entierro pro­ porciona el marco del relato, es todavía una figura ambigua. Es un forastero que llega a la pequeña ciudad para ejercer la medicina y comprueba que su clientela se esfuma, que llega la compañía plata­ nera con médicos que están más al día. El médico se encierra en un aislamiento voluntario, y cuando la compañía plantera abandona la ciudad y estalla la guerra civil, se niega a atender a los heridos, y por esta causa se le manda a Coventry. Este rencor perdura hasta mucho después de que se hayan olvidado las causas originarias, y llega incluso hasta más allá de la muerte. Como en el caso de Onet­ ti, la principal preocupación de García Márquez es el problema de la autenticidad individual dentro de una sociedad injusta. Es el te­ ma que reaparece en cuentos como «La siesta del martes», que se escribió hacia 1948 y que se basa en un suceso que el autor recorda­ ba de su niñez.24 Una mujer cuyo hijo ha sido fusilado por ladrón llega a una ciudad durante la hora de la siesta y va a depositar flores sobre la tumba de su hijo, mientras los habitantes se agrupan hostil­ mente en las puertas y en las ventanas de las casas. La dignidad y la entereza de la mujer son inconmovibles. Estamos ante uno de los prototipos del coronel de El coronel no tiene quien le escriba, narra­ ción que es una pequeña obra maestra. En El coronel desaparece 24

Luis Harss, «G abriel García Márquez o la cuerda floja». Los nuestros, Buenos Aires, 1'KiH

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toda retórica, estamos ante el desnudo aislamiento del protagonista. Éste, veterano de una guerra civil, ha estado quince años esperando una pensión. Cada semana, cuando llega el correo, sus esperanzas no se ven cumplidas. Su único hijo, Agustín, ha sido fusilado por repartir propaganda ilegal, y el coronel se ha quedado sin más fuen­ tes de ingresos que un gallo de pelea que no puede alimentar por falta de dinero. Además, la ciudad está dominada por sus enemigos políticos, lo cual no le permite ninguna otra opción, ninguna esca­ patoria, excepto encerrarse en su dignidad, en su entereza y en su orgullo, a lo que se aferra con una impresionante tenacidad. El or­ gullo acaba encarnándose en el gallo de pelea, que él ve como un símbolo de las fuerzas vencidas de la ciudad y que finalmente se niega a vender. Al final de la novela ya ha perdido todas las esperan­ zas, se muere de hambre pero con su dignidad intacta. «Se sintió puro, explícito, invencible.» Cien años de soledad ha sido llamada por Mario Vargas Llosa el Amadís de América.25 Todos los temas primerizos de García Már­ quez culminan en esta novela. Es una obra mítica, que trata, como siempre que intervienen los mitos, de una emigración y de la funda­ ción de una ciudad. Isabel y José Arcadio Buendía son primos her­ manos y temen que el fruto de su matrimonio sean monstruos. Aban­ donan la ciudad en la que habían nacido para fundar Macondo en una región inaccesible, y aunque en los primeros años de su existen­ cia Macondo vive en su prístina inocencia e ignorante de la historia, su inocencia y su ignorancia se basan no en la bondad natural, sino en el pecado original: Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se preci­ pitaban por un lécho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.

Durante un tiempo el único contacto de Macondo con el mundo exterior se produce con las visitas de los gitanos con su jefe de la tribu, Melquíades, que inicia a los habitantes en las maravillas de los dientes postizos, del hielo y del imán, y despierta en José Arcadio una ambición de poseer el conocimiento científico del mundo exterior. Todos los Buendía nacerán con un afán autodestructor de

25. Título de un artículo publicado por vez primera en Amaru, núm. 3. 1967, y reimpre en García Márquez, La H abana, 1970, en las series de «valoraciones m últiples*. Véase también del mismo autor. García Márquez. Historia de un detctdto, Barcelona, 1971.

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hacer cosas, de romper sus límites, mientras que las mujeres están absorbidas por el nacimiento y la muerte, por las casas y las mortajas. El aislamiento de Macondo no dura mucho. Sus relaciones con el mundo exterior siempre serán anacrónicas, pero el progreso llega: aparece un «corregidor», la ciudad tiene que tomar parte en una guerra civil, se construye un ferrocarril, se instala allí una compañía plata­ nera con directores extranjeros; millares de huelguistas mueren en una matanza, una tormenta destruye las plantaciones, la compañía plantera se retira y vuelve a dejar a Macondo en su aislamiento. En miniatura, éste es un reflejo del aislamiento de Hispanoamérica y del ciclo del progreso y del neocolonialismo. Pero Macondo también representa la tragedia en un nivel más profundo que el social. Al final de su historia, el último de los miem­ bros de la familia Buendía empieza a descifrar el manuscrito que Melquíades ha dejado y descubre que está leyendo la historia de la familia y que esta historia sólo durará lo que dure la lectura: todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

El acto de leer es en sí mismo un acto de soledad y de muerte que nunca puede repetirse. El desenlace enfrenta bruscamente al lector no con la comedia (porque superficialmente la novela parece cómi­ ca) sino con la tragedia. La vida es irrepetible, las vidas son irreversi­ bles. Los muertos están muertos. Y la comprensión de esto obligará al lector a retroceder y a repensarlo todo. Porque a despecho del pro­ digioso humor de estos personajes grotescos, súbitamente nos mues­ tran que tienen dimensiones trágicas. Están «solos en sus sueños» y estos sueños son grandes cortinas de humo entre ellos y el olvido, como el pez de oro que los Buendía fabrican en su taller. El verda­ dero terror de la vida es que no puede repetirse y la única manera de soportar este terror es recurrir al humor. Por eso la muerte se pre­ senta constantemente de un modo mágico; la lluvia de flores que cae sobre José Arcadio cuando muere, Remedios la Bella asciende al cielo colgando de una sábana, una matanza durante un carnaval despierta a los muertos Pierrots, Colombinas y emperatrices chinas. La novela se convierte así en una tentativa mágica de enfrentarse con la muerte. Por paradoja, los personajes están monstruosamente vi­ vos, precisamente debido al individualismo hiperbólico que les aís­ la, como acciones de santos que les distingue del común de los mor­

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tales. Remedios la Bella carece de todo sentido de culpabilidad y se pasea desnuda sin el menor miedo a sufrir una agresión sexual. Fernanda es la síntesis de la pureza católica: llevaba un precioso calendario con llavecitas doradas en el que su di­ rector espiritual había marcado con tinta morada las fechas de absti­ nencia venérea. Descontando la Semana Santa, los domingos, las fiestas de guardar, los primeros viernes, los retiros, los sacrificios y los impe­ dimentos cíclicos, su anuario útil quedaba reducido a cuarenta y dos días desperdigados en una maraña de cruces moradas.

La amante de su marido es también otra mujer notable, Petra Cotes, cuyo amor «tenía la virtud de exasperar a la naturaleza», y que hace que las vacas se reproduzcan tan rápidamente como los conejos. Los hombres también son exageradamente excéntricos, los José Arcadios soñadores, los Aurelianos, hombres de acción. Pero esta abundancia de vida tiene tonalidades trágicas, ya que hasta los gran­ des excéntricos están condenados al olvido. Uno de los aspectos más importantes de Cien años de soledad es que la novela rompe con el realismo volviendo a las fuentes de la ficción en el mito y el relato fantástico. La misma prosa en que está escrita la novela tiene un dejo tradicional, anunciando sus in­ tenciones con las fórmulas del que narra un cuento popular: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coro­ nel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Es el tiempo del «pasado mítico», ya que el demostrativo «aque­ lla» se refiere a algo que sólo el que cuenta la historia puede revelar por medio de su magia. Con posterioridad a Cien años de soledad’ García Márquez pu­ blicó tres volúmenes de cuentos —La increíble y triste historia de la cándida Eren dirá y de su abuela desalmada (1972), El negro que hizo esperar a los ángeles ( 1 9 7 2 ) y Ojos de perro azul ( 1 9 7 4 ) — y tres novelas —El otoño del patriarca ( 1 9 7 5 ) , Crónica de una muerte anunciada ( 1 9 8 1 ) y El amor en los tiempos del cólera ( 1 9 8 5 ) — , en­ tre las cuales destaca especialmente la primera. Se la suele clasificar entre las «novelas de dictadores», y en ella se analiza la legitimación del Estado, la soledad del poder, la complicidad entre los liberales elitistas y los sectores antidemocráticos de una sociedad. García Már­ quez no superpone discursos diversos a la manera de, por ejemplo.

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Cortázar, y se vale, en cambio, de la homogeneidad en el desarrollo narrativo para ligar planos incongruentes de la realidad referida. El narrador de El otoño del patriarca es un «cronista» que se encuentra entre quienes, a la muerte del dictador —que tiene aproximadamente la edad de la América latina independiente— , entran en su palacio; este testigo describe sin asomo de sorpresa los increíbles sucesos de la larga tiranía. García Márquez se inició como periodista. Su labor en este cam­ po ha sido recogida en cuatro volúmenes y algunos reportajes pro­ longados, como el Relato de un náufrago (1970), fueron editados como textos indepentientes. Hay que mencionar en esta línea La aven­ tura de MiguelLittín clandestino en Chile (1986), en que se refieren las peripecias vividas por el cineasta en el Chile de Pinochet. Entre los escritores colombianos destacan Fanny Buitrago (1940) —con las novelas Las distancias doradas (1964) y Cola de zorro (1 970) — y Albalucía Ángel (1939), que publicó en 1972 Dos veces Alicia. Su última novela, Misia Señora, apareció en 1982. Antes ha­ bía escrito Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, en la que se evoca, desde los ojos de una niña, la época que en Colombia, a falta de un nombre más preciso, se dio en llamar «de la violencia». El mismo período es tratado por Gustavo Alvarez Gardeazábal en Cóndores no entierran cóndores (1971).

14.

A g u s t ín Y á ñ e z , C ar lo s F u e n t e s , J o sé R ev u elta s y la n o v ela m e x ic a n a

Si García Márquez recrea mágicamente el pasado, Agustín Yá­ ñez (1904-1980) y Carlos Fuentes (1928), ambos escritores mexica­ nos, lo analizan y lo confrontan con el presente. Agustín Yáñez, prolífico novelista cuya primera obra fue Flor de juegos antiguos (1942), ha publicado una serie de novelas que abarcan toda la vida del México provinciano y de la capital antes, durante y después de la revolución. La más conocida de sus obras es Al filo del agua (1947), en la que, empleando la técnica del flujo de la conciencia, retrata la vida de una pequeña ciudad de Jalisco, un lugar tan apartado como Macondo, y que vive en un período de prehistoria muy poco antes de la revolución. Su vida es «prehistórica» porque las fuerzas de la ciudad se oponen a todo cambio. La Iglesia, bajo un cura puri­ tano, el padre Dionisio María Martínez, es la principal fuerza del orden y por medio de las Hijas de María imponía «rígida disciplina,

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muy rígida disciplina en el vestir, en el andar, en el hablar, en el pensar y en el sentir de las doncellas, traídas a una especie de vida conventual, que hace del pueblo un monasterio». El ritmo de la ciu­ dad es el del año litúrgico que dota al lugar de una estabilidad in­ temporal. O así lo parece hasta que Micaela, una muchacha de la ciudad, llega a perturbar sus rígidas actitudes. Ella y otro forastero, Damián, oriundo de la ciudad pero que ha vivido en los Estados Unidos, representan las fuerzas exteriores que van a destruir la ciu­ dad. La aparición del cometa Haley se considera como un anuncio de desastre, y la novela termina cuando se acerca el ejército revolu­ cionario que liberará a la ciudad no sólo de la tiranía, sino también de la «inocencia» artificial que había impuesto la Iglesia. Las novelas de Agustín Yáñez, junto con las de Juan Rulfo, seña­ lan una transición en la novela mexicana, alejándola de la protesta social y del realismo y orientándola hacia la experimentación. No ha habido creador más fecundo que Carlos Fuentes (1928), novelista y autor de cuentos, que también ha trabajado para el cine y el tea­ tro, cuya obra muestra un perpetuo sentimiento de irritación contra su país natal. De niño viajó mucho por el extranjero, ya que su pa­ dre era diplomático, y se convirtió así en un hombre exigente, polí­ glota y, por el hecho de vivir fuera de su patria, con un gran sentido crítico respecto a su entorno.26 Fuentes es un magnífico autor de cuentos que ha publicado Los días enmascarados (1954), Cantar de ciegos (1964) y una novela cor­ ta, Aura (1962), pero su principal contribución a la literatura la ha hecho en el campo de la novela. En este terreno todos sus esfuerzos se dirigen a tomper con la narración lineal. Sólo una de sus obras, Las buenas conciencias (1959) —la historia de la rebelión de un jo­ ven provinciano contra los falsos valores sociales y su sumisión final— tiene una estructura narrativa convencional. Su primera novela, La región más transparente ( 1959 ), en la que el protagonista era la ciu­ dad de México y que describía como «una síntesis del presente mexi­ cano», trata de unir lo diacrónico y lo sincrónico mezclando las vidas más diversas de Ciudad de México en un único y breve período de tiempo. Un personaje mítico, Ixca Cienfuegos, es la fuerza que sin­ tetiza los distintos elementos, un grupo de personajes típicos mexi­ canos: oportunistas como Roberto Régules y Librado Ibarra; un ban­ quero nuevo rico, Federico Robles; su esposa, dada al esnobismo,

26. Véase la entrevista con Fuentes en Confrontaciones: los narradores ante el público. Méxi­ co, 1966, págs. 137-155.

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Norma Larragoiti. La dificultad de Fuentes en esta novela se debe a su actitud crítica. Pregunta: «¿Quién mató la revolución mexica­ na?», y para responder a esta pregunta tiene que sumergirse en el pasado, mostrarnos cómo sus personajes llegaron a ser lo que son, cómo México llegó a perder la verdad y la autenticidad imitando servilmente al mundo exterior: México se ha convertido en una especie de basural para todo lo que trae la marea de otras partes del mundo.

Quien habla es uno de sus personajes intelectuales, ineficaz co­ mo muchos de los personajes de Fuentes, pero dotado de una gran clarividencia respecto a cómo deberían ser las cosas: «Hay que crear­ nos un origen y una originalidad». Lo característico de las mejores obras de Fuentes es esta mirada crítica que ve implacablemente los defectos, pero sin encontrarles soluciones fáciles, con personajes que están presos en una red de mentiras y de tedio de la que ya es dema­ siado tarde para escapar. La muerte de Artemio Cruz nos muestra cómo el autoanálisis no tiene por qué conducir necesariamente a la acción. El protagonista, un millonario que es uno de los «hombres nuevos» más poderosos del México posrevolucionario, permanece inmovilizado en su cama desde el comienzo hasta el final de la novela, con capacidad de ver, revivir y corregir su visión del pasado, pero completamente impoten­ te para cambiarlo. En el inicio de la novela, viejo y enfermo, ni si­ quiera acierta a reconocer la imagen que se refleja en el bolso de su esposa. El ojo inyectado en sangre que ve por un momento es un objeto extraño, como lo es su propia voz en el magnetófono, y la extraña y nueva personalidad del enfermo, que ni siquiera tiene autoridad suficiente para conseguir que su mujer abra la ventana. También ha perdido el control de sus funciones corporales. Sólo le queda la lucidez. Mientras espera la operación, recibe con contrarie­ dad a un cura y las visitas de su familia, la percepción, la memoria y la comprensión se separan. El «yo» que es Artemio Cruz le devuel­ ve a sus horas de éxito y de triunfo: la época en la que escapó a la ejecución durante la revolución; su boda, después de la revolu­ ción, con Catalina, la hija de un rico terrateniente; su afortunado intento de conservar el favor del presidente durante el período de Calles; el rápido aumento de su fortuna en la que injertó capital norteamericano. Sin embargo, cada uno de estos triunfos y supervi­ vencias se consiguió a costa de amor, de amistad, de las relaciones

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con su hijo, de su felicidad personal. Estas pérdidas las registra un alter ego que se dirige a Artemio llamándole «tú», y una narración paralela en tercera persona recoge otro aspecto, no el «yo» subjetivo, ni la conciencia acusadora, sino el declive objetivo de Artemio Cruz como hombre. Esta visión múltiple y cinemática nos proporciona una visión an­ terior de las diferentes fuerzas que combaten en el alma de Artemio y nos muestra por qué su «supervivencia» ética triunfa sobre sus sen­ timientos menos egoístas. Su necesidad de sobrevivir es más fuerte y le impregna más que el amor o la compasión. La supervivencia implica la violación del otro, el tratar al «otro» como un objeto. Y a medida que la virilidad sexual decrece, se sublima en otras formas de poder. Significativamente, la mujer que se convierte en su aman­ te y que permanece a su lado hasta el fin de su vida es Lilia, una muchacha a la que compra y a la que descubre coqueteando y final­ mente haciendo el amor con un chico de su edad, mientras él está tendido en la playa. Esta conversión del «macho» en voyeur, es signi­ ficativa, porque el voyeur depende de la vida de los demás. Esto hace de Cruz (y su nombre es un símbolo deliberado) una encarna­ ción del México posrevolucionario, en el cual el joven y espontáneo revolucionario se convierte en un anciano rico e inválido, cuya rique­ za procede en último término del extranjero. Fuentes hace que nos preguntemos dónde convergen la responsabilidad personal y la so­ cial, y sugiere que la sociedad no puede estar madura si el mis­ mo hombre aún se aferra a>la «bravura» del «macho» propia del ado­ lescente, en vez de evolucionar y acabar aceptando las cualidades más femeninas de la sinceridad y el autosacrificio. Pero es un escritor de­ masiado inteligente para sugerir que puede haber una solución fácil para esto. Artemio muere al final de la novela. El «tú», el «yo» y el «él» se unifican en la muerte. Posteriormente Fuentes ha publicado dos novelas cortas, Zona sagrada y Cumpleaños (1970), y una novela larga, Cambio de piel (1967), que también tiene una «estructura de impotencia». Cuatro personajes, un profesor mexicano, su amante y discípula, su esposa, Elizabeth, y un amigo alemán, Javier, hacen juntos un viaje en co­ che desde Ciudad de México hasta Cholula, y los encontramos tam­ bién reunidos en una habitación de hotel de Cholula y en una pirá­ mide que se derrumba sobre ellos. La intención de Fuentes era evi­ dentemente escribir una novela abstracta, con personajes intercam­ biables, pero no puede librarse de su preocupación esencial que es, como en Artemio Cruz, la decadencia. Sus mejores fragmentos son

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los que describen malestares físicos, ciudades que se desmoronan, cuerpos que envejecen. Cambio de p iel se propone ser un «happening», pero se transforma en un examen microscópico de una rela­ ción de declive. En la obra posterior de Carlos Fuentes destaca Terra Nostra (1975), en la que se plantea una suerte de «historia alternativa» que cobró gran importancia en América latina. Ejemplos de ello son La noche oscura del niño Aviles del puertorriqueño Rodríguez Julia y El en­ tenado del argentino Juan José Saer. En Terra Nostra se propone una reescritura de la historia de España y de Hispanoamérica y se trata especialmente de la formación de los grandes mitos de Cervan­ tes y la Celestina. En la novela se entretejen la ficción y la realidad. A esta novela siguieron La cabeza de la hidra (1978), Una fa?nilia lejana (1980), Gringo viejo (1985) y los relatos de Agua quemada (1981). José Revueltas (1914-1976), que analiza en sus libros la proble­ mática de la izquierda mexicana, es un precursor de la novela expe­ rimental. En El luto humano (1943), donde es notoria la influencia de Faulkner, se narra la trágica historia de un grupo de campesinos enfrentado al gobierno en sus últimas horas de vida, antes de ser devorados por una crecida de las aguas. La técnica no es realista, y el elemento poético se introduce por la vía del monólogo interior. En su obra posterior cabe destacar En algún valle de lágrimas (1956) y Los errores (1964), en la que se presenta el México de los años treinta y la historia del Partido Comunista de aquel país, del que Revueltas había sido miembro durante muchos años. Sus críticas, de carácter nacionalista, le mantuvieron alejado de la militancia duran­ te largo tiempo, pero el movimiento estudiantil de 1968 y la masa­ cre de muchos de los que en él participaban, que tuvo lugar en Tlatelolco, le devolvieron a la política. Detenido en aquellas manifesta­ ciones, Revueltas adquirió el valor de un símbolo para la juventud. El clima de los años sesenta fue muy bien reflejado por los nove­ listas de la generación llamada «de la onda»: José Agustín (1944) y Gustavo Sáinz (1940), el primero autor de De perfil (1966) y el segundo de Gazapo (1965). En la novela mexicana coexisten diversas tendencias. Elena Garro (1917), en Recuerdos del porvenir (1963), que tiene por marco la guerra cristera, juega con elementos del realismo mágico. Juan José Arreóla (1918) destaca por su sentido del humor en Varia invención (1949), Confabularlo (1952) y La feria (1963). Salvador Elizondo ex­ perimenta en los límites de la escritura en Farabeuf o la cróyiica de

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un instante (1965), El hipogeo secreto (1968) y Elgrafógrafo (1972). En esta misma línea cabe clasificar a Julieta Campos, mexicana de origen cubano, autora de Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974). Vicente Leñero (1933), autor de La polvareda y otros cuentos (1959), Los albañiles (1964), Estudio Q (1965), El garabato (1967) y A fuerza de palabras (1972), entre otros títulos, y Jorge Ibargüengoitia, que escribió teatro y novelas, entre las que destacan Los re­ lámpagos de agosto (1964) y Los conspiradores (1982), así como tam­ bién René Avilés Fabila (1940), han querido registrar en su obra la realidad mexicana. Novelista de gran relieve es Fernando del Paso (1937), autor de José Trigo (1966) y Palinuro de México (1977). Ambas obras refieren acontecimientos recientes de la historia de México —la huelga ferro­ viaria de 1959, la primera, y los sucesos del sesenta y ocho, la segunda— , no obstante lo cual no son «novelas históricas» en senti­ do estricto. En la obra de Sergio Pitol (1933), la red de relaciones entre per­ sonajes y épocas se teje en torno de referencias culturales —música, literatura, arte— , con un estilo ajustado que deja traslucir un fondo de violencia. Pitol es autor de novelas —El tañido de una flauta (1972) y El desfile del amor (1984) y de cuentos, como los reunidos bajo el título Vals Mefisto. Juan García Ponce (1932) es autor de colecciones de relatos —La noche, Imagen primera— y de novelas —Figura de p aja, La casa en la playa, La cabaña, La vida perdurable, La invitación, Unión, y otras— , así como de ensayos y poesía. En 1981 publicó Crónica de la intervención, una extensa narración centrada en los vínculos eróticos. En los últimos años se nota una renovación de la novela de pro­ vincias aunque es una nóvela muy lejos del costumbrismo o el regio­ nalismo del pasado. Autores como Jesús Gardea, Eraclio Zepeda y Carlos Montemayor han inaugurado una narrativa que es claramente regional y al mismo tiempo alcanza un gran refinamiento. Es importante destacar también la intención de parte de muchos autores mexicanos de romper con los límites de los géneros consagra­ dos. Elena Poniatowska, conocida como periodista, ha desarrollado una narrativa testimonial en La noche de Tlatelolco (1971) y en Has­ ta no verte Jesús mío (1969). Esta última obra es un testimonio en parte basado sobre conversaciones reales con una mujer del pueblo, en parte inventado por la propia autora.

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15.

M ario V a r g a s L lo sa

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y la n o v ela per u a n a

El novelista peruano Mario Vargas Llosa (1936) es uno de los me­ jores ejemplos del novelista para quien la experimentación es vital.27 Sus novelas tratan de uno de los conflictos más graves de nuestro tiempo, la antinomia entre lo histórico y lo estructural. Más aún, la importancia concedida por este autor al arte de escribir es ejem­ plar en un continente en el que la rapidez y la improvisación se han valorado a menudo como superiores al oficio. Los títulos de las novelas de Mario Vargas Llosa —La ciudad y los perros (1962), La Casa Verde (1966), Conversación en La Cate­ dral (1969)— aluden todos a estructuras, hay algo en la naturaleza de la estructura que obsesiona profundamente al autor. En cada una de estas novelas los edificios representan sistemas y orden de ideas de un modo tan complejo que el término tan empleado de «símbo­ lo» resulta completamente fuera de lugar. La ciudad y la escuela de La ciudad y los perros, el burdel, la isla y el convento de La Casa Verde, la taberna llamada «La Catedral» de Conversación en La Ca­ tedral, son elementos todos ellos análogos a ciertas maneras de es­ tructurar la experiencia. Son sistemas muy disciplinados en los que elementos variantes se ven obligados a actuar de un modo uniforme. Arrebatan a las personas sus historias personales para convertirlas en piezas que deben funcionar dentro del conjunto. Por lo tanto, el determinismo al que aluden muchos críticos al hablar de estas nove­ las es algo mucho más complejo que lo que el siglo X I X entendía por este término. En las instituciones de Mario Vargas Llosas, lo or­ gánico y lo estructural, los procesos evolutivos y las relaciones sincró­ nicas, son antitéticos. Tomemos por ejemplo La ciudad y los perros, una novela situada en la academia militar Leoncio Prado. La anécdota se cuenta en seguida. Un grupo de cadetes, «los pe­ rros», se identifican por un único hecho, el de que todos están en el mismo año. Bajo la dirección del Jaguar, roban las preguntas de un examen de química. El Esclavo, que permanece al margen del grupo, denuncia al ladrón para poder tener permiso de salida el sá­ bado y es asesinado misteriosamente en unas maniobras. El misterio no se resuelve, pero lleva a un enfrentamiento entre el Jaguar y el Poeta, Alberto, quien a su vez ha denunciado al Jaguar como asesi­ 27. Sus artículos críticos han sido publicados en forma de libro y han aparecido en una gran diversidad de revistas.

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no del Esclavo. Esta anécdota es la armazón; el robo, el crimen, la delación constituyen una secuencia lineal y cronológica, pero esto es como una serie de maderos y riostras. La sustancia de la novela es mucho más densa, es algo formado por la convergencia de las his­ torias individuales de los cadetes y de sus maestros con la disciplina y la rutina de la escuela, la convergencia de un desarrollo orgánico con relaciones familiares y la academia militar con sus horarios, sus reglas, su plaza de armas que determinan los moldes en los que los estudiantes individuales, con sus historias individuales, han de enca­ jarse. La estructura sincrónica impersonal de la academia tiene un efecto deformador sobre los instintos y un efecto que limita las op­ ciones de los estudiantes. Tienen que convertirse en verdugos (como el Jaguar), el víctimas (como el Esclavo) o en payasos (como el Poe­ ta), pero en cualquier caso su desarrollo natural será violentado. So­ brevivir a la academia y seguir existiendo como persona significa in­ fringir unas reglas, pero infringir unas reglas significa reconocer su existencia. La «historia interior» de la novela es el moldeado de un grupo a las exigencias de la academia y la disgregación del grupo. Un orden arbitrario (la novela se inicia cuando el Jaguar anuncia que ha salido el número cuatro, después de echar los dados que han de decidir quién robará las preguntas del examen) sustituye al orden natural. Y este orden artificial, obra del hombre, está cuidadosa­ mente dispuesto, delimitado: hacia la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al final, tercero, las cuadras de los perros. Más allá lan­ guidece el estadio, la cancha de fútbol sumergida bajo la hierba bra­ va, la pista de atletismo cubierta de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al otro lado del estadio, des­ pués de una consthicción ruinosa —el galpón de los soldados— hay un muro grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio Prado y comienzan los grandes descampados de La Perla.

La escuela se ve como una estructura que está totalmente hecha por el hombre, un producto de una ideología que, para ser acepta­ da, necesita primero hacer un lavado de cerebro a los alumnos, ha­ cerles romper con sus antiguas fidelidades e inculcarles el nuevo có­ digo que Alberto, el Poeta, resume así: aquí eres militar aunque no quieras. Y lo que importa en el Ejército es ser buen macho, tener unos huevos de acero.

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El «bautismo» de los novatos es un rito de iniciación a la tribu: «Aquí uno se hace más hombre, aprende... a conocer la vida»; pero esto implica perder la libertad individual y adoptar la identidad de un grupo. Todo ello constituye una violación del individuo y de la vida «natural». Los oficiales violentan a los reclutas, les hacen ence­ rrar, les golpean como si esto formara parte de la disciplina; los alum­ nos veteranos violentan a los más jóvenes, haciéndoles sufrir un hu­ millante bautismo; y los estudiantes se violentan unos a otros, se pelean, se masturban, violan a otros muchachos e incluso a anima­ les. La materia prima de La ciudad y los perros hubiera podido cons­ tituir fácilmente la base de una novela de protesta social, pero la técnica del autor transforma este material básico en una visión mu­ chísimo más densa de las motivaciones humanas. Usa no sólo un punto de vista múltiple y diversos planos temporales, sino que ade­ más intercala diferentes grados de conciencia y lucidez. El Boa repre­ senta una especie de subconsciente colectivo, la violencia en su nivel más primario e instintivo, y por eso se expresa en un flujo de con­ ciencia indiferenciado. El Poeta es el más coherente y articulado de los miembros de la comunidad, y también uno de los más corrompi­ dos, le empuja el miedo, la necesidad de defenderse, es un hombre venal que se adapta a las normas del colegio como se adaptará más tarde a las de la sociedad exterior. El Jaguar, que es uno de los miem­ bros con mayor individualidad y más auténticos del Círculo, es un individualista frustrado. La diversidad de enfoques sugiere la com­ plejidad de las posturas morales, las relaciones que cambian constan­ temente de un cadete a otro y los puntos en los que el sistema preva­ lece sobre los individuos. En la segunda novela larga de Mario Vargas Llosa, La casa verde, la destrucción de secuencias cronológicas es aún más drástica. En efec­ to, aquí encontramos varias historias vitales paralelas: la de Bonifacia, que es una «selvática», una muchacha de la selva educada en un convento, expulsada de él, casada luego con un sargento del ejér­ cito y que acaba por fin como pupila de un burdel; la del Sargento, un muchacho de los barrios bajos disciplinado por el ejército, que vuelve a la vida civil cuando su código de «machismo» le crea un problema, que va a parar a la cárcel y que cuando recupera la liber­ tad encuentra a su esposa en un burdel: la de Fushía, presidiario fugitivo que capitaneaba un grupo de bandidos que robaban caucho desde su cuartel general en una isla, que cae enfermo y a quien en­ contramos en una leprosería; la de su mujer, Lalita, que se casa con un cabo, Nieves, y que más tarde vuelve a casarse por tercera vez.

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Pero la originalidad de la novela no estriba en estas existencias que se entrelazan, sino más bien en el modo cómo se relacionan. Cada capítulo de la novela se divide en cierto número de apartados sobre diferentes niveles de tiempo. Al romper con el orden cronológico, Mario Vargas Llosa consigue una nueva perspectiva de las vidas por­ que vemos constantemente a unos personajes tal como ellos se ven y tal como les ven los demás, desde el presente y desde el futuro y desde el pasado. El efecto es el de un mapa en relieve en el que vemos, como desde la altura, la convergencia de las vidas-ríos en tor­ no a islas, casas, ciudades, y desde nuestra altura podemos apreciar lo que no pueden ver los participantes: el modo cómo el presente encajará en algún molde futuro y cómo su significado cambiará con el paso del tiempo. Y ello se consigue no sólo yuxtaponiendo dife­ rentes planos temporales, sino también cambiando los puntos de vista y los tiempos verbales dentro de la prosa. Aquí, por ejemplo, una monja, la Madre Angélica, da órdenes al Sargento. La Madre Angélica alza la cabeza: que hagan las carpas, Sargen­ to, un rostro ajado, que pongan los mosquiteros, una mirada líqui­ da, esperarían a que regresaran, una voz cascada, y que no le pusiera esa cara, ella tenía experiencia. El Sargento arroja el cigarrillo, lo entierra a pisotones, qué más le daba, muchachos, que se sacudieran.

El lector parece estar situado entre ambos, guiando cada reac­ ción: las palabras de la Madre Superiora, puntuadas por las reaccio­ nes poco amables del Sargento, cómo la Madre Superiora intuye lo que piensa el Sargento, la reprimida violencia de éste al aplastar el cigarrillo en la tierra. Esta captación detallada de los pensamientos y reacciones de los personajes va acompañada de una amplísima visión general en la que el río, el convento, la ciudad, no son tan sólo lugares históricos con­ cretos, sino que tienen un sentido mítico. El Marañón es El Río, Piura La Ciudad, la «casa verde» no es sólo un burdel que lleva este nombre, sino también un símbolo de la selva. Y estos lugares sim­ bólicos corresponden en la novela a la división entre las estructuras (el ejército, el convento, el burdel, la ciudad) y «la vida»: el río. El autor traza por lo tanto como una especie de mapa existencial. El mundo exterior no estructural es objeto de la violación del hombre, de su apropiación. Al elegir el escenario de la selva, Vargas Llosa sitúa su novela en una zona donde hay muy poco orden social. Sin embargo, el hombre sigue obrando de acuerdo con el código del sistema en el que vive. El comienzo de la novela presenta el cho­

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que de tres sistemas, la Iglesia, el ejército y los indios, ninguno de cuyos miembros puede en realidad comunicarse con los demás. La Madre Angélica habla la lengua de los aguarunas, pero las respuestas de ellos están más allá de los límites de su comprensión. Los que se liberan de un sistema no tardan en encontrarse en otro. Fushía escapa de la cárcel, se refugia en una isla, pero termina en una le­ prosería. Bonifacia sale del convento, se casa y termina en un burdel. La Casa Verde es, pues, un completo análisis de lo que las insti­ tuciones hacen de los seres humanos y de cómo estructuran sus vidas. En Conversación en La Catedral Mario Vargas Llosa ha aplicado la visión panorámica a un tema más fácil, el del pasado histórico y político del país. La «conversación» tiene lugar entre un periodista (excomunista e hijo rebelde de un hombre de negocios) y el guar­ daespaldas negro de un dictador. La novela nos presenta «el mundo que hay detrás de las noticias», las corrupciones y traiciones de los ministros, de los hombres de negocios y de los hombres públicos; pero no es en modo alguno una novela de tesis. Es una exposición minuciosa y detallada de un proceso de corrupción. Mario Vargas Llosa ha dicho que se considera como realista, «pe­ ro tengo un concepto ancho, no mezquino, del realismo»: En el mundo de la ficción, la verdad se llama autenticidad y es subjetiva. El escritor debe ser, ante todo, auténtico, es decir, fiel a sí mismo, fiel a sus propias obsesiones, a sus fantasmas, a sus demo­ nios, a su locura, aun a su mugre.28

Lo que le sitúa por encima del nivel de muchos escritores realis­ tas es la densidad con la que presenta esta «autenticidad». En Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977), Vargas Llosa se aparta de la senda propuesta por su obra an­ terior para ensayar la clave de la ironía y la peripecia próxima a la comedia. En La guerra del fin del mundo (1981) narra la rebelión de Canudos en el Brasil del siglo X I X , que ya había sido tema de la obra maestra de Euclides Da Cunha, Os Sertóes. En la novela de Vargas Llosa se entrelazan las historias de varios personajes que se encuentran en Canudos durante el largo y sangriento asedio puesto por el ejército al grupo de rebeldes unidos por su fe en «Consejero», el profeta que les anima a resistir a las fuerzas del gobierno hasta el exterminio. Aunque quizá no alcance el virtuosismo técnico de 28.

Ibid.

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obras anteriores, La guerra del fin del mundo es un relato de cons­ trucción magistral. La Historia de Mayta (1984) refiere la vida de un activista en el Perú de hace unos años; es un producto de la pro­ funda decepción del autor respecto de los revolucionarios latinoame­ ricanos. En su última novela, ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) se tratan las relaciones de poder en una trama policial. Vargas Llosa es autor de piezas teatrales —La señorita de Tacna (1981), Kathie y el hipopótamo (1983), La chunga (1986)— y de estudios literarios — García Márquez: historia de un deicidio (1971) y La orgía perpetua: Elaubert y «Madame Bovary» (1975)— , a lo que hay que agregar su extensa producción periodística, recogida en los dos volúmenes de Contra viento y marea (1983 y 1986). El Perú contemporáneo cuenta con otros narradores importantes. Julio Ramón Ribeyro (1929), autor de las novelas Crónica de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guar­ dia (1973), y de La palabra del mudo (cuentos 1952-1977), es un estilista de altísimo nivel que crea sabiamente climas de frustración y de fracaso. Manuel Scorza, también conocido por su poesía —Las imprecaciones, Los adioses, Desengaños del mago, El vals de los reptiles— , es autor de una serie de novelas, que él llama «baladas» o «cantares», en que se describen la existencia y las luces del campe­ sinado peruano de los Andes centrales: Redoble por Raneas, Garabombo el invisible, El jinete insomne, Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago. Alfredo Bryce Echenique (1939) ha per­ cibido y descrito incomparablemente la frivolidad de la clase alta li­ meña en Un mundo para Julius (1970); el humor es la nota domi­ nante en los relatos reunidos en Todos los cuentos (1979). Bryce Eche­ nique ha publicado también La vida exagerada de Martín Romaña (1981), El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985) y los relatos de Magdalena peruana (1986).

16.

La

n o v ela en tela d e j u i c i o .

J

ulio

C o rtázar (1914-1984)

En uno de sus cuentos más conocidos, «Las babas del diablo», que se publicó por vez primera en Las armas secretas (1959), el rela­ to asume la forma de una «agonía», el escritor-fotógrafo, CortázarMichel, escribe-registra lo que parece ser «la realidad», aunque lo que se nos cuenta está flanqueado por preguntas: «me pregunto por qué tengo que contar esto»; «nadie sabe bien quién es el que verda­ deramente está contando»; el escritor y el fotógrafo se enfrentan con

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la naturaleza «mentirosa» de su oficio. El escritor y el fotógrafo mo­ difican la realidad al registrarla. La fiel reproducción sólo puede re­ presentar a la naturaleza sin el hombre, como la fotografía ampliada queda finalmente con él, mientras se suceden sobre su superficie la lluvia y el sol: quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.

Sin embargo, no sería justo dar la impresión de que los cuentos y novelas de Cortázar tratan exclusivamente del problema de la per­ cepción y de la estética. Como a Mario Vargas Llosa, lo que más le preocupa es la autenticidad, y precisamente debido a su naturale­ za el arte está en una región fronteriza en la que la autenticidad puede llegar a degenerar rápidamente en corrupción. Así ocurre evi­ dentemente en «El perseguidor», cuento en el quejohnny, el músi­ co de jazz, es observado por Bruno, que ha escrito una biografía de él convertida en best-seller. La experiencia vital de Johnny, su retraimiento del éxito comercial, su espontaneidad, están constante­ mente amenazados por la necsidad que tiene Bruno de interpretar, de explicar, de «salvar» (y finalmente de destruir). La percepción es­ tética es frágil, está siempre expuesta a la destrucción, y debe ser purificada, liberada de los acrecentamientos. Por eso la obra de Cor­ tázar es a menudo una especie de quema preliminar que purificará la confusión del clisé. Como escribe en «Las babas del diablo»: «Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira)». El arte de Cortázar se desarrolló con lentitud. Hasta los treinta y siete años vivió casi siempre en la Argentina (aunque había nacido en Bruselas), y allí escribió poesía, ensayo y otras obras, a menudo utilizando el seudónimo de Julio Denis. Su primera obra importante fue el libro de cuentos Bestiario (1951), y posteriormente publicó otros tres volúmenes de narraciones, Final del juego (1956), Las ar­ mas secretas (1956) y Todos los fuegos el fuego (1956), además de una especie de manual burlesco, Historias de cronopios y de fam as (1962), una guía de la «inautenticidad» que quiere destruir. Sería absurdo mostrar y presentar el complejo y sutil mundo de los cuentos de Cortázar en unas pocas líneas. Pero tratan de «este lado» y «el otro lado», de lo que ha sido estructurado y clasificado y de lo que podría llamarse poco más o menos «imaginación» o «li­ bertad». El «otro lado» es un mundo de creatividad no estructurada, como la música de Johnny en «El perseguidor», «una construcción infinita cuyo placer no está en el remate sino en la reiteración expío-

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radora, en el empleo de facultades que dejan atrás lo prontamente humano sin perder humanidad». El problema consiste en crear sin destruir, en construir sin estructurar de una manera excesiva. El pro­ blema se complica debido a la existencia del lector u observador, y éste es tal vez uno de los elementos más variables. En el cuento «Axolotl» el narrador contempla a un pez tropical a través del cristal de un acuario, y a fuerza de percepción se convierte en un axolotl, viéndose a sí mismo desde el otro lado del cristal. Pero esto es como la obra de creación terminada, que vuelve la vista hacia el creador mirándole como un ser extraño y ajeno. Una vez creado, los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obse­ sión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre.

La relación entre el creador, la creación y el público es también el tema de «Final del juego», un cuento en el que tres niñas juegan a «estatuas» cerca de la vía del tren. Han establecido sus reglas, pero el juego se hace más complicado cuando saben que son observadas por un niño, «Ariel», desde el tren. La existencia de «observadores» cambia el juego, hace que una de las niñas use joyas verdaderas en vez de artificiales para la estatua, pero también acaba por terminar para siempre con el juego. Hay sin duda alguna una búsqueda de la pureza que impregna profundamente la obra de Cortázar, una pureza que fácilmente se trastorna y se embrutece. Los cuentos de Cortázar se orientan en la dirección de conseguir una conciencia de sí mismo mucho mayor en relación con el papel del escritor. En Bestiario, los cuentos contienen, todavía, abundante material anecdótico. La «autoconciencia» respecto al lenguaje en «Las babas del diablo» se convierte en la preocupación predominante en muchos relatos posteriores, una preocupación que apunta contra to­ dos los clisés, contra todas las rutinas. Al lector se le priva de toda oportunidad de identificarse con los personajes, de confundir el arte y la realidad, de «usar» la literatura. Hay como una limpieza de ele­ mentos derivados, una tendencia hacia la purificación y la abstrac­ ción. El mismo proceso es visible en las novelas. En el epílogo a la primera de éstas, el autor rechaza ya la interpretación, pero este re­ chazo es un apéndice, no forma parte integral del libro. No obstan­ te, una lectura cuidadosa delata ya una actitud muy consciente res­ pecto a las fórmulas, y la novela empieza con una alusión a la frase «La marquesa salió a las cinco», referencia a aquello de lo que no trata una novela. El lenguaje y la estructura de Los premios tiene mucho que ver con los clisés. Se nos cuenta las andanzas de un gru­

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po de pasajeros que en una lotería gana como premio un viaje por mar, embarcan en Buenos Aires y tropiezan con inesperadas dificul­ tades: la misteriosa enfermedad del capitán, una puerta en la parte de popa que no se les permite abrir, una división del barco entre «este lado» y «el otro lado», y de los pasajeros entre los que aceptan el destino del barco y los que preguntan y exploran. Un grupo de pasajeros intenta llegar al «otro lado» y uno de ellos, el dentista Medrano, muere asesinado, ante lo cual el viaje termina bruscamente y los pasajeros regresan a Buenos Aires. La estructura del viaje con retorno y la muestra representativa de los argentinos parece encajar la novela dentro de una categoría conocida. El viaje es como un cebo para el lector, que quiere seguir a los pasajeros hasta que lleguen a su destino. Pero de hecho no hay ningún avance. El viaje es lo desacostumbrado, la posibilidad de lo casual; los pasajeros obran y reaccionan según fórmulas y actitudes anticuadas que manifiesta el lenguaje. El factor significativo no es que la gente cambie, sino que permanecen casi enteramente dentro de las limitaciones de su perso­ nalidad. La excepción es Medrano, que penetra en «el otro lado», tanto literal como psicológicamente, aunque ello representa la muerte. Pero antes de morir Medrano tiene una revelación de sí mismo que le muestra cómo puede vérsele desde «el otro lado»: le dejaba solamente una sensación de que cada elemento de su vida, de su cuerpo, de su pasado y su presente eran falsos, y que la false­ dad estaba ahí al alcance de la mano, esperando para tomarlo de la mano y llevárselo otra vez al bar, al día siguiente, al amor de Clau­ dia, a la cara sonriente y caprichosa de Bettina siempre allá en el siempre Buenos Aires.

Hay otro personaje que se queda fuera del juego. Se trata del «astrólogo», Persio, la única persona que no tiene una estructura prees­ tablecida a la que escapar, la única que permite que la realidad for­ me sus propios esquemas y que se complace en «la perfecta disponi­ bilidad de las piezas de un puzzle fluvial». Este observador es el pro­ totipo de muchos, un hombre que ve la complejidad de las cosas: una infinidad tan pavorosa de simultaneidades y coincidencias y entrecruzamientos y rupturas que todo, a menos de someterlo a la inte­ ligencia, se desploma en una muerte cósmica y todo, a menos de someterlo a la inteligencia, se llama absurdo, se llama concepto, se llama ilusión, se llama ver el árbol al precio del bosque, la gota de espaldas al mar, la mujer a cambio de la fuga al absoluto.

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En Rayuela (1963) toda la forma del libro es una impugnación de la literatura y del arte en general en sus relaciones con la realidad. La estructura ya no se adapta a ninguna forma novelística tradicio­ nal. En cambio la novela se divide en tres partes: «Del lado de allá», «Del lado de acá» y «De otros lados» («capítulos prescindibles»), que consisten en trozos de citas, las meditaciones de un escritor apócrifo, Morelli, y otras materias. Después de Rayuela Cortázar separaría este aspecto de «álbum de recortes» de la prosa de su invención. En 62 modelo para armar tenemos ya la invención pura, en La vuelta al día en ochenta mundos y Último round (1969) nos da los álbumes de recortes. Rayuela alcanzó cierta fama cuando se publicó porque el autor indicaba que había dos maneras de leer la novela, según el orden en que estaba impresa o según el orden señalado por él mismo. Pero una vez disipada esta novedad inicial de que se ofrecieran dos (o más) lecturas, resulta evidente que la estructuración de la novela en partes movibles es sólo uno de los aspectos de las intenciones del autor al poner en tela de juicio la literatura y su relación con la reali­ dad. Desde sus comienzos la vanguardia artística se ha ocupado de dos problemas paradójicos: las estructuras y los esquemas subyacen­ tes de la experiencia que el arte abstracto trata de aislar; y sumergirse hasta el mismo corazón del cambio. En Rayuela encontramos una tercera fase, una demostración repetida e impugnadora de estos dos caminos. En cierto sentido Rayuela es la Enciclopedia al revés. Es decir, que si la Enciclopedia fue el medio de que se valió el si­ glo XVIII para ordenar la realidad e incluir todos los fenómenos dentro del círculo luminoso de la razón humana, Rayuela representa la de­ sintegración de todo lo que constituye cultura y moralidad, y la de­ mostración del carácter convencional del pensamiento, de la acción y de la actividad literaria. La paradoja básica es la de que esto tiene que hacerse con el lenguaje, y el lenguaje es sospechoso ya que, por su misma naturaleza, engendra las convenciones. El personaje cen­ tral de la novela, Oliveira, ha llegado a una fase en la que se pone en tela de juicio toda verbalización: Toda tentativa de explicarlo fracasa por una razón que cualquiera comprende, y es que para definir y entender habría que estar fuera de lo definido y lo entendible.

Por lo tanto, como tantos otros personajes de Cortázar, Oliveira está poniendo constantemente en tela de juicio las palabras que tie­

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ne que emplear, consciente de que le conducen en direcciones que él no quiere seguir: Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer pis, hacer tiempo, acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, mover algo para que estuviera aquí y no allí o entrar en esa casa en vez de no entrar.

La literatura es sencillamente una manera más engañosa de orde­ nar el desorden. De ahí la fascinación que la Maga ejerce sobre Oliveira, porque ella capta intuitivamente, mientras que él sólo puede mostrarse irónico acerca de sus intuiciones: Ah sí, el tacto que reemplaza las definiciones, el instinto que va más allá de la inteligencia. La vía mágica, la noche oscura del alma.

En cierto sentido, pues, Rajuela es la respuesta a la orden de Oliveira: «No hagamos la literatura». Las jerarquías de valores que han impuesto la literatura, el len­ guaje y la filosofía, son continua y directamente atacadas, por medio de la parodia, por medio de la invención de un nuevo lenguaje, el gliglico, por medio de «incidentes» en la novela. Aunque no existe trama argumental en el sentido habitual de la expresión, ni tampoco una serie de hechos que impliquen un avance, la novela se agrupa en torno a dos puntos geográficos. París (las relaciones amorosas de Oliveira con la Maga y Pola, el encuentro de los amigos de Oliveira en el Club de Serpientes, la muerte del hijo de la Maga, Rocamadour) y Buenos Aires (la amistad de Oliveira con Traveler y Talita, sus relaciones amorosas con Grekeptken, y el circo y el asilo mental en que trabajan). En los incidentes y conversaciones que constituyen estos grupos, la parodia, la ironía y la constante impugnación del lenguaje no sólo funcionan como una destrucción de convenciones, sino que al mismo tiempo forman un dique contra los atroces frag­ mentos de realidad que se atisban. París se describe como una metá­ fora. Oliveira piensa que todos los rincones de la ciudad ofrecen una analogía con la vida y sus absurdos, pero el humor y la parodia pare­ cen un arma casi necesaria para diferir una comprensión trágica que sólo puede terminar en el suicidio. En la parte parisiense del libro, por ejemplo, el concierto de Berthe Trépat, la muerte de Rocamadour, están rodeados de estratos de parodia. Berthe Trépat es una compositora y pianista de vanguardia a la que Oliveira va a escuchar

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porque llueve y cuyo concierto se da ante un público escasísimo. Sus «composiciones» son equivalentes musicales de lo que es Rayuela: la ruptura con las estructuras tradicionales, la introducción del silen­ cio en la obra, etc. Y toda la «invención» flota gratuitamente libre de cualquier posible «interpretación». El concierto de Berthe Trépat y las respuestas de Oliveira son clisés, mutuos equívocos. Oliveira le dice que le ha gustado el concierto, la acompaña a su casa, se encuentra implicado en su sórdida y patética vida. El terror procede del vacío que se encuentra detrás de las estructuras absurdas y caren­ tes de significado. Cuando muere Rocamadour, el hecho ocurre du­ rante una conversación entre Oliveira y Ossip; no sintiéndose capa­ ces de dar la noticia a la Maga, siguen hablando sobre la muerte y la realidad, mientras llegan amigos, se van poniendo discos en el gramófono y el viejo del piso de arriba golpea el techo. El cadáver en descomposición del niño impregna toda la escena, y las bromas son más desesperadas que nunca; no es de extrañar que Oliveira com­ pare las actividades del grupo a las de las moscas: todo eso va tejiendo un dibujo, una figura, algo inexistente como vos y como yo, como dos puntos perdidos en París que van de aquí para allá de allá para aquí, haciendo su dibujo, danzando para na­ die, ni siquiera para ellos mismos, una interminable figura sin sentido.

No obstante Oliveira cree que existe un objetivo, aunque no esté «arriba», no es geográfico: A orillas del Sena se acuesta con la vaga­ bunda Emmanuéle, es detenido y llevado a la comisaría de policía junto con ella y dos homosexuales. En el coche de la policía contem­ pla los colores del calidoscopio que lleva uno de los homosexuales. Para Oliveira ésta es la imagen de nuestro conocimiento de la reali­ dad, como el juego dé-rayuela con su «cielo» o meta, es la imagen del esfuerzo. Pero sólo se alcanzará la meta, el calidoscopio sólo con­ seguirá sus combinaciones más brillantes cuando nuestro modo de estructurar la realidad se transforme totalmente. En uno de los «capítulos prescindibles», Morelli imagina una úl­ tima frase de una novela que fuese como un muro. «En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay». Rayuela es una de las grandes novelas trágicas de nuestro tiempo porque se le­ vanta como una barrera frente a una situación demasiado desespera­ da para que pueda contemplarse. Si La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, dos li­ bros de ensayos y de crítica, constituyen —para usar la expresión de

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Ginsberg— Reality, Sandwiches, la tercera novela de Cortázar, 62 modelo para amar, trata exclusivamente del punto en el cual la vida se convierte en literatura y de las casualidades y posibilidades que implica el acto de la creación. Pero el libro también nace de la con­ vicción de que el escritor dispone de más cosas de las que conoce conscientemente. Cortázar confiesa que no sabía cómo iba a desarro­ llarse la novela. En todo caso, al escribirla pensaba también en cam­ biar las relaciones del autor con el lector. Es un «modelo para armar» en el que hay elementos humanos: Marrast, Polanco, Calac, Héléne, Nicole; ciudades: Londres, París, Viena; medios de comunicación: carreteras, trenes, metros. Todos estos elementos se presentan como esquemas, y se espera que sea el propio lector quien esté en los in­ tersticios, creando, sugiriendo, explorando. Cortázar no sólo piensa, pues, en la red que ha hecho, sino también en los agujeros que hay en ella. Sin embargo, el lector puede preguntarse el porqué de esta preo­ cupación. La abdicación de la forma, el proporcionar una serie de piezas con las cuales el lector pueda construirse su propia novela, parecen reflejar la idea de que no hay visión superior, de que cada hombre está solo con su experiencia individual. Pero en último tér­ mino ésta debe ser una solución más trágica que Rayuela. En Rayue­ la el autor nos ofrecía su escudo contra el horror de vivir, pero tam­ bién permitía que entreviéramos el horror. En 62 parece ofrecer sola­ mente pedazos y fragmentos de su cuaderno de notas, que se supo­ ne que nosotros tenemos que juntar. Sin duda alguna la novela pue­ de considerarse como la consecuencia lógica del hecho de desplazar el interés de la novela desde el creador y el objeto creado al lector.

17.

G u i l l e r m o C a b r e r a In f a n t e

(1929)

La novela de Cabrera Infante Tres tristes tigres (1967) representa, sin embargo, otra fase evolutiva de la novela contemporánea: las in­ venciones de sistemas de lenguaje como parodia de la sociedad. El autor es un cubano que había publicado A sí en la paz como en la guerra (1966), un libro de cuentos ambientados en el período de Batista. En 1964 ganó el Premio Biblioteca Breve con la novela Tres tristes tigres. Director del suplemento literario Lunes de Revolu­ ción durante los primeros años del régimen castrista, no consiguió adaptarse a las austeridades del período posrevolucionario y actual­ mente vive en el extranjero. La novela es la lengua de Cuba hablada

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en 1959, inmediatamente antes de que Castro subiera al poder, su sustancia es una serie de conversaciones entre gentes de La Habana, la mayoría de las cuales pertenecen al mundo marginal de la vida nocturna: personalidades de la televisión, cantantes, músicos de jazz, hijos e hijas de los ricos, fotógrafos, personajes todos de la vida noc­ turna. Hablan la jerga del jazz, el afrocubano, el petit bourgeois y una miríada de otras hablas. En su centro hay un grupo de intelec­ tuales. Todo ello no pasaría de ser un juego si no nos diera una ima­ gen de lo que efectivamente era la cultura cubana en 1959, la cultu­ ra bastarda de una isla dependiente de los norteamericanos, donde el «Spanglish» era uno de sus idiomas, con una comercialización fac­ tual y una cultura de consumidor que se sobreponía a todas las de­ más aspiraciones. Hay parodias de los «literatos» —de Carpentier, Lezama Lima y Guillén— cuyo estilo culturalizado parece absurda­ mente fuera de lugar si se lo compara con la degradada realidad. Uno de los personajes principales, Arsenio Cué, es muy aficionado a hacer retruécanos y a jugar con las palabras; por mediación suya, la cultura europea toma la máscara de un cubano degradado. Así, en un fragmento, enumera «grandes hombres»: Américo Prepucio y Harun al’Haschisch y Nefritis y Antigripina la madre de Negrón y Duns Escroto y el Conde Orgazmo y William Shakeprick o Shapescare o Chasepear y Fuckner y Scotch Fizzgerald y Somersault Mom [...]

Estamos ante algo más'que un simple chiste, Cabrera Infante ilus­ tra el subdesarrollo literario, el encenagamiento de la isla en una cultura de consumidores, que honra de boquilla a los grandes nom­ bres de la historia y de la cultura universal, que son, sin embargo, simples hombres, y no partes sustanciales de las vidas de las gentes, aun cuando se trate de-intelectuales. Una cultura ésta impuesta por la hegemonía económica de los Estados Unidos, la otra es un débil intento de resistir a este hegemonía. La lengua cubana no existe, y por lo tanto no existe tampoco una cultura cubana. Sólo hay in­ fluencias extranjeras y jerga. La brillante novela de Cabrera Infante ilustra una actitud que los novelistas contemporáneos han heredado de los modernistas, la sensación de que existe un abismo cultural entre ellos y su público. La novela de Cabrera Infante sugiere que no hay cultura cubana si se exceptúa un reflejo grotesco de la civilización europea y nortea­ mericana, una actitud que en último término sólo puede conducir a la desesperación.

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LA NOVELA EN CENTROAMÉRICA

A pesar de que, como mercado, es relativamente pequeño, Centroamérica cuenta con narradores importantes, como Carlos Luis Fa­ llas (Costa Rica, 1911-1966) —autor de Mamita Yunai ( 1941), Gen­ tes y gentecillas (1947), Marcos Ramírez (1952) y Mi madrina (1954), y conocido líder obrero comunista— , Mario Monteforte Toledo (Gua­ temala, 1911) —autor de Entre la piedra y la cruz (1948) y Donde acaban los caminos (1953)— , Carmen Naranjo (Costa Rica, 1931) —autora de Los perros no ladraron (1966)— y Rogelio Sinán (Pana­ má, 1904) —autor de Plenilunio (1943) y La isla mágica (1979)— . Augusto Monterroso (Guatemala, 1921) ha trascendido los lími­ tes de su país natal y de aquel en que vive —México— para ganar público internacional al dotar de nuevo aliento la fábula. En Obras completas (y otros cuentos) (1959) y La oveja negra y demás fábulas (1969), Monterroso se distancia, deliberadamente y mediante el hu­ mor, de todo lo farragoso, pretencioso o retórico. La precisión de su lenguaje y su «minimalismo» proponen en una segunda lectura una crítica del «gigantismo» cultivado por algunos autores latinoa­ mericanos. El nicaragüense Sergio Ramírez, actualmente miembro del go­ bierno sandinista, destacó primero como cuentista —Cuentos (1963), Nuevos cuentos (1969), De tropel y tropelía (1972) y Charles Atlas también muere (1976)— y publicó finalmente una novela de consi­ derable éxito: ¿Te dio ?niedo la sangre? (1977). El tema de la guerrilla está en el centro de la novela del salvado­ reño Manlio Argueta Un día en la vida y en la del nicaragüense Ornar Cabezas La montaña es algo más que una inmensa estepa verde.

19 . J o s é D o n o s o y l a n o v e l a c h i l e n a José Donoso (1925) empezó a escribir cuando en la literatura chi­ lena dominaban los autores realistas como Manuel Rojas y Carlos Droguett. En su primera novela, Coronación (1957), Donoso abría un nuevo panorama el tratar la decadencia de la aristocracia en función de una hipotética sustitución de los amos decrépitos por sus sirvien­ tes. A este libro siguieron Este domingo (1966) y El lugar sin límites (1967). En 1970 publicó una obra maestra, El obsceno pájaro de la noche, un texto denso en torno de los espacios —el convento, la casa patriarcal, la hacienda— y el poder de la clase alta chilena en

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LITERATURA HISPANOAMERICANA

crisis. Posteriormente aparecieron Casa de campo (1978), La miste­ riosa desaparición de la ?narquesita de Loria (1980) y El jardín de al lado (1981), esta última sobre la experiencia de la expatriación. En 1986 se publicó su novela La desesperanza, en la que se tratan las condiciones del retorno de un exiliado al Chile de Pinochet. Donoso es también autor del libro testimonial Historia personal del «boom» (1972) y de los volúmenes de novelas cortas Tres novelitas burguesas (1973) y Cuatro para Delfina (1982). También Jorge Edwards (1931) se ocupó de la crisis de la clase alta chilena en su primera novela, El peso de la noche (1974). En Persona non grata (1973, ampliada en 1983) narró sus vivencias co­ mo diplomático en Cuba. Posteriormente publicó Los convidados de piedra (1978), El museo de cera (1980) y el volumen de cuentos Las ?náscaras (1967). Algo más joven que Edwards es Mauricio Wacquez — nacido en 1939— , que vive fuera de Chile desde hace largos años. Los títulos fundamentales de Wacquez, Excesos (cuentos, 1971) y las novelas Paréntesis (1975) y Erente a un ho?nbre armado (1981), en especial esta última, configura una experiencia literaria singular, de muy di­ fícil clasificación en la literatura de su país. La caída de Salvador Allende determinó el exilio de numerosos escritores, algunos de ellos ya consagrados por entonces y otros en los inicios de su proceso creador. Entre los primeros hay que contar a Fernando Alegría (1918), Poli Délano (1936), Ariel Dorfman (1936) y Antonio Skármeta (1940). Alegría había publicado estudios ya clá­ sicos sobre la literatura chilena y latinoamericana y varias novelas im­ portantes en 1973: Caballo de copas (1958) y Amerika, Amenkka, Amerikkka (1970) alcanzaron gran difusión. En El paso de los gan­ sos, publicada en el exilio, se narran los últimos días de Salvador Allende. Poli Délano publicó cuentos — Gente solitaria (1960) y Amane­ ció nublado (1962)— y novelas — Cero a la izquierda (1966) y Cam­ balache (1968). Ariel Dorfman, conocido antes de 1973, sobre todo como ensayista dedicado a temas políticos y sociológicos, es autor de la novela Viudas, en que trata el problema de los desaparecidos. Antonio Skármeta había trascendido como cuentista por los volúme­ nes El entusiasmo (1967), Desnudo en el tejado (1969) y Tiro libre (1973). En 1975 publicó una novela, Soñé que la nieve ardía. y pos­ teriormente No pasó nada. Hernán Valdés alcanzó notoriedad en 1974 con Tejas verdes, el primer libro testimonial' sobre los campos de concentración de Pinochet.

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Isabel A llende ( 1 9 4 2 ) es la figura m ás reciente de la letras chile­ nas. Lanzada a la celebridad por el resonante éxito de su prim era novela, La casa de los espíritus (1982), ha p u b licado posteriorm ente De amor y de sombra. En La casa de los espíritus, novela en m uchos sentidos deudora de la lección narrativa de G arcía M árquez, se traza la historia de Chile durante el siglo XX a través de las peripecias de una fam ilia a lo largo de tres generaciones.

20.

La

r e a l i d a d y la f a n t a s í a

En la enorm e variedad de la novela contem poránea h isp an oam e­ ricana sobresalen dos aspectos: en prim er lugar, la necesidad casi u n i­ versal que han sen tido los escritores de rom per con el m olde de la narrativa lineal; y en segun do lugar el uso del m ito, la fan tasía del hum or y la parodia. C om o ya hem os visto, esta fantasía y este h u ­ mor pueden funcionar com o un escudo interpuesto entre el escritor y la realidad, d em asiado terrible y desesperanzada para que se la contem ple cara a cara. El hum or de G arcía M árquez, la m a n ip u la­ ción del tiem po de V argas Llosa y la ironía de Cortázar son com o guiñ os que se le hacen al lector, previniéndole de lo que pod ría su ­ ceder sin el espejo de Perseo. La novelística del argentino M anuel Puig dem uestra todo el alcance de la parodia. En V enezuela la novela con tem porán ea tam bién se ha centrado en tem as políticos. M iguel Otero Silva ( 1 9 0 8 - 1 9 8 6 ) , en Casas muer tas ( 1 9 5 5 ) y Oficina n .° 1 ( 1 9 6 1 ) , describió el cam bio de una socie­ dad provinciana y rural en la V enezuela de la industria y de los cam ­ pos petrolíferos. En La muerte de Honorio ( 1 9 6 8 ) escribió la novela de la opresión política, tem a que tam bién aparece en los cuentos de G uillerm o M eneses y en el País portátil ( 1 9 6 9 ) de A driano G o n ­ zález León, quien introduce en la novela el tem a de la guerrilla ur­ bana. Otro escritor venezolano, Salvador G arm en dia ( 1 9 2 4 ) refleja la nueva V enezuela urbana en novelas cuyo tem a es a m enudo las vidas frustradas y sórdidas de la pequ eñ a burguesía. Sus obras p rin ­ cipales son Los pequeños seres ( 1 9 5 9 ) , Día de cenizas (1 9 6 4 ) , Los habitantes ( 1968), La ?nala vida ( 1968) y Memorias de Altagracia ( 1974). La novela y el cuento puertorriqueñ os están p rofun dam en te se­ ñalados por las circunstancias de la evolución del m ovim iento indepen den tista. Entre los nom bres a destacar en la literatura de este país se encuentran los de Rene M arqués ( 1 9 1 9 - 1 9 7 9 ) — autor de los cuentos reunidos en los volúm enes Otro día nuestro ( 1 9 5 5 ) y En una

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ciudad llamada San Juan (1962), y de la novela La víspera del hom­ bre (1959)—, y José Luis González (1926) —con los libros de relatos El hombre en la calle (1948) y En Nueva York y otras desgracias (1973), y las novelas Paisa (1950) y Balada de otro tiempo (1978). Quizá se deba a la ambigua situación jurídica que vive Puerto Rico tras su truncado proceso de independencia la notable prepon­ derancia de lo satírico en los distintos géneros literarios. Luis Rafael Sánchez (1936), en La guaracha del macho Camacho (1976) propone una visión grotesca del país a través del fenómeno de una canción que hace las veces de elemento unificador de los más diversos secto­ res de una sociedad. Los cuentos de Rosario Ferré (1940), reunidos en los volúmenes Papeles de Pandora y Maldito amor tratan con amar­ gura de las relaciones entre sexos, razas y clases sociales; en el segun­ do de los libros citados la sátira tiene por objeto a la clase alta. Preo­ cupaciones similares aparecen en los relatos de Ana Lydia Vega reco­ gidos en Encancaranublado y otros cuentos de naufragio (1983). Ed­ gardo Rodríguez Juliá, autor de Renuncia del héroe Baltasar y de La noche oscura del niño Avilés, publicada en 1984, es un novelista de extraordinarias cualidades que, parodiando a los cronistas* del si­ glo XVIII, propone una versión apócrifa de la historia de Puerto Rico. La figura más destacada de la literatura dominicana es Juan Bosch (1904), que fue presidente de su país y que, además de una extensa obra ensayística e historiográfica, publicó cuentos y novelas: La ma­ rañosa (1936) y El oro y la paz (1975), entre otras. El escritor hispanoamericano de cuarenta años para abajo cuenta ahora con una tradición novelística extraordinariamente rica en la que inspirarse, una tradición que incluye obras como Rayuela, La Casa Verde y Cien años de soledad. Aunque es demasiado pronto para hablar de corrientes generales, ya se ha desarrollado una novela urbana de notable elaboración en México y Buenos Aires, y han apa­ recido escritores cuya habilidad técnica es muy considerable. En el momento en que muchos países europeos atraviesan un período es­ téril por lo que se refiere a la novela, el género ha alcanzado dimen­ siones totalmente nuevas en Hispanoamérica.

21.

E rnesto S á b a t o , D avid V iñas y Manuel Pu ig -, LA NOVELA CONTEMPORÁNEA EN A RG EN TIN A

Ernesto Sábato (1911) es un heredero de la gran tradición realista argentina y un representante consumado de la novela urbana que

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empieza a perfilarse en los años treinta. El realismo de Sábato tiene poco que ver con las formulaciones precedentes de la tendencia en la novela: su elaboración de los elementos que constituyen el relato singulariza con eficacia su obra en el marco contemporáneo. Buenos Aires es un escenario constante que se propone como objeto de in­ dagación obsesiva y como materialización del drama histórico de la nación. Dos obras solamente situaron a Sábato en el primer nivel de la literatura de su país y lo convirtieron en uno de los autores argentinos más difundidos y estimados en el extranjero: El túnel (1948) y Sobre héroes y tumbas (1961). La primera es una narración psicológica de matices existencialistas en que la evolución de una con­ ciencia es señalada por el conflicto entre racionalidad e irracionali­ dad. La segunda, Sobre héroes y tumbas, es un extenso relato cen­ trado en los últimos representantes de una familia de la oligarquía venida a menos, que se superpone a un poema épico en prosa sobre la retirada de los últimos hombres del general Lavalle que tienen por objetivo llevar el cadáver de éste al exilio. La novela incluye aun un tercer plano argumental: el «Informe sobre ciegos», publicado en ocasiones como pieza autónoma, cuya voz narradora es la de Fernan­ do Vidal Olmos, protagonista de la primera historia. En 1974, Sábato publicó otra novela mayor: Abaddón el exterminador. Pero sin la lectura de sus ensayos —Hombres y engranajes, Heterodoxia, Uno y el Universo, El otro rostro del peronismo y El escritor y sus fantasmas— no se terminaría de comprender la perso­ nalidad histórica de este hombre cuyas preocupaciones éticas y civiles le llevaron a presidir la comisión investigadora del destino de los de­ saparecidos en la guerra sucia que asoló la Argentina de la última década, cuyos hallazgos se reunieron en el libro Nunca más. Pieza fundamental de la generación surgida alrededor de la re­ vista Contorno, que apareció hasta 1958, David Viñas (1929) es bien conocido como crítico historiador de la literatura argentina, en cuyo terreno produjo una obra de síntesis sobresaliente: Literatura argen­ tina y realidad política (3 vols., 1973-1975). Como narrador, su la­ bor resume, en una reformulación personal y un estilo bien defini­ do, elementos de la novela histórica, la épica social, el drama de conciencia y el ensayo estético. Viñas es autor de Cayó sobre su ros­ tro (1955), Los años despiadados (1956), Un dios cotidiano (1957), Los dueños de la tierra (1958), Dar la cara (1962), Los hombres de a caballo (1967), Jauría (1974), todas ellas novelas, del volumen de cuentos Las malas costumbres (1963) y de la crónica novelada En la Semana Trágica (1966). En 1979 apareció en México Cuerpo a

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cuerpo, tal vez la más importante de las obras de autor argentino publicadas en el exilio, donde se refieren las circunstancias que ro­ dearon el golpe de Estado militar de 1976 a partir de una serie de experiencias individuales que encarnan las de los distintos sectores de la sociedad en crisis. Manuel Puig (1939) es uno de los contados escritores que han abordado el tema de la conformación social de la sexualidad. El hu­ mor y un dominio absoluto de la lengua coloquial dan gran agilidad a su prosa. Desde sus primeras novelas —La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969) y The Buenos Aires affair (1973)— Puig da un papel preponderante a la cultura de masas, en especial a aquellos de sus elementos que proceden del cine y de la radio, en la formación de la imagen del mundo y de la conciencia de sí que cada individuo alcanza, así como en la formación de su lenguaje y, consecuentemente, en su comunicación —o incomuni­ cación— . Puig no hace una crítica de la cultura de masas desde una posición elitista: se limita a constatar su valor en la constitución del sujeto humano. En El beso de la mujer araña (1976), un homose­ xual y un militante que comparten una celda establecen un vínculo profundo a partir de sueños comunes expresados por el primero me­ diante la narración de viejas películas. En Pubis angelical (1979). la historia real de los protagonistas —tanto la individual como la del país al que pertenecen— se alterna con una trama de ensueños originados en imágenes cinematográficas en las que las relaciones in­ terpersonales aparecen deformadas. También en sus novelas poste­ riores —Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980) y Sangre de amor correspondido (1982)— expresa Puig las distancias entre la materialidad del sexo y sus representaciones sociales. La guerra sucia representó para los escritores argentinos la muerte o el exilio —interior o exterior— . Desaparecieron al menos dos autores de relieve: Haroldo Conti (1925-1976?) y Rodolfo Walsh (19271977?). El primero escribió novelas y relatos breves. Sudeste (1962). Alrededor de la jaula (1967), En vida (1971) y Mascará, el cazador americano (1975) son los hitos de su obra novelística. Los cuentos de Conti aparecieron reunidos con los títulos Todos los veranos (1964). Con otra gente (1967) y La balada del Álamo Carolina (1975), ade­ más de diversas antologías. En la obra de Rodolfo Walsh destacan Variaciones en rojo (1953), Los oficios terrestres (1965). Un kilo de oro (1967) y las crónicas noveladas Operación masacre (1957) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969)Osvaldo Soriano (1943), que había logrado notoriedad con su

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primera novela, Triste, solitario y final (1973), publicó en el exilio sus obras siguientes: No habrá más penas ni olvido (1978) y Cuarte­ les de invierno (1983). En Argentina se publicó recientemente A sus plantas rendido un león (1985). Juan José Saer (1936) es autor de Nadie nada nunca (1980), también impreso en el exterior, al igual que la novela de Mario Szichman (1945). A las 20.25 la señora entró en la inmortalidad (1980). Los mayores representantes del exilio interior son Ricardo Piglia (1941) y Jorge Asís (1947). Piglia, que ya había trascendido con Nom­ bre falso (1975), publicó en 1980 Respiración artificial. Asís es el narrador de la marginalidad urbana. Los reventados (1974) y Fe de ratas (1976) dieron pruebas de ello, pero alcanzó su más alto nivel con las novelas de la serie que lleva el título general Canguros: Flores robadas en los jardines de Quilmes (1981), Carne picada (1981), La calle de los caballos muertos (1982) y Canguros III (1983). En 1977 aparecieron los cuentos de Elvira Orphée reunidos bajo el título La última conquista del Ángel, aproximaciones al universo concentracional de la dictadura. En La cola de la lagarta, Luisa Valenzuela trata la figura grotesca de López Rega. Tomás Eloy Martínez, un conocido periodista que ya había dado una buena novela, Sagrado (1970), es autor de la crónica novelada La novela de Perón (1984), el mayor éxito editorial argentino en va­ rios lustros.

Lec t u r a s

A fitología Alegría, Fernan do , Novelistas contemporáneos hispanoamericanos, Bo sto n,

1964.

Textos Alegría, F ernan do , Amenka Amenkka Amenkkka, S an tia g o, 1970. Arenas, R eynald o, Celestino antes del alba, La H a b a n a , 1967. — , Con los ojos cerrados. M on tevi deo, 1972.

, - , —, —,

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LITERATURA HISPANOAM ERICANA

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LA PROSA CONTEMPORÁNEA

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Capítulo 10 EL TEATRO

Hay que vivir peligrosamente. R o d o l f o U sig l i

Si se exceptúa el cine, en Latinoamérica las artes dramáticas nunca han estado a la altura de la poesía y de la novela. No es fácil explicarse este fenómeno si no se tiene en cuenta la sociología del teatro y las relaciones del escritor y de los actores con el público. En la mayor par­ te de los países hispanoamericanos el teatro se mantiene en un esta­ dio amateur o, en el mejor de los casos, semiprofesional, y el teatro comercial sólo existe en las grandes ciudades (sobre todo en México y en Buenos Aires), e incluso allí en una escala mucho más modesta que en Europa. La duración en cartel de las obras suele ser muy breve y muchas de ellas son traducciones. La existencia de un teatro comercial en Europa y en Norteaméri­ ca, con un público adicto y predominantemente de clase media, ha sido como un estímulo indirecto para la vanguardia, y de este modo existía una masa inerte contra la cual el «nuevo teatro», al menos des­ de la época dejarry, ha reaccionado siempre. Y en el curso de los últi­ mos cincuenta años la mayoría de los experimentos teatrales han teni­ do en cuenta de un modo directo o indirecto la captación del públi­ co. Sin embargo, en Hispanoamérica las condiciones son muy distin­ tas, dado que el teatro comercial (exceptuando posiblemente los tea­ tros que representan sainetes en Buenos Aires) casi nunca ha conse­ guido tener el volumen suficiente para ser atacado o para provocar un reacción contraria. El naciente teatro nacional de los años veinte y treinta quedó eclipsado en popularidad por el cine antes de que pu­ diera formarse una masa de público, con el resultado de que los escri­ tores crearon a menudo obras en el vacío. El mexicano Rodolfo Usi­ gli, por ejemplo, fue autor de dramas que, debido a su contenido po­

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lítico, no pudieron representarse en la época en que se escribieron. A causa de la popularidad del cine, que llegó incluso a sustituir al teatro como acontecimiento social de la clase media, el teatro quedó en una posición difícil, buscando una masa de público que no existía o atacando a un público burgués también inexistente. Este vacío so­ cial explica en buena parte la relativa pobreza del género. A pesar de todo, en el curso de los últimos veinte años ha habido figuras de in­ negable valor que se han dedicado a la experimentación teatral, y en muchos países hispanoamericanos el teatro tiene un público reducido pero fiel. Este desarrollo se está produciendo en una época en la que en todo el mundo el teatro se está alejando de sus tradicionales aspec­ tos literarios y se orienta hacia el espectáculo, va dejando de ser una «obra de arte» para acercarse al happening, de modo que en estos mo­ mentos la aparición de buenos dramaturgos sólo parece remotamente probable. El teatro tiene una larga historia en Latinoamérica, pues ya había dramas bailables en el período precolonial.1 En el siglo que siguió a la conquista, el teatro español alcanzó su máximo esplendor, y este hecho se reflejó en todos los dominios del Imperio. A diferencia de lo que ocurrió con la novela, los gobiernos coloniales no hicieron na­ da por impedir la exportación de obras dramáticas a las colonias, e incluso, bajo la forma de «autos» y «loas», el teatro se convirtió en un auxiliar de la religión. Las obras dramáticas se utilizaban con objeto de adoctrinar a los conversas. El teatro profano conoció también un florecimiento similar. Thomas Gage, el iesuita inglés que visitó Centroamérica como misionero en el siglo XVII, cuenta que en el barco se representaban obras dramáticas durante la travesía, para mitigar el tedio de tan largo viaje.2 Y algunas de las grandes figuras de la Amé­ rica colonial —sor Juana Inés de la Cruz y Pedro de Peralta Barnuevo— escribieron obras dramáticas religiosas y profanas. Y en Lima, en el siglo XVIII, el teatro fue un importante centro social de la corte del virrey, lugar de reunión de la aristocracia hispánica con las órdenes inferiores, sobre todo a fines del siglo XVIII, en los años de la legen­ daria Perricholi —protagonista de varias de las tradiciones de Palma— , una famosa actriz que fue la amante del virrey. Fue en Lima también donde se escribió una de las obras dramáti­ cas más interesantes del período colonial. Se trata de Ollantay, un dra1. 1944. 2

Un ejem plo es el Rabmai Achí (adaptación de José Antonio Villacorta), Buenos Aire* Thomas G agc, The htiglish American

His Travels by L an J and Sea, Londres. 164S

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ma quechua que fundía tradiciones precolombinas y convenciones his­ pánicas, y que es una obra característicamente mestiza. La obra dra­ matiza las relaciones amorosas existentes entre el guerrero Ollantay y la hija del Inca, Qoyllur, amores contrariados debido a la oposición del Inca. Cuando Ollantay huye para unirse a un grupo de rebeldes, Qoyllur, es encarcelada y sólo recupera la libertad diez años después al morir su padre, y entonces ella y Ollantay pueden por fin reunirse. La obra incorpora muchas canciones tradicionales y formas de versifi­ cación quechuas, como el siguiente coro: No devores, avecilla, Tuya mía El plantío de mi princesa, Tuya mía No lo consumas, Tuya mía Su maíz golosina Tuya mía Su fruto es blanco Tuya mía Y es tanta su dulzura Tuya mía Su corazón aún es tierno Tuya mía Sus hojas aún son débiles Tuya mía.

Aquí el poeta se inspira en metáforas tradicionales y juega con la palabra tuya (espiga de trigo), y esta fuente de tradición oral se ex­ tiende también a los diálogos dramáticos. Así Ollantay declara la fir­ meza de su amor con estas palabras que equilibra el lirismo quechua y la pasión del galán hispánico: Aun de la dura roca, Libremente el agua manara; Lágrimas el fuego llorara Y yo, no por eso Dejaré de ver a mi Qoyllur.3

En el lenguaje y en el tema hay un asombroso equilibrio entre dos tradiciones, armonizándose el lirismo quechua y la estructura del dra­ 3.

El dratna quechua Apu Ollantay (versión de J

M. B. J;arfán), Luna. 1952

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ma español. El autor es desconocido, pero se cree que debió de ser el sacerdote mestizo Antonio Valdés, que escribió a fines del siglo XVIII. Por desgracia una obra de arte tan sobresaliente como Ollantay ha quedado en la historia como un caso aislado y único. Después de la independencia el teatro siguió siendo un importan­ te lugar de reunión de la aristocracia y de la clase media, y edificios prestigiosos del siglo X IX muy a menudo son teatros, a veces para re­ presentaciones operísticas, como el Colón de Buenos Aires y el Bellas Artes de México. Sin embargo, la existencia de estos teatros, en vez de favorecer al teatro autóctono, más bien pareció perjudicarlo, ya que el público casi siempre prefería ver actores extranjeros y obras extran­ jeras. No obstante, en México y en Lima el drama nacional no desa­ pareció del todo. En México hubo el teatro romántico e histórico de Fernando Calderón, y en Lima el teatro didáctico y satírico de Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868) y de Manuel Ascensio Segura (1805-1871). En la producción de Pardo y Aliaga figuran títulos como Frutos de la educación (1829) y Una huérfana en Chorrillos (1833), pero como autor cómico fue superado por su rival, Segura, autor de catorce obras, y que fue el mejor dramaturgo latinoamericano del siglo X IX . Sus tres obras mejores son El sargento Canuto (1839), La saya y manto (1842) y Ña Catita (1845; corregida en 1856). Sus blancos son los blancos tradicionales de la comedia —la hipocresía y la vanidad— y elige per­ sonajes que son arquetípicos, como el aficionado a los toros de El sar­ gento Canuto o la alcahueta, Ña Catita, que desciende de una larga estirpe de celestinas piadosas. Hipócrita consumada, afirma siempre que su vida es irreprochable: No conozco en Lima más que a fray Juan Salmaqueja y fray Rufo, a una monjita de allá de las Nazarenas.

Como Palma, Segura se complace en usar expresiones coloquia­ les, y como Palma también, aunque los personajes tiene tipismo, sus defectos son universales. Pero si Palma estaba inventando algo nuevo con sus tradiciones, Segura se contentaba con trabajar un género ya desarrollado en España en la escuela de Moratín, y no aportó nada nuevo a este género, si se exceptúa el color local limeño. Buenos Aires, con su espectacular expansión a partir aproximada­ mente de 1870, fue una de las primeras ciudades de Latinoamérica que desarrollaron un teatro genuinamente popular. Mientras las obras de importación y las óperas dominaban en la temporada del Colón,

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hubo también un teatro popular que presentaba melodramas basa­ dos en tipos gauchos. El más famoso fue Juan Moreira, originariamente una novela de Eduardo Gutiérrez (1853-1890), pero adaptada en 1884 al teatro de pantomima y posteriormente convertida en melodrama gracias a la iniciativa de Podestá, el actor que más trabajó para pro­ mover un teatro nacional argentino. Después de 1900 también flore­ ció un teatro de efímeros sainetes, intermedios cortos a modo de far­ sas, a menudo escritos en lunfardo, el dialecto de Buenos Aires, y di­ rigidos a un público de clase baja. En el año 1924, cuando el sainete estaba en la cúspide de su popularidad, llegaron a estrenarse unos tres­ cientos setenta. Los sainetes dieron pie e inspiraron los dramas más duraderos sobre la vida de las clases trabajadoras escritos por Arman­ do Discépolo (1887). Estos teatros populares de barrio bonaerense no tenían equivalentes en otros países, exceptuando quizá las funciones callejeras y las modestas variedades de México, en las que el cómico Cantinflas hizo su aprendizaje, o los teatros de la rumba en Cuba. El intento consciente de crear teatros nacionales y de fomentar una literatura dramática nacional parte del período criollista, hacia el año 1900. Éste es también el período en el que el teatro naturalista de Ibsen ejercía mayor influencia y muchos novelistas del naturalismo la­ tinoamericano y de las escuelas realistas hicieron también su contri­ bución al teatro. Roberto Payró en la Argentina y Federico Gamboa en México son dos ejemplos de estos novelistas-dramaturgos. Pero el mejor dramaturgo de este período, el uruguayo Florencio Sánchez (1875-1910), se consagró exclusivamente al teatro en Buenos Aires. En su juventud tomó parte activa en la política uruguaya, y fue uno de los primeros miembros del movimiento anarquista, pero poco des­ pués de instalarse en la Argentina se orientó hacia el teatro y escribió obras de gran éxito que describían el conflicto entre el progreso y las nuevas ideas por un lado y las actitudes tradicionales por otro. Su pri­ mer éxito data de 1903, cuando M ’hijo el dotor se representó en el teatro de la Comedia. La obra, de estructura determinista, presenta una serie de conflictos insolubles entre los jóvenes y los viejos, entre los que han recibido una educación (el «dotor» formado en la univer­ sidad, de la generación más joven) y los criollos sin instrucción, entre la sofisticación ciudadana y la sencillez rural, entre la moral moderna y la tradicional. El «dotor» es el hijo de un granjero criollo que quiere romper con la tradición. Se niega a aceptar el viejo código del honor al negarse a casarse con la mujer a la que ha seducido, y sólo se inclina ante la tradición cuando su padre está en su lecho de muerte. Aun­ que más racional, la nueva moral es más inhumana que la antigua

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mentalidad, y el «dotor» es un personaje frío, sin sentimientos y re­ pugnante. En La gringa (1904) lo «nuevo» está representado por una familia de inmigrantes italianos que se esclaviza para acumular dine­ ro, en contraste con la cómoda vida que lleva el viejo criollo Don Cantalicio, de cuyas tierras acaban apoderándose. La solución pacífica es posible porque Próspero, el hijo de Cantalicio, se enamora de la hija de los inmigrantes, Victoria, pero queda claro que Florencio Sánchez opina que el antiguo sistema de vida está condenado a desaparecer. El hecho de cortar el árbol ombú, símbolo de la vieja Argentina del gaucho, marca el comienzo de una nueva era, una era que estará do­ minada por el trabajo y el progreso. En Barranca abajo (1905) Sán­ chez escribió una tragedia a lo rey Lear. El viejo granjero criollo Zoilo se queda sin nada e incluso su familia se revuelve contra él, dejándole como única salida el suicidio. Es una víctima inocente de unas fuerzas que no puede dominar, condenado a retirarse ante la nueva Argenti­ na. No acierta a comprender por qué una vida «moral» en el antiguo sentido de la palabra, tiene que conducirle a semejante desamparo: Si hubiera derrochao: si hubiera jugao: si hubiera hecho daño a algún cristiano, pase; lo tendría merecido. Pero fui bueno y servicial; nunca cometí una mala acción, nunca [...]

Pero esta «bondad» carece de sentido en una sociedad que juzga a los hombres según su éxito lnaterial, no según sus virtudes morales. Zoilo carece de futuro y se ahorca. Estas tres obras de Florencio Sánchez, aunque anticuadas para el gusto moderno, reflejan el conflicto entre la Argentina de los inmi­ grantes y la Argentina criolla, que se agudiza en el momento del cam­ bio de siglo. Toda la personalidad del país sufre una transformación que se refleja en estas obras, aunque el planteamiento de los proble­ mas sea excesivamente simplista. Sánchez también escribió algunos dramas sobre la vida familiar y los descarríos morales. Entre éstos figuran Los muertos (1905), En familia (1905), El pasado (1906), Nuestros hijos (1907) y una obra en lunfardo que trata sobre los bajos fondos, Moneda falsa (1907). Florencio Sánchez representa un período en el que el teatro pare­ cía estar a punto de iniciar su desarrollo, cuando el drama nacional reflejaba problemas y situaciones locales e incluso el lenguaje estaba en sus primeras fases de evolución. Pero cuando este teatro apenas había empezado a florecer, fue desplazado por un poderoso rival, el cine, que penetró fácilmente hasta las más apartadas ciudades de provin­

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cias y transformó las costumbres sociales de millones de latinoameri­ canos. El cine era la gran atracción popular. Arrastró a la clase media, que iba al cine los domingos por la tarde, y arrastró a los campesinos y a las clases trabajadoras. Grandes industrias cinematográficas se de­ sarrollaron en México, en la Argentina y en Cuba, aunque la mayoría de las películas eran de muy escasa calidad. Sin embargo, con la apa­ rición del «Indio Fernández» en México y la presencia del director es­ pañol Luis Buñuel y de Leopoldo Torre Nilson en la Argentina, em­ pezó a existir un cine de calidad. Y el teatro nunca ha sido capaz de competir con él. En Londres y en París existía un teatro muy sólida­ mente establecido que no se hundió al producirse el advenimiento del cine, aunque incluso en estas ciudades la mayoría de los musichalls y teatros populares se vieron obligados a cerrar tarde o tempra­ no. En Latinoamérica, sin un teatro bien arraigado, no hubo ningún obstáculo que se opusiera al triunfo del nuevo arte. En realidad el teatro sobrevivió en buena parte convirtiéndose en un proyecto vanguardista, en el dominio de hombres que se dedica­ ban a la experimentación y que en muchos casos eran ya conocidos por otras actitudes. Fuera de los grandes centros teatrales, como Ciu­ dad de México y Buenos Aires, el teatro tuvo a menudo un carácter semiamateur, cuando no plenamente amateur, y con frecuencia se dió en el marco de las universidades. En algunos países, sobre todo en el Uruguay, México y la Argentina, hubo teatros oficiales financiados por el gobierno, pero con las limitaciones inherentes a una empresa controlada por el Estado. El teatro comercial, donde existía, siguió bajo la dominación de las obras extranjeras importadas. La Argentina, como ya hemos visto, era el único país que tenía un género popular floreciente gracias al sainete, género que escritores más ambiciosos como Discépolo utilizaban como fuente de inspira­ ción. En los años treinte hubo un intento de crear un teatro de mayor originalidad y de nivel artístico más elevado, y su promotor fue el no­ velista Roberto Arlt (1900-1942). Miembro del progresista y didáctico grupo Boedo, la primera obra teatral de Arlt, Trescientos millones, data de 1932 y se escribió para un grupo organizado por Leónidas Barletta. En esta primera obra y en muchas otras, Arlt llena el escenario con ficciones imaginativas. En Trescientos millones las realidades bru­ tales de la vida de una criada, el hijo de la casa que la seduce, su triste existencia, sólo pueden hacerse soportables gracias al mundo de la fan­ tasía. La imaginación de la muchacha se llena con los personajes de las novelas baratas y de los cuentos de hadas: Cenicienta, Rocambole, la Reina de Bizancio. Arlt desarrolla esta mezcla de imaginación y rea­

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lidad en muchos dramas, pero especialmente en El fabricante de fan ­ tasmas (1936), la historia de un dramaturgo que asesina a su esposa, reproduce el crimen en sus obras y luego ejecuta la sentencia en sí mismo. La obra de arte se concibe así como una forma de autoconocimiento. En Saverio el Cruel, que no se representó hasta 1956, la fan­ tasía degenera en locura. Susana quiere gastar una broma al ingenuo Saverio y finge que está loca, pidiéndole que participe de su fantasía. Ella será la reina y él ha de ser su coronel. Una vez liberada su imagi­ nación, Saverio se entrega plenamente a sus ensoñaciones, hasta que la fantasía de Susana se convierte en realidad y se enamora de Save­ rio. Saverio ahora cree que Susana está loca de veras y se niega a to­ mar parte en el «juego», ante lo cual ella le da muerte. Saverio y Susa­ na nunca consiguen compartir la misma zona, ya sea de realidad, ya de fantasía. Nunca coinciden respecto al otro, y éste es uno de los te­ mas favoritos de Arlt, desarrollado sobre todo en Prueba de amor, que, aunque se publicó en 1932, no se puso en escena hasta 1947. También escribió una fantasía oriental del tipo de Las mil y una no­ ches, Africa (1938), y una intensa alegoría política, La fiesta del hie­ rro (1946), en la cual el hijo de un fabricante de armas es inmolado en el mismo día en que se declara la guerra y queda así asegurada la prosperidad de la fábrica del padre.4 Las obras de Arlt demuestran un gran vigor y talento, pero sufren la grave limitación de la sociedad en la que se escribían. Samuel Eichelbaum (1894-1967) fue un dramaturgo argentino que se inscribe más dentro del círculo de las convenciones naturalistas y realistas, que en la línea de ruptura con ellas que había iniciado Arlt. Tejido de madre (1936), y El gato y su selva (1936) figuran entre sus primeras obras, pero sólo en 1940, con Pájaro de barro y Un guapo de 900, empezó a explorar situaciones más extremadas. En el último de estos dramas analizaba el personaje de un asesino profesional y de su fidelidad al «cacique», hasta el punto de matar por él al amante de la esposa. Y en Un tal Servando Gómez (1942) el autor atacaba las relaciones convencionales respecto al problema del eterno triángu­ lo. La obra nos presenta a una mujer que va a vivir con su amante, aunque está encinta de su esposo. Este marido la persigue celosamen­ te durante años hasta que el hijo, ya mayor, consigue que hagan las paces y les demuestra lo absurdos que han sido estos celos de «ma­ cho». Un teatro más poético e imaginativo lo inició en esta época Con­ rado Nalé Roxlo (1898-1971), autor de La cola de la sirena (1941), 4.

R. H. Castagnino, El teatro de Roberto Arlt, La Plata, 1964.

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donde un hombre se casa con una sirena, le corta la cola y queda muy decepcionado cuando ella se convierte en una mujer como las demás. Los hombres ansian lo maravilloso, pero luego comprueban que no pueden vivir con él. Los temas de Roxlo son más universales que los de Eichelbaum y por esta razón evitan el ambiente regional o local. El teatro histórico le permite trascender a las asociaciones regionales. En El pacto de Cristina (1945) da a su obra una ambientación medie­ val. Cristina se vende al diablo por el amor de Gerardo, que es un caballero cruzado. Cuando ella descubre que el diablo lo que quiere en realidad es el hijo de su matrimonio, se suicida antes de que el matrimonio pueda consumarse. Como en La cola de la sirena, la rea­ lización del sueño lo mancha e inutiliza. Dos de los dramaturgos de mayor éxito en la Argentina son Agus­ tín Cuzzani (1924), autor de El centro forward murió al amanecer (1955), y Osvaldo Dragún (1929), cuya Heroica de Buenos Aires (1966) ganó un premio otorgado por la cubana Casa de las Américas. Sin embargo, la vanguardia más avanzada de Buenos Aires se ha ido apar­ tando del teatro «literario» y se ha ido orientando hacia el teatro de ballet y el happening. Sobre ellos ejercen una gran influencia los mo­ vimientos vanguardistas teatrales de los Estados Unidos, sobre todo la obra de Merce Cunningham y John Cage. La personalidad más destacada del teatro argentino reciente es Griselda Gambaro (1928). Aun cuando recoge influencias de Beckett y de Ionesco, su obra es de una gran originalidad: la ocasional desvin­ culación de palabras y gestos contribuye a crear una impresión des­ concertante. Entre sus piezas se cuentan Las paredes (1963), Viejo ma­ trimonio (1965), El desatino (1965) y Los siameses (1967). En El cam­ po (1968), el escenario concentracional y la ambigua figura de Erna sugieren relaciones entre la violencia del Estado y la violencia en la relación hombre/mujer. En México, que, después de Buenos Aires, ha conocido el desa­ rrollo más activo del teatro moderno, la aparición de una dramatur­ gia contemporánea debe datarse a partir del grupo de Los Contempo­ ráneos. Uno de ellos, Celestino Gorostiza, se consagró casi exclusiva­ mente al teatro, y los poetas Salvador Novo y Xavier Villaurrutia en su madurez se ocuparon cada vez más del teatro. No obstante, las obras de Novo y de Villaurrutia son menos experimentales de lo que hubie­ ra podido suponerse, teniendo en cuenta lo interesados que estaban los miembros de este grupo por la literatura europea contemporánea. Las obras de Villaurrutia tienen cierto parecido con las de Eugene O ’Neiil y a menudo presentan situaciones arquetípicas de los mitos

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griegos en un ambiente contemporáneo. Su campo es el drama psico­ lógico, centrándose en temas que derivan de relaciones familiares. En El yerro candente (1944), por ejemplo, Antonia siente un gran amor por su padre, y le apoya incondicionalmente. Pero, sin que ella lo se­ pa, en realidad es hija del primer amante de su madre, Román, a quien la joven detesta. Cuando descubre la verdad no puede cambiar sus sentimientos, y sigue siendo fiel al hombre al que siempre había creí­ do su padre. Villaurrutia se complace en mostrar que las verdaderas relaciones tienen poco que ver con la estructura de la familia. En La hiedra (va­ riante del tema de Fedra), Hipólito odia a su madrastra Teresa hasta el punto de que tienen que alejarse de la familia. Cuando vuelve he­ cho ya un hombre, no la ve como madrastra, sino como a una mujer a la que puede amar. Las obras de Villaurrutia son más literarias que dramáticas. Hay muy pocos elementos coloquiales en el diálogo. Las alusiones clásicas abundan e incluso las acotaciones escénicas están más cerca de la des­ cripción novelística que de las instrucciones prácticas pensadas para la puesta en escena. Por ejemplo, así describe a Teresa en La hiedra, exactamente como hubiese podido hacerlo un novelista: Teresa tiene unos treinta y cinco años. Es alta y fuerte. Se diría que bajo su piel de un color vegetal circula savia en vez de sangre. El aire y la luz la turban y la hacen sentir más profundamente. Se diría tam­ bién que de todos los objetos que toca, que de todos los seres que abra­ za, extrae, insensiblemente, algo que la enriquece. Y se adivina que la oscuridad y la soledad completas la empobrecerían definitivamente.

Uno de los primeros latinoamericanos que reclamó para el teatro una función especialmente crítica entre los géneros literarios fue Ro­ dolfo Usigli (1905), quien empezó a escribir para la escena en los años treinta en México, durante el período en el que el país estaba domi­ nado por el presidente Calles. Influido por George Bernard Shaw, escribió obras con epílogos y ensayos,5 obras que a menudo no po­ dían representarse porque eran demasiado críticas respecto a la vida política contemporánea. Las Tres comedias impolíticas publicadas en esta época manejan una gran variedad de técnicas con objeto de sati­ rizar el absurdo de la vida política mexicana, pero nó pudieron repre­ sentarse. En 1938, Usigli fue nombrado director de la sección teatral 5 Por ejem plo, el ensayo «Epílogo sobre la hipocresía del mexicano», que figura en la se­ gunda edición de El ge sticu ljJo r, México, 1944.

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del departamento gubernamental de Bellas Artes, y en 1940 pudo fun­ dar su propio teatro semiprofesional, Teatro de Media Noche. Tam­ bién tradujo obras dramáticas extranjeras. A su intensa labor se debió en buena parte el resurgir del teatro mexicano después de la década de los cuarenta. Su producción puede dividirse en dos grupos: dra­ mas que tratan problemas de la vida de las clases medias y que llevan los conflictos de tipo familiar hasta límites mucho más audaces que las obras de Villaurrutia, y dramas que analizan los problemas de la «mexicanidad». Un buen ejemplo de los primeros esJano es una mu­ chacha (1952), donde una irreprochable colegiala lleva una doble vi­ da como prostituta. Y en El niño y la niebla plantea los problemas del instinto y del poder de sugestión. Marta odia tanto a su marido que trata de inducir a su hijo, que anda por la casa en estado de so­ nambulismo, a que mate a su padre, pero sus intentos de sugestio­ narle provocan un conflicto tal que el hijo acaba dándose muerte a sí mismo. Las dos obras más famosas de Usigli sobre temas mexicanos son El gesticulador (1937) y Corona de sombra. La primera sufrió la mis­ ma suerte que las Tres comedias impolíticas y no pudo representarse durante cierto tiempo porque implicaba una crítica demasiado dura de la política mexicana. La obra nos presenta el personaje de un pro­ fesor universitario fracasado, César Rubio, que lleva el mismo nom­ bre de un general al que se ha dado por desaparecido desde la época de la guerra revolucionaria. Rubio sabe que su homónimo ha muer­ to, y cuando un historiador norteamericano que está haciendo inves­ tigaciones acerca de la desaparición del general le identifica con él, César decide no deshacer el equívoco. Pasa a ser el general e inmedia­ tamente es candidato para el gobierno, asumiendo una personalidad nueva y más vigorosa. «Estoy viviendo como había soñado siempre», dice. Pero el general tenía demasiados enemigos políticos. César es asesinado y entonces el mito ya nunca podrá separarse del hombre. Su hijo trata de ser honrado y de demostrar que Rubio no era el gene­ ral, pero nadie le cree, porque el mito es más fuerte que la realidad, sobre todo en México, donde la vida política se nutre de mitos. Corona de sombra (1943) no es el único drama histórico de Usi­ gli, pero es el más destacado. En esta obra imagina lo que hubiera podido ocurrir si la emperatriz Carlota, cuando enloqueció, hubiese recobrado el juicio el tiempo suficiente para contar la historia del em­ perador Maximiliano, de sí misma y su aventura mexicana. El drama es muy ambicioso. Maximiliano representa un talante nuevo y mejor del que existe entre los monarcas europeos y su estancia en México

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le transforma, pero, trágicamente, es ejecutado antes de que pueda utilizar su nuevo saber y su lucidez. Para el autor representaba la muerte de «la codicia europea» y el nacimiento de «el primer concepto cerra­ do y claro de la nacionalidad mexicana». El drama histórico sobre temas mexicanos es un género popular entre los escritores de este país que se preocuparon por el problema de la «mexicanidad», problema que es el tema central de sus ensayos y de muchas novelas. Celestino Gorostiza eligió el tema de doña Ma­ rina, la amante de Cortés y una de las grandes figuras míticas mexica­ nas, haciéndola protagonista de su drama La malinche (1958), y doña Marina es también la figura central de Todos los gatos son pardos (1970), drama del novelista Carlos Fuentes. Tampoco los temas pre­ colombinos han sido olvidados. La excelente autora dramática Luisa Josefina Hernández (1928) ha basado una de sus obras más logradas en la biblia maya en su Popol Vuh (1966). Al igual que en la Argentina, en México el teatro ha ido alejándo­ se cada vez más de la verosimilitud y acercándose a la fantasía. Juan José Arreóla (1918) y Elena Garro (1917) han vuelto a insuflar poesía en el teatro, y la última es autora de una deliciosa comedia negra, Un hogar sólido (1958). Y dos de los mejores dramaturgos contem­ poráneos, Emilio Carballido (1925) yjorge Ibargüengoitia (1928-1983) son primordialmente escritores satíricos. Carballido es autor de una sátira de la prensa, Las noticias del día (1968), y de una obra que trata satíricamente de la vida y el amor en el México provinciano de 1919, Te juro, Juana, que tengo ganas (1966). Dos de sus obras más afortu­ nadas, Rosalba y los Llaveros y La danza que sueña la tortuga, se si­ túan en ambientes provincianos. Varios novelistas mexicanos se han sentido atraídos por el teatro, entre ellos Carlos Fuentes —autor de El tuerto es rey 1970), Casa con dos puertas (1970) y Orquídeas a la luz de la luna (1982)— y Vicente Leñero, quien, dedicado cada vez más plenamente a esta tarea ha ela­ borado la propuesta de un teatro basado en procesos históricos. Durante los años sesenta surgieron grupos como Los Mascarones, consagrados al teatro militante. Entre las figuras más destacadas del teatro mexicano actual hay que mencionar a Héctor Mendoza (1932), Héctor Azar (1910) y Víctor Hugo Rascón (1947). En México se han representado también las obras de un drama­ turgo guatemalteco, Carlos Solórzano, que es asimismo autor de im­ portantes libros sobre el teatro hispanoamericano y que ha consegui­ do publicar muchas obras dramáticas.

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Aparte de estos centros más importantes, es en Chile donde en las últimas décadas se ha desarrollado con mayor vitalidad una vida teatral, a pesar de que su primer dramaturgo de éxito, el popular Ar­ mando Moock (1894-1943) trabajó sobre todo en Buenos Aires. Más recientemente los teatros universitarios han desempeñado un papel decisivo en fomentar la experimentación y ha habido dos dramatur­ gos destacados, Egon Woolf (1926) y Luis Heiremans (1928-1964). Las obras de Woolf reflejan preocupaciones similares a las de los no­ velistas chilenos contemporáneos como José Donoso. En Los invasores el tema es muy parecido al de la novela de Donoso Coronación, ya que ambas obras tratan del miedo y de la culpa de la clase media. En Los invasores Lucas Mayer ve como su casa va siendo progresiva­ mente invadida por unos mendigos que le hacen confesar que su ri­ queza ha sido adquirida por medios poco honrados, y que humillan a su altiva hija, Marcela, y a su hijo Bobby, estudiante de ideas iz­ quierdistas. El punto débil de la obra es que todo resulta ser un sue­ ño, lo cual le resta eficacia, pero como pintura de la crisis de culpabi­ lidad de la clase media no deja de estar muy lograda. Luis Heiremans, autor de Cuentos para teatro, La jaula en el árbol (1957) y Moscas sobre el mármol, murió en el momento en que su obra estaba llegan­ do a la madurez. Había dado ya muestras de gran imaginación y sen­ sibilidad en sus obras, en las que a menudo utilizaba la fantasía y la ilusión. Bajo la dictadura militar, el teatro se convirtió en Uruguay en punto de reunión y centro de resistencia. El teatro uruguayo era subvencionado por el gobierno, gracias a lo cual había tempora­ das regulares de teatro clásico español, de teatro extranjero y de obras nuevas, aunque los autores de más valía tendían a trasladar­ se a Buenos Aires. Las figuras más destacadas del teatro urugua­ yo del período inmediatamente anterior al golpe de Estado militar eran Carlos Maggi ( 1922 ), Jacobo Langsner (1924) y Mauricio Rosencoff (1929). A finales de los años sesenta, el teatro político era de gran importancia y la dictadura lo condenó al silencio. Rosencoff pasó to­ da la época del poder militar en prisión, en su mayor parte aislado. En el Perú, donde por desgracia el teatro fue eclipsado por el cine, el dramaturgo más importante de este siglo es Sebastián Salazar Bondy (1924-1965), autor de Amor, gran laberinto (1947), Algo que no quiere morir { 1951) y El fabricante de deudas (1963). La labor teatral de Ma­ rio Vargas Llosa se ha desarrollado preponderantemente en el extran­ jero: La señorita de Tacna (1981) fue estrenada en la Argentina y Kathie y el hipopótamo (1983) en España.

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En Colombia ha predominado en los últimos años el teatro mili­ tante, en el que destaca el grupo La Candelaria. Es un teatro de im­ provisación, generalmente a partir de incidentes o condiciones de los lugares en que se representa, que busca generar conciencia social, en especial en zonas rurales. En Venezuela, donde, gracias a los festiva­ les teatrales, ha surgido un nuevo teatro, tienen gran importancia el Teatro de la Universidad y el grupo Rajatabla. En los países latinoamericanos más pequeños la producción tea­ tral suele ser muy modesta, y en su mayor parte está representada por grupos de aficionados o de semiprofesionales. Las excepciones son Puer­ to Rico y Cuba. La importante tradición teatral de Puerto Rico se ini­ cia con Emilio S. Belaval (1903-1972) y con Fernando Sierra Berdecia (1903-1962). Rene Marqués se muestra muy preocupado por el problema de la identidad portorriqueña, especialmente en relación con los Estados Unidos. Una de sus primeras obras, La carreta (1952), trataba de un modo realista el problema del emigrante portorriqueño que va a los Estados Unidos y luego, cuando regresa a su tierra natal, le resulta difícil la readaptación. En obras posteriores Marqués ha utilizado pro­ cedimientos simbólicos. En Los soles truncos, por ejemplo, una de­ crépita casa simbolizaba la decadencia de una clase y de todo el anti­ guo orden social. Con La muerte no entrará en palacio (1957) escribió una obra que es también una alegoría política. Un político sube al poder con programa reformista, pero inmediatamente abandona to­ da idea de hacer reforma agraria y en vez de liberar al país de las in­ fluencias extranjeras, se dispone a firmar un tratado con «el Norte». El país que gobierna nunca recibe un nombre concreto, ni tampoco se menciona a los Estados Unidos, pero las alusiones a Puerto Rico y a los Estados Unidos no pueden ser más claras. Al final de la obra es su propia hija la que asesina a su padre para salvar al país de la traición, y de este modo las mujeres son en la obra los símbolos de la conciencia nacional. Entre los autores más recientes se cuentan Myrna Casas (1934), que hace teatro experimental, y Luis Rafael Sánchez, cuya Antígona Pérez (1968) tuvo gran repercusión. En Cuba, la revolución trajo consigo una reorganización comple­ ta del teatro y, lo que es más importante, un desplazamiento de gran parte de la actividad teatral desde el antiguo centro de La Ha­ bana a las zonas rurales. Uno de los desarrollos más originales de la dramaturgia posrevolucionaria ha sido el del teatro de marionetas, para el cual han escrito guiones autores importantes como Antón Arrufat y Virgilio Piñera.

EL TEATRO

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Los productos más originales del teatro cubano se han dado en un terreno que podríamos llamar aliterario, en el cual la música, la mímica y el baile se incorporan al espectáculo. También se han hecho experiencias con un teatro de marionetas que utiliza al mismo tiempo títeres y actores de carne y hueso y que han escenificado di­ versos mitos afrocubanos. Entre los dramaturgos más jóvenes, el de mayor éxito ha sido José Triana (1933). Su Noche de los asesinos (1965) era un drama simbólico familiar centrado en tres personajes —Lalo, Cuca y Beba— que «matan» a su madre y a su padre en el primer acto, representan luego el juicio como acusadores y acusa­ dos y finalmente vuelven a representar el crimen de sus padres. La obra nos describe a los seres humanos prisioneros de las limitaciones de su propia naturaleza, e incapaces de aceptar la libertad sin la culpa. En Europa y en Norteamérica, tanto el teatro comercial como el llamado undergroundconocen un gran florecimiento, pero se tra­ ta de un teatro en el que la palabra hablada cada vez es menos im­ portante. Es posible que el teatro deje de ser un arte literario y se oriente en la dirección del ballet y del espectáculo, en cuyo caso su lugar no estará en una historia de la literatura. La cultura latinoame­ ricana llegó a su madurez en un momento en el que la novela estaba declinando en otras partes del mundo y ya ha hecho una importantí­ sima contribución a este género. La importancia de su poesía es in­ negable. Pero por lo que se refiere al teatro, sería necesario que apa­ reciesen elementos radicalmente nuevos para que alcanzase un relie­ ve especial como género. Por ahora lo único que puede decirse es que Latinoamérica no tiene en este campo una voz propia y peculiar.

Le c t u r a s

A fitologías Dauster, Frank, León Lyday y George Woodyard, eds., Nueve dra?naturgos hispanoíijneñcanos, Ottawa, 1979. Leal, Rene (ed.), Teatro cubano en un acto. 2 vols., La Habana, 1963. Saz Sánchez, Agustín del, Teatro hispanoa?nencano. Barcelona, 1963. Solórzano, Carlos, El teatro hispanoa?n-eñcano contemporáneo, México, 1964. — , Teatro breve hispanoarnertcano conte?nporáneo, Madrid, 1969. Suárez Radillo, C. M., El teatro barroco hispanoa?nencano (3 vols.), Ma­ drid, 1980-1981. Latín American Theatre Reinew, publicada por la Universidad de Kansas desde 1967, publica regularmente obras completas.

LITERATURA HISPANOAMERICANA

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Textos Arlt, Roberto, Teatro completo, edición de Mirta Arlt, 2 vols., Buenos Aires, 1968.

Brene, José R., El gallo de San Isidro, La Habana, 1964. — , Teatro, La Habana, 1965. Cuzzani, Agustín, Para que se cumplan las Escrituras, Buenos Aires, 1965. — , El centro forward murió al amanecer, 2 .a ed., Buenos Aires, 1956. Cuzzani, Agustín, Teatro, Buenos Aires, 1960. Díaz Díaz, Oswaldo, Teatro, 2 vols., Bogotá 1965. Dragún, Oswaldo, Heroica de Buenos Aires, La Habana, 1966. Eichelbaum, Samuel, Un guapo de 900, Buenos Aires, 1940. — , Un tal Servando Gómez, Buenos Aires, 1942. — , Pájaro de barro, Buenos Aires, 1965. Heiremans, Luis A., La jaula en el árbol y dos cuentos para teatro, Santiago de Chile, 1959Tres obras en un acto se publicaron en Mapocho, III, 1965. Ibargüengoitia, Jorge, La conspiración vendida, en Cuadernos de Bellas Ar­ tes, México, 1965. Magaña, Sergio, Moctezuma 11, en Cuadernos de Bellas Artes, México, 1963. Maggi, Carlos, Teatro, Montevideo, 1960. Marqués, René, Teatro, México, 1959. Novo, Salvador, La culta dama, México, 1951. Ollantay: El drama quechua. Apu Ollantay (versión de J. M. B. Farfán), Lima, 1952. Piñera, Virgilio, Dos viejos pánicos, La Habana, 1968. Rabinal Achí, nueva traducción en Latin American Theatre Review, prima­ vera de 1968. Sánchez, Florencio, Teatro, La Habana, 1963 (edición de Walter Reía), Mon­ tevideo, 1967. Triana, José, La noche de_ los asesinos, La Habana, 1965. Usigli, Rodolfo, Tetro completo, México, 1966. Villaurrutia, Obras, 2 .a ed., aumentada, México, 1966.

Estudios históricos y críticos Castagnino, Raúl, Esquema de la literatura dramática argentina. Buenos Aires, 1950. — , El teatro de Roberto Arlt, La Plata, 1964. Dauster, Frank, Historia del teatro hispanoamericano (siglos X IX y XX ), Mé­ xico, 1966. Ordaz, Luis (ed.), Breve historia del teatro argentino, 2 vols., Buenos Aires, 1962-1964.

EL TEATRO

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Reyes de la Maza, Luis, El teatro en México durante el Porfirismo, 3 vols., México, 1968. Richardson, Ruth, Florencio Sánchez and the Argentine Theatre, Nueva York, 1933. Rojo, Grinor, Los orígenes del teatro hispanoamericano contemporáneo, Val­ paraíso, 1972. Solórzano, Carlos, Teatro latinoamericano del siglo XX, Buenos Aires, 1961. —, Teatro guatemalteco, Madrid, 1967. Suárez Radillo, Carlos Miguel (ed.), Autores del nuevo teatro venezolano, Caracas, 1971. Usigli, Rodolfo, Anatomía del tetro, México-Ecuador, 1966.

ÍNDICE ALFABÉTIC O

Accvcdo Díaz, Eduardo, 83 Grito 'de gloria, 83 Ism ael 83 Lanza y sable, 83 Nativa, 83 Acosta, padre José de, 23, 24, 25 Historia natural y moral de las Indias, 23, 24 Aguilera Malta, Demetrio, 210 Aguirrc, Natanicl, 83 Juan de la Rosa, 83, 89 Aguirre, Raúl Gustavo, 271 Agustín, José, 337 De perfil, 337 Agustini, Delmira, 165 Los cálices vacíos, 165 Cuentas de sombra, 165 A lberdi.Juan Bautista, 59, 81 Bases, 59 Alegría, Ciro, 215, 216 El mundo es ancho y ajeno, 181, 215 Alegría, Claribcl, 272 Alegría, Fernando, 354 Amérika, Amérikka, Amérikkka, 354 Caballo de copas, 354 El paso de los gansos, 354 Alemán, Mateo, 18 Altamirano, Ignacio, 88, 89 Clemencia, 88, 89 El zarco, 89 Alvarez Gardeazábal, 333 Cóndores no entierran cóndores, 333 Allende, Isabel, 355 De amor y de sombra, 355 La casa de los espíritus, 355 Allende, Salvador, 354 Amauta, revista, 208, 209

Amorim, Enrique, 202 Ancona, Eligió, 82 La cruz y la espada, 82 Los mártires de Anáhuac, 82 Anderson Imbert, Enrique, 160, 161 Andrade, Olegario V., 97 El nido de cóndores, 97 Ángel, Albalucía, 333 Dos veces Alicia, 333 Estaba la pájara pinta sentada en el ver­ de limón, 333 Misia Señora, 333 A partir de Cero, revista, 271 Apollinaire, 223 Arboleda, Julio, 97 Gonzalo de Oyón, 97 Arenas, Braulio, 271 Arguedas, Alcides, 212, 213, 215, 216 Pueblo enfermo, 212 Raza de bronce, 212, 213 Wata-Wara, 212, 213 Arguedas, José María. 311, 313-315 Agua, 313 Los ríos profundos, 313-315 Todas las sangres, 313 Yawar fiesta, 313 Argueta, Manlio, 353 Un día en la vida, 353 Aridjis, Homero, 246 Arlt, Roberto, 210, 284-287, 371-372 África, 372 El amor brujo, 287 El criador de gorilas, 287 La fiesta del hierro, 372 El fabricante de fantasmas, 1>12 El jorobadito, 287 El juguete rabioso. 284, 285

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LITERATURA HISPANOAM ERICANA

Los lanzallamas, 285 Las m il y una noches, 372 Prueba de amor, 372 Saverio el Cruel, 372 Los siete locos, 285 Trescientos millones, 371 Arozarcno, Marcelino, 231 Canción negra sin color, 231 Arreóla, Juan José, 337, 375 Confabulario, 337 La feria, 337 Varia invención, 337 Arrufat, Antón, 378 Ascasubi, Hilario, 75 Asís, Jorge, 359 Canguros, 359 Canguros III, 359 Carne picada, 359 La calle de los caballos muertos, 359 Fe de ratas, 359 Flores robadas en los jardines de Quilmes, 359 Los reventados, 359 Asturias, Miguel Ángel, 301, 307-311 Hombre de maíz, 310-311 Leyendas de Guatemala, 307 Mulata de tal, 311 Z,oj- ojos de los enterrados, 3 11 £ / Papa verde, 311 £ / .r

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